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Periodismo y literatura: algunos apuntes sobre la crónica

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El ejercicio del periodismo como un modus vivendi –tal como ocurrió con muchos otros escritores latinoamericanos y peruanos anteriores a él–6 le permitió a nuestro autor acercarse a, e identificarse con, las necesidades y preocupaciones del ciudadano de la calle, para quien, por otra parte, la “cultura” –entendida en su sentido más tradicional– no formaba parte de sus intereses inmediatos.7 Desde esa posición Salazar Bondy se dedicará a promover la labor de las editoriales, revistas, grupos de teatro, así como exposiciones, publicaciones y muchos otros temas vinculados a la producción intelectual y artística de la época8, así como a escribir sobre la ciudad en el papel de un observador privilegiado de sus transformaciones y contrastantes realidades.

La situación de nuestro autor –tal como atestiguan las numerosas investigaciones dedicadas a los inicios de la relación entre el periodismo y la literatura en nuestro continente–9 implicó el acercamiento entre dos universos discursivos y sistemas de representación distintos, así como la inserción del escritor en el “mercado de la escritura”10. Convertido así en una suerte de trabajador asalariado, el escritor se enfrenta ante la necesidad de transferir y adaptar al ámbito de la comunicación de masas –más precisamente el de la prensa masiva– el vasto repertorio de saberes, técnicas y competencias acumulados a través del ejercicio literario para verterlos en el molde del texto periodístico. Como es sabido, esta operación dará como resultado el surgimiento de un conjunto de nuevos géneros signados por la hibridación que, en última instancia, contribuirá a reformular la naturaleza del discurso literario. Un caso paradigmático en el ámbito de la literatura latinoamericana es el de la crónica modernista, género estudiado por Susana Rotker:

El nuevo género selecciona los temas entre los hechos de la actualidad, especialmente aquellos que versan sobre la ciudad, la política internacional, la cultura, los descubrimientos recientes, los grandes acontecimientos; es decir, una suerte de arqueología del presente cosmopolita. Como texto que aparece inserto en los periódicos, debe presentar una coherencia comprensible y atractiva para el lector: ser tomado en cuenta, no cerrarse sobre sí como supuestamente ocurre con la poesía. (Rotker, 2005, p.174, subrayados de la autora)

Las observaciones de Rotker resultan pertinentes al examinar la naturaleza de los artículos periodísticos de Salazar Bondy dedicados a la problemática urbana. La primera concierne a la actualidad de los eventos que merecen la atención del articulista. Como podrá constatar el lector, los temas de los artículos forman parte de una “arqueología del presente” que abarca una serie de preocupaciones signadas por su carácter de inmediatez y temporalidad: el articulista hace siempre referencia a asuntos que son de interés para sus lectores –y, sobre todo, de actualidad– estableciendo un pacto referencial con estos últimos por el cual se compromete a proporcionar un discurso informativo, “sometido a verificación”, pero que también construye su propia verosimilitud, aspecto sobre el que incide Ariel Idez (2013)11. Como señala este autor, en la crónica la verosimilitud se funda en el uso de la primera persona y la incorporación del sujeto de la enunciación, característica que la diferencia del registro impersonal y de la pretendida objetividad de cierto tipo de discurso informativo. Por otra parte –tal como sucede en un género como la autobiografía– en la crónica, “el movimiento de la escritura sigue al movimiento de la subjetividad interior que experimentan los hechos, los actos, los sentimientos, como verdaderos, como conformes a lo que el yo quiere evocar” (Idez, 2013, p. 6).

