Читать книгу Breves fragmentos de un azul - Sebastián Vizcaíno - Страница 5

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I

Cada día pesan más las letras; me cuesta mover mis dedos por el teclado para editar el artículo de hoy. No puedo hacerlo más, me bastaría con escribir: «La guerra, el deseo de poder, la corrupción y la maldad no parecen terminar». Pero no. Hay que dedicarle hojas y hojas como si fuera algo normal, como si cumpliera con mi deber escribiendo una nota de actualización acerca de cómo se está pudriendo el mundo. Las notas dedicadas a héroes, a lo bello y conmovedor, me cuestan menos; puede ser porque no debo hacerlo a diario, sino una vez por semana. Quizá algún día no tenga más notas por escribir y me bastará con poner: «La bondad, lo bello, existe; pero parece no ser suficiente».

Termino mi jornada laboral. Pienso ir por un café y luego a casa. Inserto mi tarjeta de identificación en una vieja máquina, se escucha un breve clic. Monto mi bicicleta, tomo impulso y dejo atrás el trabajo. Únicamente me despido del guardia.

Tardo veinte minutos en llegar a una cafetería. Aquí uno entra, se calienta los dedos y la garganta, y se queda pensativo un tiempo, hasta que el combustible negro sea asimilado. A unos les dura más que a otros. Imagino que por la mente de los demás clientes ocurre algo fuerte, mágico, capaz de sacarlos de la realidad; se dan un respiro antes de regresar a la cotidianidad. O quizás no… En fin, para mí, además de la paz que esta cafetería ofrece, sirve un buen café, aunque últimamente todo me sabe a lo mismo.

Llego a casa. Arrimo la bicicleta a la pared. Ha llovido un poco. Me quito con dificultad la ropa mojada; no quiero bañarme para no pasar frente al espejo, solo deseo ir directamente a la cama. Hoy no quiero cenar, no quiero hacer nada en realidad. Apago todas las luces de la casa.

Me despierto tres veces en la noche, como ya se ha vuelto costumbre. Nunca logro acordarme completamente de mis sueños, pero sé que algo está pasando conmigo mientras duermo. Se me ha ocurrido comprar una libreta de sueños, pero no he conseguido anotar nada hasta la fecha. Me imagino que ahí, en ese espacio que no logro recordar, debo correr, llorar o reír, conversar con alguien, no lo sé. Suelo despertarme con lágrimas en los ojos, con una sonrisa o hablando solo, completamente solo, porque en esta casa nadie se queda a dormir.

Un día más. Me cuesta levantarme, el cuerpo me pesa. Luego, al tomar la bicicleta, el peso se va hacia las piernas. Cuando llego a mi oficina, se muda a mis dedos. Así pasa otro día de trabajo, al que le sigue una nueva visita a la cafetería.

Una chica sale bailando del local, de felicidad quizá. Por poco chocamos. Me mira, pero la esquivo y sigo de largo, no la regreso a ver. Últimamente no soporto ni siquiera mis propios ojos en el espejo, a veces siento que quien regresa la mirada no soy yo. Entro, pero siento que la mirada de la chica me invade desde la nuca.

Voy a casa pedaleando tan rápido como puedo; desde que sentí cómo esa mirada se me clavaba, parece que no puedo huir de los ojos de los demás. Pedaleo y me meto entre el tráfico para evitar cual-quier contacto visual; sin embargo, siento cómo los ojos de todos están siguiéndome.

Por fin llego. Respiro profundamente y me concentro en un gorrión que vuela sobre mí. Cierro los ojos e imagino que ahora soy yo el que ve un humano desde arriba. Me cuesta abrir la puerta, me tiemblan las manos. Entro a casa, corro las cortinas, aseguro la puerta y apago las luces. Me quedo a oscuras; aunque le tengo miedo a la penumbra, le temo más a la posibilidad de que alguien me esté observando en silencio. Hoy decido dormir en el piso para que nada pueda esconderse debajo de mi cama.

Me despierto agitado, sudoroso, era de esperarse. Desayuno un vaso de leche. Mi corazón todavía late rápido cuando tomo mi bicicleta. Empiezo a pedalear y no logro equilibrarme de inmediato; parece que todo da vueltas y me tiemblan las piernas.

He decidido salir más temprano del trabajo e ir rápidamente a la cafetería. Estoy emocionado y el corazón sigue latiéndome a mil por hora. Pregunto a varios clientes si no han visto algo raro hoy. Lo hago algo ansioso, me ven extrañados y los comprendo: no suelo ser así, al menos no con ellos. Responden que no. Nadie me responde lo que quiero oír.

