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2. Cómo se forma y cómo cambia el sistema nervioso durante el desarrollo

(o qué es la plasticidad neural)

Contar con una parte de la riqueza de la sociedad y liberarse de la presión económica son [dos cuestiones] absolutamente necesarias para [contribuir al] desarrollo intelectual.

Donald Hebb, The Organization of Behavior (1949)

Para comprender cuáles son los grados de libertad que permiten al ser humano cambiar y adaptarse a las contingencias ambientales desde su nacimiento, es importante intentar comprender algunos conceptos sobre cómo se forma y evoluciona el sistema nervioso. Sepa disculpar el lector el eventual exceso de términos técnicos, que está al servicio de tan importante tarea de reflexión.

El inicio del cambio

El sistema nervioso de los seres humanos está formado por una parte central, que contiene el cerebro y la médula espinal, y otra periférica, que corresponde a todas las conexiones que se distribuyen en los órganos y modulan su actividad mediante variaciones electroquímicas. Ambas funcionan en forma complementaria entre sí y con otros sistemas del organismo, como el inmunológico y el endocrino. En la actualidad la neurociencia se encuentra en una etapa de nuevos descubrimientos que revelan la existencia de conexiones entre el sistema linfático y el sistema nervioso central. Estos hallazgos tienen importancia para el estudio de la dimensión neurobiológica de la pobreza. En efecto, invitan a repensar las consecuencias de la adversidad temprana y la acumulación de estrés a lo largo de la vida en tanto obligan a revisar los supuestos acerca de los procesos de inflamación cerebral relacionados con los trastornos inmunológicos.

Estructura básica de una célula neuronal

En el cuerpo de la neurona vemos el núcleo de la célula y las dendritas, una forma especializada de membrana que multiplica las oportunidades de contacto con otras células, a partir de la generación de sinapsis. Por su parte, el núcleo contiene la información genética necesaria para producir las moléculas y proteínas que necesitará para su funcionamiento. De allí parte otra especialización denominada “axón”, una prolongación que puede tener diferentes extensiones (por su intermedio la célula se conecta con otras neuronas, así como con órganos y músculos de diferentes partes del cuerpo). Al final de cada axón están los botones sinápticos, que contienen moléculas de diferente tipo, los neurotransmisores. El impulso nervioso consiste en un cambio de signo eléctrico en la membrana celular, que viaja desde el núcleo hasta los botones sinápticos a través de los axones. Estas señales eléctricas causan que las vesículas sinápticas liberen su contenido en el espacio sináptico, transformando la señal de eléctrica a química. Una vez en el espacio sináptico, los neurotransmisores se unen a receptores de la siguiente célula, y eventualmente inician un nuevo ciclo de transmisión electroquímica. El concierto molecular y celular que implica este funcionamiento es sumamente complejo e involucra mecanismos que aún son tema de estudio.


Desde la concepción, y durante toda la vida, el sistema nervioso se organiza y cambia en función de la interacción entre las características propias de cada individuo y el ambiente en que vive. El conjunto de esos cambios se denomina “plasticidad neural”. El término “neural” remite a cualquier componente y conexión que forme parte del sistema nervioso e incluye tanto los diferentes tipos de células que conforman el tejido nervioso –las neuronas y la glía– como las distintas moléculas que intervienen en la transmisión de información entre las células –por ejemplo, los neurotransmisores y los factores neurotróficos–.[10] Es decir que el sistema nervioso cambia durante toda la vida de acuerdo con la constitución, los esfuerzos y las posibilidades de adaptación de cada individuo al entorno. Sin embargo, las oportunidades de cambio no son uniformes durante el ciclo vital: en las primeras etapas del desarrollo la tasa de cambio de los componentes neurales es mucho mayor que en las posteriores.

El desarrollo neural se inicia con un proceso muy delicado que se origina en la etapa embrionaria con la acción de diferentes moléculas de señalización que activan ciertos genes y desactivan otros, mecanismo que da lugar a un proceso de inducción y proliferación de células nerviosas al que le sigue otro de migración, en el cual las células recién formadas viajan hasta llegar a su destino final. Una vez que se ubican allí, comienzan a conectarse y a funcionar en concierto y dan origen a una función específica (por ejemplo, la visión o la audición). A diferencia de las etapas de inducción, proliferación y migración, que ocurren durante el desarrollo prenatal, las fases siguientes del desarrollo cerebral dependen cada vez más de las interacciones del individuo con su ambiente físico y social.

