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ОглавлениеAlonso Borgia, cardenal y papa de Roma
Con la llegada de Alonso Borgia a Roma quedaba marcado el destino de la familia en Italia. Ahora era un príncipe de la Iglesia, y se esforzó en ser tal cosa y no un mero embajador de su anterior señor, Alfonso de Aragón. Mallet opinó que la decisión de Borgia de trasladarse a Roma ya en 1445, y de asentarse allí fue una sorpresa. Sin embargo, si vemos su trayectoria política, así como las relaciones que tuvo con el poder de la Iglesia, no parece sorprender en exceso. Recordemos que había sido nominado para participar en una embajada del clero aragonés a Constanza; que había participado activamente para conseguir el fin del Cisma; que se negó a acudir a Basilea, y su actuación para reconciliar a Alfonso V y Eugenio IV. Para un hombre de sesenta y seis años, como los que él contaba en esos momentos, la vida tranquila de un cardenal en Roma debía parecerle un buen colofón para una existencia larga y fructífera como había sido la suya. Sin embargo, aún podría aspirar a más, como se vio posteriormente. No dejaba de ser consciente de que su nueva posición podia utilizarla para conseguir ciertos beneficios para su familia, además de significar una buena oportunidad para ésta. Como veremos también en este capítulo será el principal mecenas de sus sobrinos, asentando a parte de la familia junto a él en Roma y marcando así el destino de la misma.
Cardenal de Quattro Coronati y episcopus valentinus
Efectivamente, Alonso Borgia estaba decidido a llevar a cabo una vida tranquila en la Roma pontificia. No participó, en esos primeros años, de forma activa en el gobierno de la Iglesia, manteniéndose alejado de los manejos políticos, a veces bastante oscuros, de la Curia pontificia.
Su primera labor en Roma fue la restauración del palacio episcopal de su iglesia titular. Éste, situado sobre una colina repleta de vegetación, tenía orígenes medievales y estaba construido, como su claustro, principalmente en mármol. La iglesia, edificada en el siglo xii sobre una antigua basílica paleocristiana, debía parecer entonces primitiva y arcaica, pero no fue remozada hasta época barroca.
Sin embargo, Alonso no dejó de mantener contacto con eminentes círculos humanistas y renacentistas de la Roma mediosecular. Por aquella época estaba asentado en Roma Bessarión, cardenal y obispo de Nicea. Eugenio IV le había conferido tal dignidad junto al metropolitano Isidoro, quienes, tal vez por seguir manteniendo la ficción de la unidad de las Iglesias, seguían residiendo en Roma. El conocimiento del griego por parte de éstos, así como de la literatura que les era propia, hizo de su residencia un lugar de reunión de humanistas. Alonso Borgia, quien seguramente le conoció en Florencia mientras llevaba a cabo la legación para llegar a un acuerdo de paz entre el rey y el papa, formaba parte de su círculo de amigos, así como del cardenal Isidoro, sin tener en cuenta los prejuicios que su origen y su forma oriental de vestir levantaban entre los miembros más conspicuos de la Curia. Incluso llegó a contar entre sus amigos a Lorenzo Valla, el célebre humanista que demostró la falsedad de la denominada Donación de Constantino. Ésta era un documento conservado en los Archivos Vaticanos por el cual supuestamente Constantino el Grande había donado los territorios del Imperio de Occidente al papa de Roma, lo que le daba la autoridad terrenal sobre todos los poderes occidentales (salvo los de la península Ibérica pues estos habían ganado su territorio a los musulmanes). Este manuscrito había sido utilizado en diversas ocasiones para reclamar el supremo poder terrenal para los papas de Roma. Sin embargo, Lorenzo Valla demostró diplomáticamente, por medio del estudio diplomático, lingüístico y grafológico, que realmente se trataba de una falsificación fabricada en la cancillería pontificia del siglo viii, lo que le valió una investigación de la Inquisición romana sobre él y tener que dejar Roma. Eso, empero, no obstó para que el cardenal Borgia mantuviese su amistad con él. Entre sus relaciones también se encontraba Eneas Silvio Piccolomini, el futuro papa Pío II, quien no contaba con la confianza de la Curia por su pasado conciliarista. Pues bien, según el propio Eneas Silvio confesaba en sus memorias, había mantenido una fluida correspondencia con el cardenal valenciano.
Dada esta amistad, ya Schüller-Piroli estimó posible que Alonso Borgia influyese en el consejo que Eneas Silvio, por entonces ligado a la cancillería imperial, dio al emperador para que casase con Leonor de Portugal, prima hermana del rey de Aragón Alfonso V. De este modo, aunque fuese indirectamente, habría participado en las negociaciones que se dieron hasta 1448 para que el emperador abandonase el Concilio y, a cambio, recibiese la coronación imperial en Roma. Sin embargo, sólo de ese modo participaría, pues no hay rastro de ninguna actividad política en este sentido por parte de Alonso.
Sin duda que el cardenal valenciano prefirió dedicarse más a labores que tuviesen que ver con su dignidad prelaticia, más cercanas a la piedad que a la política. Sabemos que llevó a cabo acciones semejantes a las acometidas en Valencia cuando fue nombrado obispo de la misma: fundación de hospitales, preocupación por los desvalidos y los pobres... Gracias a ello se ganó fama de rectitud e integridad moral. Tenía fama además de ser austero. Mallet estimó en unos 6.460 florines de oro de Aragón la cantidad que recibía de su episcopado valenciano. Sin duda con ello tenía suficiente para los gastos que su tranquila vida romana le provocaba, lo que habríamos de ver en la base para su dejadez a la hora de buscar nuevos y pingües beneficios; lo que era más que común entre los cardenales y los clérigos de la Curia pontificia. Esta circunstancia se daba, sobre todo, en el trance de un cónclave para la elección de un nuevo pontífice, como ocurrió en 1447 tras la muerte de Eugenio IV. Sin embargo nada indica que tuviese especial relevancia en la elección del docto humanista Tommaso Parentucelli, que tomó el nombre de Nicolás V.
El pacífico pontificado de este humanista significó un cambio drástico en los intereses y preocupaciones de la Curia pontificia. De las luchas que marcaron el pontificado de Martín V para reorganizar los Estados Pontificios (que estudió Partner hace muchos años), y de los conflictos con el Concilio y Alfonso V de Aragón que sostuvo durante casi todo su pontificado Eugenio IV, se pasó a una pax italiana. El nuevo papa se preocupó por la cultura y el saber. Él fundo la Biblioteca Vaticana, y para surtirla de las mejores obras contrató (de creer a sus admiradores) un verdadero ejército de cinco mil copistas para surtirla de los mejores manuscritos. En comparación, ningún condotiero fue pagado de las arcas vaticanas hasta 1453, y las tropas pontificias eran más que exiguas. Sin duda, en este ambiente donde se comentaban las obras clásicas encajaba más Alonso Borgia que en una Roma preocupada por las armas.
Sólo el intento de asesinato del pontífice, descubierto por el cardenal Besarión y el anciano cardenal Capránica, hizo que cambiasen en parte las miras de éste. Pero incluso una vez que se preparó para la guerra lo hizo con objetivos cristianos (o al menos con los que había tenido la cristiandad de los siglos bajomedievales). Tras la noticia de la conquista de Constantinopla por los turcos el 29 de mayo de 1453, el papa se decidió a organizar una gran cruzada contra ellos. E incluso en esos momentos se aseguró de que la paz fuese la premisa para ello, acordando el Tratado de Lodi entre las principales potencias italianas para mantener la situación política de esos momentos. Para la lucha estaban dispuestas las arcas pontificias, repletas tras años de paz. Pero nunca llegaría a ver realizado su sueño. La decepción por la escasa atención prestada por los poderes políticos y la enfermedad le llevaron a la muerte antes.
Alonso Borgia, papa Calixto III
El cónclave para la elección de un nuevo pontífice comenzó el día 4 de abril de 1455. Sólo quince de los cardenales se encontraban en esos momentos en Roma, y la difícil situación que había provocado el avance turco sobre Constantinopla y los Balcanes hacía que el contexto fuese díficil. La cruzada era deseada y necesitada en las naciones orientales, pero las occidentales se desentendían de ella. En esta situación, siete italianos, cuatro hispanos, dos franceses y dos griegos serían los que eligiesen al nuevo pontífice.
Las reuniones sólo duraron cuatro días. La elección del cardenal Besarión parecía, en un momento dado, un hecho casi consumado, pero el colegio cardenalicio aún albergaba dudas. La elección se retrasó. Ningún candidato italiano contaba con el suficiente apoyo, pues estaban divididos entre las facciones de los Colonna y los Orsini. Sin duda un pontífice de fuera de la península Itálica podía ser el único que éstos aceptasen votar, al no tratarse de un rival. Finalmente, y en cierto modo de forma sorprendente, el elegido no fue un italiano sino un hispano: Alonso Borgia.
Así, el primero de los papas Borgia llegó al solio pontificio. Sin lugar a dudas no era algo previsto antes del cónclave, pero las rivalidades italianas y las necesidades político-eclesiásticas habían hecho que su candidatura saliese vencedora. Algún autor, como Mallet y Schüller-Piroli han opinado que su origen hispano fue una baza importante, al considerarse su espíritu más adecuado para la cruzada que el de otros occidentales. Tal vez los cardenales italianos y franceses opinasen así, pero sin duda un cardenal nacido en Valencia, uno de los reinos de la Corona de Aragón, no debía tener un espíritu cruzadista especialmente a flor de piel, dado que las luchas contra el islam de la Corona habían finalizado doscientos años antes. Sin duda los italianos podían tener la misma experiencia de la cruzada que un valenciano.
