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Criterios para la presente edición

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Como podrá constatar el lector, la organización temática del volumen intenta reproducir algunos de los ejes recurrentes que se identifican en las crónicas de Salazar Bondy. Aun cuando resultan obvias las conexiones transversales entre ellas que dan cuenta, por ejemplo, del estrecho vínculo entre lo político y lo ético (véanse, por ejemplo, los textos de la sección “La prosperidad con mendigos”), o lo político y lo urbanístico (en crónicas como “Sin parques y con 30 millones” y “Parque para la masa popular”) se ha intentado establecer un orden que dé coherencia y secuencialidad a un material que originalmente no fue pensado para ser publicado en forma de libro.

Así, algunos de los textos de la sección titulada “Estamos fundando Lima” ofrecen una perspectiva histórica respecto a la configuración de la ciudad desde sus orígenes. Con motivo del aniversario de Lima (en las crónicas “Fundación” y “Lima y su destino”), Salazar Bondy propone una reescritura de la historia de la ciudad que desdice las versiones oficiales impuestas por la historiografía y reivindica el derecho de sus primeros habitantes indígenas a ser incluidos en el proyecto y destino de la misma. Hay en ello, ciertamente, no solo un intento por redefinir lo “limeño” sino, en última instancia, un modo distinto de concebir “lo peruano” y, por extensión, el concepto de “nación”, pues resulta evidente que –tal como se subraya, por ejemplo, en el artículo “La ciudad que semeja al país”– los problemas de la urbe reproducen los propios de la sociedad peruana en su conjunto. En tal sentido, contrariamente a lo que se ha subrayado en varias oportunidades sobre la visión de la ciudad que ofrece en su ensayo Lima la horrible, Salazar Bondy es plenamente consciente del proceso de mestizaje y los cambios sociales que aquella está atravesando y reconoce en ello una marca de futuro21:

En Lima, en los coliseos, se puede medir el grado de amestizamiento peruano. Los que aquí viven y bajo la carpa se divierten son de sus viejos y lejanos pueblos y son al mismo tiempo de la ciudad. Como en el Mambo de Machaguay, precisamente, en el cual se compenetran el oscuro río de la raza de bronce y el aluvión incoloro y cosmopolita que se vierte por las laderas de la vida urbana. Esa suma, mientras se haga bajo el signo indígena, será obligatoriamente peruana. Tendrá el sabor de la tierruca, de la patria varia y, sin embargo, una. (“El coliseo, laboratorio de mestizaje”)

(…) no es audaz pronosticar que en los coliseos se cumple ese proceso de interculturación que es característico del Perú contemporáneo, gracias al cual la blanca Lima se indianiza y el país rural y quechua se proyecta a la urbe hispánica. (“Los traficantes de un sueño”)

Por otra parte, en los textos sobre la fundación de Lima, Salazar Bondy introduce a través de la mirada del conquistador –en este caso, el propio Francisco Pizarro– la visión del futuro de la ciudad:

La pupila del guerrero, antes de la ceremonia misma, antes de las actas y de las firmas de notarios y testigos, fundó la ciudad. Quizá sí, al conjuro de un vertiginoso sueño, vio el trujillano el futuro de la ciudad que, al pie de la murmurante corriente, habría de surgir. Entre los nubarrones de su visión, entre la penumbra de su videncia, es probable que aquel aventurero extremeño presintiera el destino del caserío de barro. (“Fundación”)

Esta mirada coincide plenamente con las formulaciones del crítico Ángel Rama con respecto al sentido del acto fundacional de las ciudades en América:

La traslación del orden social a una realidad física, en el caso de la fundación de las ciudades, implicaba el previo diseño urbanístico mediante los lenguajes simbólicos de la cultura sujetos a concepción racional. Pero a esta se le exigía que además de componer un diseño, previera un futuro. De hecho el diseño debía ser orientado por el resultado que se habría de obtener en el futuro, según el texto real dice explícitamente22. (p. 6)

En este sentido, en la mirada del guerrero que funda la ciudad ya están asimilados los “lenguajes simbólicos de la cultura” a los que se refiere Rama, entre los cuales merecerá particular atención el de las matemáticas que, aplicado al espacio geográfico, dará como resultado el diseño del damero23.