Luego del nacimiento, cada experiencia de vida tiende a generar contactos entre las neuronas, que se producen a través del crecimiento de dendritas y axones.[11] En sus puntas, los axones contienen conos de crecimiento que exploran activamente el ambiente extracelular buscando su destino. Esa búsqueda involucra un número variado de moléculas de señalización, algunas de las cuales se encuentran en las células que conectan los conos de crecimiento; otras son liberadas por células que se encuentran cerca de los conos y varias se encuentran en los conos mismos y funcionan como receptores de señales contextuales. La unión de estas señales con los receptores genera información que produce diferentes tipos de movimientos en los conos de crecimiento, lo cual modula sus contactos.

Una vez que los axones alcanzan sus blancos, hacen sinapsis con otras células, esto es, se conectan con ellas, y forman una estructura a través de la cual las señales eléctricas que transportan los axones son recibidas por otras células mediante neurotransmisores químicos, información que a su vez puede generar una nueva señal eléctrica. La regulación e integración de la información que cada neurona recibe a través de miles de sinapsis son las responsables de la capacidad de procesamiento del cerebro. Para que este funcione en forma adecuada, es necesario que las conexiones sean altamente específicas. Esa especificidad se origina en mecanismos moleculares que guían a cada axón a su blanco. Por su parte, las dendritas también están involucradas en los procesos de iniciar contactos con los axones y en aportar proteínas para la parte postsináptica de las conexiones, que además se especializa progresivamente en ajustar el sistema de transmisión neuroquímica. Luego de que se forman las sinapsis, algunas moléculas coordinan su maduración, lo que contribuye a que se adapten a los cambios contextuales. Otra clase de moléculas determina el tipo de neurotransmisores que las neuronas van a utilizar para comunicarse entre sí. Así como los genes activan o desactivan señales para regular el desarrollo de células especializadas, la producción de neurotransmisores específicos depende de un proceso similar.

Otro proceso celular de suma importancia que tiene lugar durante el desarrollo es la mielinización. Este consiste en que las células gliales cubren los axones neuronales, lo que ayuda a aumentar la velocidad de procesamiento de las señales enviadas de una neurona a otra. A diferencia de los procesos de generación de sinapsis –que sólo suceden durante la primera década y media de vida–, la mielinización continúa por mucho más tiempo. Una vez que se crean las redes neurales, se produce una serie de procesos que contribuyen a volverlas más eficientes.

Sólo cerca de la mitad de las neuronas que se generan durante el desarrollo sobreviven en la vida adulta. En otras palabras, millones de células son removidas. Este fenómeno, conocido como “poda sináptica”, ocurre a través de dos mecanismos. El primero (la apoptosis) consiste en la muerte celular programada que se activa cuando una neurona deja de recibir señales químicas, llamadas “factores tróficos”, que son producidas en pequeñas cantidades por tejidos específicos. Cada factor trófico, a su vez, posibilita la supervivencia de un grupo de neuronas distintas o la producción de otros factores tróficos. El segundo mecanismo que induce a la poda sináptica elimina las conexiones “poco utilizadas”. Esto se debe a que mediante señales químicas y eléctricas regula su eliminación, haciendo que las conexiones más activas –es decir, que generan corrientes eléctricas– sobrevivan y aquellas con poca o ninguna actividad se pierdan.

Momentos y oportunidades

La interacción entre la actividad genética y los cambios neurales por adaptación al ambiente multicelular es compleja y se produce tempranamente durante el desarrollo. Los momentos de máxima organización de los diferentes sistemas neurales que sostienen las conductas son llamados “períodos críticos”. Estos períodos, que tienen por definición una duración limitada, son fases del desarrollo durante las que los sistemas se transforman para dar lugar a una habilidad o función particular. Durante estas fases, los sistemas son especialmente sensibles a ciertos factores, cuya frecuencia antes de que se cierre el período crítico es determinante para el normal desarrollo de la función involucrada. Aunque la mayor parte de los procesos de muerte neuronal ocurre durante la etapa prenatal, gran parte de las conexiones entre neuronas se elimina durante estos períodos luego del nacimiento.

Integración de niveles de análisis durante el desarrollo cerebral


En el desarrollo cerebral y cognitivo interactúan múltiples componentes, con diferentes tipos de retroalimentación. Este esquema teórico propuesto por Westermann y otros (2007) integra cuatro niveles de análisis: genético, cerebral, corporal y ambiental. La expresión genética está determinada por el genoma de una persona e influye sobre su propia regulación y sobre la constitución de estructuras neurales y del cuerpo.