También es posible que su elección fuese vista en esos momentos como una cuestión temporal. Su avanzada edad ya en 1455 no hacía previsible un largo pontificado, por lo que tal vez fue eso lo que se buscó: un intermedio a la espera de que las rivalidades italianas se aclarasen y se posibilitase la elección de un pontífice de aquella península. Lo cierto es que algún autor ha comentado que algunos embajadores italianos ante la Curia estaban más preocupados en preparar y prever la próxima elección pontificia que en cómo se desarrollaría el pontificado que acababa de comenzar. Algunos llegaron incluso a lamentar la elección de un “catalán” por las desuniones italianas.
Otros autores han dejado ver que el mismo Alonso Borgia habría trabajado tenazmente para conseguir este objetivo, ya incluso desde su nombramiento cardenalicio. Se ha mencionado para ello la supuesta premonición que el predicador valenciano Vicente Ferrer le hizo de que algún día sería papa y le canonizaría. Puig y Puig situaba tal profecía en 1409, en el contexto de un sermón del futuro santo al que acudía Alonso, por entonces, de Borja. Éste resaltó la santidad del predicador, quien, dando gracias a Dios por tal cualidad, manifestó que él habría de canonizarle cuando fuese papa. Ciertamente Alonso Borgia fue papa, y él canonizó al predicador valenciano, pero la leyenda bien podría haber surgido después y ante los hechos consumados.
Su elección, empero, fue vista con muy buenos ojos por algunos representantes de los príncipes. Son conocidos los comentarios dedicados a su elección por Eneas Silvio Piccolomini y del legado de la Orden Teutónica en Roma, alabando la personalidad del pontífice, su capacidad para dirigir una cruzada y su rectitud moral. El apoyo de los cardenales Capránica y Scarampo no fue menos valioso, así como la ayuda que, en el ámbito de la cruzada y en el plano práctico y efectivo, le prestó Juan de Carvajal, uno de los cardenales castellanos, en Hungría.
Los primeros días de su pontificado no fueron pacíficos. Las rivalidades entre los clanes romanos, que habían llevado a la elección de un papa no italiano, se mostraron claramente en las jornadas que siguieron al cónclave. La misma coronación pontificia debió posponerse algunos días antes los rumores de enfrentamientos callejeros entre los Orsini y Colonna, sin duda los ánimos estaban exaltados, recriminándose ambos bandos mutuamente el que no hubiese podido elegirse un papa de su familia. Finalmente pudo llevarse a cabo la ceremonia de imposición de la triple corona pontificia. Ésta se llevó a cabo en San Pedro, ante la Curia. Después, siguiendo la tradición, la comitiva del papa, que iba rodeado de ocho obispos y de los oficiales romanos, se dirigió en procesión y a caballo hacia la basílica de San Juan de Letrán. Sin duda para un hombre de setentay siete años debió ser un día fatigoso. Sin embargo, no dejó por ello de participar en la ceremonial procesión y otros actos que se llevaban a cabo en el recorrido, como la toma de juramento de los judíos de la iudecca.
Más enérgico, incluso, se mostró cuando, una vez ya en la basílica lateranense, le fueron comunicados los graves altercados que se estaban dando en el exterior de la basílica entre los Orsini y los Colonna. Habiendo sido éstos alejados y derrotados los partidarios de los primeros acudían a acabar con los que estaban en la basílica. El septuagenario papa no dudó un momento y, montando a caballo, acudió al galope al vaticano, pese a su edad, a exigir al cardenal Orsini que ordenase poner fin a los enfrentamientos. Ante la ira pontificia, éste se apresuró a obedecer. Sin duda nadie esperaba una reacción tan violenta de un hombre de tan avanzada edad.
Cuando en Nápoles se conoció el resultado de la elección, el rey ordenó llevar a cabo una serie de celebraciones, congratulándose por haber sido elegido uno de sus más allegados colaboradores. Acto seguido, escribió a sus reinos, y especialmente a Valencia, para comunicárselo. La noticia llegó a este reino al tiempo que la carta regia, y la ciudad no dudó en celebrar también tan alegre noticia. Así, se hizó una bandera blanca con el escudo de los Borgia en una de las torres de la seo, se voltearon las campanas, se dispararon cañones, se adornaron las torres con luminarias y fuegos, así como las puertas de la ciudad. Además, se llevaron a cabo procesiones de acción de gracias durante diez días.
La política religiosa y sus consecuencias internacionales
Las acciones que Calixto III llevó a cabo en esta faceta de su ámbito de poder se centraron en varios aspectos: la santificación de Vicente Ferrer, la rehabilitación de Juana de Arco y la vertiente religiosa de la cruzada.
La canonización del predicador valenciano que tanto había influido en su juventud y en su futuro fue una de las primeras labores que llevó a cabo Alonso Borgia al llegar al pontificado. Tal hecho, además, era una forma de mostrar su buen talante al rey Alfonso, pues él habría solicitado que retomase el proceso de canonización que ya se había iniciado en tiempos de Nicolás V. Y, efectivamente, Calixto III lo concluyó, así, la santificación se llevó a cabo el día 30 de junio de 1455 en la basílica de San Pedro en presencia del rey de Aragón, que había acudido a Roma. Con tal motivo, Alfonso V había hecho confeccionar un gran pendón con el escudo de Aragón bordado (no olvidemos que Vicente Ferrer había sido súbdito suyo y consejero de su padre Fernando I). Sin lugar a dudas, tal acto, en presencia del monarca, y teniendo en cuenta la relación tan estrecha que había existido entre ambos hasta el momento, estaba encaminado a fomentar un buen entendimiento entre Alonso y su antiguo señor.
Mayores problemas podía traer, en cambio, otro de los grandes intereses que mostró Calixto III en lo tocante a cuestiones de religiosidad. Se trata de la revisión que llevó a cabo de las actuaciones y la sentencia que veinticuatro años antes se había dictado contra Juana de Arco. Esto había sido reclamado en numerosas ocasiones por el rey francés Carlos VII, pues a fin de cuentas había sido de ella de quien había recibido la corona de Francia, e ideológica y simbólicamente no era muy apropiado ni favorable para su monarquía que tuviese la consideración de bruja.
Sin embargo, tal revisión podía llevar a un enfrentamiento con el monarca inglés, a instancias del que se había llevado el juicio y el ajusticiamiento. Durante años esto significó un escollo de cierta relevancia, pues podía suponer que el papado se decantase por uno u otro en la contienda que mantenían por el trono de Francia, en el contexto de la guerra de los Cien Años. Pero dos factores vinieron a arreglar la situación. Por un lado el tacto con el que Alonso Borgia llevó todo el asunto, tratando de evitar que su intervención pareciese que iba dirigida a entrometerse en los problemas dinásticos de los reinos occidentales. Para ello decidió que la mejor manera era atender a una petición no del rey de Francia, sino de la familia de la misma Juana de Arco, como efectivamente ocurrió. En un mes se accedió a la revisión, contestando el propio pontífice a la familia. Del segundo proceso no salió, ni mucho menos, la canonización de la dama de Orleans (algo que tuvo que esperar al siglo xx), sin embargo sí se recopiló abundante material que permitió a Calixto III anular la sentencia anterior y declarar su inocencia, estableciendo que tal dictamen se publicase y pregonase por toda Francia, para borrar así de la memoria de las gentes el oprobio al que había sido sometido Juana. En segundo lugar, el hecho de que la disputa por la Corona francesa hubiese sido zanjado ya hizo que este segundo proceso y su resultado no tuviese ya ningún interés para los reyes de Inglaterra, con lo que no presentaron ninguna protesta ni se dieron por aludidos.
Por otro lado, Calixto III llevó a cabo una serie de acciones tendentes a reforzar de forma ideológica y religiosa la cruzada que pretendía llevar a cabo contra los turcos (cuyos aspectos más prácticos analizaremos en el apartado correspondiente). Por un lado potenció la predicación de la cruzada, intentando evitar que se dilapidasen los fondos recaudados en otras cuestiones que no fuesen la lucha contra los turcos, lo que era muy común y que no consiguió por completo. Por otro, procuró excitar el celo cristiano de la población occidental para que pidiesen en sus oraciones por la victoria de la cruzada, haciendo que se realizasen ciertos rezos a la hora del “Ángelus”, a los que habría de llamarse desde los campanarios de las iglesias. Esto nos demuestra un auténtico celo religioso en la convocatoria de la cruzada. Sin quitar la importancia económica que las bulas de cruzada habían tenido a lo largo de la Baja Edad Media, y que el mismo Alonso Borgia utilizó, estaba convencido de que una auténtica preocupación por este asunto en las conciencias cristianas podía ayudar en la consecución de sus objetivos. Sin duda Calixto III convocaba la cruzada con un auténtico espíritu de defensa del cristianismo.
Tampoco olvidó su tierra una vez que llegó a la cima del poder eclesiástico, y lo manifestó de la mejor manera que podía y sabía: con sus propios fondos como obispo de Valencia había hecho construir una capilla a santa Ana en la iglesia colegial de Játiva. No era la primera vez, pues ya en 1414 había intentado conseguir de Benedicto XIII para la misma el rango de catedral. En ella haría, además, construir para su familia una capilla que serviría, al tiempo, como panteón para los Borja. Qué le iba a hacer pensar que sus sobrinos más cercanos nunca llegarían a reposar en ella, pues su futuro estaba en Italia.
Por otro lado también llevó a cabo una serie de reconstrucciones en iglesias de la misma Roma, sin duda preocupado por el estado ruinoso que mostraban muchas de las antiquísimas construcciones.