Por otra parte, en el acto fundacional que describe el cronista –del cual también participan los “guerreros”– se inscribe un modelo de ciudad según el cual la polis se constituye en hito desde donde se inicia la propagación de la civilización europea:

Los guerreros holgaban y su jefe presidía aquella paz, vigilante, sin embargo, de cualquier peligro. El Nuevo Mundo, el paraíso perdido y recuperado, lentamente adquiría la faz del universo conocido. La cruz en el topo de las iglesias hablaba de la nueva fe y las campanas eran las voces que convocaban a los hombres en torno al altar del sacrificio. Cada ciudad que surgía era un matiz más del orbe descubierto en el camino hacia el confín de la tierra. (“Fundación”)

La primera sección del volumen incluye, además, un conjunto de crónicas (cinco en total) que recogen los resultados de una publicación de mediados de los años cincuenta realizada por la ya desaparecida Oficina Nacional de Planeamiento y Urbanismo, titulada “Lima Metropolitana. Algunos aspectos de su expediente urbano y soluciones parciales varias”. Implícitamente, el comentario a estos textos demuestra la conciencia del cronista de la necesidad de integrar en el proyecto de modernización de la ciudad los aportes del urbanismo, esto es, la participación en su desarrollo de una clase de profesionales cuyo aporte resulta fundamental para hacer del espacio urbano un espacio viable. Agrupados junto a aquellos otros textos en los que intenta reformular los orígenes de la urbe moderna, Salazar Bondy esboza un perfil sumamente ambicioso de lo que significa la ciudad. A diferencia de la producción tanto de historiadores como literatos que se habían abocado hasta entonces a la representación de Lima –cuyo testimonio recogerá extensivamente en Lima la horrible–, inmerso en aquellos otros testimonios que brindan las cifras y estadísticas de los tecnócratas, el cronista está en condiciones de comprender de una manera más integral la complejidad del fenómeno urbano. En tal sentido, se coloca en una posición privilegiada que le permite –tal como se demuestra en las crónicas agrupadas en las demás secciones del volumen–, abordar la problemática urbana atravesando su complejo entramado social adoptando una mirada tanto ética como política, histórica como económica e, inclusive, antropológica como estética.

A lo largo de las numerosas crónicas que integran la segunda sección –“El patrimonio nacional: una mercancía?”–, Salazar Bondy asume la defensa del capital cultural que representan para la ciudad plazas, plazuelas, iglesias, monumentos, obras de arte y otros testimonios de su historia y arraigo ancestral. Enfrentado al pretendido “progresismo” de algunos de sus adversarios, el cronista se defiende en repetidas ocasiones incidiendo en la necesidad de integrar el pasado y el presente de la ciudad y, con ello, posibilitar la transmisión a las nuevas generaciones del legado de la tradición:

No es el caso, como alguien alguna vez se lo insinuó a quien esto escribe, que la oposición al apetito demoledor suponga adhesión y deseo de conservar todo lo que Lima tiene de vejez y pobreza. Hay en la ciudad, es cierto, mucho de feo y sucio, mucho de triste y miserable. Pero el problema parte precisamente del hecho indiscutible de que los “progresistas” eligen para levantar sus ostentosos edificios solo aquellos lugares que son ocupados por reliquias y monumentos representativos. (“El alud y el escarbadientes”)

No defendemos balcones apolillados. Que esos caigan en buena hora. Defendemos otra cosa: esa verdad que se expresa en trazos incaicos e hispánicos, en huacos precolombinos y lienzos coloniales, en la palabra de Garcilaso y de Vallejo. Claro que los idólatras del hormigón no podrán borrar esa herencia, por más brutales que sean en su fobia hacia los restos del pasado, pero el deber de todos aquellos que entienden que una nación es siempre la adición parsimoniosa de los borradores sucesivos de un proyecto vital es conservar un patrimonio, enriquecerlo en la medida de sus medios y brindarlo a los que vienen como algo aún imperfecto y perfectible. (“Balcones apolillados y tradición”)