Una vez que las estructuras neurales comienzan a desarrollar su actividad, entran en interacción con otras preexistentes. Esto genera la eventual regulación de la expresión genética y sostiene parte de la actividad corporal, determinada a su vez por una morfología específica, y realizada en un ambiente específico. La vivencia suscitada por ese ambiente modula la actividad neural y también la expresión genética.

Para madurar de manera adecuada, el sistema nervioso en desarrollo debe contar con experiencias individuales sensoriales, emocionales y materiales específicas. Luego de cada período crítico, las conexiones neurales disminuyen y son menos proclives al cambio. Sin embargo, las que sobreviven resultan más fuertes, confiables, eficientes y pasan a formar parte de los “mapas” sensoriales, motores y cognitivos que contribuyen a generar diferentes tipos de representaciones del mundo y del propio individuo. Es importante tener presente que existen múltiples períodos críticos durante el desarrollo neural que se organizan en forma secuencial a medida que cada función cerebral se va estableciendo. Cualquier cambio que modifique alguno o algunos de estos mecanismos moleculares y estructurales puede dar lugar a alteraciones en el procesamiento de la información que tienen diferentes grados de mutabilidad. En general, la recuperación cognitiva luego de una privación de estímulos ambientales suele ser mayor durante las etapas tempranas del desarrollo cerebral. En tal sentido, la investigación neurocientífica sugiere que la estimulación ambiental a través de la exposición a ambientes complejos, es decir, con experiencias sensoriales, cognitivas y sociales ricas, puede contribuir a reforzar esa recuperación.

En este punto de la explicación del complejo proceso de desarrollo neural típico, esto es, el esperable para determinada especie (en nuestro caso, el Homo sapiens), es importante considerar algunos aspectos y despejar algunas concepciones erróneas, derivadas de una asociación equívoca entre poda sináptica y cierre de períodos críticos. En primer lugar, los procesos de generación y eliminación de sinapsis no se producen al mismo tiempo en todas las áreas cerebrales. Por ejemplo, se estima que la poda en las áreas de procesamiento sensorial y motor culmina alrededor de los 24 meses de edad, mientras que en las áreas frontales termina no antes de los 15 años. Este dato resulta central porque los componentes neurales que conforman las diferentes redes de las zonas frontales del cerebro están involucrados en los procesos de autorregulación, pensamiento y aprendizaje. Así, dichas competencias requieren un tiempo prolongado para desarrollarse y la calidad de los contextos específicos de crianza y educación resulta fundamental para proteger o, por el contrario, poner en riesgo ese afianzamiento. Por una parte, desde la concepción y hasta los 5 años, el suministro adecuado de nutrientes, la generación de vínculos afectivos que garanticen un apego seguro entre los cuidadores y los niños, y la estimulación del aprendizaje son aspectos que contribuyen a un desarrollo adecuado de las funciones autorregulatorias que se apoyan en las redes neurales multimodales (las dedicadas a procesar información de diferente tipo). Por otra parte, el inicio de la adolescencia sería una etapa de vulnerabilidad frente al estrés que impone nuevas demandas a la conformación de las redes neurales multimodales. En otras palabras, el aporte de nutrientes y afecto, y el hecho de vivir en ambientes seguros que permitan afrontar situaciones adversas durante las primeras dos décadas de vida son condiciones que modulan el desarrollo de las redes neurales involucradas en la autorregulación y el aprendizaje en contextos sociales y educativos.

En segundo lugar, que se haya alcanzado el número estable de sinapsis en cada área cerebral no significa que el desarrollo cognitivo y el aprendizaje se cierren, dado que siguen abiertas las oportunidades de generar nuevos contactos por intervenciones educativas y de socialización. De hecho, mucho después de que se haya estabilizado el número de sinapsis en cada área cerebral es posible continuar construyendo conocimientos escolares, técnicos y profesionales de cierta complejidad. Por ejemplo, el aprendizaje del álgebra, del cálculo matemático complejo y de la programación comienza después de ese evento neural. Y, más importante aún, basar el desarrollo cerebral y cognitivo sobre un solo factor –en este caso, la generación y eliminación de sinapsis– es un error que pasa por alto una idea que la neurociencia postula en la actualidad, según la cual ese desarrollo involucra el cambio de múltiples componentes de distintos niveles de organización que están en interacción continua y en contextos temporales de cambio muy dinámico. Es decir, si bien gran parte del desarrollo neural se concentra en las etapas tempranas de la vida, esto no implica que no se pueda continuar aprendiendo y formándose durante la vida adulta, aun en condiciones ambientales adversas.

