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ОглавлениеLos orígenes: desde Aragón a Roma
Los orígenes de la familia Borja son muy semejantes a los de muchas familias de la pequeña nobleza hispana que desarrollaron sus vidas en los tres principales reinos que convivían en la península Ibérica durante la Baja Edad Media. Aragón, Castilla y Portugal tenían una característica en común que, en este sentido, les separó en sus formas sociales del Reino de Navarra: su expansión hacia el Sur a costa de los reinos hispano-musulmanes. Esto generó una capa social de pequeña nobleza, formada por guerreros que en la conquista tenían su principal y casi única forma de promoción social. En Castilla algunos de ellos llegaron a alcanzar gran fama, siendo objeto de cantares que han llegado a ser un hito de la literatura en la incipiente lengua castellana. Éste fue el origen también de los Borja, origen de los Borgia, teniendo que remontarnos hasta la Plena Edad Media y el Alto Aragón.
El posible origen aragonés: una familia de la baja nobleza
El nombre hispano de la familia procede de la localidad de Borja, situada al sur del Ebro y cerca de la frontera navarra, que fue conquistada por Alfonso I el Batallador en 1120. La fortaleza que dominaba la localidad habría sido entregada a un pariente suyo por el monarca, don Pedro de Artarés, de quien los genealogistas de los Borja querrían hacerles descendientes (intentando obviar que el pariente regio murió en 1151 sin descendencia). Debemos poner este dato como poco bajo sospecha, dada la facilidad con la que los genealogistas hacían descendientes de grandes personajes o de familias reales a las grandes casas para las que trabajaban. Lo cierto es que los Borja comienzan a aparecer en los documentos históricos en la conquista del Reino de Valencia. En 1240, y por segunda vez en su historia, Valencia era conquistada por tropas cristianas. En esta ocasión fueron las tropas catalanoaragonesas de Jaime I el Conquistador. El monarca fue afianzando la conquista del reino tomando las ciudades y fortalezas que se extendían al sur de la capital. Así, en 1244 el monarca tomaba Játiva, en cuya conquista tenemos documentada la presencia de nueve miembros de la familia Borja, probablemente venidos desde Aragón junto a su monarca. Allí se establecerían formando la nobleza local, gracias a las donaciones fundiarias que recibieron en el entorno de la ciudad, llamada a ser el campo de su acción política. No dejaron por ello de participar en las guerras que el monarca aún llevó a cabo al sur de Játiva expandiendo hacia Alicante y Murcia sus conquistas. De este modo, en la conquista de Orihuela (muy cerca ya de los límites que se habían establecido para su expansión hacia el Sur en los acuerdos a los que había llegado con Castilla para la conquista y repartición del territorio hispano-musulmán), de nuevo aparecen los Borja, en concreto uno que destacó aparentemente por su valor llamado Rodrigo de Borja, como su futuro descendiente.
De cualquier forma la familia se asentó en el entorno de Játiva y en ella les vemos aparecer en los cargos urbanos, así como ostentando diversas posiciones militares y señoriales en el entorno de la ciudad. Allí se encontraba, sin duda, el núcleo de la vida del linaje, donde establecieron sus palacios las diversas ramas de la familia, incluida la del futuro papa, que a principios del siglo xx aún era posible contemplar en un razonable estado de conservación.
De ambos puntos partirán los Borja hacia el poder eclesiástico: a la familia urbana pertenecía Rodrigo, a uno de los linajes menores asentados en las fortalezas cercanas perteneció Alonso. Éste será el verdadero iniciador de la saga familiar, con su entrada en religión y su posterior ascenso en la carrera eclesiástica.
Alonso de Borja: los primeros años
El futuro papa Calixto III pertenecía a una de las ramas menores de la familia. Sobre la realidad de ésta hay todavía hoy muchas dudas. La historiografía tradicional, siguiendo lo que la heráldica y las tradiciones de la comarca decían, aseguraba que el padre de Alfonso pertenecía a una rama de los Borja asentada en Canals, localidad cercana a Játiva, en calidad de señores de la fortaleza que la dominaba. Pero Sanchís Sivera planteó claramente que esto no era posible afirmarlo de forma taxativa porque no había documentación que lo demostrase, y que, incluso, la que había nos indicaba que Canals pertenecía más bien a la familia del marido de una de las hermanas de Alfonso, Isabel, la futura madre de Rodrigo. Probablemente, Domingo de Borja, padre de Alfonso, no fuese más que el tenente de aquella fortaleza en nombre de la familia de Jofré Borgia, con quien casó una de sus hijas. De ese modo, sería probable que residiese allí en el momento de nacer su hijo Alfonso, por lo que éste habría nacido en Canals. Sin embargo, es una mera suposición, dado que no hay ninguna prueba fehaciente de que ocurriese así. Lo único cierto es que nació el día 31 de diciembre de 1378, año del inicio del Cisma de Occidente, en el cual él estaba llamado a jugar un importante papel, y que sería bautizado en la colegiata de Santa María de Játiva, lo que ha hecho pensar que su familia realmente provenía de esta localidad.