La presencia del sujeto de la enunciación en la crónica es un rasgo constante en los artículos de Salazar Bondy: aun cuando el yo enunciativo por momentos aparece disimulado bajo el recurso de referirse a sí mismo como “este cronista”, ya sea en tercera persona o a través del uso de la primera persona del plural, lo cierto es que en muchos casos el texto se funda sobre la base de una experiencia personal y subjetiva12. De hecho, el empleo del término “cronista” constituye de por sí una prueba de la conciencia que tiene el autor respecto a su propia función13, a la par que lo transfigura en una suerte de personaje más de sus propios artículos: identificado plenamente con su rol, se construye así una segunda identidad que interactúa a su vez –dentro del nivel de realidad del texto– con otros personajes insertos en el mundo de la ciudad: el alcalde, el transeúnte, el comerciante, el lustrabotas y muchos otros más. Entendido de este modo, el cronista construye un escenario de ficción que, por otra parte, contribuye a darle una mayor verosimilitud a su discurso sobre la base de una información siempre “veraz” a la vez que “novedosa”.

El pacto referencial al que hemos aludido líneas arriba entre el cronista y el lector se funda también en la idea de la transitoriedad de los eventos referidos, condición estrechamente vinculada con la naturaleza de la “noticia” tal como se concibe en los medios masivos y, sobre todo, dentro del marco espacio-temporal de la modernidad. En algunos casos, a través de una intensa subjetivización, el cronista tematiza, por ejemplo, el contraste entre el pasado y el presente colocándose en una posición crítica frente al pretendido avance y/o progreso de la ciudad:

Solíamos ir a la Plazuela del Cercado cuando, en esta ciudad descabellada de lujo y miseria, queríamos encontrar un recodo cuya realidad semejara la del verso, la de la ilusión, y donde persistiera, a despecho de tanta vana literatura, la menos falaz de las bellezas que tuvo, si las tuvo de veras, Lima. Era un espacio añoso, con una iglesia suave y marchita flanqueada por un atrio sin ostentaciones. Era un ámbito de árboles, fuente, faroles y estatuas, donde la noche podía detenerse vieja de siglos y, sin embargo, tan joven como nosotros (…).

Este fin de semana pasado fuimos a la Plazuela del Cercado a ver si aquella “remodelación” había respetado, en su afán urbanizante, la poesía. Contaré lo que vimos, nada más. Los antiguos árboles habían sido reemplazados por inmensos postes pintados de un torpe plateado, en cuyo extremo deslumbraban unas luces enceguecedoras; la fuente deslucía igualmente pintada, de rojo y verde pero con el añadido de que un espíritu de pueril realismo se había complacido en convertir a los pájaros decorativos que la adornan en copias de los modelos escolares, pues el cuerpo soporta el blanco, el pico y las patas el amarillo y los ojos el negro; la piedra también había padecido el colorinche, gris por fuera y azul –“como de piscina”, dijo correctamente alguien– el interior: la iglesia y la parroquia, como para que ningún despistado las confundiera, habían sido perfectamente delimitadas por el amarillo pálido y el verde caliente… En vez de lajas, cemento inciso a tiralíneas, los árboles peinados como vegetales decentes, los jardines arreglados con esa economía de imaginación que caracteriza a los funcionarios de la inspección respectiva, completaban el cuadro. La Plazuela del Cercado de nuestra periódica visita, el recoveco poético que creíamos a salvo de la invasión perfeccionista, el último jirón de la verdad limeña, había pasado a engrosar ese álbum de falsificaciones que estamos brindando a propios y extraños como testimonios de la sinrazón nostálgica que extravía a los habitantes de esta ciudad. (“Réquiem para una plazuela remodelada”)