Los abordajes teóricos recientes que surgen de la evidencia neurocientífica sobre el desarrollo neural sostienen que este depende de la actividad neural y de la experiencia. Por ende, tanto el procesamiento cognitivo y emocional como la construcción de aprendizajes modifican las redes neurales asociadas a esos procesamientos. Eso, a su vez, se vincula con la posibilidad de experimentar y representarse nuevas experiencias que generarán nuevos cambios en los sistemas neurales de las diferentes áreas del cerebro. Un enfoque de este tipo –denominado “neuroconstructivista”– propone que la base del desarrollo cognitivo, emocional y del aprendizaje forma parte de un proceso sistémico de cambios inducidos por esos niveles en un contexto ecológico complejo que involucra interacciones sociales con especificidades culturales determinadas.

La epigenética (o cuando el ambiente modifica la expresión del ADN)

La epigenética hace referencia a diferentes factores y mecanismos de regulación genética que modifican la expresión del ADN, pero sin alterar la secuencia de sus bases. Los factores genéticos involucrados están determinados por el ambiente celular. Estas “marcas” no son genes, pero igualmente influyen en la genética por medio de mecanismos como la acetilación y la metilación.

Los mecanismos epigenéticos son fenómenos estables y permiten observar cómo es la adaptación de un individuo a su ambiente sobre la base de la plasticidad de su genoma. Estas modificaciones incluyen procesos fisiológicos normales y patológicos, como varios tipos de cáncer, enfermedades cardiovasculares, neurológicas, reproductivas e inmunológicas.

Así, la idea de que existe una ventana de oportunidad cuyo cierre coincide con el final de la poda de sinapsis no es más que una falsa representación, un mito surgido en los años noventa que sostiene que los tres primeros años de vida son un período crítico para el desarrollo humano. Esa concepción no se basa en evidencia científica: ni la psicología del desarrollo ni la neurociencia han obtenido evidencias que la sostengan. Otro de los elementos que ha contribuido a crear este mito es el hecho de que el sistema nervioso cambia de forma y estructura por la estimulación ambiental. La suma de ambos redundó en la noción errónea de que para que los niños no pierdan oportunidades de desarrollo hay que estimularlos antes de que se cierren los períodos de poda sináptica. Esto generó, en forma deliberada o no, una industria de las prácticas de crianza, programas de intervención y políticas públicas inconducentes, como la entrega de millones de CD de música de Mozart que mencionamos en el capítulo anterior (Bruer, 2000).

Los cambios no son todos iguales: heterogeneidad de la plasticidad neural

A mediados del siglo XX, algunos laboratorios de investigación psicológica y neurocientífica comenzaron a estudiar, con diferentes abordajes experimentales, los cambios del desarrollo cerebral producidos por influencias ambientales en distintas especies de animales. Uno de ellos, realizado con roedores, analizó el cambio neural en diferentes niveles de organización –desde el molecular hasta el conductual– y comparó distintos aspectos de la estructura y la función cerebral en individuos expuestos a ambientes de crianza con y sin estimulación ambiental y social adecuadas. Estos trabajos demostraron cómo la presencia o ausencia de estimulación –tanto material como social– produce cambios en la cantidad, forma y funcionamiento de diferentes componentes del sistema nervioso. Así, la exposición a ambientes complejos o con falta de estimulación sensorial y social se ha asociado a diversos cambios estructurales: por ejemplo, el número y la forma de los contactos entre neuronas y células gliales, la cobertura de mielina en los axones, los vasos sanguíneos dentro del cerebro, la generación de nuevas neuronas en áreas como el hipocampo[12] y el bulbo olfatorio durante la vida, la expresión genética, la disponibilidad y el metabolismo de distintos factores tróficos y de neurotransmisores (Holtmaat y Svoboda, 2009).

Entre los cambios de la conducta, la evidencia disponible indica con claridad que la calidad del ambiente de crianza se asocia con transformaciones en el desarrollo motor, emocional y cognitivo, tanto durante el aprendizaje de diferentes tareas como en la expresión de las competencias de autorregulación y de apego a los cuidadores. Es decir que el desarrollo y el aprendizaje se construyen y evolucionan a partir del continuo intercambio de información entre las características individuales –la constitución que surge de la identidad genética de cada individuo– y el conjunto de eventos ambientales, que incluyen el universo de insumos materiales y simbólicos que cada cultura y sociedad ofrecen.