Estos pasajes –y otros más pertenecientes a esta sección– son testimonio y síntoma de la importancia que representaba en la época la discusión y debate acerca del perfil urbanístico que debía adoptar una ciudad que, por su naturaleza histórica, estaba a un tiempo unida a un pasado colonial –y no olvidemos, también precolombino– y, por otro, urgida por las necesidades de un presente inmediato y tangible. La prueba de que este debate podía, en algunos casos, conducir a soluciones viables y adecuadas queda demostrada en una crónica en la que Salazar Bondy reconoce el acierto de la gestión del alcalde Luis Larco en la remodelación de la Plazuela de San Francisco:

En exceso gentil y generoso es el gesto del alcalde de Lima, Sr. Luis Larco, de invitar a este cronista a su despacho para solicitarle su opinión sobre las excelentes reformas que se están realizando en la Plazuela de San Francisco. La obra se ha concebido con un criterio tan justo y son tan apropiadas las ideas de restauración que en ese rincón limeño se han aplicado, que solo cabe al periodista estampar aquí la felicitación que personalmente expresó al jefe de la comuna. (“Gratitud a un gesto”)

La singular anécdota narrada por el cronista no solo demuestra la posibilidad de un entendimiento entre las actores involucrados e interesados en el destino de la ciudad –en este caso, un representante del poder político, el alcalde, y otro de la voz de los ciudadanos, el propio cronista–, sino, paradójicamente, el impacto que podía tener la labor de la prensa en una sociedad que atravesaba por ese entonces –el artículo está fechado en 1954, es decir, en plena dictadura del general Manuel A. Odría– un momento crítico en el que la posibilidad de respuesta de los ciudadanos al poder político era prácticamente nula. Por otra parte, la descripción de la escena simula el encuentro casi teatral entre dos actores sobre el fondo de una circunstancia y contexto –las reformas emprendidas por el alcalde y la correspondiente opinión del cronista al respecto– lo cual, a su vez, contribuye a legitimar las posiciones y roles de ambos actores: el alcalde es reconocido por el cronista en su calidad de autoridad política y este último lo es en términos de la importancia que aquel asigna a sus opiniones, es decir, a su palabra.

La tercera sección –titulada “El poco verde que nos han dejado”– agrupa textos que abordan el problema de la carencia de áreas verdes para el habitante promedio de la ciudad. Sostenidamente, Salazar Bondy emprende una obstinada defensa del árbol al punto de convertirlo en una suerte de símbolo del permanente divorcio entre la ciudad y la naturaleza. Uno de los más notables de la sección es, sin lugar a dudas, aquel en el cual el cronista sugiere cómo el maltrato que sufren los árboles en el espacio urbano da lugar a una grotesca progenie de criaturas de ficción:

Ni cuando el hombre inventó el hacha, el hacha fue más activa. La Plaza de Armas soportó el arma, el Parque de la Reserva supo de su filuda hoja, el Parque de la Exposición gimió bajo el martirio, la Avenida de la Paz agonizó con sus golpes, la Alameda Pardo sucumbió al furor de la flamante divinidad. En estos días es la Alameda Palma, la de don Ricardo, segundo fundador de Lima, como lo considera Raúl Porras, la que existe en el pánico del Azote del Árbol. Mas eso no es todo: para un Podador Técnico matar con hacha no es todo el placer. Hay que apuñalar, y surge entonces el Árbol Indicador, el Árbol de Dirección de Tránsito, el Árbol Publicitario. Hay que carbonizar, y aparece el Árbol Poste Eléctrico, el Árbol Telefónico y el Árbol Telegráfico. Hay que envenenar, y se da el Árbol Letrina, el Árbol Alcantarilla, el Árbol Tanque. Hay que ahogar, y se crea el Árbol Sediento. La muerte toma a los árboles de pie, pero un día se desploman. (“El árbol: un ser humillado y ofendido”)