El pasaje propone una visión de la ciudad revestida de una cierta nostalgia respecto a los violentos cambios que ha sufrido. Salazar Bondy traza una serie de dicotomías que contrastan la poética sencillez del pasado (“Era un espacio añoso, con una iglesia suave y marchita flanqueada por un atrio sin ostentaciones”) con la opacidad de una “ciudad descabellada de lujo y miseria”, así como la belleza y autenticidad de la antigua Lima (“la menos falaz de las bellezas que tuvo, si las tuvo de veras, Lima”; “último jirón de la verdad limeña”) con el “álbum de falsificaciones” que constituye la urbe del presente. Diametralmente contrapuestas en la mirada del cronista estas dos Limas parecen irreconciliables, rostros opuestos de una misma moneda entre los que no parece haber reconciliación posible. Sin embargo, lo que podría entenderse como una vocación pasatista está muy lejos de serlo: tal como sucede con las diversas imágenes de la ciudad, la del cronista es también una visión signada por la inestabilidad y la volatilidad. Como veremos más adelante, un número significativo de artículos también se ocuparán de especular con la posibilidad de una Lima simbiótica o sincrética en la que el pasado y el presente –la Lima criolla y la Lima provinciana, la Lima colonial y la moderna– coexistan armónicamente. En todo caso, lo que subyace a estas diversas facetas con las que se representa la ciudad es que muestran una visión contradictoria y en conflicto consigo misma, lo cual a su vez es un fiel reflejo de la propia condición y función del cronista: enfrentado ante una realidad cambiante y contrastante se ve en la necesidad de reconstruir constantemente su discurso e intentar amoldarlo a las condiciones del presente.

A la visión que se ofrece de estos espacios sometidos a transformaciones violentas y vertiginosas se une aquella otra vinculada a las multitudes14. En los artículos de Salazar Bondy, el personaje colectivo de la multitud representa en última instancia la masa de aquellos individuos que han sido marginados por la modernización de la ciudad. Sintomáticamente, en esa masa se vislumbra la posibilidad de la rebelión:

Cuando se comenzó a decir que Limatambo sería reemplazado, algunas gentes que piensan en el progreso, no solo en términos crematísticos, no solo en la medida de inversiones y dividendos numéricos, sino en relación con la salud y el bienestar espiritual de la multitud de seres que no tendrán ni los medios de escapar al abrumador encierro civil, supusieron que en aquellos 800 mil kilómetros cuadrados que quedarían libres, o por lo menos en parte de ellos, se podría crear un bosque artificial semejante al que en la mayoría de las ciudades modernas sustituye la falta de verdor natural que abruma al hombre de la urbe. (“Un bosque que no existirá”)

No nos llame la atención que, en cuanto el agitador acerca la llama demagógica a la multitud, el polvorín que esta tiene en su fondo (el polvorín que constituye la miseria que la existencia de esa niñez desvalida evidencia) se encienda violentamente. Ahí está, además, ese inexplicable prurito que hay en nuestro pueblo de destruir todo lo que representa, inclusive para él mismo, un servicio: los teléfonos públicos, el Estadio Nacional, los asientos de los ómnibus, etc. (“Una apuesta sobre el país”)

La multitud, sin embargo, aparece representada no solo en términos de una masa explotada e ignorada por el poder político, sino también como un cuerpo orgánico y pleno de vida: “Hoy, por el contrario, esta estrecha arteria compulsa una multitud apresurada, a la cual acechan vendedores, buhoneros, gentes imprecisas y toda ralea de seres impertinentes” (“Jironear”).

La multitud, en la que se entremezclan sin odiosas segregaciones todas las clases sociales y todas las razas; la música de la banda militar, que lanza en sus pintorescos acordes las notas de un vals o una marinera; el castillo de fuegos artificiales, en cuya cúspide la paloma de luz fatua espera ganar el espacio nocturno; el bullicio de la devoción y la fiesta, todo en esa zona dice durante estos días que se trata de una ocasión en que, por sobre las maneras importadas, los gustos recientes y las prácticas nuevas, hay algo en Lima que sobrevive como meollo singular de nuestro modo de ser. (“Vivanderas”)

Los carros de riego solían reemplazar con eficacia la ausencia en nuestro metálico clima de la lluvia, que en otras partes tan útiles servicios presta como lavadora de calles y plazas, y los cubos rodantes acarreaban para la incineración todo aquello que la multitud depone en su infatigable producción y consumo. (“La higiene urbana”)

El cronista se sumerge en la multitud con lo cual se convierte, a su vez, en una suerte de flâneur a la manera del personaje del París de mediados del siglo XIX representado en la poesía de Charles Baudelaire y estudiado posteriormente por Walter Benjamin15. Seducido por la vitalidad de la multitud, Salazar Bondy llega a vislumbrar en ella el “meollo singular de nuestro modo de ser”. Esa masa “en la que se mezclan sin odiosas segregaciones todas las clases sociales y todas las razas” aparece, ciertamente, como un proyecto, una posibilidad latente de habitar la ciudad que desdice a todas luces aquella otra representación en la que se ve sometida al designio e intereses de los grupos de poder.