Siguiendo la mismas fuentes poco fiables, algunos historiadores aseguraban que fue allí donde había recibido sus primeras enseñanzas, a cargo del sacerdote local, lo que, dada la escasa cultura del bajo clero en aquellos años, podemos suponer que fue bastante escasa. Sin embargo, cuando aún era un niño pequeño su destino habría comenzado a cambiar al conocer a un eminente predicador de aquellos años a quien él mismo canonizó cuando fue papa: Vicente Ferrer. Según habría contado Alonso cuando ya era un anciano pontífice en Roma, acudió a escuchar un sermón del famoso predicador junto a su madre. Allí llegaron a hablar con Ferrer, quien trató de convencer a la madre para que hiciese que su hijo entrase en la carrera eclesiástica. Sin embargo, los escasos recursos de su familia hacían poco factible que llegase a alcanzar un puesto preeminente, pues los estudios universitarios eran una condición casi indispensable para poder aspirar a los puestos más altos de la jerarquía. O eso o el pertenecer a una familia de destacado renombre e influencia, algo que sabemos que Alonso no tenía. Pero Vicente Ferrer estaba llamado a tener una gran importancia en el futuro de la familia Borgia, pues él habría sido el responsable en gran parte de que Alonso pudiese acceder a los estudios universitarios, pues él fue quien convenció a parte de la familia de Játiva para que se los sufragase. Algunos historiadores de demostrada solvencia, como Schuller-Piroli, siguieron estas noticias basadas en la genealogía de la familia sin poner un punto de duda sobre tales datos. La verdad es que todo ello no deja de tener un cierto ambiente a historia de los siglos xvii y xviii, muy novelada y dando numerosos detalles que nunca transcriben los documentos ni las crónicas de época, como la conversación del predicador con la madre del futuro papa. La línea narrativa no es única, puesto que algunos historiadores, siguiendo a otros genealogistas, preferían situar la intervención de Ferrer poco antes del nacimiento de Alfonso, cuando habría pronosticado a la madre que tendría un hijo que llegaría a papa y le santificaría.
Las mismas fuentes indican que con catorce años habría acudido por primera vez a las aulas universitarias, primero, y en una fugaz primera instancia, a la de Zaragoza, cabeza de los reinos de Aragón; y poco después a una de las más afamadas universidades de la Corona: la de Lérida.
Todo esto, sin embargo, no tiene ninguna base para asegurarlo. La documentación existente realmente nos lleva a pensar que probablemente realizase sus primeros estudios en Játiva, o incluso en Valencia. Y que mucho más tarde de los quince años sería cuando pisase por primera vez las aulas de un estudio universitario. De hecho, la documentación existente no lo menciona hasta 1408 en la Universidad de Lérida, siendo por entonces bachiller en ambos derechos. Con estos datos en la mano, es probable que no acudiese allí a cursar sus estudios hasta después de 1400, es decir con más de veintidós años. En la universidad permanecería, estudiando, al menos durante seis más, aumentando poco a poco su titulación. Así, sabemos que en 1411 era doctor en decretos, y que en 1414 ya lo era en derecho civil, siendo lo que entonces era conocido como doctor «in utiusque iure», en ambos derechos. Sin duda esos años sirvieron para otorgarle una sólida formación jurídica que le abriría las puertas de un futuro brillante, pues los diversos puestos que fue tomando tendrían origen, sin duda, en su sólida formación como jurista.
En cualquier periodo histórico la buena formación ha sido una de las mejores formas de garantizarse un buen futuro; pero a lo largo de la Baja Edad Media se fue dando un proceso por medio del cual el incipiente aparato burocrático de los nacientes estados comenzó a nutrirse de los titulados universitarios. Desde el bachiller hasta el doctor en derecho civil o canónico comenzaron a ser fundamentales en las distintas esferas de la todavía muy reducida burocracia regia. Los consejos privados de los reyes, así como sus instancias gubernativas más cercanas (administración de justicia, Consejo Real –entendido no sólo como círculo de asesoramiento del monarca sino también como órgano gubernativo–, en las incipientes Haciendas regias...) comenzaron a verse nutridos a lo largo de los siglos xiv y xv por personas procedentes de la universidad, que eran más capaces de desempeñar las funciones encomendadas que los altos personajes de origen noble que habían venido ejerciéndolas desde el origen de los distintos oficios. Como estudió recientemente José Manuel Nieto Soria, si estos personajes añadían a su formación la condición de eclesiásticos, pasaban a formar, además, parte del grupo más indicado para llevar a cabo las empresas de tipo internacional en nombre de su monarca. Las embajadas de los siglos bajomedievales estaban normalmente formadas por miembros de la jerarquía eclesiástica. Esto se explica porque, además de su notable formación universitaria, añadían el hecho de dominar la única lengua internacional en aquellos momentos, el latín, además de ser los mejores interlocutores para negociar con aquellos otros embajadores designados por los reyes: otros clérigos.
Así, Alonso de Borja reunía una serie de condiciones que le hacían muy apto no sólo para el servicio regio, sino también para desempeñar funciones de tipo diplomático. En la situación en la que se encontraba Europa occidental en esos momentos, el desempeño de tales tareas por parte de Alonso de Borja tenía dos campos posibles: la monarquía aragonesa y el pontificado de Benedicto XIII. En ambos encontraría Alonso un importante padrino: Vicente Ferrer. Schüller-Piroli mostró la posible influencia de este predicador y futuro santo en los primeros nombramientos eclesiásticos del futuro papa, pues él mismo se encontraba entre los principales colaboradores del rey Martín el Humano y del papa Benedicto, ya que era miembro del Consejo de aquél y confesor de éste último. Efectivamente, en 1408 recibió su primer beneficio de manos de Benedicto XIII, uno en la catedral de Lérida, y en 1411 fue nombrdao canónigo de la misma catedral. Como tal desempeñó sus labores con notable celo eclesiástico, apareciendo en los registros conservados en el archivo catedralicio como presente en los actos que llevaba a cabo el cabildo durante aquellos años.
Para entonces la situación política cambió también de forma importante en la Corona de Aragón. En 1410 con la muerte de Martín I el Humano, rey de Aragón, y poco tiempo antes la de su hijo Martín el Joven en Sicilia sin descendencia legítima, se consideró extinguida la antigua dinastía real catalano-aragonesa (recordemos que los reyes de Aragón eran, al tiempo, condes de Barcelona y con ello príncipes de toda Cataluña, por el matrimonio de Ramón Berenguer IV conde de Barcelona, y de Petronila, heredera del reino aragonés). La sucesión, tras discusiones y negociaciones entre los distintos candidatos y las diputaciones nombradas por los distintos reinos que formaban parte de la Corona, además de Cataluña (que no era reino), recayó en Fernando de Trastámara, infante de Castilla y tío del rey de castellano (en esos momentos menor de edad, con lo que su tío era regente suyo y pasó a acumular en sus manos el mayor poder peninsular desde época de Sancho III el Mayor de Navarra y Alfonso VII). Para entonces el papa Benedicto XIII ya se había fijado en él, y le había nombrado oidor de la Cámara Apostólica en 1411, cuando era doctor en cánones, instándole a acudir a su corte pontificia.