Veo que se acerca la mesera y pienso pedir algo diferente al café de todos los días para justificar una plática y sacar a colación la misma pregunta que he hecho a los clientes. Ella es una chica muy joven, parecería que aún no se ha graduado del colegio; viste de manera sencilla y me muestra una sonrisa cálida y tierna.

—¿Estás bien? —Me pregunta mientras agita su delicada mano frente a mi cara.

—Sí, solo estaba decidiendo qué pedir.

—¿No vas a ordenar lo mismo de siempre? Qué raro —dice mientras encoge los hombros.

Tomo aire para hablarle de manera jovial. Soy bueno con las letras o, más bien, con la escritura, pero hablar siempre me ha costado. ¿Seré malo con las letras, entonces?

—Quizás tome un café. —Intento disimular mi excitación—. Aunque no hay nada raro en pedir un té... Hablando de cosas raras, ¿has notado algo extraño hoy? La gente, el sabor de las cosas, el clima quizá. ¿Has visto algo peculiar hoy?

—No. No lo creo, a más de que entraste muy entusiasmado, casi tanto como una chica de ayer —dice la camarera mientras me guiña el ojo izquierdo—. Nada más. Te sirvo tu café enseguida.

—Té —le corrijo.

—Perdón, té. La costumbre —dice mientras juega con su cabello como si estuviera apenada por su error.

Me siento extraño, se me hace un nudo en la garganta que hasta me dificulta beber el té. Pienso en mi vida, en que me he convertido. Aquí estoy, buscando a alguien sin saber la razón; quizá es un pretexto para distraerme un rato. No lo creo. Hay algo en esa mirada. Si una mirada puede causar tanto, entonces yo no he dejado la más mínima huella en la gente, huyendo de los ojos de los demás. Nadie me conoce, quizá solo por mis artículos, que además no tienen mi nombre sino seudónimos, porque vivo con el miedo de sacar algo a la luz en el momento menos apropiado y entonces no volver a escribir más. Quizá deba dejar de hacerlo. Siento cómo las lágrimas se me acumulan en los ojos, parpadeo y soy consciente del rastro frío y salado que dejan en mis mejillas. Bebo mi té despacio. Pago y le dedico una sonrisa a la mesera.

Me siento fatal. Otra vez mi mente empieza a acelerarse, mientras mi cuerpo comienza a sentirse pesado. Tomo mi bicicleta y, antes de subirme en ella, algo invade mi cabeza, como queriendo rebuscar todos los rincones de mi mente. Doy vuelta y me quedo paralizado. No puedo moverme, no puedo hablarle. Está ahí, sonriente, esa sonrisa tierna esconde algo. Me ve fijamente, esos ojos revelan el azul del mundo.

No soy capaz de decirle nada; quiero devolverle la mirada, pero no puedo. Mejor así, me han dicho que mis ojos asustan.

Noto que lleva una copia del periódico donde trabajo; me gustaría que reconocieses mi estilo, pero yo nunca te dediqué una letra. Escribo para todos, que es lo mismo que decir que lo hago para nadie. Tantas suposiciones son una estupidez, la vida pasa por las decisiones que tomamos; si haces algo o no, no importa, solo hay que enfrentarte a lo que te toque. Últimamente veo el resultado de mis acciones desde lejos, me veo a mí y no me reconozco; lo hago todo por inercia, mi vida se resume en existir, ocupar un espacio.

Estos días le he dedicado más tiempo a mi libreta. Ya no anoto lo que veo, todo lo que puede ser buen material para un artículo. Me he dedicado a escribir sobre esa mujer; hace tiempo que no lo hacía sin saber cómo terminará la historia.

Cada día paso más tiempo en el café, pensando en encontrarme con ella y buscando la razón de hacerlo. ¿Qué tiene esa mirada? Hasta ahora nunca me había fijado en los ojos de la gente; he visto muchos azules, muchas miradas, pero esta me atrae, me llama.

Los pensamientos pesan menos; he empezado a descuidar mis tareas y también la idea de encontrarla. Dos cosas parecen seguras: la primera es que estoy harto de trabajar, la segunda es que encontrarla es imposible. No me importa.

Me despierto temprano, desde que me despidieron o renuncié, no estoy seguro de qué fue lo que pasó, me desagrada mucho la idea de quedarme todo el día en casa. No soporto darme vueltas en la cama, me desespera que me envuelvan las sábanas, no saber si estoy dormido o despierto. No desayuno, tomo mi bicicleta y ando sin rumbo. Paso cerca de un parque, veo a un grupo de chicas conversando; apenas ahora caigo en cuenta de que no me he arreglado, no importa. Solo me preocuparía si cierta persona me viera. Eso es imposible.

