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La fuga

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Antiguamente el que la novia se fuera con el novio era frecuente. Era una especie de estratagema que muchas parejas llevaban a cabo para poder casarse cuando las familias de uno u de otro se oponían a su noviazgo. Entonces la chica se fugaba y amanecía en casa del novio. Una vez consumado el acto marital para la familia de la novia esta estaba ya perdida y no tenían más remedio que dar su consentimiento al enlace matrimonial. Eso era lo que José quería hacer, pero para él había un agravante de talla, y es que María era menor de edad, aunque esto no amedrentaba al enamorado. José sabía del orgullo de muchas familias que al saber ya su hija perdida para ellos, optaban por el silencio de no propagarlo o por el de la mentira diciendo que su hija se había ido a vivir con una pariente lejos de allí. Esto se usaba también mucho cuando una chica salía embarazada. Sus padres la enviaban con algún familiar lejano para evitar así las habladurías. Otros, los más drásticos, simplemente la encerraban en la cámara y allí permanecía hasta que daba a luz. Luego decían que habían recogido un niño de una parienta que había muerto de parto. Esto ocurría en el mejor de los casos, porque el peor para la criatura era que una buena mañana al amanecer el padre de la chica montado en su yegua bajaba al pueblo y lo ponía en el torno de las monjas de la casa cuna. ¿Cuántos niños de aquella época han crecido pensando que su madre era su hermana? Y así se quedaba la cosa para siempre. El niño se registraba al nombre de los abuelos y este crecía teniendo a sus abuelos como padres.

José contaba con lo de la ley del silencio para resolver su caso en la hipotética probabilidad de poder llevarse a María. Ella por su parte también se puso manos a la obra. En vez de aparentar tristeza optó por colaborar con su madre trabajando de buen grado en todo lo que esta le pedía y aparentemente como si hubiese olvidado el episodio del ovejero.

Leonor estaba encantada con el rumbo que habían tomado las cosas y al cabo de varias semanas ya nadie se acordaba de esta historia. Nadie de la casa, claro está, porque María y José en voz baja y por la gatera cada día perfilaban más su plan de huida. Bastaría con que una sola noche Don Antonio no echara la llave de la puerta que luego se guardaba en el bolsillo de su larga blusa negra de campesino. Eso era justamente lo que María vigilaba a hurtadillas mientras recogía la mesa de la cena y como la paciencia siempre tiene recompensa ese día llegó. Una noche Don Antonio llegó más cansado que de costumbre. Apenas la cena acabada se durmió casi encima de la mesa. Después subió las escaleras y ni siquiera dijo: “buenas noches”. Leonor, sus hijos y María hicieron lo propio y en media hora todos dormían como troncos. Todos menos María, claro, quien por la gatera ya le había enviado a José cuatro prendas de ropa que previamente tenía preparadas en un hatillo, que este escondió precipitadamente en los matorrales, desde donde hizo señas a María, que allí la esperaba. María esperó todavía media hora más y cuando se aseguró de que toda la casa estaba en perfecto silencio, solo roto por los ronquidos de su padre, bajó sigilosamente la escalera y traspasó el umbral de la puerta prohibida a tan grandes zancadas como se lo permitían sus largas piernas. Aquella noche no vivieron su gran amor. No tuvieron tiempo. Hacía ya varios días que José había contratado a un cabrero para que cuidara de su rebaño todo el tiempo que hiciera falta desde el momento en que María y él pudieran huir, y ese día era hoy. Lo que José tenía en mente era poner tierra de por medio entre ellos y el matón de su suegro, quien tenía siempre la carabina cargada detrás de la puerta, dispuesto a “perdigonearlo” como una perdiz. Nadie sabe lo que ocurrió en aquella casa a la mañana siguiente cuando descubrieron la huida de María. Nadie sacó una palabra al exterior, todos optaron por la ley del silencio. Más tarde “se supo” que María se había ido con una tía suya que vivía en Marruecos, concretamente en Larache (sabido era que la familia tenía un pariente lejano por allá). María se había ido efectivamente, pero no a Larache, sino a la provincia de Sevilla, concretamente a Morón de la Frontera, donde José había previamente alquilado un rancho. Y donde doce años más tarde nacería yo, la sexta de sus hijos.