Éste pontífice, el famoso papa Luna, se encontraba ya por entonces en una difícil situación internacional. Después de haber gozado de gran fama durante los primeros años del siglo xv por su afán negociador con el otro papa del Cisma de Occidente, en los últimos años estaba perdiendo gran parte de sus partidarios por el gran auge que estaba cobrando la llamada via concilii para poner fin al ya largo Cisma (que llamaba a la convocatoria de un Concilio General ante el que renunciasen los dos papas, y que éste procediese a nombrar un único pontífice romano). Benedicto XIII era partidario de que ambos papas se reuniesen y presentasen sus derechos, allí la razón primaría y acabaría quedando un único pontífice. Pero ante la negativa del papa romano a la negociación para una posible renuncia de alguno de los dos, los poderes laicos decidieron tomar cartas en el asunto para poner fin a la división en el seno de la cristiandad. Con el emperador Segismundo a la cabeza los poderes laicos convocaron un Concilio General que sería el encargado de deponer a los pontífices cismáticos y elegir un único papa. Para evitar lo ocurrido en 1409 en Pisa, cuando se nombró un nuevo papa pero sin conseguir que los poderes laicos de numerosos países retirasen la obediencia a los otros dos (con lo que realmente se agravó el Cisma, al hacer que coexistiesen tres papas en vez de dos), se intentó que antes de llevar a cabo nada sobre la elección papal, todas las naciones de la cristiandad occidental estuviesen no sólo de acuerdo, sino presentes en el Concilio, con vistas a evitar una prolongación del Cisma. El Concilio se convocó y abrió sus sesiones en 1414, momento en el que Benedicto XIII perdió gran parte de sus apoyos. En concreto, en 1416 sólo Aragón y Castilla mantenían su obediencia oficial al papa de Peñíscola, contando en otros reinos (como Francia o Escocia) sólo con la fidelidad de parte del clero. Así, el que Alonso de Borja pasase en esos momentos al servicio del pontífice cismático hacía que su carrera eclesiástica corriese el peligro de entrar en una vía muerta. Sin embargo, la cercanía que en esos momentos existía entre el poder político aragonés y el papa Luna hizo que, tal vez sin que Alonso fuese consciente de que sus actos fuesen a llevarle a salvar su proyección en la Iglesia, entrase al servicio regio de donde pasaría, años después, al servicio del nuevo poder pontificio, enfrentándose, así, a su antiguo benefactor.
Mientras era vicario general de la sede leridana, formó parte de una Junta eclesiástica en Barcelona por la que se acordó enviar una delegación al Concilio abierto en Constanza, antes, incluso, de que tras la entrevista de Perpiñán entre el rey Fernando y el emperador, aquél decidiese retirar la obediencia al papa Luna para acudir al Concilio. Aunque la Junta le nombró emisario para acudir a Constanza, su misión nunca se llegó a cumplir. El monarca aragonés (que tras la muerte de Fernando poco después de las entrevistas de Perpiñán era su hijo Alfonso V, conocido después como el Magnánimo) acordó con la Junta que no se enviase tal delegación y que la monarquía enviaría la suya. Efectivamente, Alonso no partió para Constanza; sin embargo, sí fue el encargado de negociar con los oficiales regios, tal vez como vicario general de la diócesis de Lérida, el estado de las finanzas de la misma. Ésta fue la primera aparición del futuro papa en la corte regia, y es probable que en aquella Junta llegase el monarca a fijarse en él. Sin duda la participación de Alonso en ella, así como su posible viaje a Constanza, le distanció del papa Luna; pero su entrada en la administración regia haría que su carrera no se estancase, sirviéndole, además, como puente para el paso al servicio del nuevo poder pontificio que surgió de Constanza.
En efecto, poco después de la elección de Martín V como papa único en Constanza, éste envió a Aragón como legado al cardenal Adimari, arzobispo de Pisa. Al parecer el legado hubo de esperar en la frontera del reino durante meses hasta poder acudir a reunirse con el joven monarca aragonés, pues sólo en abril de 1418 se presentaron ante él dos consejeros regios para acogerle en el reino y darle la bienvenida. Uno de ellos era nuestro Alonso de Borja. Como tal acompañó al legado durante su estancia, y actuó como intermediario entre el monarca y él, pues Alfonso V evitaba la comunicación directa con el arzobispo-legado. Sin duda Borja había alcanzado rápidamente una situación de privilegio dentro del aparato burocrático-político del monarca, pues la condición de consejero real no era fácilmente accesible. Podemos pensar que, dada su experiencia en cuestiones jurídicas y religiosas, así como sus, hasta ese momento, buenas relaciones con Pedro de Luna, hicieron de él un candidato perfecto para aconsejar al joven monarca en cuestiones religiosas. El monarca no dudó en intentar premiar sus servicios, para ello solicitó al papa el 10 de julio que le entregase la rectoría de San Nicolás de Valencia, lo que Martín V concedió al 1 de diciembre de ese mismo año.
La legación del cardenal Adimari no fue muy exitosa, pese a que gracias a los trabajos de Alonso de Borja el legado pudo presidir un sínodo del clero de la Corona reunido en Lérida, donde los convocados manifestaron su adhesión al Concilio y a Martín V. Una de las principales labores encomendadas no fue conseguida: reunirse con el antipapa y llamarle a la renuncia y la reconciliación. Sin duda, el supuesto intento de envenenar a Pedro de Luna, que éste achacó a las malas artes del legado, así como la violenta reacción que llevó a cabo, hizo que nadie se atreviese a cruzar las puertas de Peñíscola para darle tales mensajes.