El enfrentamiento con Alfonso V
La convocatoria de la cruzada traería una consecuencia inesperada para Alonso Borgia, como sería un duro enfrentamiento con Alfonso V de Aragón, su antiguo señor. Aparentemente el rey celebró en Nápoles con gran alegría la elección de su antiguo consejero. Los fuegos artificiales maravillaron a la ciudad, y los banquetes ofrecidos por el monarca fueron numerosos. Sin embargo, podemos pensar que el rey sintió un primer desencanto cuando los Orsini, sus aliados tradicionales en Roma, no pudieron extender sus acciones contra los Colonna el día de la coronación pontificia, como ya hemos visto, por la acción pontificia y la orden a su cardenal para que detuviese a los secuaces de su familia. Las acciones que Calixto había llevado a cabo para revisar el juicio de Juana de Arco también los vio el monarca aragonés como un beneficio a la monarquía francesa, que tal vez podía volver a intentar disputarle su reino más preciado, al napolitano.
Así, ya al inicio del pontificado de Alonso Borgia, las relaciones entre el papado y la monarquía aragonesa eran tensas, aunque aparentemente mostrasen cordialidad, con lujosas embajadas incluidas. La cuestión de la cruzada, además, vendría a empeorar una ya tensa situación. Alfonso V incluso utilizó tal cuestión para arremeter contra el papa. De este modo, tal vez como forma de distraer su atención de los favores que hacía a la monarquía francesa, le acusó de no actuar ante el peligro turco y la necesidad de la cruzada.
No podemos decir que las acciones de Calixto III en la cuestión de la cruzada se debiesen a esta acusación, pues ya desde antes el papa había puesto en marcha la maquinaria de la misma. Sin embargo, las actuaciones pontificias que Alonso llevó a cabo desde ese momento para hacer más real la idea de la cruzada no significaron un restablecimiento de las relaciones con Alfonso V, sino que se suscitaron nuevos enfrentamientos por distintas cuestiones que emanaron de la misma cruzada.
En primer lugar, el monarca, después de haber recriminado la inactividad al pontífice, retrasó la acción de la flota que el papa quería enviar al Egeo para socorrer a las islas cristianas y hostigar a la flota turca. Calixto vio estas acciones marinas como una parte importante de la acción cruzada, pues conseguirían por un lado desviar la atención y las fuerzas turcas de la zona continental donde se pretendía atacar, y por otro, aliviar la tensa situación en la que se encontraban los señoríos cristianos del mar Egeo, como la isla de Rodas, sede de la Orden de San Juan del Hospital (luego llamada de Malta, nombre que mantiene hasta hoy día, puesto que conquistó y poseyó esa isla). Para ello, Calixto III había fomentado la construcción de una flota propia que, unida a la de otros poderes políticos, llevaría a cabo tales acciones. En ocasiones anteriores (y no dejaría de haber posteriores) el papado había intentado recabar la colaboración de las potencias comerciales italianas, especialmente Venecia. Sin embargo, ésta veía en las buenas relaciones con los turcos la mejor de las conductas para mantener sus intereses comerciales. Por ello, Calixto III ordenó la construcción de una escuadra propia que sirviese como punto de partida a una flota cruzada. Ésta iría comandada por el arzobispo de Tarragona, Urrea, y había de unirse a la flota aragonesa en Nápoles. Tanto él como los cardenales Alain y Carvajal recibieron la cruz de la cruzada solemnemente el día 8 de septiembre de 1455. El primero debía predicar la cruzada en Francia y Flandes. Su principal cometido era intentar convencer a los poderes políticos de la zona para que participasen de forma activa. Su tarea, empero, se demostró inútil dada el escaso interés que aquellos tenían en acudir a una cruzada en Oriente que no les deparaba ningún beneficio. Sin duda el peligro turco les era muy lejano y ajeno. El segundo debía acudir a Hungría y el Imperio. Allí, sin duda, su trabajo era más fácil a la hora de convencer al poder secular para participar en la misma (pues el Imperio turco era una amenaza directa). Sin embargo, los roces y el enfrentamiento entre los distintos monarcas (el emperador y Ladislao Póstumo), así como los recelos entre éste y sus súbditos bohemios y húngaros, reticentes ante un soberano alemán, serían un grave impedimento contra el que habría de luchar para conseguir sacar adelante la empresa contra los turcos.
El arzobispo legado Urrea tenía como misión encabezar la flota, acudiendo a Nápoles para esperar allí refuerzos hispanos con el fin de, ya juntos, poner rumbo a las islas del Egeo. Sin embargo, allí Alfonso V no sólo dio largas para la partida de la flota conjunta sino que, además, consiguió utilizar los barcos pontificios para realizar ataques piratas contra los buques genoveses que transitaban hacia Oriente y que eran rivales políticos, y comerciales de sus súbditos barceloneses y valencianos.
No fue el único problema que les enfrentó. El monarca aragonés, una vez que recibió la cruz de cruzado (fue el único de los grandes monarcas que lo hizo), decidió cobrarse el gesto realizado y pidió como compensación la entrega de la marca de Ancona, situada al norte de Roma. Con ello el Reino de Nápoles rodearía por completo a los estados del pontífice, con lo que era una petición harto peligrosa. Además, como principal gobernante cristiano que, decía, iba a acudir a la cruzada reclamó el derecho de nombrar al comandante en jefe de las fuerzas cruzadas. Y lo hizo, pidiendo que tal nombramiento recayese en la persona del condotiero Nicolo Piccinino. Como compensación debía recibir un pago de nada más y nada menos que 100.000 ducados de oro, que procederían del dinero recaudado por la cruzada, así como el señorío de la ciudad de Siena.
Sin duda los deseos regios eran un problema para el pontificado. Alfonso V de nuevo sabía utilizar las contrapartidas para conseguir sus objetivos. En este caso su colaboración, e incluso el permiso para que la flota pontificia acudiese a sus objetivos en el Egeo, parecían estar condicionados a conseguir sus propósitos, que en este caso pasaban por beneficiar a un colaborador. Sin embargo, el historial de Piccinino le hacía peligroso. Condottiero por herencia, pues ya su padre había desempeñado tales tareas antes que él, era uno de los perjudicados por la paz italiana que había impuesto Calixto. Además, tenía un pleito pendiente con la ciudad de Siena, con lo que la petición tenía un doble filo. Efectivamente, sin esperar a la negativa pontificia, Piccinino reunió sus tropas y marchó contra la ciudad, alegando que, con beneplácito pontificio o sin él, tenía derecho a ella por las deudas que ésta tenía contraídas con él. Tal vez no esperase una reacción violenta por parte de Calixto III, pero de nuevo éste no respondió a las expectativas: reunió tropas pontificias y, prohibiéndole el paso por las tierras de él dependientes, ordenó hacerle frente. Ante tal hecho, Piccinino encontró refugio, como no, en tierras de Alfonso V, quien, de nuevo, lo utilizaría como carta de presión en sus negociaciones con el papa.
Los ánimos estaban muy exaltados, sin embargo, Eneas Silvio Piccolomini (el futuro papa Pío II), conseguiría acabar con el conflicto. Como legado pontificio acudió a Nápoles y allí consiguió un acuerdo entre Siena (su ciudad natal) y el condotiero. A cambio de 40.000 ducados (sufragados a partes iguales por el papa y por la ciudad umbra), Piccinino renunciaba a todos sus derechos y pleitos con la mencionada urbe, además de disolver sus tropas.
Aún quedaba pendiente la cuestión de la flota pontificia. Los barcos que habían partido bajo el mando de Urrea seguían cometiendo acciones de piratería a principios de 1457. Para entonces, una segunda escuadra pontificia estaba lista, y puso rumbo al sur bajo el mando del veterano cardenal Scarampo. De nuevo se detuvo en Nápoles, y se temió lo peor cuando se mantuvo allí toda la primavera. Muchos pensaron que la elección del cardenal por parte de Calixto III había sido errónea; pero, lejos de tal afirmación, el cardenal no sólo consiguió convencer al monarca y al obispo Urrea para que la primera flota pusiese rumbo al Egeo, sino que también consiguió la prometida ayuda aragonesa. Así, a principios del verano de 1457 la flota combinada por fin ponía rumbo al Egeo para prestar socorro a las islas cristianas que resistían al cerco turco. Con ello, se prestaba, además, socorro de forma indirecta a las tierras del Danubio, pues se podía conseguir con ello una distracción efectiva de tropas turcas.
La cruzada
Mientras el enfrentamiento con Alfonso V había retenido las expediciones marítimas, la preparación de la cruzada por tierra había seguido su ritmo. En este ámbito, el peligro se centraba en el Danubio. Aunque antes de la conquista de Constantinopla el Imperio turco ya dominaba gran parte de las costas europeas del Egeo y el mar Negro, la caída de la antigua ciudad imperial dejaba las manos libres a Mohamed II para continuar con sus conquistas europeas. El sultán sabía que contaba con su potencia militar y con el golpe psicológico que en todos los Balcanes y en los reinos cristianos en general había significado la caída del antiguo Imperio romano de Oriente. Desde su nueva capital, que había trasladado a la antigua Constantinopla, rebautizándola como Estambul (lo que no dejaba de ser también un golpe magistral en el terreno de la guerra moral), se sabía que preparaba una campaña contra las tierras europeas con un ejército de tal envergadura que sólo mencionarlo causaba el terror en los dominios húngaros y austriacos: 100.000 hombres, los 300 enormes cañones de bronce (de dimensión nunca vista en Europa) que habían abierto las brechas en las murallas de Constantinopla, las temibles tropas de jenízaros…
Sin embargo, la propia situación política europea venía a dificultar aún más la situación. En Hungría y Bohemia reinaba, teóricamente, Ladislao el Póstumo. Éste era hijo del emperador Alberto II, de quien había heredado sus reinos patrimoniales. Mientras había sido menor de edad (su padre murió, como su apelativo indica, antes de que él naciese) había mantenido la regencia su tío el emperador Federico III, cabeza en esos momentos de la casa Habsburgo. Sin embargo, éste se resistía a entregarle el poder. Además, en la práctica, el gobierno de ambos territorios estaba en manos de los gobernadores locales, Georg Podiebrad en el caso bohemio, y Johannes Hunyady en el caso húngaro.