Algunos de estos insumos son necesarios en momentos específicos del desarrollo. Tal es el caso del ambiente afectivo y lingüístico con el que se encuentra un recién nacido; en caso de ser adecuado, le permitirá convertirse en un ser humano. Los cambios neurales que tienen lugar durante esta etapa adaptativa dependen de la plasticidad expectante de la experiencia: para que suceda, necesita la presencia de los estímulos sensoriales y sociales específicos que caracterizan a cada especie. Por ejemplo, el encuentro de los rostros entre una madre y su bebé, en el caso de los primates, o los aprendizajes que se producen de forma rápida e inevitable en determinados períodos críticos, como la descripción hecha por el etólogo Konrad Lorenz (1970) respecto de cómo las crías de aves siguen a los adultos de su especie durante las primeras etapas de su desarrollo [imprinting].

En etapas posteriores, el sistema nervioso continúa organizándose en función de la calidad y cantidad de información y eventos materiales y simbólicos del ambiente social. Estos cambios corresponden a la plasticidad dependiente de la experiencia, que incluye todos los cambios en el sistema nervioso que dependen del tipo de experiencia individual y que, por lo tanto, varían entre los individuos de una misma especie. Es decir, una vez que un individuo es miembro de su especie, su construcción neural depende de la compleja interacción entre sus características personales, sus cuidadores y los eventos experimentados en el ambiente en el que vive.

Como vemos, la plasticidad expectante de la experiencia representa una forma de cambio neural común a varios individuos, mientras que la que depende de la experiencia es más fluida, en la medida en que las experiencias y las oportunidades de adaptación y aprendizaje difieren de una persona a otra. Los ya mencionados procesos de generación y poda de sinapsis son dos ejemplos de mecanismos plásticos que se dan en los procesos expectantes y dependientes de la experiencia. La organización del sistema nervioso involucra, además, otros mecanismos, como los cambios moleculares en los niveles genético y celular, que intervienen en la transmisión de señales químicas y eléctricas, y la integración de esa información que da lugar a su procesamiento involucrado en la memoria y el aprendizaje.

Para las políticas de salud, educación y desarrollo que una comunidad tiene que llevar adelante a fin de proteger el desarrollo de sus miembros, ambos tipos de cambios neurales tienen la misma importancia, aunque requieren estrategias y tiempos de acción diferentes. En los países donde se logran mayores niveles de equidad social desde antes del nacimiento, las acciones tendientes a cuidar a las familias cuando reciben nuevos integrantes suelen incluir los tiempos y recursos necesarios para que los intercambios materiales y simbólicos sean adecuados. Por el contrario, aquellos países que tienen niveles altos de desigualdad social suelen fracasar a la hora de generar una trama de protección adecuada del desarrollo infantil.

El aporte de las neuroimágenes

En la actualidad, las técnicas de neuroimágenes permiten observar la estructura y función del cerebro mientras está procesando la información. La historia de estos dispositivos data de finales del siglo XIX, cuando el fisiólogo italiano Angelo Mosso comenzó a evaluar con métodos no invasivos el cambio en el flujo sanguíneo cerebral de pacientes con malformaciones craneanas mientras realizaban distintas actividades. Para ello, registraba las pulsaciones cerebrales –un fenómeno que puede observarse en forma directa en la fontanela de los recién nacidos– con un instrumento inventado por él, el “pletismógrafo”, que le permitía convertirlas en ondas cuantificables como variaciones de volumen. Mosso notó que cuando una persona realizaba tareas cognitivas –por ejemplo, cálculos matemáticos– las pulsaciones aumentaban. Esta evidencia lo llevó a inferir que la actividad cerebral suponía un incremento del flujo sanguíneo.

Unos años más tarde, en 1918, el neurocirujano estadounidense Walter Dandy introdujo la ventriculografía, una técnica mediante la cual, luego de inyectar aire filtrado en uno o ambos ventrículos –las cavidades anatómicas por las que circula el líquido cefalorraquídeo, sustancia que cumple funciones de nutrición y protección neural–, tomaba imágenes de rayos X del sistema ventricular, procedimiento que contribuyó a mejorar la comprensión que se tenía del funcionamiento ventricular y del líquido cefalorraquídeo.