De cualquier manera la labor de Alonso de Borja no debió ser discreta. Así podemos interpretarlo a raíz de las concesiones que recibió de parte del legado Adimari y del propio Martín V: confirmación de todos los privilegios concedidos por Benedicto XIII, concesión de un canonicato en Barcelona, y de un beneficio más de los que ya tenía en Valencia, por el cual intercedió de nuevo el rey Alfonso de Aragón de forma repetida, hasta el 30 de septiembre de 1420. Sin duda era una buena manera de hacerse ver a los ojos del nuevo pontificado, destacando en la defensa de sus intereses, pese a tratarse en esos momentos de un servidor regio.
Su carrera, pese a ello, seguía encauzada, de momento, en el ámbito de la monarquía aragonesa. Así, a lo largo de 1419 Alonso de Borja fue uno de los encargados de poner de acuerdo a los reyes de Castilla, Aragón y Navarra para solucionar de forma pacífica los malentendidos que pudiesen surgir entre ellos. Sin duda con ello colaboraba con el plan regio de pacificar su reino peninsular antes de acudir a Italia.
Esto sucedió ya en 1420. En el verano de ese año Alfonso V culminó los preparativos para acudir a reclamar la isla de Córcega, que por entonces estaba en manos genovesas. Allí recibiría la noticia de que la reina de Nápoles, Juana II, le proponía adoptarle y sucederla en el trono, lo que acabaría alejándole durante muchos años de la Península. Para la primera de las campañas encomendó a su mujer la regencia de los reinos peninsulares, al tiempo que dejaba establecido los personajes que habían de formar parte del Consejo Real en su ausencia. Entre ellos se hallaba Alonso de Borja, que ostentaba además el título de vicecanciller. Sin embargo, su ausencia se prolongaría más de lo pensado por la cuestión napolitana, así como por el gusto que el monarca mostraba por sus posesiones italianas. Esto significó un mayor distanciamiento del monarca aragonés y del papa, lo que había de sumarse al recelo que el pontífice tenía ante el hecho de que el rey permitiese que el pseudopontífice cismático de Peñíscola pudiese llevar a cabo sus actividades sin que el rey lo impidiese. Ahora, el hecho de que aspirase a heredar el reino napolitano supuso un enfrentamiento abierto con Martín V.
Para entonces el monarca tenía a Alonso de Borja entre sus principales consejeros, y tal vez por ello llegó a solicitar al pontífice para él el capelo cardenalicio en fecha tan temprana como 1421. El que hubiese sido un nombramiento cardenalicio como acto de reconciliación con el monarca aragonés tal vez habría impuesto sobre él la mácula de personaje poco eclesiástico (aunque no habría sido ni el primero ni el último). Sin embargo tal nombramiento no llegó a tener lugar, debiendo esperar el futuro papa veintitrés años más para conseguir el rango de príncipe de la Iglesia, llegando a alcanzar tal condición por sus propios méritos y por su capacidad mostrada al servicio de la Iglesia y no por petición de ningún príncipe.
La misión ante Clemente VII
Durante unos cuantos años la figura de Alonso de Borja desaparece casi por completo de los registros conservados. Sin duda el duro enfrentamiento que se dio entre el rey aragonés y el pontífice romano, hizo que su carrera eclesiástica no avanzase, y mientras tanto seguiría desempeñando labores de apoyo y consejo a Alfonso V, así como sus puestos en la Universidad de Lérida, siempre que sus tareas políticas se lo permitiesen. En 1423 sabemos que volvió a participar en una misión diplomática en el Reino de Castilla, sin duda por la tensión creciente debido al encarcelamiento allí de uno de los hermanos de Alfonso de Aragón por haber atentado contra la majestad del rey castellano. En cuanto a su carrera eclesiástica, sólo mejoró gracias a la acción regia. La situación de enfrentamiento con el papa le sirvió para que por encargo regio se responsabilizase de la administración de la sede mallorquina en 1424. Sólo con el fin del Cisma cambiaría radicalmente la situación de su carrera en el ámbito eclesiástico.
La posición de Alfonso V entre 1422 y 1428 en la cuestión del Cisma fue políticamente impecable y religiosamente cuestionable. Siempre mantuvo su ambigüedad sobre su posición ante el papa cismático de Peñíscola, pasando en algunos momentos al apoyo completo y en otros a un estudiado desdén. Lo cierto es que el rey aragonés se había convertido en el último baluarte para Benedicto XIII y su sucesor, pues el mismo clero aragonés, el que más fiel se le había mostrado, acabó abandonándole.
Alfonso V utilizó a los papas de Peñíscola como arma arrojadiza contra el pontificado romano, lo que hizo que, como estudió Álvarez Palenzuela, el Cisma se alargase de forma artificial, pues el pontificado de Peñíscola carecía de todo apoyo salvo el del rey aragonés. Éste no sólo les permitió subsistir sino que incluso autorizó la convocatoria de un cónclave a la muerte de Pedro de Luna para la elección de un sucesor, y llegó a intimar a que se eligiese a un aragonés. No cabe duda que eran un arma política de la que no quería prescindir. Y, efectivamente, no dudó en utilizarla. La abierta ruptura a la que habían llegado el pontificado y la monarquía aragonesa alcanzó su punto más álgido cuando en 1423 el pontífice se negó a reconocer la candidatura de Alfonso a la Corona napolitana. Éste, al retirarse de Italia para atacar a sus rivales franceses, no dudó en invitar al sucesor del papa Luna, el modesto canónigo de Teruel Gil Sánchez Muñoz, que había tomado el nombre de Clemente VIII, a llevar a cabo su solemne coronación pontificia en Barcelona. Sin duda era un claro desafío al poder de Martín V, pero fue más allá cuando ordenó que todas las bulas que éste último emitiese y se dirigiesen a sus reinos no fuesen publicadas y se le remitiesen a su corte. Alfonso V desestimó los consejos de su esposa María, castellana y fiel seguidora de Martín V, quien llegó a dar órdenes para atacar Peñíscola. El monarca anuló tales instrucciones y nombró único papa legítimo a Clemente.