Gracias a las labores del cardenal legado enviado por Alonso Borgia, el castellano Juan de Carvajal, se consiguió un acuerdo entre ambos contendientes: Federico III se mantendría en Viena con el dominio sobre los territorios patrimoniales de los Habsburgo y Ladislao acudiría a tomar posesión de sus dominios húngaros. Así, Ladislao acudió a Buda junto al cardenal Carvajal y Federico pudo asentar su corte en el castillo de Viena. En principio con ello se solucionaba un conflicto de gran magnitud en la primera línea de defensa. Aparentemente, la situación estaba ya dispuesta para planear una buena defensa contra las tropas de Mohamed II.
Por otra parte, y pese a los intentos que llevó a cabo Calixto III, no se podía esperar ninguna ayuda procedente de los poderes políticos de la Europa central y occidental. A esas tierras el pontífice había enviado sus legados para intentar conseguir el compromiso de los monarcas para prestar su colaboración en el plano militar. Además, muchos predicadores habían partido para para predicar la cruzada en todos aquellos territorios. Esto tenía una doble faceta: por un lado, el reclutar posibles intenciones tanto en las ciudades como en el campo para prestar el servicio militar (lo que no era muy común y, desde la primera cruzada, no había tenido éxito: sin duda el recuerdo de la masacre a la que fueron sometidos la multitud de cruzados desarmados por las tropas musulmanas había servido como escarmiento); pero, sobre todo, la labor de estos predicadores tenía una importantísima vertiente económica. Ellos eran los encargados de convencer a la gente para que, en caso de que no pudiesen acudir a la cruzada, participasen económicamente en ella por medio de las indulgencias de cruzada. Éstas eran una fuente de ingresos de primera magnitud en el Occidente europeo. En el caso de los reinos hispanos, José Manuel Nieto Soria ha estudiado la importancia que tales ingresos tenían para los poderes políticos, pues, basándose en la presencia en la península de un reino musulmán y de su secular lucha contra el islam, habían conseguido que el papa les concediese la recaudación de parte de estas rentas. Sin embargo, en los últimos años la recaudación de tales ingresos debía haber ido dificultándose, sin duda por el incremento en la conciencia de las gentes de la idea de que el dinero que hasta ese momento habían entregado no se había empleado en la lucha contra el turco, sino en otros menesteres mucho menos laudables: sostenimiento de la Curia pontificia y de sus rivalidades italianas, acaparamiento por los poderes políticos… Se piensa que se recaudaba menos porque a lo largo del siglo xv se ha visto cómo el importe por el que se concedían esas indulgencias fue reduciéndose paulatinamente desde nueve florines de oro a tres. Esto, además, no cabe duda que podía significar también un intento para ampliar el posible “mercado” de estas indulgencias, pues al bajar el coste de las mismas más gente podría acceder a ellas, aunque se redujese la cantidad que cada uno aportaba.
Pero los distintos soberanos y poderes políticos no respondieron a la llamada pontificia. El rey de Francia consiguió hacerse con el dinero que se había recaudado por la cruzada, y con ella armó una flota que, sin embargo, utilizó contra los ingleses y nunca llegó a navegar hacia el Mediterráneo. El rey castellano, Enrique IV, el principal monarca hispano, logró que se le aceptase la lucha contra el islam hispano como participación en la cruzada. De hecho, el papa encargó a sus orfebres para él una costosa espada ceremonial. El único príncipe europeo que aceptó el tomar la cruz de cruzado fue el duque de Borgoña. Éste organizó toda una serie de actos y fiestas para realizar y celebrar la imposición que el legado le haría de la cruz. Las fiestas y banquetes fueron muy suntuosos y duraron varios días; pero tras ellos (y habiéndose gastado en tales celebraciones el dinero recaudado por las indulgencias), el duque nunca volvió a mostrar interés por acudir a luchar contra los turcos.
Del Imperio alemán tampoco podía esperarse ayuda alguna. Aunque el emperador, Federico III, era uno de los principales interesados en conseguir la colaboración necesaria para una mejor defensa de sus posesiones austriacas, su poder para convencer al resto de los integrantes del Imperio y a la Dieta para acudir a la cruzada eran prácticamente nulo. De hecho, la Dieta reunida manifestó que no haría nada al respecto hasta que el pontífice atendiese las reclamaciones de la nación alemana. Incluso alguno de los estados que componían el Impero hicieron notar que accederían encantados a actuar con los húngaros a petición del papa, pero en ningún caso a ayudarles. Así, en apariencia los húngaros y Federico III estaban solos ante el peligro turco.
Al menos, en principio, la situación en Hungría y Austria se había clarificado y no parecía que fuese a haber problemas para que, mejor o peor, desde allí se hiciese frente a la invasión turca. Para ello el legado pontificio, el cardenal Carvajal, recibía numerosas cantidades de dinero recaudado para la cruzada y remitido desde Roma. De esta manera, cuando en mayo de 1456 llegaron noticias al papa Calixto de que el ejército turco se dirigía hacia Belgrado nada hacía presagiar que la situación pudiese ser más difícil.
Sin embargo, sí fue así. Desde hacía tiempo Belgrado, una plaza fuerte de singular importancia estratégica en el Danubio, estaba siendo disputada entre los alemanes de Austria y los húngaros. Esto nos hace pensar que el ataque de Mohamed estaba muy bien dirigido, habiendo elegido ese objetivo precisamente por considerarlo un objetivo más fácil al estar disputada su posesión, y porque de este modo podía sembrar la discordia entre sus enemigos. Sin duda, el sultán turco volvía a demostrar una magistral estrategia.
Ante las noticias del avance turco los hechos se desencadenaron. El recelo entre alemanes y húngaros había crecido de nuevo. Los nobles, tanto de un reino como de otro, dieron la fortaleza por perdida y se negaron a enviar socorro. En la Dieta húngara tan sólo se consiguió acordar el envío de un auxilio de 7.000 hombres, lo que era, a todas luces, más que insuficiente. En el ánimo húngaro pesaba más no desatender su retaguardia, pues temían un ataque alemán. Para mayor desastre, el monarca Ladislao Póstumo (alemán pese a ser rey húngaro) y su círculo de consejeros (todos también alemanes) recelaban cada vez más de los húngaros y su Dieta, y a la primera ocasión abandonaron Buda y se fueron a la cercana Austria.
Johannes Hunyadi se vio de nuevo al frente de Hungría, pero abandonado por todos y amenazado por todos. La situación se había vuelto dramática. La llegada de estas noticias desesperó al papa en Roma. Pese a todas sus buenas intenciones no podía comprender cómo los poderes políticos podían anteponer sus rencillas particulares ante el peligro que para ellos y su fe significaba el Imperio turco. A finales de mayo de 1456 Belgrado estaba sitiada por completo por el imponente ejército de Mohamed y ninguna ayuda parecía posible. Ni siquiera las maniobras distractivas podrían llegar a tiempo pues, en esos momentos, la flota pontificia que se había armado para tal efecto estaba retenida por Alfonso V en Nápoles y siendo utilizada para luchar contra los genoveses.
La ayuda llegaría del sitio y de la forma más inesperada; el autor: Giovanni Capistrano, un anciano de setenta años que había acudido a Bohemia, Alemania y Polonia a predicar la cruzada. No sólo consiguió numerosas donaciones sino que junto a él se reunió una multitud de gente de diversa procedencia y extracción dispuesta a acompañarle a la cruzada. Así, una multitud de unos 70.000 cruzados llegaron con él a principios de junio a las puertas de Buda.
La situación podía parecer salvada, pero no era tan buena como parecía. Cuando el veterano y experimentado Johannes Hunyadi vio llegar semejante muchedumbre, se vio tan aliviado como preocupado. Por un lado, era un número ingente de personas dispuestas a dar su vida en la lucha contra el peligro turco; pero, por otro lado, no estaban adiestrados militarmente y, ni siquiera, pertrechados.
Johannes Hunyadi, junto a Carvajal y Capistrano formaron un comité para la organización de la defensa. Pese a la fe y el celo que mostraban tanto Capistrano como Carvajal, el líder húngaro albergaba serias dudas sobre la capacidad combativa de una abigarrada multitud compuesta principalmente por estudiantes, campesinos y jornaleros. Evidentemente llegaron a la conclusión de que era imposible darles una formación militar siquiera mínima si querían acudir en socorro de Belgrado, y que tampoco contaban con las suficientes armas ni el material bélico para pertrecharles medianamente. Así, la situación parecía empeorar incluso, antes que mejorar, pues además ahora contaban con la responsabilidad de mantener a una tropa de 70.000 personas. Hunyadi incluso pensó en despachar a aquella multitud como fuese para poder defenderse con las pocas tropas preparadas que tuviese.
