Читать книгу Manual del economista serio - Sebastián Fernández - Страница 9

PRESENTACIÓN

Оглавление

La guerra es la paz.

La libertad es la esclavitud.

La ignorancia es la fuerza.

George Orwell, 1984

A principios de los años setenta, surgió en nuestro país una figura que con el tiempo fue ganando protagonismo y se volvió insoslayable en el debate ciudadano: el economista serio. No es que en los años anteriores no existiera este tipo de economistas; de hecho, eran de lo más habitual. Lo novedoso consistió en que su punto de vista, concentrado en la recomendación de un Estado mínimo y alejado de la regulación de los mercados, fue consolidándose como la referencia más genuina de lo que una economía debe hacer para crecer y, a partir de esos años, sus recetas fueron instrumentándose en diferentes períodos, aunque nunca con el rigor que ellos exigen. La profundidad de achicamiento del Estado jamás es suficiente cuando se ha aplicado, según esa visión, y así luego, devienen fuertes crisis y, de nuevo, toman el poder gobiernos irresponsables y vuelven a desandar el trabajo arduo de empequeñecer el rol del Estado en la economía.

Son economistas serios porque no suelen exhibir emociones fuertes, excepto para reclamar mayor ajuste del gasto público; manejan un lenguaje técnico, son formales y emplean términos en inglés con naturalidad; se dicen adoradores del liberalismo y denuncian todos los proteccionismos, salvo los del resto del mundo. Su foco de análisis es lo financiero y lo fiscal y tienen desdén por el análisis de la actividad productiva y la distribución del ingreso. En general, solo evalúan cuestiones vinculadas a la producción para referirse a la cosecha cuando buscan justificar alguna proyección sobre el mercado cambiario o al hablar del crecimiento; la problemática pyme poco les interesa pero, si hace falta, no dudarán en impostar una pretendida importancia. Visten formalmente, los varones son amplios dominadores del espacio, las mujeres, en gruesa minoría, casi no intervienen1, y conforman un pelotón en los medios de comunicación y redes sociales.

Sus exposiciones, con tono mesurado que defiende el necesario sacrificio de millones de personas, aplaudidas por el establishment, son respetadas, en general, en la prensa más allá de que suelen equivocarse notoriamente en sus pronósticos y que, al aplicar lo que recomiendan, empeore la calidad de vida de las grandes mayorías. Denuncian con ahínco los monopolios del Estado y comprenden las ventajas que las posiciones dominantes aportan a una empresa privada. Llaman liberalismo a que el Estado se ocupe solo de lo esencial: proteger a las grandes empresas de las inclemencias del mercado. Y postulan al mercado como ordenador natural de la economía.

En pocas palabras, representan una extraña mezcla de gurú, que maneja un saber esotérico vedado al resto de la ciudadanía, y de plomero, es decir, de técnico que resuelve un problema específico aplicando un saber desprovisto de carga ideológica e influencias políticas. En efecto, administrar un país es una tarea similar a la de reparar el flotante del inodoro, solo se trata de aplicar el manual de procedimientos adecuado. Supuestamente, detrás de su discurso, no existe ideología, ni siquiera política, solo soluciones puramente técnicas, aplicables en cualquier momento y lugar.

El poder de seducción del economista serio, siempre valorado como especialista o experto por los periodistas más reconocidos, no solo se limitó a los consejos de accionistas de las empresas que contratan sus servicios, sino que fue permeando incluso hacia los perdedores de ese modelo aparentemente desprovisto de ideología. Ciudadanos de clase media empezaron a compartir su mayor preocupación por el déficit fiscal que por su calidad de vida o su poder adquisitivo. Subsidiar el transporte público o la energía, o proteger a sectores estratégicos pero menos competitivos, a pesar de ser moneda corriente en los países desarrollados que admiran, empezó a ser visto como algo intrínsecamente malo, ya que aumenta el satanizado gasto público, mientras que condonar deudas públicas de empresas privadas, emitir descontroladamente bonos soberanos en el exterior con legislación foránea y tasas de interés extraordinariamente altas o disminuir impuestos a los más ricos a niveles irrisorios en comparación a esas naciones desarrolladas eran saludados como iniciativas que generaban un verdadero “clima de negocios”.

El bienestar de las mayorías pasó a depender más de lo que “los mercados” interpretan de las pantomimas de los gobiernos que de las decisiones de esos mismos gobiernos. Por supuesto, el intermediario obligado entre los mercados y la ciudadanía, el supremo sacerdote de ese nuevo oráculo es el economista serio. Un profesional, alejado del mundo de la política, que, aun cuando le toca trabajar en los equipos de los gobiernos serios, hace gala de no hacer política: presenta soberbiamente sus recomendaciones como si la política fuera parte de otro mundo que nada tiene que ver con las decisiones económicas, más allá de que puedan implicar ganancias enormes para unos y miserias para otros.