El papado decidió actuar y envió a Aragón como legado al cardenal Pedro de Foix, para poner fin al Cisma y normalizar las relaciones de aquellos reinos con el pontificado. Su elección no era baladí, tenía relaciones de parentesco con los Trastámara y gozaba de un gran prestigio en la Curia. Sin embargo, aún tuvo que esperar algo más de dos años hasta que pudo entrar en los reinos de Alfonso V, quien llegó a amenazar su vida si osaba entrar en ellos sin su permiso. De hecho, el papa tuvo que extender sus poderes legaticios al sur de Francia para que pudiese permanecer allí hasta que el rey le permitiese su entrada. El monarca, además, decidió contraatacar al papa, y envió una embajada al Concilio de Siena, que abría sus puertas en aquella ciudad (después de un corto inicio en Pavia, de donde se huyó porque se declaró la peste en la ciudad) a principios de septiembre de 1423. Allí, la labor del embajador aragonés sería la socavación del poder pontificio, no dudando en apoyar e incluso fomentar a los más radicales conciliaristas, quienes, por suerte para el papa, eran poco numerosos en aquella reunión.
El acuerdo entre ambas partes no llegaría hasta que el papa se decidió a actuar contra el rey aragonés a finales de 1426, llegando a excomulgarle y a amenazar con actuar de forma más grave contra él. La ruptura era más de lo que Alfonso V deseaba y se avino a negociar, permitiendo en el verano de 1427 que el legado entrase en sus reinos. Los acuerdos entre el pontificado y la Corona aragonesa significaban el compromiso aragonés de acabar con el Cisma, pero no el pontificio de reconocer su posesión del reino napolitano, por el que aún tendría que luchar en años posteriores. Sin embargo, se le ofrecieron 150.000 ducados de oro, una notable rebaja en el canon feudal que debía pagar por su investidura como rey de Sicilia, y un notable número de concesiones sobre los beneficios eclesiásticos de su reino.
El elegido para llevar a cabo la difícil misión no fue el cardenal Pedro de Foix, quien seguramente temía el oscuro lugar de Peñíscola sobre el que corrían numerosas leyendas, sino un consejero del rey que tenía conocimiento fehaciente de los asuntos eclesiásticos y que había sido, incluso, oidor del Sacro Palacio de Benedicto XIII: Alonso de Borja. Otro dato más apuntaba a su favor, al igual que Gil Sánchez Muñoz (Clemente VIII), había pertenecido al cabildo de Valencia, con lo que es probable, incluso, que se conociesen personalmente. No fue el legado quien eligió al que había de acudir a Peñíscola a intentar conseguir la renuncia del pseudopontífice, sino el rey en persona. De hecho, Alonso de Borja había estado presente en Calatayud durante el mes de junio, en los últimos y tensos momentos de las negociaciones entre Pedro de Foix y el rey Alfonso V. Una vez concluidas éstas, el rey partió hacia Ariza, cerca de la frontera con Castilla, donde estaba preparado su ejército y el de su hermano, el rey de Navarra, para entrar en el reino vecino, donde pretendían imponer al rey castellano el gobierno junto al infante Enrique, hermano de los reyes navarro y aragonés. Estando allí volvió a llamar al legado, quien se acercó a Ariza el día 19. Alfonso V le explicó cómo pensaba poner fin al Cisma con el envío de dos de sus consejeros ante el pseudopontífice para hacerle llegar la oferta pontificia y hacerle saber que el monarca pensaba abandonarle. Sus enviados serían Alonso de Borja y Ponce de Puentes. Éstos regresaron a Calatayud con el legado ese mismo día 19, y el día 22 partieron hacia Peñíscola.
De este modo, Borja debió llegar a Peñíscola en poco tiempo, pues el recorrido no era muy largo. Apenas un par de semanas debieron ser suficientes para alcanzar la localidad castellonense. Sin embargo, debió entretenerse en diversos preparativos, así como en entablar antes negociaciones con Gil Sánchez para asegurar su entrada pacífica en el castillo pontificio. Así, el 24 de julio de 1429 Alonso de Borja llegaba por mar al temido castillo-palacio de los papas de Peñíscola. Sin duda el lugar era proclive para todo tipo de conjuras y temores: situado junto al mar sobre una roca, y con las puertas que lo comunicaban con tierra tapiadas desde hacía tiempo. Se temían sobre todo las estancias subterráneas del castillo donde se decía que habían sufrido tortura, muerte y prisión aquellos sospechosos que hubiesen acudido desde tierra firme e incluso miembros de la Curia cismática que habían caído en desgracia (de hecho, llevaba allí encerrado desde hacía muchos años el cardenal Bonnefoi por haber tachado de simoníaca la elección de Clemente VIII y haber intentado unirse a otro cardenal, Joan Carrer, que había elegido otro papa por su parte).
Su misión parecía poco menos que imposible a tenor de lo que había ocurrido en los últimos años, cuando Clemente había rechazado todas las ofertas que le habían hecho desde la Curia romana. Los rumores que corrían sobre su herejía, apostasía diabólica y otro tipo de leyendas negras, no hacían sino pintar tal viaje con muy malos augurios, aunque podemos pensar que todo lo que se decía se basaba más en la leyenda que en la realidad.
Sin embargo, todos los supuestos de fracaso se vendrían inexplicablemente abajo. Clemente no sólo recibió a Alonso de Borja, sino que atendió la propuesta que le ofrecía de parte de Martín V: si abdicaba voluntariamente se reincorporaría a la Iglesia, otorgándosele la dignidad prelaticia de obispo de Mallorca, con lo que se le garantizaba un retiro tranquilo y digno. Además, se reconocerían las decisiones que tanto él como Benedicto XIII hubiesen tomado, así como los beneficios que hubiese otorgado y los nombramientos cardenalicios que hubiesen realizado.