Sin embargo, el fervor religioso y el fanatismo de Capistrano, unido al convincente cardenal legado Carvajal, hicieron que finalmente se decidiese a acudir a la desesperada en socorro de Belgrado. Las cartas que llegaban a Roma, procedentes de los enfervorizados Capistrano y Carvajal inflamaron el ánimo de Calixto III, que de nuevo veía en la fe una fuerza de calibre comparable a las terrenales. El papa enseguida dispuso buscar más ayudas de este tipo. Fue entonces cuando promulgó una bula por la que se llamaba al rezo de los católicos por el bien de la cruzada, ordenando que los domingos y los sábados se realizasen misas especiales y rogativas solemnes por el buen fin de la campaña. Todos los días, además, las campanas llamarían a la oración para el mismo fin, debiendo los fieles arrodillarse donde estuviesen y rezar. Como vemos, el papa confiaba en que con la fuerza de la fe podrían vencer a un enemigo que, a todas luces, parecía superior, y hacía todo lo que estaba al alcance de su mano en tal dirección para conseguir el buen fin deseado.
Desde Buda el cardenal legado Carvajal no cejaba en su intento de conseguir apoyos para la resistencia húngara, escribiendo a diversos estados italianos solicitando ayuda. Sin duda, sabiendo que no podía esperar socorro desde Alemania, eran los estados cristianos más cercanos. En la capital húngara, Johannes Hunyadi dudó hasta el último momento en dejar marchar solos a los cruzados de Capistrano, sabiendo que las posibilidades de victoria de una tropa tan poco militar ante el imponente y bien formado ejército turco eran escasas. Sin embargo, finalmente decidió no abandonarles a su suerte y con sus escasss efectivos marchó con ellos hacia el Sur, hacia Belgrado. Atrás quedaba Carvajal, con el objetivo de reunir nuevas fuerzas que llegasen a la capital húngara para acudir en ayuda de los cruzados que partían hacia el Sur.
Entre tanto, aquella ciudad había sido cercada por completo por las fuerzas de Mohamed II. El asedio por tierra era completado por el río Danubio por una imponente flota llegada río arriba desde el mar Negro. Cualquier ayuda exterior parecía, pues, prácticamente imposible, pues antes de llegar a la ciudad tendrían que luchar con las tropas sitiadoras.
Pero el veterano Hunyadi, conocedor del país en el que se movía, decidió llevar a cabo una audaz e inteligente acción. El cerco fluvial, compuesto por las pesadas galeras turcas, fue el objetivo de su primer golpe. Aunque la solidez de la flota turca la hacía imponente, precisamente ése fue su punto débil. Conocedor de que barcos hechos para la navegación marítima maniobrarían muy mal en el cauce de un río (aunque éste fuese de la magnitud del Danubio), decidió emplear contra ellos pequeñas y rápidas embarcaciones. Éstas realizaron ataques rápidos y certeros contra las galeras, incendiando y hundiendo muchas de ellas. La fortaleza de la flota se vino abajo y los restos de la misma no tuvieron más remedio que huir río abajo para no ser aniquilados. Así, el cerco se había roto y las tropas liberadoras podían entrar en Belgrado a través del río.
El alborozo en la ciudad fue muy grande, sin embargo, Hunyadi y Capestrano sabían que la situación aún no se había salvado. Seguían teniendo frente a los muros de la ciudad al ejército más poderoso de Europa, y poco podían oponerle. Además, tampoco podían introducir todas sus tropas en la ciudad, pues con ello podían convertir la delicada situación de abastecimiento de la ciudad cercada en un desastre completo. Así, parte de las tropas quedaron acantonadas fuera de los muros, mientras los dos capitanes entraban en la ciudad con el resto para reforzar las defensas.
La situación del ejército turco, sin embargo, no era tan buena como podía parecer desde el interior de los muros. La destrucción y huida de la flota había dejado sin su principal línea de abastecimiento al inmenso ejército del sultán, con lo que las dificultades de aprovisionamiento pronto se convirtieron en auténtica penuria. El sultán era consciente de ello, y decidió atacar la ciudad, considerando que podría mantener la superioridad durante poco tiempo en tal situación.
El ataque contra los muros de la ciudad se produjo el día 20 de julio. Los combates fueron muy duros, pero finalmente, y gracias al apoyo de la imponente artillería, las tropas turcas consiguieron abrir una brecha en las murallas. Allí se concentraron las tropas cristianas, para intentar rechazar la entrada. Entonces Mohamed intentó una estratagema para atraer a los defensores al exterior: fingió que sus tropas se retiraban ante el ímpetu cristiano mientras en el exterior se preparaban fuerzas para atacar a los perseguidores. Sin embargo, desde los muros Capestrano pudo advertirlo y la salida se dirigió directamente contra el punto más débil de los turcos, en lo que colaboraron activamente tropas encabezadas por Hunyadi. La lucha fue dura y encarnizada, y duró hasta el día 21 de julio, cuando el sultán ante las numerosas pérdidas sufridas decidió retirarse hacia el Sur, abandonando en su campamento gran parte de sus pertrechos, incluidos los 300 cañones de bronce.
Pero la situación de los defensores de Belgrado no era tan buena como para poder explotar su victoria persiguiendo a los turcos en su huida. Por un lado, no disponían de tropas de caballería rápidas para llevar a cabo tal acción, por otro lado, sus principales comandantes (Hunyadi y Capestrano) estaban gravemente heridos o enfermos y se presagiaba lo peor. Efectivamente, Hunyadi murió el día 11 de agosto, antes de que llegase Carvajal con tropas de refuerzo. Capestrano no estaba mucho mejor, y falleció a principios de octubre. La magnitud de la batalla y del esfuerzo realizado hizo que por esos momentos la reorganización fuese el principal objetivo a realizar. Sobre todo cuando el mando en Hungría quedaba ahora en el aire al morir Hunyadi.
Entre tanto, las noticias de la victoria cristiana ante Belgrado llegaron a Roma a principios de agosto. Alonso Borgia esperaba ansioso las nuevas procedentes de Hungría y Belgrado, y había rechazado los consejos de abandonar Roma durante el verano por un sitio más salubre para su avanzada edad, además en la ciudad eterna se desencadenaron algunos casos de peste que hacían más penosa aún la estancia. La alegría se desató en el papa Borgia el día 6 de agosto, cuando un mensajero anunció la victoria cristiana. El papa decidió consagrar ese día como el de la Transfiguración de Cristo, como recuerdo eterno de la victoria obtenida; sin duda su celo religioso no podía ver un mejor recuerdo para los hechos acaecidos. Además, honró a los vencedores de Belgrado, llamándoles héroes y defensores de la fe, haciendo ver el favor que Dios les había concedido, y a él especialmente, otorgándoles la victoria contra sus enemigos.
El papa estaba decidido a continuar la cruzada y a aprovechar la victoria conseguida. Para ello pensó de nuevo en llevar a cabo la acción en dos frentes: el mar y la tierra. Por un lado, siguió la construcción de una escuadra al tiempo que seguía presionando a Alfonso V y al obispo Urrea para que dejasen de utilizar sus barcos como piratas y los destinasen al Egeo. Entre tanto continuaba la construcción de una nueva escuadra para que cuanto antes partiese hacia aquel mar. En cuanto a la cruzada por tierra, de nuevo la complicada situación de aquellas tierras se presentaba como un problema. En Belgrado habían quedado al mando de las fuerzas húngaras los hijos de Johannes Hunyadi: Mathias Corvino y Ladislao Hunyadi. Al tiempo, seguía en Austria el joven rey Ladislao el Póstumo, reuniendo tropas para atacar a su tío el emperador, desentendido aparentemente por completo de su reino húngaro.
La decisión del pontífice resultó en cierto modo sorprendente. Ante la muerte de Hunyadi, quien había sido nombrado capitán en jefe de las tropas cruzadas, el pontífice hizo recaer tal nombramiento en el joven rey Ladislao el Póstumo, sin duda como una forma de intentar involucrarle en el destino de la cruzada y de su propio reino. Aparentemente surtió efecto. Ladislao abandonó su intención de atacar a su tío el emperador y, con las tropas alemanas que había reunido, partió hacia Belgrado. Los hechos parecía que se desarrollaban según los planes del pontífice, pero de nuevo los conflictos políticos internos llevaron al traste los deseos de Alonso Borgia. En noviembre de 1456 Ladislao avanzaba hacia Belgrado y el papa pensaba que después atacaría a los turcos. Sin embargo, las intenciones del joven monarca húngaro eran muy distintas: arrebatar Belgrado a sus defensores húngaros para entregarla a sus colaboradores alemanes. En la ciudad se encontraban los hijos de Hunyadi que, evidentemente, no tenían la menor intención de entregar el valuarte de la defensa de su reino a los alemanes. Para ello permitieron la entrada al joven monarca en la ciudad, pero impidieron que lo hiciesen sus tropas, así, el rey quedaba realmente en sus manos. Los enfrentamientos entre alemanes y húngaros depararon la muerte del conde Ulrich von Cilli, tío y consejero del monarca mientras Ladislao tuvo que fingir indiferencia, pero al tiempo preparaba venganza. La cruzada parecía posponerse de nuevo.
Efectivamente, el rey convenció a los Hunyadi para acudir a Buda a una Dieta, donde consiguió librarse de su poder e intentó detenerles junto a todo su séquito húngaro, y ejecutarles. Su homónimo Ladislao Hunyadi cayó en sus manos y fue ejecutado, su hermano y su séquito salvaron la vida gracias a la intervención del cardenal legado Carvajal. La cruzada en Hungría podía darse por terminada.