El pasaje es significativo en la medida en que el Árbol –palabra escrita con mayúscula– adquiere una dimensión mitológica y religiosa (al comienzo del artículo, el cronista escribe, por ejemplo: “Plinio el Joven escribió que el árbol fue el primer templo en donde el hombre rindió su reverente tributo a los dioses”), como un ser sobrenatural y ajeno al mundo de los seres humanos que ha sido trasladado al ominoso paisaje del presente constituido por plazas, parques y avenidas. Haciendo uso de una serie de recursos estilísticos que contribuyen a exaltar el martirio que sufre el Árbol a manos de ese nefasto personaje que es el Podador Técnico (véase, por ejemplo, el encadenamiento de verbos que aluden al sufrimiento del protagonista, todo ello con una clara reminiscencia cristiana: “soportó”, “gimió”, “agonizó”, “sucumbió”), Salazar Bondy acierta a crear una imagen vívida y trágica de la existencia del árbol en una ciudad como Lima. Aparte de ello, en la extensa enumeración de los tipos de árbol que surgen a partir del maltrato (el Árbol Indicador, el Árbol de Dirección de Tránsito, y muchos otros más) diríase que hay una cierta reminiscencia vanguardista según la cual un elemento de la naturaleza asume las funciones propias de un artefacto o máquina creado por el hombre (“el Árbol Poste Eléctrico”, “el Árbol Telefónico” y el “Árbol Telegráfico”, por ejemplo).

Por otra parte, es también cierto que en esta defensa de los escasos espacios naturales de la ciudad –y en particular, del árbol– ante el avance de la destrucción emprendida principalmente por las autoridades ediles, hay un cierto tono de melancolía y tristeza que llega a translucirse en ciertos pasajes:

Hacía muchos años que estaban ahí, tantos que no hay vivo ya nadie que los conociera pequeños. Su nobleza la daban sus perfiles secos, sus fuertes ramas, sus copiosas hojas. Eran sobrevivientes majestuosos de un pasado íntimo. A su sombra transcurrieron muchos diálogos de amor, muchas amistades, muchas vidas, y ellos supieron ser discretos y amables, generosos e indulgentes, como ancianos cargados de experiencia a quienes nada sorprendía ya. Pasaron penurias y sed, y continuaron existiendo, hechos una sola unidad con la calle, con las gentes, con la ciudad. Eran como el símbolo del tiempo, pues todo podía cambiar a su alrededor sin que, gracias a su peculiaridad, el trozo de la ciudad en que estaban perdiera su carácter. Bastaba trazar sobre un papel la solidez de su tronco, la gracia de sus ramas y la densidad de su copa, para evocar de inmediato, no solo el rincón que les pertenecía, sino su atmósfera, su encanto, su historia. Toda alegoría de Miraflores los tenía que contar para ser verdaderamente significativa. (“Elegía para unos ficus asesinados”)

Significativamente, en otra de sus crónicas Salazar Bondy hará mención del cuento de Julio Ramón Ribeyro –“Páginas de un diario”– identificado con un personaje que, como él, parece desgarrarse “ante los cambios de la ciudad natal”24.

Recuerda el cronista unas páginas melancólicas –“Páginas de un diario”, se titula el cuento– de Julio Ramón Ribeyro a propósito del arrasamiento arbóreo de la “Alameda” Pardo, también en Miraflores, en donde la memoria de la infancia de un hombre se desgarra ante los cambios del barrio natal, como si dicha violenta transformación ocurriera no solo en el ámbito donde el niño iniciara su aventura vital, riesgo y desengaño, sino en su interior más profundo, en su corazón central. Ese relato es la protesta que todos quisiéramos hacer cada vez que, con argumentos prácticos tajantes, las municipalidades hurtan a nuestra ciudad lo único que ella tiene de encantador. Valga ese diario personal del personaje de Ribeyro –tal vez él mismo, quién sabe–, como el testimonio de que no todos, en este tiempo, optamos por un expediente fácil en la tarea de hacer más habitable este espacio amado en el cual nacimos25. (“Otra vez los árboles”)

La cuarta sección, “La prosperidad con mendigos”, reúne un conjunto de textos en los cuales el cronista incide en las contradicciones sociales y económicas propias de la ciudad y reflexiona acerca de los males que aquejan a la sociedad limeña, expresados principalmente en el problema de la mendicidad, pero también en la proliferación de un sinfín de “oficios” producto del desempleo generalizado (cuidadores de autos, vendedores ambulantes, niños lustrabotas, delincuentes, entre otros). Urgido por el panorama desolador del futuro que se cierne sobre las nuevas generaciones, Salazar Bondy plantea que las raíces del problema se sitúan en las deficiencias y limitaciones del sistema educativo y llega a proponer algunas alternativas de solución:

¿Con qué derecho, podemos preguntarnos, hemos de exigir a quienes nacen y crecen en los tugurios de los barrios clandestinos, que Lima ostenta como una verdadera lepra, educados, de otra parte, en escuelas donde la enseñanza adolece de formalismo y vacua grandilocuencia, un sólido fondo ético? (“Delincuencia y juventud”) Alguien ha dicho que los conceptos educativos que rigen en los países desarrollados no pueden ser aplicados sin revisión previa a nuestro medio, porque la idea de la infancia –etapa de aprendizaje y preparación para la existencia adulta– es entre nosotros, desde el punto de vista cronológico, infinitamente más reducida que la de aquellos. En efecto, para la pedagogía francesa, inglesa o norteamericana, un ser es niño hasta bastante avanzada la adolescencia. Su época de educación y juego es vasta, lo que permite que los conocimientos le sean proporcionados con método y parsimonia. En tanto, los niños del Perú –por lo menos, los niños de una buena parte de la clase popular– lo son hasta el momento en que pueden echarse a la vía pública a conseguir el sustento por el medio que el azar ponga a su alcance: la caja de lustrabotas o la astucia del “pájaro frutero”. ¿A qué edad termina, pues, la infancia? A los seis, siete u ocho años. En adelante, la vida de un chico es tan dura como la del cualquier obrero. ¿Esto no justificaría que nuestros planes educativos se redujeran, para aumentar su eficacia, mientras el país no puede ofrecer a cada ciudadano una formación completa? ¿No sería propio disponer un mecanismo de “promociones adelantadas”, mientras subsiste la emergencia del desamparo infantil? (“Un lustrabotas y el país futuro”)

A diferencia de aquellas crónicas que proponen una relectura del pasado de la ciudad, o bien las que buscan identificar “el meollo singular de nuestro modo de ser” a través de la revaloración del patrimonio histórico, o las que plantean una reconfiguración de la relación entre el hombre y la naturaleza en el espacio urbano, las que conforman “La prosperidad con mendigos” revelan el trasfondo dramático que gobierna el escenario de la urbe: en este caso, la patente incompetencia del poder político –tanto del Estado como del Municipio– no hace más que agudizar la postergación de vastos sectores de la población abocados a actividades económicas informales tales como el comercio ambulante. En estos pasajes, la figura del cronista cede su lugar a la del político que aspira a revertir la precaria condición de quienes permanecen al margen de las reformas del Estado:

Soy partidario de que se les deje trabajar libremente en tanto el Estado sea incapaz, pese a sus promesas de “estabilización”, “techo y tierra”, “saneamiento económico” y otras fórmulas al uso, de resolver el problema básico del país: el subdesarrollo. Es síntoma de ese subdesarrollo tanto la existencia de los pobres vendedores ambulantes cuanto la dación de disposiciones que intentan pintar de carmín las mejillas del país anémico y hético. (“La verdad contra la zona rígida”)

Por su parte, la sección “Ideas de peatón” agrupa un conjunto de crónicas cuyo eje gira principalmente en torno al problema del tránsito en la urbe, trátese ya sea de la circulación de automóviles, las deficiencias del transporte público, la configuración de ciertas importantes avenidas y las consecuencias funestas del desorden vial que, en general, gobiernan la ciudad. Sintomáticamente, la presencia cotidiana de la muerte en estos textos sugiere el grado de desorganización que rige la circulación vial (véanse, por ejemplo, los textos “Criminales en auto”, “Crimen de irresponsable”, “Una nueva pista”, “Vehículos y cáncer”, “Ómnibus y horarios” y “Los criminales del tránsito”). A semejanza de las crónicas incluidas en la sección “La prosperidad con mendigos”, el presente acomete violentamente al lector a través de la noticia fatídica: la muerte toma posesión del escenario de la crónica sin preámbulo alguno, acompañada, además por la presencia de la demencia de algunos conductores. Ante la carencia de normas que regulen la circulación vial por la ciudad y la ausencia de control, el automóvil se convierte en un arma letal en manos de los irresponsables:

El tránsito es una imagen de la moral colectiva, del alma nacional, y no es esta una afirmación apocalíptica, como podría parecer. Cualquier persona sensata que haya viajado a las horas de mayor congestión por el perímetro más agitado de la ciudad sabe que las pistas son escenarios de más de un caso demencial. Con licencia para conducir, circulan en Lima innumerables locos y desequilibrados, cuando no seres poseídos por un complejo de inferioridad, al que compensan o subliman haciendo privar su voluntad y su capricho. Las normas son para los tontos, los tímidos, los abúlicos, según el criterio del intolerante que tiene un timón entre las manos. (“Los criminales del tránsito”)

La rotunda afirmación de que el “tránsito es una imagen de la moral colectiva, del alma nacional” no hace más que confirmar el hecho de que el organismo social se encuentra enfermo: a través de la metáfora del cuerpo, Salazar Bondy sugiere que por las vías de la ciudad –esto es, sus avenidas, pistas, etc.– circula un cáncer encarnado en “la demencia de los conductores” cuya capacidad destructiva es apenas concebible.

Por otra parte, desde su visión de peatón26, en la sociedad limeña el automóvil representa para el cronista un objeto de adoración en la medida en que alimenta el egoísmo e individualismo de quienes lo poseen. Salazar Bondy, además, cuestiona el hecho de que, lejos de servir como un medio de transporte rápido y eficaz, el automóvil en Lima es un instrumento que propicia el divorcio con la realidad circundante. En esta suerte de alegato moral contra el automóvil se vislumbra una crítica profunda contra las bases sobre las que está constituida la sociedad burguesa:

La representación de la riqueza ha llegado a ser, antes que nada, un automóvil, un automóvil de lujo. No un aparato más o menos eficaz, con cuatro ruedas, que lo traslade a uno de un lado a otro, sino la ambición rastacuera de un gran carro, con muchos cromos y luces, con muchos detalles técnicos, con muchas llavecitas y botones, que circule ostensiblemente por las calles aunque quien lo maneje no venga de ninguna parte ni vaya a algún lugar determinado. (“Un mito criollo: el automóvil”)

Es que un enorme porcentaje de la población –precisamente quienes ejercen dirigencia en el poder, la empresa y la comunidad en general– se desplaza de un lado a otro, envuelto en la escafandra automovilística, existe en la retorta del carro como seres que solo ven la ciudad desde las ventanas de los despachos y de los vehículos como paisajes que circulan por pantallas parecidas a las de la ficción. De ahí a divorciarse de la realidad colectiva, del hervidero múltiple de la comunidad, de los problemas que en su vida pública vive el mayoritario peatón, hay un paso. (“El automóvil en su sitio”)

Finalmente, una variedad muy diversa de temas aparecen reunidos en la última sección del volumen, titulada genéricamente “Usos y costumbres”. En ella el lector podrá encontrar, por ejemplo, los textos ya referidos anteriormente a la importancia del café como espacio de humanización del hombre de la calle, o aquellos otros acerca de ciertas costumbres de los limeños –algunas perjudiciales, otras no– tales como la violencia en los carnavales, el ruido y sus efectos nocivos para la salud y la convivencia, la acumulación de desechos en las azoteas de las casas, la precariedad de la higiene urbana, el colapso de ciertos servicios públicos, el consumismo desenfrenado y otros más. Por otra parte, se han incluido crónicas en las cuales Salazar Bondy reconoce, comenta y celebra diversas manifestaciones de la cultura popular tales como el vals, el circo, la presencia de las vivanderas en las calles, el espectáculo multicultural de los coliseos, etc. Sin lugar a dudas, si en las demás secciones prevalece la mirada crítica–y, por momentos, ácida e irónica– del cronista, en esta última el lector podrá percibir en sus textos, sobre todo, la vitalidad de una ciudad y un pueblo que, a pesar de sus graves problemas y carencias, aún conserva intacta la fe en el futuro y la vocación de afirmación de la vida.

La ciudad como utopía

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