Las neuroimágenes como una ventana al procesamiento cognitivo

Las técnicas más usuales en la investigación neurocientífica contemporánea son la tomografía por emisión de positrones (PET), la resonancia magnética funcional (fMRI), la magnetoencefalografía (MEG) y la electroencefalografía/potenciales evocados (EEG/ERP). En el panel superior izquierdo, una PET capta la activación de áreas temporales y frontales durante la lectura de textos en adultos sin práctica y con práctica (adaptado de Posner y Raichle, 1994). En el panel superior derecho, imágenes de fMRI: a la izquierda, redes neurales más y menos activas durante la solución de una tarea con demandas de control inhibitorio (adaptado de Durston y otros, 2006); a la derecha, la activación de diferentes redes de acuerdo a la implementación de diferentes estrategias de aprendizaje aritmético (adaptado de Delazer y otros, 2005). En el panel inferior izquierdo, un estudio de MEG representa con color negro un área activa en personas que participaron en un entrenamiento cognitivo con demandas de memoria de trabajo (adaptado de Astle y otros, 2015). El panel inferior derecho muestra un registro de ERP, promedio de actividad electroencefalográfica frontal durante la realización de una tarea atencional en niños que participaron en un entrenamiento cognitivo (izquierda) y en niños no entrenados (derecha, tomado de Rueda y otros, 2005).


En 1927, el psiquiatra y neurocirujano portugués António Egas Moniz desarrolló la angiografía cerebral, que permitió visualizar con gran precisión los vasos sanguíneos cerebrales tanto en personas sin trastornos como en aquellas que padecían alguna enfermedad.

Muchos años después, a principios de los años setenta, los ingenieros electrónicos Allan Cormack –un sudafricano que además era físico– y el inglés Godfrey Hounsfield crearon la tomografía computada axial (CAT, por sus iniciales en inglés), un instrumento que les valió el Premio Nobel de Medicina en 1979 y permitió generar imágenes anatómicas mucho más detalladas del cerebro; a la vez, mejoró tanto el diagnóstico de enfermedades como la investigación en neurociencia.

Al poco tiempo, a principios de la década de 1980, los radioisótopos –que son iones y moléculas ligadas a un átomo de metal– permitieron generar las técnicas de tomografía computarizada por emisión de fotones simples (SPECT, su sigla en inglés) y de tomografía por emisión de positrones (PET, nuevamente en inglés), que se aplicaron de inmediato al estudio del sistema nervioso. Básicamente, lo que ambas hacen es generar imágenes sobre la base de la detección y el análisis de la distribución tridimensional de un radioisótopo que se inyecta por vía endovenosa y que tiene una vida muy corta.

Por su parte, la resonancia magnética (MRI, en inglés), desarrollada, entre otros, por el físico inglés Peter Mansfield y el químico australiano Paul Lauterbur –quienes recibieron el Premio Nobel de Medicina en 2003 por este invento–, no tardó mucho en aparecer. Durante los años ochenta, esta técnica que muestra los cambios estructurales en el cerebro –por ejemplo, en el volumen de tejido neural de una región– no asociados con la resolución de tareas específicas comenzó a utilizarse en el ámbito clínico; su refinamiento técnico y sus cualidades diagnósticas la volvieron un recurso muy usual.

Los investigadores en neurociencia aprendieron rápidamente que los grandes cambios en el flujo sanguíneo medidos con la técnica de PET podían también ser generados por imágenes con la técnica de MRI. Poco después se creó la resonancia magnética funcional (fMRI, por sus iniciales en inglés), que desde los años noventa se transformó en la técnica dominante para generar mapas cerebrales debido a que es poco invasiva, no requiere exposición a radioisótopos y es bastante accesible. La MRI y la fMRI producen, respectivamente, imágenes de alta resolución de la localización de las estructuras cerebrales y de la activación de las redes involucradas en la ejecución de tareas específicas, y ambas ofrecen imágenes de alta resolución de las conexiones entre las diferentes redes neurales mediante el estudio de la difusión por tensión de sustancias líquidas a través de los axones.

Todas estas técnicas necesitan instalaciones en las que pueda colocarse un resonador, que es básicamente un imán gigante que gira alrededor de la cabeza de la persona cuyo cerebro se explora. Por ende, hacen falta un espacio amplio y medidas de seguridad adecuadas para proteger a los pacientes, a los voluntarios, a los técnicos y a los investigadores, ya que suelen crear campos magnéticos considerables. Además, este tipo de estudio demanda que el paciente o voluntario esté inmovilizado y concentrado durante cierto tiempo. Por este motivo es difícil usarlos con niños. En algunos laboratorios hay maquetas que simulan los equipos para practicar los procedimientos antes de realizarlos.