Sin embargo, el papa recibiría una alegría por otro lado. Ante la imposibilidad de mantener la presión sobre el Imperio turco en Hungría, Alonso Borgia intentó buscar otros poderes balcánicos que estuviesen dispuestos a resistir a Mohamed. Para ello envió al cardenal legado Carvajal a intentar convencer a los príncipes eslavos de Serbia y Bosnia para que luchasen contra los turcos. Además, comenzó a ayudar económicamente al líder albanés Skanderbeg, lo que le supuso diversas críticas. La historia de este personaje le hacía un tanto sospechoso por su origen, pues era un desertor turco que había servido como alto funcionario y como oficial de los temidos jenízaros. No obstante, en Albania pensaban que era Goerg Kastriotas, miembro de un linaje principesco albanés secuestrado por los turcos en su infancia. Sea como fuere, lo cierto es que desde 1443 había abandonado a los turcos y, tras unirse al campamento de Johannes Hunyadi, había pasado a encabezar la resistencia albanesa. En Occidente no era un caudillo muy bien visto por su pasado servicio contra los cristianos, pero sus actos refrendaron la ayuda prestada por Alonso Borgia. Hostigando a las tropas turcas por medio de una guerra de guerrillas, consiguió debilitar la posición turca en Albania, hasta que en el verano de 1457 derrotó en Tomoriza a las tropas de Mohamed II, con lo que éste tuvo que abandonar todo el territorio. Sin duda era una victoria que, unida a la de Belgrado, hacia albergar esperanzas de poder derrotar a los turcos. Por dos veces se había conseguido, librando de su poder a extensos territorios, con lo que la esperanza de una victoria crecía. Además, ahora desde Albania se podía increpar de nuevo a las tropas turcas y la situación de los Balcanes mejoró notablemente. Para acompañar estos hechos, Alonso Borgia ordenó al cardenal Scarampo poner rumbo al Egeo con la nueva flota, haciendo previamente escala en Nápoles para recoger allí la combinada pontificio-aragonesa, como hemos visto. Sin duda se intentaba preparar un gran ataque contra Mohamed en toda la península Balcánica.
Las acciones de la flota combinada en el mar Egeo en el verano de 1457 se vieron culminadas por el éxito durante todo el estío y el otoño. Consiguió poner en fuga a la flota turca que estaba ante Rodas, la sede de la Orden de San Juan del Hospital (la que después, y hasta la actualidad, fue conocida como Orden de Malta). Con ello consiguió dar cierta seguridad al Mediterráneo oriental, con lo que el Reino de Chipre se vio también aliviado de la presión a la que estaba sometido. Además, consiguió reconquistar la isla de Mitilene, con lo que el alivio del empuje otomano se hizo más patente. Tras ello, y siguiendo órdenes pontificias, la flota se preparó para invernar en aquellas costas, con lo que aseguraba su presión al menos hasta la primavera siguiente.
Así pues, la situación en los Balcanes había cambiado drásticamente en el transcurso de dos años, consiguiendo frenar el avance enemigo e incluso recuperando de su control algunos territorios. La situación, pese a las discrepancias internas en el seno de los reinos cristianos, parecía halagüeña. Como se había visto, era posible vencer a los turcos.
Alonso Borgia y el desembarco de gli catalani en Roma
Se ha dicho que Alonso Borgia no destacó, en el creciente ambiente humanista de la Italia del siglo xv por un marcado interés por la ciencia y las artes que se desenvolvían en el contexto del Renacimiento. No fue, no cabe duda, uno de los principales mecenas de la Roma de la mitad del siglo, pero sí lo fue para los diversos miembros de su familia. Desde su traslado a la ciudad eterna, llevó consigo a alguno de sus sobrinos no sólo para que le acompañasen, sino para que desempeñasen diversas tareas administrativas necesarias en su entorno cardenalicio. Esto no era, ni mucho menos, algo que extrañase lo más mínimo en el ambiente de la Curia romana de mediados del siglo xv, más bien todo lo contrario, pues no había nadie mejor para un puesto de confianza como un pariente cercano.
Alonso Borgia no había tenido ningún hermano y sí varias hermanas: Juana, Catalina, Isabel y Francisca. Esta última quedó soltera y Juana casó con un miembro de la familia Martí, que era colateral a la Borja. Los sobrinos que acompañaron a Alonso eran hijos, sin embargo, de sus otras dos hermanas que contrajeron matrimonio con miembros de familias más relevantes. Catalina contrajo matrimonio con el barón Juan de Milá; e Isabel casó con un primo miembro de la familia Borja de Játiva, Jofré de Borja. Sin duda ésta última tiene una relevancia mayor, pues su hijo fue Rodrigo de Borja (luego Borgia), que alcanzó el papado con el nombre de Alejandro VI: el papa Borgia más conocido.
Alonso Borgia mostró siempre preocupación por sus parientes. Ya cuando estaba al servicio de Alfonso V debió preocuparse de ello. Buena muestra sería el hecho de que Pedro de Milá, hijo de su hermana Catalina, alcanzó el cargo de tesorero de Alfonso V en Nápoles.
Posteriormente, ya cuando Alonso fue nombrado cardenal de Quatro Coronati por el papa Eugenio IV, llevó consigo a alguno de sus sobrinos. Así, Pedro Luis y Rodrigo Borgia recibieron diversos puestos de la casa de su tío, así como Luis Juan de Milá. Ellos serán los que continuarán su carrera una vez que Alonso alcance el pontificado. Rodrigo y Pedro Luis habían vivido con su tío desde muy pronto, cuando al enviudar su madre acudió a residir con su hermano, entonces obispo de Valencia, con lo que el trato había sido fluido. En ellos, y en Luis Juan de Milá, basará principalmente sus apoyos en el gobierno de la Iglesia. Cabe destacar, eso sí, que nunca llegaron a ocupar puestos de excesiva relevancia política en este ámbito (salvo Rodrigo Borgia como vicecanciller), puestos que, inteligentemente, Alonso supo dejar para cardenales con más experiencia política (que eran los que podían ver su ambición defraudada si los recibían los sobrinos del papa).
Luis Juan de Milá y Rodrigo Borgia eran eclesiásticos, con lo que sus carreras podían verse muy beneficiadas por el ascenso de su tío. Efectivamente, por él fueron nombrados cardenales a principios de 1456. Eran jóvenes, ninguno pasaba de los 25 años, pero en el colegio cardenalicio no pareció excesivo, pues era muy común que los pontífices introdujesen familiares suyos en el seno del mismo, al asegurarse de esta manera apoyos internos. De cualquier manera, Calixto III fue lo suficientemente hábil como para no otorgarles excesivos honores o asignarles puestos de mucha relevancia. Además, el papa les envió fuera de la Curia a cumplir misiones en distintos territorios de la Iglesia, con lo que les mantenía alejados en principio de las intrigas de la Curia. Así, nada más conocer su nombramiento, ambos acudieron a Roma, desde donde partieron inmediatamente hacia Bolonia, pues Luis Juan había sido nombrado legado pontificio en aquella ciudad. No tardó tampoco mucho en llegar un nombramiento para Rodrigo, pues fue nombrado legado y vicario general en la marca de Ancona.
Bolonia era una ciudad con numerosos antecedentes de levantamientos contra el poder pontificio, incluso en el mismo siglo xv, con lo que, en principio, no dejaba de ser un destino un tanto delicado, pese a que en esos momentos reinaba la paz. Sin embargo, el puesto otorgado a Rodrigo tenía una mayor dificultad. En esos momentos la ciudad de Ascoli estaba sublevada contra el anterior gobernante, Giovanni Sforza. Éste había tenido que abandonar la ciudad ante el ataque de un rebelde llamado Josías que, en un principio, tenía el beneplácito de los ciudadanos.
El cardenal legado tuvo que encabezar las tropas pontificias y poner cerco al castillo de la ciudad que, ante los abusos que había cometido Josías tras su llegada al poder, había recibido a Rodrigo como un verdadero libertador. Rodrigo, pese a su rango eclesiástico, no tuvo ningún problema no sólo en dirigir un ataque militar, sino incluso en ir en persona a la cabeza del asalto a la fortaleza, que no tardó en caer. El rebelde fue puesto en prisión y enviado a Roma, donde posteriormente fue ajusticiado. Después, y como cardenal legado, repartió diversas prebendas y beneficios como agradecimiento a aquellos que habían colaborado en la campaña. Así, Rodrigo se encontró con que comenzó a ganar gran fama de resolutivo, eficaz y generoso con sus colaboradores. Sin duda parecía tener un gran futuro.
Tras esta victoria se hizo público un nombramiento que había recibido en secreto con anterioridad de su tío el papa: vicecanciller apostólico. Éste era un puesto de cierta responsabilidad en la Curia pontificia: él dirigía la emisión de todos los documentos pontificios y además dirigía el Tribunal de la Rota. Calixto tenía buenos motivos para tal nombramiento pues, tras años de estudio, Rodrigo había recibido hacía poco el título de doctor en derecho. Sin duda el docto Alonso Borgia había sabido elegir.
Entre los eclesiásticos, además de estos dos eminentes miembros de la estirpe Borgia, otros familiares entraron también en el servicio de la Santa Sede gracias a Calixto III, como Miguel y Galcerán Borgia, que recibieron las alcaidías de diversos lugares de los Estados Pontificios. Otros cargos menores también fueron desempeñados por algunos miembros de la familia Lançol y Milá.
También hubo familiares laicos que alcanzaron puestos en el servicio pontificio, como Juan Borgia, que fue nombrado alcaide de Ostia y Spoleto. Pero el que más renombre alcanzó entre todos ellos, sin duda (por las altas cotas de poder que acaparó), fue Pedro Luis Borgia, hermano de Rodrigo. Todo esto tendría un efecto paralelo, como fue la implantación de una tercera lengua (además del italiano y el latín) en la Curia pontificia, como era el catalán en su forma valenciana. Aunque esto, como demostró Miquel Batllori, tuviese una mayor importancia durante el pontificado de Rodrigo, puesto que fue de una mayor duración.