De forma sorprendente el pseudopontífice recibió a Borja tan sólo dos días después de que arribase a la roca de Peñíscola. De forma aún más increíble Clemente VIII no se lo pensó durante mucho tiempo, sin duda los tiempos habían cambiado y debía ser consciente de que sus apoyos eran prácticamente nulos. Ese mismo día tuvo lugar un acto solemne, que se llevó a cabo ante Alonso de Borja, en calidad de enviado regio y pontificio, por el cual Clemente VIII, vestido de pontifical y ungido con la triple corona, retiró todos los anatemas y excomuniones que se habían vertido contra Martín V y sus seguidores. Acto seguido proclamó su solemne renuncia a la dignidad pontificia, indicando que había aceptado el pontificado sólo con la intención de poner fin al Cisma, lo que gracias a Dios, ahora podía realizar. Firmó el acta de la renuncia y abandonó la sala para aparecer posteriormente vestido sólo con la indumentaria normal en un canónigo. Aun así, instó a los cardenales (entre los que no se encontraba Jimeno Dahe, antiguo consejero de Benedicto XIII y partidario de la resistencia a ultranza, y que había sido encerrado en las mazmorras para evitar problemas) a que eligiesen un nuevo pontífice en breve. Efectivamente así se hizo, y los cardenales cismáticos eligieron a Martín V como único pontífice de la cristiandad latina. Con ello se ponía fin a más de cincuenta años de Cisma y a más de diez de inútil y solitaria resistencia de los papas de Peñíscola.
Si bien una oferta de este tipo no era nueva en los años que habían transcurrido desde que, en gran parte, se cerrase el Cisma en el Concilio de Constanza, algo había cambiado para que Gil Sánchez Muñoz aceptase la propuesta. En primer lugar, su único apoyo, Alfonso V de Aragón, había manifestado ya claramente su decisión de abandonarle, y sin duda un consejero real de la calidad de Alonso de Borja era el mejor indicado para planteárselo. En segundo lugar, no dejaba de ser una salida honrosa la que se le proponía, aceptando sus decisiones y nombramientos. Y, en último lugar, se le daba cabida en la alta jerarquía eclesiástica del reino, que era mucho más de lo que había alcanzado antes de ser elegido pontífice a la muerte de Benedicto XIII. Sin duda las rentas que como tal había recibido debían haber ido mermando drásticamente, y con el obispado de Mallorca se le garantizaba un retiro tranquilo y holgado económicamente.
Con estos actos, además, se ponía fin a los muchos años de legación del cardenal Pedro de Foix, y los duros trabajos y negociaciones que había llevado a cabo para dar término al Cisma. Sin duda debía estar agradecido al consejero regio que había facilitado un fin pacífico y acorde para todos. No tardaría en demostrárselo.
Del obispado al cardenalato: de Borja a Borgia
El día 28 de julio las noticias llegaban al legado pontificio que, tras varias entradas en Castilla con el objetivo de conseguir la paz entre este reino y Aragón, estaba de nuevo en Calatayud. Una vez que se enteró de las buenas noticias, solicitó permiso para acudir a Peñíscola para ultimar los detalles del fin del Cisma. Cinco días después abandonaba la localidad zaragozana dirigiéndose hacia la costa. Sólo cuatro días después, el 6 de agosto, se encontraba con los enviados regios en la localidad de San Mateo. Allí Alonso de Borja entregó al cardenal Foix el documento de renuncia de Clemente VIII, que volvía a ser Gil Sánchez Muñoz, ahora obispo electo de Mallorca. Junto a ello le entregó un índice de los bienes que se encontraban en el castillo de Peñíscola, que ahora era custodiado por tropas aragonesas, así como una tiara pontificia, que era la misma que había portado san Silvestre, y que se había utilizado ya en 1305 para la coronación de Clemente V. Poco después el cardenal legado premiaría sus trabajos. Así, el 20 de agosto de ese año, desde Peñíscola, y haciendo uso de los poderes que el papa Martín V le había otorgado, reservó para Alonso el obispado de Valencia, en premio a su actuación. Además, en la carta en la que comunicaba al papa la feliz conclusión del negocio que le había encomendado, no dejaba de encomiar la persona y el trabajo de Alonso de Borja. El mismo papa le contestó desde Ferentino, donde estaba pasando los meses estivales, indicando que no olvidaría los trabajos de Borja, prometiendo recompensarle justamente.
Con ello Alonso accedía a uno de las sedes episcopales más importantes de la Corona de Aragón y de la península Ibérica, con lo que su carrera eclesiástica daba un giro inesperado. De hecho, tal nombramiento le obligaba a recibir todos los grados, pues aún no había sido ordenado sacerdote. Sin duda su papel en el cierre del Cisma le había hecho visible de nuevo ante los ojos del pontificado. Por otra parte, había vuelto a demostrar su fidelidad al monarca, con lo que su posición en los dos ámbitos de poder había salido muy reforzada por los hechos de Peñíscola.
Pero además, con ello vino un cambio de neta importancia para la posteridad. La propia cancillería pontificia de Martín V sería la que cambiaría su nombre, latinizándolo (que no italianizándolo), y convirtiendo la forma Borja en la mundialmente conocida Borgia. Así, con la forma latina será con la que se conozca a la parte de la familia asentada en Italia, mientras que los que permanecieron en la Península o retornaron a ella seguirían siendo denominados con la forma Borja. Normalmente es en este punto cuando la historiografía suele cambiar la forma de referirse a Alonso y sus sobrinos, sin embargo, no lo haremos así. Sólo cuando Alonso de Borja, obispo de Valencia y luego cardenal se establezca definitivamente en Roma podemos pensar que cambió la forma común de referirse a él. Si hasta 1443 siguió al servicio regio de Alfonso V tanto en Hispania como en Nápoles, sin duda siguieron refiriéndose a él como hasta ese momento: Borja. Sin embargo, es digno de mención el hecho de que sea en este punto cuando se inicia la transición, un cambio que marcó, aunque sea sólo de forma fonética, la historia de la familia.