Doy media vuelta, estoy cansado de pedalear. Al estar sumido en mis pensamientos, no me doy cuenta de que no podía virar en U, y casi choco contra un bus. Soy insultado por el conductor y algunos pasajeros que sacan sus cabezas por la ventana. Solo bajo la cabeza para que la escena termine rápido.

Avanzo unos metros, sin darme cuenta ya estoy por llegar a mi casa. Acelero más en el último tramo para que mi mente se calle.

He avanzado tres cuadras divagando. Intento calmarme, pero no puedo; me desespero, intento concentrarme y grito por dentro. Trato de llevar ese sonido a mis oídos, pero es acallado por uno más fuerte: susurros, y estos a su vez son reemplazados por conversaciones que poco a poco se hacen más comprensibles. Pequeñas voces me dicen: pedalea, pedalea, pedalea. Las ignoro. Luego, otra, fuerte y clara, me dice: ¡para!

Paso los días viendo el movimiento de las nubes. Si me concentro, puedo sentir la rotación y traslación de la tierra. Por las noches, cuento estrellas; a veces tengo ganas de salir, pero algo me ata aquí. Encuentro una carta bajo la puerta: van a publicar un artículo mío y me han mandado un cheque. Me duele que ese haya sido el último; lo hallo imperfecto, absurdo. Así será como me recuerden. Prefiero la nada, el olvido. No estoy seguro de si volveré a escribir más, solo espero que ella no lo haya leído. Eso sería mi única motivación.

Todavía no lo han publicado, quizá haya tiempo de corregirlo, de escribir algo diferente, de incluir un pequeño guiño. Esta idea me parece refrescante. Tomo mi bicicleta e intento salir. Me siento descordinado, no puedo acercarme a la puerta, no puedo tomar la manija, no puedo hablar. Mi mente pierde el control sobre mi cuerpo y sobre sí misma. Me concentro y me decido de una vez. Es imposible, cada pensamiento que he evitado en estas semanas, cada sensación ignorada, vuelven, me oprimen el pecho, suben a mi cabeza. Siento el palpitar en mis sienes, me cuesta estar de pie.

¡Ábrete de una vez!, grito mientras muevo violentamente la cerradura. Siento que mi cabeza va a explotar, que todo a mi alrededor se mueve. Creo que voy a vomitar.

¡Por fin! Abro la puerta y siento un olor nauseabundo que me rodea. Cierro de un golpe, pero ya no tiene caso, el olor está en todos lados. Ahora en la casa parece que sale de los colores de las paredes, del negro de la puerta, del verde de las plantas, del rojo de las tazas. Busco algo que me calme y percibo el azul de una flor. Un segundo de paz. Siento un pequeño abrazo y, luego, esas misma manos me empujan.

Me levanto mareado, necesito saber qué me pasa. Más ideas vienen a mi mente, quieren salir; siento que el cráneo se está agujereando y por cada pequeño hoyo se escapa una idea y entra otra que no me pertenece.

Voy al baño, me lavo la cara y apoyo las manos en el lavabo, respiro profundamente y subo mi mirada. Odio verme al espejo. No puedo ver mi reflejo con claridad, está nublado por lágrimas. ¿Qué me pasa? Estallo en sollozos, en desesperación. Golpeo el espejo y lo hago trizas, me sangran las manos.

¿Qué me está pasando?, digo mientras se apaga mi voz.

Ahora solo hay silencio. Siento que me desvanezco. Me inclino hacia adelante; no puedo moverme, voy de cara al espejo. Cierro los ojos y caigo al piso. No me he cortado la cara; en cambio percibo tierra y piedras en mi rostro. ¿Qué le pasó al espejo?, balbuceo y pierdo la conciencia.

Escucho un zumbido, mi mente se aclara, abro los ojos, todo vuelve a la calma. Me es difícil levantarme. Siento como si el golpe me hubiera borrado los pensamientos que tenía, mi agitación. Es como si acabara de despertar y todavía mi mente no entiende que ya no está dormida, tarda en conectarse. Levanto mi cara y me apoyo con las dos manos, pero me cuesta coordinar.

Veo una mano delgada extenderse hacia mí, me ofrece su ayuda. Mientras me incorporo, escucho una voz femenina, delicada y serena.

—Bienvenido a Psyqué.

Nunca he escuchado esa voz, pero conozco esa mirada. ¿Qué hace ella aquí?

Breves fragmentos de un azul

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