Читать книгу María y Sectiva - Sectiva Lozano Aguilera - Страница 11
Don Antonio Aguilera
ОглавлениеY así fue como se conocieron realmente María y José, sin darse apenas cuenta hablaron hasta ponerse de acuerdo en cómo podrían verse (a escondidas) sin levantar sospechas. Antes de irse María le preguntó:
—Oye cabrero, ¿tú dónde vives?
—En la montaña, en una gran cabaña de troncos donde respiras el olor de las plantas antes de dormirte y donde por la mañana las flores abiertas llenas de rocío te dan los buenos días. Y no soy cabrero, soy pastor de mi rebaño. Oye bonita, ¿y tú cuántos años tienes?
—Yo… casi veinte.
—Mentirosa, todo lo más que tienes son dieciocho o diecisiete.
—¿Y tú?, ¿cuántos tienes tú?
—Yo veintisiete (mintió él también, por miedo a ser rechazado, pero en realidad tenía treinta y dos, lo que complicaría bastante las cosas a la hora de hablar con el padre de María).
Pero José no se amedrentó, y quince días más tarde se acicaló todo lo que pudo y después de haber puesto a punto un plan de ataque entre María y él, las veces furtivas que pudieron verse en el gallinero y sin pensar ni un solo instante en la edad de uno o de otro, el caballerete se presentó delante de Don Antonio Aguilera, mi abuelo, (“el ogro de La Estellá” como le llamaban) llevando como presente un buen queso de oveja que él mismo elaboraba en su cabaña del monte. María por precaución se
había escondido en el último rincón de la casa, donde ella dormía de costumbre. Al abrir la puerta, Don Antonio arqueó las cejas al ver a este hombre que para él era un completo desconocido:
—Buenas noches, ¿qué desea?
—Buenas noches Don Antonio, vengo a hablar con usted.
—¿Nos conocemos?
—A usted aún no, pero a su hijo Manuel ya lo he visto en la Fuente de Las Sanguijuelas, y a su hija María también. Justamente es por ella por lo que estoy aquí.
—¿Conoce usted a María?
—Sí señor, nos vemos en la fuente donde yo voy diariamente a dar de beber a mi rebaño. Es una muchacha muy seria y como Dios manda. Por eso antes de cortejarla quería pedirle permiso a usted. Yo soy un hombre formal, y nunca me atrevería a arrimarme a ella sin su permiso Don Antonio. Mucho permiso y mucho Don Antonio. —Tan ensimismado estaba José dorándole la píldora, que no se percató del par de ostias que Don Antonio le estaba preparando y que le cayeron encima como un tablón. José se quedó blanco de rabia, pero era un hombre pacífico. Solo acertó a decir, pero Don Antonio, yo he venido a verle como se debe hacer antes de abordar a una moza.
—¡Mi hija no es ninguna moza, y menos para usted que le dobla la edad! Mi hija es una niña que tiene apenas quince años y usted por lo menos cuarenta. ¿Pero qué se ha creído?
—Treinta y dos Don Antonio, solo treinta y dos, y María me quiere y yo la quiero. Y no tengo prisa en esperar todo el tiempo que haga falta a que sea mayor.
—Usted pedazo de cabrito no esperará nada ni a nadie, y menos a mi hija, así que fuera de aquí, que apesta a leche de oveja.
—No señor, no soy yo, es el queso que le he traído de regalo. Aquí está. Eso exasperó aún más a Don Antonio que cogiéndolo de la manga le dio tal empujón que por poco si se estrella con la columna que sostenía la biga de la parra de la entrada de la casa, lanzándole el queso detrás de él. Un poco asustado de aquel viejo furibundo, José echó a correr ladera abajo sin poder evitar el queso que se le venía encima a forma de pedrusco. Pasado el peligro José se volvió y exclamó:
—¡Volveré Don Antonio, vaya que si volveré!
Y claro que volvió un mes más tarde, pero esta vez Don Antonio lo estaba esperando con la escopeta de dos cartuchos. La misma que usaba cada día para ir a cazar al monte de donde le traía a su Leonor buenos conejos que ella guisaba con cebollitas tiernas de su huerto. ¿Cómo supo que venía ese día? Probablemente lo estuvo esperando todos los días hasta que por fin lo pilló. Lo cierto es que encañonando a José por el cuello abierto de su camisa le espetó en la cara.