Ya en la primavera del año 1456 Pedro Luis fue nombrado por su tío alcaide de Sant’Angelo, la fortaleza romana de los papas a orillas del Tíber. Esto fue sólo el principio. Después le nombró Portaestandarte de la Iglesia (Confalionere), y gobernador de Amelia, Asís, Civita Castellana, Foligno, Narni, Nepi, Nocera, Orvieto, Spoleto, Rieti, Terni, y Todi. Con ello el pontífice consiguió enemistarse con las grandes familias romanas, puesto que acaparaba para uno de sus sobrinos muchas alcaidías que, en otras ocasiones, se habían repartido entre ellas. Así, Pedro Luis comenzó a ser el objetivo de las iras de los nobles romanos, que veían en él el objeto de las ansias del poder del pontífice. Tal vez el ámbito eclesiástico fuese distinto, pero desde luego hemos podido ver cómo su hermano Rodrigo no fue recibido igual por el colegio cardenalicio. Sin embargo, esto no retuvo a su tío que, buscando convertirle en el principal servidor laico de la iglesia, en febrero de 1457 le nombró gobernador de Roma, lo que amplió en agosto, coincidiendo con las buenas noticias de la cruzada, con la prefectura urbana. La nobleza atacó directamente al pontífice, achacándole que, so pretexto de querer pacificar los territorios de la Iglesia, quería perjudicarles y encumbrar a su sobrino. Entre los nobles romanos, comenzaron a circular rumores sobre la ambición de Pedro Luis: su aspiración a cotas aún más altas e impensadas de poder, que pasaban por un matrimonio real e, incluso, imperial. Ello le hará la víctima propiciatoria cuando su tío desaparezca, como veremos en otro apartado.
Calixto III y la cultura
Alonso Borgia, ya se ha indicado, no fue uno de los grandes mecenas del Renacimiento. Sin embargo, parte de la cultura de aquellos años, así como la Biblioteca Vaticana, tienen una deuda para con él. Se ha dicho que este papa fue el que menos hizo por la cultura en los años centrales del siglo xv, demasiado ocupado como estaba con la cruzada. También se dijo que él había sido el responsable de que la Biblioteca Vaticana imaugurada por su antecesor Nicolás V, sufriese diversos expolios, desde libros que desaparecieron a otros que fueron despojados de sus ricas cubiertas (muchas con piedras preciosas, plata y oro) para poder conseguir dinero para la cruzada. Esto forma parte de la famosa “Leyenda Negra” de los Borgia, pues en realidad Alonso Borgia mostró una gran preocupación por continuar y mantener la obra de quien le precedió.
Por un lado, nombró bibliotecario a su confesor personal, así como archivero, y éste puso mucho celo y empeño en que todos los libros que se hubiesen prestado de los fondos de la biblioteca se devolviesen puntualmente para evitar que éstos se viesen mermados por el olvido. Además, Calixto III también encargó nuevos ejemplares para la biblioteca. No sólo no vendió ricas encuadernaciones (que, como se puede suponer tampoco habrían aportado mucho dinero para la formación y sostenimiento de un ejército), sino que se puede afirmar que a su vez otras realizadas en seda y metales preciosos. Una persona que tenía una afición muy grande por los libros, principalmente de materia jurídica, no podía desatender la más famosa Biblioteca del Occidente europeo. Es digno de mención el hecho de que la propia biblioteca del pontífice contaba con más de 250 volúmenes manuscritos, algunos copiados por él mismo, lo que era un número más que importante para la época. No es baladí el hecho de que gracias a su interés y al de Cósimo de Montserrat, su bibliotecario y confesor, se realizase el primer catálogo de la historia de la Biblioteca Pontificia, base de otros muchos posteriores e instrumento indispensable para el buen mantenimiento de los fondos que la constituían.
Sin embargo, sí es cierto que el ambiente de la corte de Alonso Borgia tenía que resultar muy distinto al de la de Nicolás V. El máximo rigor se exigía en el vestir y el alimento. Las fiestas y excesos estaban prohibidos. Los humanistas sin duda debían echar mucho de menos aquel lujo, así como las notables iniciativas artísticas y científicas que aquél había emprendido. Entre esto y las historias que emanaban de la corte de Alfonso V de Aragón en Nápoles, que hablaban del rechazo y la aversión de hacia todo tipo de manifestación cultural, no es difícil encontrar la raíz de la visión que ha llegado hasta hoy día de este pontífice.
De la misma manera, no destacó por sus encargos a los artistas, no pasando estos de banderas para la cruzada, armas de ceremonia para algún monarca (como el caso ya comentado de Enrique IV de Castilla). Pero no ocurría lo mismo con la arquitectura. Enlazando con su gran religiosidad, y con la preocupación que había demostrado al ser elevado al cardenalato por el mantenimiento de su iglesia cardenalicia, una vez que llegó al sumo pontificado emprendió una serie de reconstrucciones y reparaciones en numerosas iglesias romanas que se encontraban prácticamente en ruinas. Poco ha quedado de ellas por las posteriores restauraciones barrocas, mucho más exuberantes que las renacentistas de los Borgia, pero sin duda los arquitectos no podían tener tanta queja como otros artistas. En pocos lugares han quedado marcas, de sus trabajos. Tan sólo de uno de sus proyectos, como fue la restauración de las techumbres de Santa María Maggiore han quedado muestras, pues los llevó a cabo su sobrino Rodrigo siendo ya papa.
Las últimas acciones de la política internacional
Calixto III, pese a su avanzada edad, no dejó de intervenir en los asuntos políticos desde el verano de 1457. Schüller-Piroli indicó que parecía, por sus actos, que tuviese ante él un largo pontificado, lo que realmente es cierto si tenemos en cuenta las acciones que llevaba a cabo. Sin duda el pontífice seguía teniendo una idea clara del gobierno de la Iglesia, y su debilidad corporal no le impedía seguir adelante con el camino que se había trazado. Su objetivo: el fortalecimiento de la Iglesia por medio de la intervención internacional y el avance en la cruzada.
Para ello era fundamental conseguir progresos en la difícil cuestión húngara y austriaca. Ladislao el Póstumo y su tío el emperador seguían enfrentados a finales de 1457. Además, el monarca húngaro mantenía preso en Praga a Mathias Corvino, el líder húngaro, con lo que la situación en el principal baluarte cristiano frente a los turcos era difícil. El pontífice buscó asentar el poder de Ladislao para así hacerle más accesible a sus peticiones. Con este objetivo ordenó a su legado en Francia que iniciase negociaciones con el monarca galo para conseguir el matrimonio del rey húngaro y bohemio con una hija de aquél. Con ello buscaba conseguir el apoyo para el joven y débil internacionalmente Ladislao.
Todo pareció desarrollarse según los deseos del pontífice, pues se consiguió que la princesa francesa Madeleine fuese prometida en matrimonio a Ladislao. La boda se había de celebrar en Praga y a ella prometió acudir el mismo emperador, olvidando sus enfrentamientos con su sobrino. El legado Carvajal, que trabajaba para el pontífice junto al joven monarca, sería el encargado de realizar la ceremonia. Parecía que la situación comenzaba a aclararse.
Pero un hecho vendría a trastocar los planes pontificios: el joven Ladislao (con apenas dieciocho años) murió en Praga, supuestamente víctima de la peste, cuando el legado pontificio Carvajal estaba en camino hacia la ciudad desde Hungría. La situación cambió radicalmente por este hecho completamente imprevisto y la política pontificia debió reorganizarse rápidamente.
El interés pontificio pasaba por mantener la paz entre los distintos estados cristianos de la zona. De esta forma podría conseguir mayores apoyos a la hora de continuar con el esfuerzo militar contra los turcos. La situación, sin embargo, por la muerte de Ladislao no hizo sino empeorar en un principio.
El emperador Federico era el heredero de los reinos de su sobrino, no obstante, era consciente de que ni los bohemios ni los húngaros aceptarían un monarca alemán.
Efectivamente, tanto los bohemios, reunidos en Praga bajo el mando Georg Podiebrad, como la dieta húngara se negaron a aceptar un monarca que no fuese de su pueblo. Los últimos años en los que habían sido gobernados por alemanes, que miraban más por sus intereses como tales en vez de por sus reinos, les habían servido como acicates.
En esta ocasión Calixto III demostraría su gran capacidad de maniobra. Ante la negativa checa a entregar la corona a un alemán, Georg Podiebrad, quien había gobernado de forma efectiva Bohemia durante la minoría de edad de Ladislao, fue elegido rey por los representantes bohemios reunidos en Praga. Hecho con el poder, además, tomó posesión del prisionero que Ladislao mantenía en Hradschin: Mathias Corvino.
Entre tanto, sabedor de la difícil situación que atravesaba la zona ante una falta de poder generalizada, Mohamed II, demostrando de nuevo su visión estratégica, marchó con sus tropas contra Hungría. La situación para éste país volvía a convertirse en desesperada. Calixto III no lo dudó un momento. Ordenó a su legado que acudiese a Buda para convencer a la dieta húngara de que sólo Mathias Corvino, como único heredero vivo de Johannes Hunyadi tenía la autoridad moral y la capacidad para defender el reino del ataque turco. Por ello debían elegirle como rey. Con este fin Alonso Borgia maniobró inmediatamente y se ofreció no sólo a reconocer a Podiebrad como monarca de Boheia, sino incluso a olvidar sus coqueteos con la herejía husita (que aún se mantenía viva en aquellas tierras) y conseguir su coronación por un obispo católico en Praga, su capital. A cambio, sólo debía liberar a Mathias Corvino. Con ello el pontífice conseguía matar dos pájaros de un tiro: estabilizar Bohemia bajo el reinado de un checo y establecer a un veterano guerrero en el trono húngaro, nacido allí y con un notable prestigio.
