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La fuente de las sanguijuelas

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Fue un día del mes de abril, un día de primavera cuando la naturaleza estaba en todo su esplendor, cuando las rosas extendían por el aire todos sus perfumes y los colores embriagaban con solo mirarlos. Del camino que llevaba a la Fuente de Las Sanguijuelas, situado al otro lado del Manchón, casi al fondo de los matorrales que lo poblaban (el lentisco, el tomillo, el romero y hasta de la gayumba), surgían aromas penetrantes que tanto entusiasmaban a María. Fue uno de esos días cuando mi madre, jovenzuela de quince años, se enamoró.

Ella atravesaba como cada día al atardecer ese camino verdeante y oloroso del monte, para acarrear el agua con su cántaro apoyado en la cadera. La brisa, ondeando al viento su falda, dejaba ver sus bonitas y largas piernas, mientras ella pudorosa, intentaba evitarlo una y otra vez colocando la enagua en su sitio. Y de repente, ¡lo vio, allí estaba él! no era una ilusión, era el mismo de ayer y de antes de ayer. Allí estaba él esperándola como cada día desde que la vio por primera vez llenando su cántaro en la fuente. Cuando María lo vio, su corazón se aceleró como un caballo desbocado. Sumisa y avergonzada bajó la cabeza como lo hacían las mozas de su tiempo. María solo tenía quince años en 1921 y el amor le atravesó de repente como una flecha.

Ella nos contaba a mis hermanos y a mí, que cuando lo vio por primera vez en la fuente abrevando su rebaño de ovejas, se quedó parada. No podía apartar la vista de aquellos ojos negros y penetrantes que a su vez no se apartaban de ella. Fue como un huracán que le atravesó todo el cuerpo obligando a su joven corazón a dar brincos como un potro salvaje.

Casi con su cántaro a medio llenar, María emprendió la huida por el camino del monte y no paró hasta llegar a su casa, situada en una ladera llamada La Estellá. Allí vivía con sus padres Antonio y Leonor, más sus dos hermanos mayores Antonio y Manuel.

Tuvo que pararse debajo de la gran encina que había enfrente de su casa a fin de calmar su nerviosismo. No podía permitir que su madre la viese agitada porque la habría atiborrado a preguntas que ella no sabría contestar. Aquella noche no pudo dormir asaltada en cada recodo de su sueño por aquel pastor que le doblaba la edad y que, desde hacía ya unos días, la esperaba cada tarde en la fuente sin mediar palabra alguna. La miraba con aquella intensidad como si quisiera grabarla en su mente para siempre. Aquel día, María supo que algo había sucedido en su vida y en su corazón. Su cuerpo se echaba a temblar con tan solo pensar en el momento que se volvieran a cruzar. Pero… ¿por qué, si ese hombre nunca le había dicho una palabra? Esa incertidumbre la sumía en un estado dulce y salvaje al mismo tiempo, que su joven corazón no sabía cómo controlar. Quería ir a por el agua de cada día y tenía miedo a la vez porque sabía que él estaría allí dándole vueltas al sombrero en su mano, con la frente descolorida por el sol de la montaña, con su media sonrisa, su brizna de hierba salvaje entre los dientes y sus ojos penetrantes que la miraban de arriba abajo como si quisieran desnudarla de golpe.

María sabía ya que no podría apartar la mirada de él. Pero… ¿quién era?, ¿cómo se llamaba aquel hombre que de la noche a la mañana le había robado la tranquilidad de su monótona vida? aquel hombre, que no decía nunca nada, solo la miraba de aquella forma casi hiriente, que le atravesaba el corazón sumiéndola en un desasosiego infinito.

Mi padre, José, la miraba embelesado y asustado a la vez, a sí mismo se decía: “¡Dios mío!, ¿cómo decirle a aquella criatura tan joven e inocente que me he enamorado de ella como un colegial?, ¿cuántos años podría tener? ¿Catorce, quince…?”

Para mi padre, hombre de montaña y pastor de profesión de su propio rebaño, cuya edad rebosaba ya los treinta años, la idea solamente de abordarla le aterraba. Solo era una niña, “¿qué le diría?, ¿cómo reaccionaría ella? ¿Y si se asustaba y no venía más a por agua a la fuente?”. De todos modos tenía que hablar con ella, así que cogiendo su coraje a dos manos se prometía una y otra vez “de mañana no pasa, mañana le hablo y le digo que estoy perdidamente enamorado de ella”, —pensaba para sí: “mañana te hablo mi niña linda, mañana te lo diré mi niña morena de largas trenzas negras como el azabache, que yo José, pastor de mi rebaño, a quien con la excusa de verte vengo a dar de beber cada día a tu fuente… ¿Querrá escucharme?, ¿cómo se llamará? Mañana en cuanto la vea se lo pregunto”.

Por el momento es un día bien soleado en el que mis padres van a conocerse mejor: José bajó de su montaña ese día dispuesto a todo. La mayor parte de la noche la había pasado poniendo a punto su plan de ataque hacia esa moza que desde hacía un tiempo le quitaba el sueño. La joven de mirada esquiva y gesto rebelde tendría que vérselas hoy con él. Esa niña grande que nada más ver como él venía hacia ella, cogía su cántaro a medio llenar y se marchaba como una ráfaga de viento. “Pero hoy le cortaré el paso, de hoy no pasa” —pensó José. Se puso sus mejores galas. Quería impresionarla, con lo que se afeitó, se lavó entero de pies a cabeza y decidido a todo, bajó con su rebaño a la Fuente de Las Sanguijuelas a hablar de una vez por todas con esa muchacha. Bajaba de prisa atisbando cada rincón del camino por donde ella debía aparecer, pero ese día María no apareció. Llevaba tiempo espiándola y controlando todas sus idas y venidas. Era su hora de bajar cada día a por el agua, ¿qué podía haber pasado? Estuvo esperándola hasta bien entrada la tarde, hasta que su rebaño ya cansado se había adentrado en el monte dejándolo solo con su desesperación. ¿Estaría enferma? no podía ser, estaba lozana y hermosa, derrochaba salud por los cuatro costados. No había más que verla cuando se cargaba aquellos cántaros de agua enormes sobre sus caderas y a veces hasta se llevaba un cubo de agua en la otra mano. Esta situación no cuadraba. La esperó un poco más, pero ya casi de noche tuvo que rendirse a la evidencia de que María no bajaría ese día a la fuente. Con el corazón en un puño vio como sus ovejas más rezagadas cogían el camino de regreso a su cabaña del monte. Cabizbajo las siguió, resignado con la angustia a flor de piel. Y se dijo para sí: “Bueno, ya veremos mañana qué le ha sucedido”.

María y Sectiva

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