Durante tres años el nuevo obispo de Valencia se dedicó de pleno a su labor pastoral en la importante diócesis que le había sido encomendada. Participó en las ceremonias de forma personal, revistiendo alguna de ellas de gran magnificencia. En ello no dejó de servir todavía a su principal valedor, el rey Alfonso, como demostró al dar prioridad al traslado a la catedral de los restos de san Luis de Tolosa, que el monarca aragonés había traído consigo de su expolio de Marsella. Para ello, Alonso ordenó construir una magnífica capilla en la catedral, que él nunca llegaría a ver concluida por dos motivos: su viaje a Italia junto al rey, y su muerte antes de su conclusión. Pese a ello su sobrino Rodrigo Borgia se encargaría de que fuese ricamente terminada en 1486, años después del fallecimiento de su tío.
Pero durante ese periodo siguió desempeñando labores de apoyo al monarca aragonés. Así, sabemos que en 1431 realizó ciertas tareas diplomáticas para él en Tarragona, y que el año siguiente volvió a hacerlo. En julio de 1432 tenemos noticia de que acudió a Tarazona para negociar con Castilla la paz entre ambos reinos, trabajando seguramente junto al delegado del rey de Castilla, Juan Martínez Contreras, arzobispo de Toledo. El monarca aragonés, de nuevo, le reclamó junto a él, ya que partía de nuevo para Nápoles. La muerte de Martín V, que tan férreamente se le había opuesto, así como la apertura del Concilio de Basilea, hacía que el papado estuviese lo suficientemente débil como para que el monarca aragonés pudiese embarcarse de nuevo en la lucha por el reino napolitano. Poco después, una rebelión en Roma, incluso obligó al papa Eugenio IV a huir de la ciudad, con lo que su posición se hizo más débil aún. La suerte sonrió al monarca aragonés, pues en poco tiempo fallecieron la reina Juana II de Nápoles y Luis de Anjou, el único heredero que reconocía la Iglesia. La guerra en el sur de la península Italiana volvía a comenzar, y el rey Alfonso quería contar con uno de sus principales consejeros.
Sin embargo, son pocas las noticias que tenemos de él en ese periodo, y probablemente no acudió con el rey a Italia. De ser así habría sido capturado junto a éste por la flota genovesa tras la derrota de Gaeta a finales de 1435. Sin embargo, el hecho de que poco después acudiese a la península en 1436 nos hace pensar que no estuviese presente, pues el 22 de septiembre negociaba la renovación de la paz con la Corona castellana, pues la tregua acordada por cinco años en 1431 había llegado a su fin. Pero si no acudió antes a Italia, sí lo haría ese mismo año de 1436, a Nápoles, llevando consigo a un personaje que tendría gran relación con su familia en los años sucesivos: Ferrante, hijo ilegítimo del rey Alfonso y que sería su sucesor en el trono napolitano.
Aún regresaría en 1437 a la península Ibérica, permaneciendo, esta vez sí, durante más de medio año en su diócesis valenciana, lo que Schüller-Piroli, siguiendo a Sanchís y Sivera, interpretó como un indicio de un primer distanciamiento del rey Alfonso. Desconocemos si realmente fue así, de cualquier forma, permaneció en Valencia hasta junio de 1438. Aparentemente, el rey había pensado enviarle al Concilio de Basilea, lo que nos hace sospechar que el distanciamiento no debió ser muy importante. En marzo de 1438, al menos, así lo tenía planeado, como demostró el citado Sanchís y Sivera con documentación catedralicia de Valencia.
Pero la intención de Alfonso V de Aragón cambió enseguida. El monarca había emprendido de nuevo la lucha por el reino napolitano, y en ese contexto había ordenado a sus embajadores acercar su posición a la del Concilio, tal vez como forma de presionar al papa Eugenio IV para que aceptase su posesión del reino napolitano, por el que todavía luchaba. Es posible que el rey quisiese que Alonso participase en las sesiones del Concilio, pero eso nunca llegó a ocurrir. Sin embargo, sí sabemos que participó en la reorganización que del Reino de Nápoles estaba llevando a cabo el monarca. Allí, antes incluso de la conquista de la ciudad, sabemos que Alonso de Borja fue presidente del Sacro Coniglio o Tribunal de Santa Chiara (cargo en el que permaneció hasta 1444), así como del Consejo Real de Alfonso V. Como podemos comprobar, Alonso seguía siendo uno de los principales colaboradores del rey.
En 1439 se iniciaría una nueva transición en la vida de Alonso de Borja. En pocos años pasaría de nuevo del servicio regio al servicio de la Iglesia, y sería, curiosamente, por medio de una nueva misión encomendada por el rey aragonés. El 19 de mayo de ese año Alonso recibía el encargo de encabezar una delegación ante la Curia pontificia en Florencia (Eugenio IV aún no había conseguido regresar a Roma), cuya principal misión era entablar negociaciones para poner fin al enfrentamiento entre la Corona de Aragón y el pontificado por la cuestión napolitana.
Alfonso V, tal como había hecho con el pontificado cismático de Peñíscola, estaba dispuesto a utilizar los problemas eclesiásticos en su propio beneficio. A finales de 1437, como forma de presión sin duda, había ordenado a su embajador apoyar, e incluso fomentar, las acciones del Concilio contra el papa Eugenio, por resistirse a sus decisiones. La posición de éste era débil pues, aunque el emperador de Oriente acudía a reunirse con él, los poderes laicos de Occidente estaban más cerca de los rebeldes basilienses que de él, si bien trataban de atemperar las acciones de éste contra el papa. Alfonso V, empero, era el principal partidario de la radicalidad conciliar. Así, cuando en julio de ese mismo año el rebelde Concilio de Basilea eligió un antipapa, Alfonso de Aragón no dudó en reconocerlo como pontífice, evidentemente como una forma más de influir en las negociaciones emprendidas en Florencia.
