Читать книгу El último tatuaje - Sergi García-Martorell - Страница 5

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Tras contar esta historia, el viejo marinero repasaba con el dedo el diamante como si lo estuviera dibujando por primera vez. Bastaba mirarle a los ojos en ese momento para darse cuenta de lo mucho que le gustaba ese tatuaje, fiel reflejo de la persona que él era: fuerte, brillante y con un orgullo desmedido de sí mismo y de su excepcional vida. Un auténtico superhéroe, y no como esos que llenan las páginas de los tebeos, pues cuando alguien llega a brillar como lo hizo él, no hay absolutamente nada que pueda herirle, del mismo modo que no existe en la naturaleza nada que pueda arañar la superficie del diamante, el mineral más duro del mundo, pero también el más preciado. Es por ello que no podía empezar a hablar del viejo marinero, de su vida y su viaje personal, sin contar la historia de ese tatuaje, que sin ser la primera ni la más apasionante, fue la que más veces me contó, seguramente por su afán de despertar en mí esa fuerza y ese orgullo que no dejaban que mi diamante brillara.

Me conocía al dedillo todas sus historias, cada una de sus palabras, sus expresiones, así como sus pausas escénicas, que repetía siempre en los mismos momentos, con tal teatralidad, que parecía haber estado ensayando horas ante el ovalado espejo del armario de su habitación. Qué extraño se me va a hacer oír esas mismas historias a través de mi voz ahora que, a sus ochenta y cinco años, decidió emprender ese último viaje al puerto más desconocido de todos.

Su infancia no fue nada fácil: estuvo marcada por la temprana desaparición de su padre, un apuesto marino murciano al que el mar se tragó. Su madre, obrera de una fábrica textil del barrio del Raval de Barcelona, tuvo que doblar turnos para poder sacar al niño adelante. Eran tiempos duros, la pobreza planeaba sobre la ciudad como aves de rapiña dispuestas a cobrarse una nueva víctima, y ser madre soltera complicaba aún más las cosas. A veces, un mendrugo de pan y un par de huevos fritos era cuanto tenía que ofrecer a su hijo. Viendo esa miseria y la tristeza en los cansados ojos de su madre, a los ocho años sin que nadie se lo pidiese se puso a trabajar en la fábrica. Como era pequeño y delgado, lo emplearon para que limpiase las chimeneas desde dentro. Sus pulmones se llenaron de cenizas, pero a diferencia de otros niños, que murieron o enfermaron, él siguió adelante, sabía que si caía también lo haría su madre. Era un trabajo que odiaba con todas sus fuerzas, así que cuando se le presentó la oportunidad de salir al mar, no se lo pensó dos veces y zarpó. Empezó de grumete en su amado Pistis Sofía, luego como segundo de a bordo en el monumental Coloso, siguió de «pirata» en el cazatesoros Sumerian y acabó cumpliendo su sueño de ser capitán de su propio barco, el Gerdien-Johanna.

El viejo marinero era a los tatuajes lo que los libros a las palabras: no se entiende el uno sin el otro. Veintitrés dibujos decoraban su cuerpo, testigos directos de los momentos clave en su vida que lo ayudaron a crecer y convertirse en ese carismático cuentacuentos. Y aunque a mí me encantaban sus tatuajes, jamás pensé en hacerme ninguno. Les tenía un profundo respeto. No por el dolor o el estigma social que me pudieran causar, sino porque, tal como él me decía, el tatuaje nace, no se hace, y en mi caso aún no había nacido ese momento especial por el cual el tatuaje actúa como sello de aquello que merece ser recordado.

Tuve la suerte de conocer las historias de todos sus tatuajes excepto la de uno: cinco números cinco que llevaba tatuados en su muñeca. Sabida era de todos aquellos que lo conocieron su devoción hacia ese número, que de un modo u otro siempre estuvo presente en los momentos más importantes de su vida. Fuera ese el motivo o no, jamás quiso contármelo, y cuando se lo preguntaba, me decía que un día lo sabría, que no quisiera correr, que todo tiene su momento, y que este aún no había llegado; era como si quisiera guardarse la mejor de sus historias para el final. ¡Y vaya si lo fue! Sería una más de las rocambolescas sorpresas a que me tenía acostumbrado.

El destino quiso que el viejo marinero fuese abuelo y que conociera a su nieto en la habitación 505 del hospital en el que trabajaba su única hija como contable. Circunstancia que favoreció mucho las cosas, pues cuando rompió aguas, tan solo tuvo que tomar el ascensor para bajar un par de plantas. No recuerdo nada de ese día, pero por lo que me han contado cientos de veces, al entrar en la habitación, el viejo marinero abrió la puerta gritando con su vozarrón de lobo de mar: «¡Vamos a ver a ese grumete!». Y, al verme tan pequeño y tan poca cosa, lo corrigió al instante: «Bueno… a ese grumetillo». Todo el mundo se echó a reír, incluso mi madre que todavía estaba recuperándose de los problemas que le di en el parto; por lo visto yo era uno de esos de los que no quieren salir, de los que están demasiado bien ahí dentro.

Como mi padre tenía que estar siempre fuera de casa intentando vender alguna de las colecciones de ropa de la que era representante y mi madre hacía más horas que un reloj en las oficinas del hospital, gran parte de mi educación recayó en las tatuadas manos de mi abuelo. Y resultó ser un gran acierto, pues a pesar de sus locuras y de su carácter indomable, se mostró siempre muy comprensivo conmigo y trató con el mismo respeto cualquier problema que me afectara, fuese uno serio o una chiquillada propia de un niño en su difícil camino a la madurez.

Recuerdo esa vez en mi segundo año de carrera en que iba yo de un lado a otro como alma en pena, tratando de librarme del sufrimiento que me producía estar enamorado de una de mis profesoras, una mujer diez años mayor que yo y que evidentemente no me hacía caso alguno. Cada vez que ella entraba en clase, perdía el mundo de vista. Embobado, seguía cada uno de sus movimientos. Pero ¿qué podía hacer este pobre estudiante? Era mayor que yo, y seguro que estaría casada, y no con uno cualquiera, sino con algún directivo de una multinacional. Y aunque era consciente de todo ello, y trataba de quitarme ese pensamiento de la cabeza, lo que conseguía con ello era metérmelo todavía más adentro.

Al ver que mi humor cambió y que estaba entrando en una peligrosa espiral obsesiva de la que me sería difícil salir, el viejo marinero vino a buscarme a mi cuarto. Se sentó sobre mi cama y encendió uno de sus cigarrillos Ducados. Se desabrochó su camisa dejando a la vista parte de sus tatuajes, y tras dar una honda calada que llenó de humo toda la habitación, empezó:

El último tatuaje

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