—¡Escucha ovejero! Te lo advertí, pero no me hiciste caso. Así es que aunque aún estamos lejos de Navidad, te voy a sangrar como a un cochino de matanza. Y reculando dos pasos con la escopeta lo encañonó dispuesto a llenarle a José el cuerpo de plomo. María que desde la ventana de su habitación lo observaba todo con estupor, dio un grito horrible que hizo salir a Leonor de su cocina y precipitándose las dos sobre Don Antonio trataron de quitarle el arma. Pero el hombre era alto y fuerte y no pudieron con él. Viendo esto María se colgó de su cuello a fin de inmovilizarlo y mientras, Leonor ayudó a escapar a José.
—¡Ande hombre, váyase de aquí y no vuelva jamás! José echó a correr hacia los altos matorrales del monte y en cuanto se puso a salvo gritó:
—¡Usted lo ha querido Don Antonio!, yo ya no vendré más, pero le juro que tarde o temprano María será mi mujer.
Fue más bien tarde y cuando pudo, porque por el momento María fue de nuevo encerrada en su cámara con orden de no bajar a la planta baja de la casa, más que cuando Leonor la llamaba para hacer las faenas. María sola en su cuarto pensaba en José y en el tremendo susto que este le había hecho pasar. Porque la verdad es que nunca había visto a su padre tan enfadado y dio gracias a Dios de que sus hermanos estuvieran en el campo a esa hora, porque si no, estaba segura que en este momento su José estaría colgado por los pies de la rama más alta de la encina que había enfrente de la casa. A partir de ese día María vivió recluida en su cámara durante varios meses. Se acabó el ir por agua a la fuente. Se acabó el ir a cerrar por la noche el gallinero. Ni siquiera la dejaban barrer su puerta como tenía por costumbre hacer cada tarde. Su sola distracción consistía en mirar por la gatera de su cuarto. Esa especie de boquete redondo de la talla de una boina por donde antiguamente aireaban las cámaras y al mismo tiempo, dejaban entrar y salir al gato de la casa. De ahí su nombre de gatera.
A partir de ese día sus hermanos Antonio y Manuel montaron una guardia permanente advirtiendo al cabrero, como ellos lo llamaban, que si se acercaba a casa lo majarían a palos. Claro que ellos no contaban con la astucia de José, y sobre todo con el amor profundo que sentía por María, sobre todo ahora que se sabía correspondido. Naturalmente José enamorado como estaba y a pesar de las amenazas, no dejó de rondar ni una sola noche la casa de María teniendo sumo cuidado en no dejarse ver. Sabía que María estaba encerrada en alguna parte alta de la casa, así que montó su propia estrategia para averiguar dónde estaba encerrada “su novia”. Y no se equivocaba, la gatera de la cámara de María daba a la parte de atrás de la casa, desde la cual se divisaba bien todo el manchón.
José silbaba muy bien y tenía costumbre de hacerlo guardando sus ovejas. María lo había oído varias veces en la fuente mientras la miraba sin decir palabra. José lo sabía y pensó que su silbato advertiría a María de su presencia allí y así fue. Cuando María lo vio se llevó un susto de muerte pensando que si lo descubrían lo matarían y ella se quedaría viuda antes de haberse casado. Cuando José vio la cabeza de María asomar por la gatera le dijo desde lejos y por señas:
—Cuando todos duerman vendré y hablaremos. Fue bien pasada la media noche y cuando toda la casa quedó a oscuras, que José sigilosamente se acercó debajo de la gatera para poder hablar con su amada:
—María, ya sé que será muy duro para ti durante un tiempo, pero no te preocupes, la vigilancia no durará eternamente. Ya verás como todo pasa y un día estaremos juntos, te lo prometo.
—¿Palabra de pastor? —preguntó ella angustiada.
—Palabra de pastor. Tú ahora concéntrate en ser buena hija, bien sumisa y ya verás cómo aflojan la guardia, y ese día te prometo que yo no estaré lejos y al menor descuido te llevo conmigo.