Georg Podiebrad, sin bien mantenía cierta ambigüedad religiosa, no dudó en las ventajas políticas que tal trato le ofrecía y rápidamente envió un embajador a la corte pontificia. Allí se examinaron sus posiciones religiosas y, como no cabía esperar de otra forma, su posición fue vista como ortodoxa. El camino para su consagración como rey Bohemio sólo dependía ahora de la liberación de Corvino.
Podiebrad no faltó a su palabra. Mathias Corvino fue liberado y él coronado por obispos católicos como rey de Bohemia. Así, a principios del verano de 1458 Corvino se hallaba ya en Hungría, donde fue reconocido a su vez rey por la Dieta gracias a los esfuerzos del legado Carvajal y al prestigio de su padre. Al frente de sus tropas húngaras ya estaba preparado para hacer frente a la invasión turca. Sin duda las cosas no podían haber evolucionado mejor. Alonso Borgia no llegó a vivir para verlo, pero Mathias Corvino infringió a principios de septiembre de ese mismo año una severísima derrota a orillas del Save a las tropas de Mohamed II, que mantuvo durante muchos años a Hungría lejos de las apetencias turcas.
Entre tanto, se habría de realizar uno de los más arriesgados intentos políticos por parte de Calixto III, así como el último de sus proyectos: la anexión de Nápoles. La muerte del rey Alfonso V de Aragón, acaecida el día 27 de julio de 1458 en Nápoles, fue para Alonso Borgia un signo de victoria. Pese a que Alfonso era su antiguo señor y protector, las acciones que éste había llevado a cabo contra la Iglesia y el mismo papa, habían hecho que el antiguo amigo se convirtiese en un constante impedimento para sus proyectos políticos. Es por ello que para Alonso Borgia significó una verdadera liberación la muerte del monarca aragonés, y así lo expresó en la misma curia.
Con la desaparición de Alfonso se abrían nuevas posibilidades para el papa. El monarca fue sucedido en los reinos hispanos y en Sicilia por su hermano Juan, dado que no tenía hijos legítimos. En Nápoles, en cambio, aspiraba a sucederle Ferrante, un hijo ilegítimo que había tenido con una dama de la corte de su esposa María de Castilla. Éste tenía cerrada la sucesión en los reinos peninsulares por las leyes que la impedían a los hijos nacidos fuera del matrimonio, caso que no se daba en Nápoles. Así, éste se presentó como candidato a la sucesión frente a su tío Juan de Aragón (el padre de Fernando el Católico), y en el reino napolitano fue preferido sin dudarlo, pues era el hijo de un rey querido y no un monarca hispano, pese a su nacimiento.
Sin embargo, el papa tenía otros planes para el reino sureño. Éste era feudo de la Iglesia desde hacía siglos, y aunque esto no dejaba de ser un hecho meramente testimonial, lo cierto es que se había convertido en algo de cierta relevancia cuando se dieron las querellas dinásticas para la sucesión del mismo. Alfonso V de Aragón había participado él mismo de tal cuestión, presionando al pontificado para que reconociese su posesión de facto del reino napolitano. Se consideraba que la aprobación pontificia era el requisito necesario para una posesión pacífica del reino.
No obstante, Calixto III sorprendió a todos cuando, en vez de proceder a la aceptación directa de Ferrante como nuevo rey napolitano, anunció que estaba decidido a acabar con los crónicos problemas que los reyes napolitanos habían causado al papado y la amenaza que para éste significaba el reino sureño, y que, en virtud del poder feudal que tenía sobre Nápoles, éste iba a convertirse en un feudo sujeto directamente al papa, como uno más de los Estados Pontificios.
Esto desató una pequeña tormenta política. Ferrante se proclamó rey en Nápoles, aupado por el prestigio de su padre entre la nobleza napolitana, y envió un legado a Roma para que lo aceptasen; pero sin atender a la declaración pontificia. Calixto publicó la bula por la que se decretaba tal decisión, pero el conflicto no llegó más allá: la muerte impediría al primer papa Borgia seguir adelante con sus planes para la Iglesia.
“Las muertes” de Calixto III y el ataque contra gli catalani
El estado de salud de Calixto III se resintió gravemente a finales de julio de 1458. Sus piernas se hinchaban en cuanto hacía el menor esfuerzo, y los dolores le obligaban a mantenerse postrado. Ni aun así renunció a seguir adelante con su trabajo, y desde el lecho siguió atendiendo a los trabajos burocráticos y recibiendo representantes y oficiales. Sin embargo, siguió empeorando hasta tal punto que la muerte del anciano pontífice se creyó segura en Roma y las turbas comenzaron a atacar y saquear las posesiones que los parientes del papa tenían en Roma. La ira contra los extranjeros catalani (pues así les llamaban aunque fuesen valencianos) se desató con violencia mientras los Orsini y sus gentes armadas tomaban las calles de la ciudad. Sin duda se había sobrevalorado el favoritismo que el papa había mostrado para con ellos (que no era superior al que le solían dedicar todos los pontífices), además de aparentar ser una represalia orquestada por los Orsini. Evidentemente éstos veían llegado el momento de tomarse la venganza por haber beneficiado tanto el papa a su sobrino Pedro Luis.
Pero sorprendentemente el papa mejoró y volvió a tomar las riendas del poder. Las revueltas y saqueos pararon tan pronto como habían empezado. Sin embargo, el papa decidió seguir aplicando su política sin atender estos problemas internos y sin tomar represalias contra los que habían atacado a sus familiares. Desde su lecho, bajo el que se dice que guardaba una gran cantidad de ducados para la cruzada, volvió a atender los asuntos de Estado. En el cuarto de trabajo, que corresponde a la actual sala de los Santos de la Torre de los Borgia en el Vaticano, se hizo instalar una cama de descanso para poder atender desde allí a su trabajo.
La cuestión napolitana le importaba mucho evidentemente. Una de sus primeras actuaciones nada más recuperarse fue entregar a su sobrino Pedro Luis los ducados de Terracina y Benevento, que anteriormente habían sido concedidos a Alfonso V y pertenecían al reino napolitano. Con ello, abundaba en su decisión de retener para la Santa Sede el reino sureño, pero además entregaba a su sobrino dos grandes señoríos del Sur que le convertían en uno de los más importantes señores de la zona. Esto acabó de enfrentarle con la nobleza italiana. Como se ha dicho anteriormente, comenzaron a correr rumores que hablaban de las grandes ansias de poder del papa y su sobrino, así como de increíbles historias sobre las aspiraciones políticas de Pedro Luis Borgia, tal vez como un antecedente de lo que habría de ser la Leyenda Negra sobre la familia (de la que hablaremos más tarde), o incluso como un primer indicio del nacimiento de la misma. Se decía que Calixto III reservaba para él el trono de Nápoles, así como de aspiraciones a contraer matrimonio con la casa imperial oriental de Lusignan, en esos momentos reyes de la asediada Chipre. Con ello se relacionaba el hecho de que Pedro Luis hubiese mostrado intención de acudir a la cruzada un año antes, durante el verano de 1457, en el eufórico ambiente de las victorias en Albania y el mar Egeo, pues de este modo conseguía ayudar a su futurible familia política. Schuller-Piroli alegó que muchos de los rumores habían surgido de la humanista corte de Nápoles, donde Ferrante intentaba asentarse en el poder. Lo cierto es que muchas de ellas fueron creídas en Italia y la mala reputación de Pedro Luis y su tío no hizo sino crecer.
Entre tanto la cuestión napolitana no hacía sino aumentar el conflicto existente sobre el reino. Ante la proclamación pontificia y la reclamación de Ferrante, los embajadores franceses presentaron la suya propia, alegando que el pontificado no atendía aquéllas que al respecto habían presentado de forma sucesiva los Anjou y losValois. En la Curia se les respondió que sus peticiones serían estudiadas por la administración pontificia; pero evidentemente no tenían muchas posibilidades de que fuesen aceptadas.
Pero los años y la enfermedad no dieron más tiempo a Calixto III. A principios de agosto tuvo una nueva recaída que hizo peligrar su vida por segunda vez. Los médicos diagnosticaron de nuevo hidropesía, y una gota avanzada que le provocaba numerosos dolores en las piernas. Sin embargo, en esta ocasión, y tal vez avisados por lo ocurrido apenas un mes antes, no hubo disturbios, de momento. Pero pronto se supo que el papa no tenía salvación, y que agonizaba en el Vaticano. En ese momento se abrió la veda sobre sus parientes y compatriotas. Pedro Luis Borgia era, no cabe duda, el objetivo más deseado por todos los bandos, con lo que éste tuvo que permanecer oculto. A recomendación de su hermano Rodrigo, devolvió al colegio cardenalicio todos los nombramientos de que había sido objeto por parte de su tío el papa, a cambio del cual recibió una compensación económica de 20.000 ducados. Era el momento de pasar a la sombra y esperar tiempos mejores. Con ayuda de su hermano, del cardenal Barbo y el protonotario Cesarini, consiguió huir de Roma sin ser interceptado por los grupos armados de las distintas familias que recorrían la ciudad saqueando y asaltando las casas y propiedades de gli catalani.
Rodrigo, sin embargo, permaneció en el Vaticano junto a su tío moribundo. Los desórdenes de Roma habían alejado del papa a todo su círculo cortesano y sólo su sobrino se mantuvo junto a él. De nuevo, el futuro papa Alejandro VI demostró una gran sangre fría y calculadora. Mientras su palacio era saqueado y destruido, él se mantuvo impasible junto al lecho de Alonso Borgia. El día 6 de agosto de 1458, día de la festividad de la Transfiguración de Cristo, que él mismo había implantado, fallecía en Roma el papa Calixto III.