En los últimos años, se han desarrollado nuevas técnicas que –además de permitir profundizar el estudio estructural y funcional del sistema nervioso y, mediante programas informáticos, combinar la información que arrojan con la de otros instrumentos– son menos demandantes para los pacientes y voluntarios. Entre ellas, cabe mencionar la magnetoencefalografía (MEG), que produce imágenes de alta resolución del lugar y momento en que se producen las activaciones neurales a partir del análisis de campos magnéticos; la espectroscopia infrarroja (NIRS es su sigla en inglés), que genera imágenes espaciales utilizando la región infrarroja cercana del espectro electromagnético y valiéndose de pequeños dispositivos que se apoyan sobre el cráneo –lo cual facilita su utilización con niños pequeños–, y la tomografía óptica (OT, su sigla en inglés), que es una variante de la tomografía computada que produce un modelo digital del volumen del tejido neural reconstruyendo imágenes a partir de la luz que este transmite.

Un aspecto importante es que las neuroimágenes que vemos publicadas en los trabajos científicos y en los medios de comunicación y de divulgación no son necesariamente lo que parecen. Las imágenes no son como las vemos en forma directa cuando realizamos los estudios, sino que se construyen. A pesar de su aparente realidad, los colores que indican los diferentes tipos de actividades son agregados por los investigadores a partir de múltiples análisis estadísticos y complejos procesos de toma de decisión sobre la delimitación de los umbrales de activación para una tarea.

En realidad, las imágenes sólo son un aspecto de esa tarea, construido a partir de muchos otros elementos además de los que ellas presentan. Esto las vuelve muy útiles para evaluar ciertos elementos de la estructura o función cerebrales, pero no como explicación acabada de la totalidad de lo que allí está ocurriendo. Y esto no es un dato menor, porque cuando los investigadores y los médicos muestran sus imágenes a públicos neófitos, incluso dentro del ámbito académico, pueden inducir lo que técnicamente se denomina una “identidad ontológica” entre el área activada y su función: nuevamente, en este caso la imagen es el mapa de un territorio, y no el territorio (redes que se activan) en sí. Puede decirse que la identidad ontológica es una manera frenológica de considerar el sistema nervioso. La frenología, una teoría propuesta por Franz Joseph Gall que surgió durante el siglo XIX y tuvo su auge hasta entrado el siglo XX, sostenía que los rasgos de personalidad y las conductas sociales podían determinarse a partir de la forma del cráneo (y la cabeza) y las facciones. Estas ideas fueron dejadas de lado a principios del siglo XX por la evidencia científica que produjeron la neurociencia y la psicología, pero el uso contemporáneo de las neuroimágenes, sobre todo en los medios masivos de comunicación, suele incurrir en interpretaciones de este tipo.

De hecho, en el estudio neurocientífico contemporáneo de la pobreza, algunos investigadores consideran que mostrar los efectos de la pobreza sobre el desarrollo infantil a políticos y funcionarios con imágenes es más convincente que hacerlo sólo con información proveniente de la conducta de las personas. En una era en la que impera la “neuromanía”,[13] las imágenes cerebrales parecen tener una trascendencia mayor que la propia de los datos que aportan y, además, se las valora más que cualquier otra información de mayor valor ecológico para la vida de los niños que viven en la pobreza, como sus dificultades para resolver problemas cotidianos y escolares que, en definitiva, es sobre lo que se diseñan las intervenciones. Las imágenes son muy útiles para construir conocimiento, pero lo son menos para generar intervenciones y prácticas de enseñanza.

Por último, si bien la electroencefalografía (EEG) no ofrece estrictamente imágenes como las que acabamos de describir, en la actualidad también se la considera parte del grupo de las neuroimágenes y, de hecho, existen abordajes que las combinan. Las técnicas de EEG consisten en exploraciones de la fisiología neural basadas en el registro de la actividad bioeléctrica cerebral en diferentes condiciones. Quien obtuvo los primeros hallazgos de este tipo de actividad eléctrica fue, en 1875, el médico inglés Richard Caton, cuando describió la actividad bioeléctrica en los hemisferios cerebrales de roedores y primates no humanos después de utilizar electrodos que atravesaban sus cráneos. En 1912, el investigador ruso Vladimir Pravdich-Neminsky publicó los primeros estudios de EEG y potenciales evocados realizados en perros que en 1920 el neurólogo alemán Hans Berger comenzó a utilizar con personas. Básicamente, la EEG constituye un método no invasivo que registra la actividad eléctrica del cerebro a través del cráneo. Lo que mide son las fluctuaciones de voltaje que producen las corrientes iónicas dentro de las neuronas. En la actualidad, se utiliza una gran cantidad de electrodos distribuidos en todo el cráneo y es útil para fines tanto clínicos como de investigación.