Allí el papa estaba alojado en el magnífico monasterio de Santa María Novella. Su posición política era endeble: pese a negociar con el emperador de Bizancio la reunificación de las Iglesias cristianas, apenas concurrían asistentes al Concilio que había convocado en Ferrara para oponerse al de Basilea: ni siquiera todas las regiones italianas tenían enviados, y sólo tres obispos de Borgoña eran la escasa representación transalpina. Además, las naciones intentaban mediar en el conflicto con Basilea, pero manifestando su apoyo y reconocimiento al Concilio reunido en esa ciudad alemana.
Las negociaciones que en ese ambiente llevó a cabo Alonso de Borja fueron duras y difíciles. Eugenio IV se negaba a transigir en la cuestión napolitana, e incluso logró de los borgoñones que liberasen al único rival que Alfonso V tenía para el trono napolitano, Renato de Anjou, que acudió al reino sureño y recibió en la ciudad de Nápoles la coronación y aceptación pontificia. Así, tanto Eugenio como Alfonso buscaban presionar al contrario para forzar su rendición. Por ello, cuando al poco tiempo y tras breves escaramuzas, Renato abandonó Nápoles para retirarse a sus dominios franceses, la posición pontificia volvió a debilitarse. El papa incluso intentó atraerse al embajador aragonés, ofreciéndole el capelo cardenalicio. Sin embargo, Alonso de Borja rechazó ese primer intento de elevarle al principado de la Iglesia, alegando que sólo podría aceptarlo si se hubiese llegado a un acuerdo de paz.
Sin embargo, para finales de 1439 la posición pontificia en el conflicto con el Concilio era mejor, pues tras su deposición por aquél, Castilla e Inglaterra habían abandonado las sesiones, y el resto de las naciones mantenían una estudiada neutralidad: tanto Alemania como Francia le reconocían como único pontífice, pero al tiempo sólo aceptaban como Concilio el de Basilea.
Las negociaciones, pues, tuvieron que ser duras y difíciles y debieron saldarse con una retirada de la embajada aragonesa en momento desconocido. La situación no cambiaría hasta 1442. Entonces la posición de Alfonso V sufrió un importantísimo avance cuando, con un golpe de mano, sus tropas tomaron la ciudad de Nápoles que, además, no opuso resistencia a su dominación. El pontífice debió ver la inutilidad de resistirse a aceptar los hechos consumados del cambio de dinastía en Nápoles y se prepararon nuevas negociaciones.
Desde su retirada de Florencia y hasta ese momento Alonso de Borja había trabajado de nuevo con firmeza para el monarca aragonés, afianzando la reorganización jurídica y administrativa del reino napolitano. Como hemos comentado, por entonces presidía el principal tribunal del reino, el Tribunal de Santa Chiara, y también era el presidente del Consejo Real. Así, como no podía ser de otra manera, Alonso de Borja fue elegido de nuevo para llevar a cabo las negociaciones por parte de Alfonso V.
Éstas se llevaron a cabo en Terracina, entre Roma y Nápoles, entre Alonso de Borja y el enviado pontificio, el cardenal Scarampo. Entre ambos, se negoció una salida favorable a ambos poderes. Por un lado Alfonso V de Aragón recibiría la investidura del trono de Nápoles, poniendo fin a veinte años de enfrentamiento; además, Alfonso recibía de forma vitalicia las ciudades pontificias de Benevento y Terracina, claves en la frontera entre Nápoles y los Estados Pontificios. Por su parte, su posición ante el Concilio de Basilea cambiaría, abandonando y reconociendo la legitimidad de Eugenio IV. Además, se posibilitaría el regreso del papa a Roma. Con el abandono aragonés de Basilea, se forzó la retirada de su aliado el duque de Milán, con lo que la caída del Concilio fue inevitable, y con ello el fin de las ideas conciliaristas, con el consiguiente avance de la monarquía pontificia que los Borgia tanto defenderían. Así, en septiembre de 1443 Eugenio IV regresaba triunfante a Roma, sellando el acuerdo que habían tomado.
A lo largo del siglo xv se había hecho común que el pontificado premiase con nombramientos beneficiales a aquellos que colaboraban con él. De este modo, tanto tras el Concilio de Constanza, como tras el de Siena, los poderes laicos recibieron una serie de concesiones por parte del pontificado por la colaboración prestada. En otras ocasiones, tales concesiones se hacían en compensación por las renuncias que llevaban a cabo por beneficio de la Iglesia. Alfonso V ya lo había comprobado tras la renuncia de Clemente VIII, y de nuevo podría comprobarlo ahora. Sin duda, el reconocimiento del Reino de Nápoles era un buen premio, pero su entorno más cercano también se vería favorecido. Así, el 2 de mayo de 1444 Eugenio IV elevaría al cardenalato a su más destacado consejero y colaborador: Alonso de Borja. Su nombramiento, sin duda, también era un premio para el rey Alfonso pues, con ello, podía contar con un fiel aliado en el seno del colegio cardenalicio. Además, no dejaba de tener notable importancia el beneficio propagandístico que tenía tal nombramiento.
Para Alfonso de Borja supuso el cambio definitivo en su carrera. En esta ocasión sí aceptó tal nombramiento, considerándolo, sin duda, un premio a los desvelos que había padecido para congraciar a su rey con el sumo pontífice. Con tal nombramiento, su carrera eclesiástica, que había vuelto a encauzar con la labor realizada en beneficio del papa y del rey en Peñíscola, parecía llegar a su culmen. Sin duda, y en apariencia, a nada más podía aspirar un hispano, dada la casi nula presencia de papas extraitalianos en la lista de sumos pontífices.
Alonso de Borja, consecuente con lo que habían sido sus anteriores puestos beneficiales, decidió asentarse en Roma, en el palacio episcopal de su iglesia titular, la de Quattro Coronati, sobre la colina Coelius. Sin embargo, en esta ocasión su decisión fue definitiva. No volvería ni a Nápoles, al servicio del rey, ni a Valencia, su patria. Con ello, podemos pensar que, efectivamente, debió imponerse el apellido que la cancillería pontificia le había dado hacía ya quince años y con el que sería conocida su familia desde ese momento: Borgia.