Otra variación o extensión del tópico de la multitud se presenta bajo la forma del café como centro de reunión y conciliación16. Aun cuando no se trata de un espacio abierto y cuyo acceso esté a disposición de cualquier ciudadano, el café es considerado como un espacio de encuentro en el que es posible la comunicación y el intercambio de ideas y afectos:

El café no solo es tribuna para el pensamiento, sino que resulta, a veces, despacho burocrático. Hay quienes sobre una mesa concluyen sus finanzas y realizan grandes operaciones bursátiles. Y, en otros casos, en el café, meditando, se resuelven problemas personales de difícil trama. Muchos poetas han escrito en el café y muchos artistas han sido iluminados por la inspiración en la atmósfera ruidosa y humeante de esos locales. (“El café”)

No faltará, por supuesto, quien considere que hacer del café un tema de cierta trascendencia es derrochar palabras en algo insignificante. Sin embargo, resulta evidente que en la vida de relación, tan en crisis en nuestros días, todo factor de comunicación, todo elemento que suscite y estimule la sociabilidad, es importante. En las ciudades en las cuales la existencia es cada vez más multitudinaria y, paradojalmente, más egoísta y soledosa, el café tiende a desaparecer para ser reemplazado por el tipo de establecimiento denominado “bar americano”, cuyas instalaciones –asientos paralelos al mostrador, por ejemplo–, impiden toda comunicación frontal y directa entre los parroquianos y los obligan a realizar el acto de consumo en forma urgente y veloz. La conversación, el intercambio de ideas, que es a la postre intercambio de afectos, ahí desaparece. (“El café: debate y libertad”)

En pasajes como los citados, el café adquiere una dimensión casi utópica en la medida en que, en él, el habitante de la urbe recupera su humanidad en compañía de sus semejantes17; es, sin lugar a dudas, un ámbito diferente al escenario de alienación que prevalece en las calles, espacio en el que se restablece el diálogo truncado por el vértigo y la fugacidad de la vida moderna. La presencia del café como tema trasunta una cierta nostalgia por un tiempo perdido; sin embargo, también es cierto que permite el encuentro de aquellos que “tienen idénticos problemas y buscan para ellos soluciones semejantes”, es decir sujetos que –presumiblemente– pertenecen a una élite conformada por intelectuales y escritores interesados en el futuro del país:

Eso es lo que está sucediendo en el Café de los Huérfanos, donde Juan Mejía Baca, en ocasiones a propósito de la edición de un libro –como últimamente con oportunidad a la aparición de un volumen de cuentos de Zavaleta–, junta a tirios y troyanos. Cita de café de “amplia base”, como se suele decir en términos al uso, prevalece en ella la tolerancia del anfitrión por sobre los distanciamientos de los huéspedes, y en fin, restablece la buena costumbre de encontrar periódicamente a aquellos que hacen lo mismo que nosotros, tienen idénticos problemas y buscan para ellos soluciones semejantes. (“El renacimiento del café”)

Finalmente, se hace necesario plantear algunas breves observaciones acerca de la literariedad18, así como el lenguaje empleado por el cronista. Respecto a la primera, el crítico norteamericano Jonathan Culler (2000) anota19:

Se suele decir que la ≪literariedad≫ reside sobre todo en la organización del lenguaje, en una organización particular que lo distingue del lenguaje usado con otros propósitos. La literatura es un lenguaje que trae ≪a primer plano≫ el propio lenguaje; lo rarifica, nos lo lanza a la cara diciendo «¡Mírame! ¡Soy lenguaje!», para que no olvidemos que estamos ante un lenguaje conformado de forma extraña. (p. 40)

