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II

Casi me atraso a la entrega de guardia; el nuevo residente narra los ingresos del fin de semana y se me asigna un nuevo paciente. Qué gran coincidencia que se llame así, como mi padre; me cuesta llamarlo por su nombre, uno que no he pronunciado hace mucho tiempo. El residente me cuenta novedades de la noche anterior, recuerda si hay algún pendiente y terminamos actualizándonos sobre el tema que ha preparado el médico de turno.

Tomo la carpeta metálica del nuevo ingreso y la leo rápidamente antes de entrevistar a mis demás pacientes. A diferencia de los otros hospitales, aquí no se pasa visita de cama en cama, sino que cada paciente viene a un consultorio que está en el piso de hospitalización. Es un cuarto pequeño, con una gran ventana justo frente a mi escritorio, un error de diseño diría yo, ya que fácilmente alguien puede romperla en un arrebato de locura. En la mañana el sol entra y le da cierto ambiente de calma; cuando llueve, parece que el frío se materializa y entra lúgubre por el cristal. Este espacio permite entrevistar a los pacientes adecuadamente, ver su evolución y firmar las prescripciones que hicieron los residentes. De vez en cuando, me asignan a uno para que yo sea su tutora, pero últimamente he evitado hacerlo; quiero relajarme un poco, dedicarme a mis cosas, a recordar que hay vida fuera del hospital.

Termino mi pase de visita y decido ver a mi nuevo paciente en su habitación para ver si está en condiciones de entablar una conversación. Salgo del consultorio y me detengo un momento para leer su historia clínica con más detenimiento. Las enfermeras están terminando su pase de visita y se reúnen a conversar hasta que sea hora de administrar medicación. Parece que una ha traído alguna golosina, otra inmediatamente se levanta a encender la cafetera. Se esconden tras la estación de enfermería y se sientan a comer y conversar. Paso a su lado, me saludan con una gran sonrisa, me invitan a ser parte de su ritual. Pero lo rechazo amablemente, les pregunto acerca de un paciente, si ha presentado algún efecto adverso a la medicación.

—Ahí está tranquilo, pero con conducta alucinatoria —explica una de las enfermeras a cargo.

—Muchas gracias, ahora voy a ver al nuevo ingreso —les digo como justificando qué hago aquí. No estoy seguro de por qué lo sigo haciendo, viejos hábitos de cuando era estudiante, a lo mejor.

Camino por el pasillo hacia la habitación, arrimada a las blancas paredes porque el piso aún continúa húmedo. Aquí, y creo que en todo hospital, es delito pasar por donde acaban de trapear.

Empujo la puerta, no es costumbre cerrarlas por completo. Lo veo, descansa tranquilo, todavía debe estar sedado por la medicación. Le han suturado un par de puntos en la cara y le han vendado las manos. Según refieren, se trata de un hombre joven, de instrucción superior, soltero, con un aparente primer episodio psicótico. Cuando se entrevistó a una vecina que lo trajo, reportó que siempre ha tenido una personalidad evasiva; en ocasiones, dijo, lo ha escuchado hablar solo. El paciente se ve estable, pero parece que va a ser un caso complicado: no hay antecedentes personales ni familiares, solo los comentarios de los vecinos que llamaron a una ambulancia al escuchar gritos y golpes. Lo encontraron sangrando en el baño de su casa.

Dejo la habitación y me dirijo al área de consulta externa. Salgo del pabellón de hospitalización, cruzo un pequeño patio, veo a los pacientes que están en recreación y continúo. Este hospital es bastante amplio, pero ningún pabellón tiene más de un piso de altura.

Paso todo el día atendiendo pacientes. En los primeros turnos se me asignan personas que vienen por primera vez, con ellos mi consulta suele extenderse para darles atención completa.

Compenso el limitado tiempo que nos dan a los médicos para atender, apresurando la consulta de los pacientes crónicos, que generalmente tienen los últimos turnos, y a quienes ya conozco muy bien; la mayoría viene solamente a renovar su medicación, tengo mi sesión y luego charlamos un poco mientras escribo su receta.

Cuando llega la tarde, mi último paciente es una señora extranjera: labios delicados, ojos claros y un cabello algo desarreglado, pero que cae hermoso sobre sus hombros; su blusa deja ver sus clavículas. Hice un par de preguntas y rompió en llanto, decido indicarle ambulatorio intensivo, que venga a retirar más medicación y verla en tres días hasta que considere espaciar más las entrevistas. Se limpia las lágrimas, me agradece y sale rápidamente por la puerta, con una sonrisa en el rostro; me doy cuenta de que es una máscara. Antes de salir, le digo que se cuide, le dedico una sonrisa y ella me devuelve otra más grande. El baile de su larga falda es lo último que veo. Antes de irme a casa, regreso al pabellón de hospitalización. Parece que el paciente nuevo se ha levantado y está en el jardín; ha empezado a comunicarse con los demás, pero todavía parece muy confundido. Le dejo indicaciones al médico de turno y termina mi día en el psiquiátrico.

Breves fragmentos de un azul

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