Si bien es una técnica que posee una resolución espacial limitada, pues no detecta con exactitud el lugar en el que se origina la actividad neuronal –un aspecto en el que las restantes son mucho más precisas–, la EGG continúa siendo una herramienta valiosa por su alta resolución temporal, que permite definir eventos en el rango de los milisegundos. De ella deriva la técnica de potenciales evocados (ERP, por sus iniciales en inglés), que consiste en hacer un promedio de la actividad electroencefalográfica ante estímulos específicos –auditivos, visuales o somato-sensitivos– lo que la convierte en un instrumento de suma utilidad para la neurociencia y la psicología cognitiva.

La innovación en las tecnologías moleculares y de neuroimágenes ha contribuido a profundizar el conocimiento acerca de cómo se expresa la plasticidad neural a través de cambios adaptativos de las células nerviosas en respuesta a las demandas del ambiente físico y social. La activación de las redes neurales asociadas al procesamiento motor, auditivo y visoespacial que se registra en los cerebros de los músicos profesionales al ser evaluados con técnicas de fMRI cuando escuchan música, y los incrementos en el volumen de sustancia gris de ciertas áreas del hipocampo[14] que se activan al intentar recordar localizaciones geográficas que muestran los estudios realizados a taxistas de la ciudad de Londres, a quienes para obtener sus licencias profesionales se les exige un conocimiento profundo del trazado de la ciudad, son ejemplos ilustrativos.

Los tiempos del estrés: respuestas crónicas y agudas

Los estímulos ambientales considerados estresores disparan el funcionamiento del sistema de regulación del estrés, que libera al torrente sanguíneo diferentes moléculas y hormonas. Cada uno de estos elementos ejerce sus acciones durante lapsos de tiempo diferentes, que pueden ir desde milisegundos hasta años. En el esquema, el círculo central más pequeño (que contiene las leyendas “estrés” y “tiempo = 0”), representa el momento inicial de la activación del eje en el que diferentes moléculas y hormonas comienzan su acción. Por ejemplo, la hormona de liberación de corticotrofina actúa en el rango de minutos y horas, mientras que las monoaminas (un conjunto de neurotransmisores cruciales para el funcionamiento neural general) en el de milisegundos a minutos o los corticoesteroides en el de horas, días y meses. Esto significa que no es posible pensar en la respuesta al estrés como un fenómeno simple. Por otra parte, los procesos de regulación que se sostienen durante milisegundos o minutos se asocian a la activación aguda de una red neural; y los que se producen durante horas, días y meses se asocian a otra red, de activación crónica.


Durante los últimos quince años, los estudios neurocientíficos orientados a analizar la influencia de la pobreza sobre la organización cerebral también han comenzado a considerar la plasticidad neural. Si bien este tema será tratado con más detalle en el próximo capítulo, mencionamos aquí algunos ejemplos: los estudios que muestran cómo las prácticas de crianza, el nivel educativo materno y la complejidad del ambiente lingüístico disponible pueden permitir predecir o anticipar el nivel de desempeño en tareas con demandas de memoria y control cognitivo (Rao y otros, 2010), el volumen o la función del hipocampo (Sheridan y otros, 2012, 2013) y del sistema de respuesta al estrés por medio del funcionamiento del eje HPA.

Estos estudios ayudan a establecer qué redes neurales se activan cuando los niños que se crían en hogares que ofrecen distintas formas de estimulación para el aprendizaje realizan tareas cognitivas mientras se les aplican técnicas de fMRI o ERP y, de este modo, permiten analizar en forma simultánea diferentes procesos de plasticidad dependiente de la experiencia. Asimismo, muestran asociaciones específicas entre esos eventos, lo que permite afirmar que ninguno de ellos tiene el mismo sentido en forma aislada que cuando se los analiza en conjunto. Esta propuesta es relevante si se estudian fenómenos complejos como el desarrollo autorregulatorio, involucrado en las competencias para controlar pensamientos e impulsos durante la realización de diferentes actividades cotidianas y en la adquisición de aprendizajes.

Pobre cerebro

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