Las crónicas de Salazar Bondy presentan el uso de figuras retóricas tales como la personificación, la metáfora, el apóstrofe, así como las sugerencias semánticas que se generan a través de la adjetivación, el énfasis colocado en el ritmo de la frase y otros recursos más. Ello, por ejemplo, se manifiesta en un artículo en el que describe el aspecto que luce la ciudad a las dos de madrugada, hora en la que él se encuentra aún trabajando y, precisamente, escribiendo sobre ella:

El tiempo, sin embargo, es triste a estas horas. Gotean las nubes su cándida garúa y el piso se cubre de una mancha brillante, sobre la cual las ruedas de los automóviles hacen untuoso sonido. Hay algo raudo y felino en todo esto: sombras, bultos, ecos, resonancias. Las figuras se agrandan y los ruidos perduran más. Como en el sueño. Es cierto, el sueño sale de las casas, toma la calle, asalta a los desvelados, y da a las realidades una dimensión que solo su ámbito misterioso admite. ¿No estaremos soñando? ¿No será el insomnio una forma –la más cruel– de la pesadilla? Quizá. No es posible atreverse a declarar nada definitivo a esta altura de la jornada, cuando presencias y distancias son imponderables. (“Recuadro al amanecer”)

El pasaje ilustra una perfecta adecuación entre el referente –la noche en la ciudad– y el lenguaje empleado: aparentemente desaparecido el tráfago que gobierna las calles de Lima durante el día y sumergido en el espacio de la noche, el cronista se ve en plena facultad y dominio de su instrumento –el lenguaje– para dar forma al misterio que asoma bajo las formas y sombras de la ciudad: “Hay algo raudo y felino en todo esto: sombras, bultos, ecos, resonancias. Las figuras se agrandan y los ruidos perduran más. Como en el sueño”. Paradójicamente –y diríase, irónicamente, por unas pocas horas– la crónica se reviste de la literariedad para dar cuenta de esa nueva dimensión representada por el paisaje de las calles nocturnas y el sueño de los habitantes de la urbe.

Por otra parte, en relación con el lenguaje, destaca el uso de expresiones lingüísticas de muy diverso origen entre las cuales habría que mencionar, en primer lugar, la presencia de neologismos, rasgo constante en la prosa tanto periodística como ensayística de Salazar Bondy y que da cuenta de su creatividad y originalidad20. Vocablos y expresiones tales como “descaecido”, “confrontamiento”, “enharinamiento”, “nostrísimo”, “distritalismo”, “acuarelado”, “descorazonante”, “inconservable”, “cocacolesco”, “insensibilizante”, “martinporresco”, “chestertonianamente”, “afloración mendical”, “manía cuadriculadora”, “peña cafeteril”, “liberalismo manchesteriano”, entre muchos otros, dan cuenta de ello. Asimismo, la prosa se nutre de limeñismos tales como “chavetero”, “jironear”, “rompecolas”, “huatatiro”, “carnavalero” y otros más, así como préstamos de idiomas (del francés: clochard, camouflage, ecuyère; del inglés: weekends, blue-jean, snack bar, self service, pick-up; del italiano: suscia, razzias) y, por último, latinismos (municipium, pro vincere, contradictio in adjecto, casus belli). Este vasto repertorio de voces, obviamente, contribuye a colocar en primer plano el lenguaje, pero sin llegar a obstaculizar la comprensión del texto: con ello, además, el cronista no solo captura la atención del lector sino que articula una prosa ágil y atractiva acorde con la naturaleza de los temas tratados.

Por último, para efectos de esta edición, se ha optado por actualizar la ortografía (en particular, en lo que se refiere a la tildación de ciertas palabras y la conversión de números a letras), conforme a las reglas vigentes de la Academia de la Lengua Española. En otros casos –pocos, es cierto– se han empleado corchetes ([,]) para señalar errores de tipeo, propios del ejercicio periodístico. Todo ello ha sido realizado con el único objetivo de optimizar el texto para un lector contemporáneo y, claro está, sin modificar su original sustancia.

La ciudad como utopía

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