Según el cabrero a quien mi padre José había dejado su rebaño, los dos hermanos de mi madre: Antonio y Manuel peinaron la montaña de arriba abajo en busca de mis padres, pero no encontraron ni rastro de ellos. El cabrero les contó una historia que mi padre le había encargado que dijera. Y es que él era el nuevo propietario de todo aquello porque mi padre se lo había vendido hacía ya varias semanas. También les contó que mi padre le había dicho que pensaba casarse pronto e irse a vivir a un pueblo de Málaga. Se tragaron todo el rollo, se bajaron para su casa y se acabó la búsqueda. Que mi padre le vendía el rebaño al cabrero era cierto, pero lo hizo varios años más tarde.

Una vez que a María la había dejado bien instalada en la provincia sevillana, mi padre compraría este rancho más tarde, por el momento solo pudo arrendarlo. Allí hicieron amigos; Anita María y Francisco José, los mismos que los acogieron en su llegada a Morón y se quedarían a trabajar con mi padre por mucho tiempo. Francisco José ayudaría a mi padre a hacer hornos de carbón que luego vendían en Sevilla. Una nueva profesión que mi padre se había buscado para sacar a su familia adelante.

Por hoy y después de varios meses de intenso amor en la provincia de Sevilla, mis padres volvieron a La Estellá para liquidar su rebaño y la vieja casa de un tío suyo que mi padre había heredado hacía ya unos años. Por entonces mi padre había perdido ya el miedo a Don Antonio. Además, mi madre estaba ya embarazada de su primera hija, mi hermana Mari. Así que pensaron que visto lo visto ya nadie les atacaría, y así fue. Pero lo más extraordinario de esta historia fue la reacción de mi abuelo. ¿Cómo pudo enterarse de que mis padres estaban en la cabaña del monte? Eso nadie lo sabe, pero lo cierto es que un buen día se presentó ante ellos y lo que era evidente es que no venía armado. Lo primero que les dijo fue:

—No tengáis miedo, que no vengo a pelear, solo quiero ver cómo está María.

Esta se abrazó a su padre y él le dijo:

—Por favor, no vayas a ver a tu madre, ella no te perdonará jamás. Y también quiero que sepas que te ha desheredado. Ya sabes que la rica de la familia era ella, todo lo ha puesto a nombre de tus dos hermanos (había dos casas, tierras y todo lo demás), para ti no ha dejado nada. Es más, a todo el mundo le dice que ya no tiene hija, así que para evitar conflictos, yo te aconsejaría que no bajaras a verla y todo seguirá en paz.

Era evidente que hasta él le tenía miedo a Leonor. Mi padre se disculpó con él por la forma en que se había visto obligado a llevarse a María, aunque también le dijo que había sido mucha culpa suya por no escucharlo cuando de buena fe vino a hablar con él para pedirle en matrimonio a su hija. Después de este buen razonamiento, echaron tabaco y fumaron juntos. Después de lo cual mi abuelo se bajó de la montaña.

A mi madre le gustaba la cabaña del monte y sobre todo le encantaba hacer el amor al olor del romero. Siempre nos contaba ese episodio de su vida. No le hubiera importado vivir allí eternamente, pero mi padre y ella solo habían venido a vender su rebaño (esta vez de verdad) y la vieja casa de sus tíos, para volverse a Morón de la Frontera, donde Francisco y Anita María le tenían guardado el rancho arrendado por mi padre, que esta vez sí pagó en propiedad con el buen dinero que había recuperado de sus ovejas. Un rancho hermoso donde acomodó a María, que ya estaba a punto de dar a luz a su segunda hija.

María y Sectiva

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