El economista serio es un mamífero gregario, suele equivocarse en manada. Una de sus cualidades más notables consiste en ser un maestro del error: frente a gobiernos populares, sus proyecciones son pesimistas y así termina subestimando el crecimiento o previendo una inflación mucho mayor a la que luego se registra, pero se transforma en optimista apenas percibe un cambio del signo político y un gobierno serio llega al poder. A partir de ahí, sus errores de pronóstico invierten su sentido.

Asombrosamente, a diferencia de lo que ocurriría con un gurú o un plomero, los gruesos desaciertos sostenidos en el tiempo no ponen en peligro su carrera profesional. Casi podríamos decir que el error permanente y muchas veces grotesco, aunque siempre de un mismo lado, la consolida. Como en una infinita torta Rogel, las previsiones erradas pasadas son tapadas por nuevas previsiones, igual de erradas o más que las anteriores.

Un observador candoroso podría sorprenderse por el hecho de que fueran tomados como oráculos quienes durante años reiteradamente se dedicaron a equivocarse, pero eso sería olvidar lo esencial: sus análisis fallidos nunca fueron errores. Ocurre que esos analistas funcionan, en la práctica, como falsos críticos teatrales que opinan desde la platea cuando, en realidad, son parte de la obra que miramos. Su objetivo no es analizar la realidad sino operar sobre ella.

El esquema de incentivos que ordena a estos economistas también adormece su capacidad reflexiva. Los estímulos económicos que reciben provienen básicamente de grandes empresas, en muchos casos provenientes del mundo financiero, de sectores que actúan en áreas concentradas de la economía privilegiadas por explotar las riquezas naturales o de conglomerados sin competencia internacional o muy escasa (servicios de salud privada, negocios inmobiliarios, grandes superficies de intermediación comercial, servicios públicos concesionados y grandes proveedores de insumos industriales de uso difundido, entre otras). Esos grupos de poder no necesariamente están interesados en el desarrollo social y productivo de nuestro país, ni en la planificación de políticas públicas con las que el Estado pueda redistribuir ingresos para favorecer el crecimiento de pymes en actividades donde no existen ventajas comparativas y que, por lo tanto, requieren mucho tiempo y recursos para su desarrollo e implicarían el riesgo de intervención estatal en el manejo de sus negocios.

La prédica constante de nuestros economistas serios no es ajena a los vaivenes económicos del país, al drástico cambio de rumbo político y económico ocurrido a partir de la dictadura del Proceso y al éxito de la ola neoconservadora que conoció la región.

El economista y periodista Alfredo Zaiat es uno de los pocos combatientes en minoría de esa corriente dominante en los medios de comunicación. Y se ha ocupado de desnudar su verdadero rol:

Son hombres de negocios que se dedican a comercializar información económica. Se dedican a la futurología abusando de la inocencia de la opinión pública. Los temas de economía en los medios de comunicación son el paraíso de los lobbies. Se dedican a señalar con mandato autodelegado qué es lo que se debe hacer en la economía. En realidad, están influyendo, ejerciendo lobby, presionando. Sostienen un discurso que exponen como técnico pero resulta fundamentalmente político e ideológico. La economía no es una ciencia exacta como muchos de estos profesionales hacen creer a la mayoría. Las recetas que ofrecen siempre son sencillas y prácticas con resultados inmediatos y efectivos. Esas pócimas se bebieron en muchos países con consecuencias sociolaborales desastrosas. Pero no se rinden y siguen con el mismo libreto (Zaiat, 2012).

El objetivo de este manual es ofrecer al lector un sistema sencillo para detectar al economista serio y aprender a conocer tanto sus vicios como sus trucos de mago, útiles para justificar el direccionamiento de políticas económicas que han debilitado la capacidad productiva, la calidad de vida y, en especial, agravado la dependencia de nuestro país respecto a los centros de poder mundiales.

Identificarlos y descubrir sus artimañas y complicidades es el primer paso para poder refutarlos, desnudar su verdadero rol de lobista corporativo y poner en jaque la asombrosa idea de un saber celestial, desprovisto de intencionalidad e ideología política. Por el contrario, el pretendido gurú tiene en su galera un modelo político claramente definido, con muchos perdedores y algunos ganadores, cuyo fracaso reiterado a aportar bienestar a las mayorías es explicado por factores siempre ajenos a sus recomendaciones que, en complicidad con los factores de poder dominantes, lo hace impune y lo libera de toda autocrítica.

No es el modelo que se equivoca, es la realidad.

1 El análisis de la invisibilización de las economistas mujeres sobrepasa los objetivos de este libro. Recomendamos el libro Economía Feminista, obra de la economista Mercedes D’Alessandro, que aborda con claridad y profundidad conceptual la discriminación de género.

Manual del economista serio

Подняться наверх