Читать книгу El último tatuaje - Sergi García-Martorell - Страница 7

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El viejo marinero esperó unos segundos para crear cierta expectación y me mostró ese tatuaje que el paso del tiempo se había encargado de darle un toque aún más terrorífico, si cabe. Parecía que la calavera estuviese riendo, como si disfrutara siendo la protagonista de esta historia que me armó del valor necesario para afrontar esa situación que tanto sufrimiento me estaba causando.

Al día siguiente, me arriesgué. Esperé a que acabase la clase y, luchando contra todos mis temores, bajé las escaleras hacia la mesa de la profesora. No sabía qué le iba decir, pero tenía claro que no iba a dejar escapar esa oportunidad, no quería un tatuaje de una horrenda calavera que me lo recordase toda la vida. Ella me miró tras sus elegantes gafas de diseño italiano y me preguntó qué quería. Tartamudeando, la invité a salir a tomar algo conmigo. Me dio un par de palmaditas en la espalda y me dijo que me fuese a casa a hacer los deberes. El amor no era correspondido, pero ni quería tirarme por un puente, ni nada por el estilo; al contrario, me sentía bien, bueno, avergonzado como nunca en la vida, pero contento con la decisión que había tomado. Lo único de lo que me arrepentí fue de no haberlo hecho antes.

No tenía a la chica, de acuerdo; pero me había quitado un buen peso de encima. Era como si todo ese tiempo hubiera estado cargando con una abultada mochila y ese día la hubiese dejado abandonada en la clase de Microbiología, asignatura clave de la carrera de Medicina que estaba cursando y que detestaba con toda mi alma.

El viejo marinero me preguntó cómo me había ido y, al contarle lo sucedido, me dijo que cada acción tiene su reacción y que en ese caso no conseguí lo que quería, pero en cambio sí logré algo más importante: dar un gran salto para dejar de ser un grumete y convertirme en un auténtico marinero. Le contesté que, amante como era de la vida tranquila —y del espectacular sofá de cuatro plazas que teníamos en casa—, lo último que deseaba era surcar los mares y que eso, sintiéndolo mucho, me alejaba de ser marinero. Él, lejos de enfadarse, dibujó una sonrisa que distendió su barba cana. Me confesó que todo el mundo lo es, incluso yo, inmerso como estaba en mis libros, discos y películas. En el mar de la vida, todos acabamos recalando en los mismos puertos, creciendo como persona en cada uno de ellos. Aprendiendo de cada caída, pero aún más de cada vez que nos levantamos, tal y como sucedió esa vez en la playa.

Era medianoche y la abuela nos telefoneó diciendo que el abuelo no había vuelto a casa. El desaparecer así, sin avisar, no era su estilo, y eso, junto al hecho de que ya contaba con una edad avanzada, hizo que nos asustáramos. Salimos todos a buscarlo excepto mi abuela, que aunque quería patearse las calles, pues de energía iba sobrada, logramos convencerla para que se quedase en casa por si él volvía. Mi madre fue a preguntar al hospital, mientras mi padre y yo nos repartimos los lugares que sabíamos que él frecuentaba.

Llevaba más de dos horas buscándole cuando se me ocurrió ir a la playa. Me acerqué a la orilla. Estaba todo oscuro, apenas se veía el mar. No había nadie, y con razón, ¿quién en su sano juicio estaría contemplando el mar a las dos de la madrugada de un frío martes de febrero?

—Hola, grumetillo.

Allí, tumbado en la arena, estaba él.

—¿Estás bien? —dije poniéndome de rodillas a su lado.

—Mejor que nunca.

—Entonces, ¿qué haces en el suelo?

—Túmbate conmigo.

—¡Déjate de juegos ahora! Tienes a toda la familia preocupada.

—Hazme caso.

—Abuelo, vamos a casa.

—¡Después! —dijo tajante.

—¿Después de qué?

—Después de que te tumbes a mi lado.

Ya estábamos otra vez. Cuando se ponía cabezota, uno tenía que armarse de paciencia y hacer lo que él pedía. Me tumbé y comprendí el motivo al momento: encima de nuestras cabezas se veían miles de estrellas que brillaban con todo su esplendor. La Luna, al encontrarse en fase menguante, cedió esa noche todo el protagonismo a las estrellas que no dejaron pasar esa ocasión.

—Es increíble —exclamé atónito.

—¿Sabes lo que es increíble? Que lo tenías sobre ti todo el tiempo y no te habías dado cuenta.

—Te estaba buscando…

—¿Te das cuenta? Nos pasamos la vida buscando y buscando ¡y no nos damos cuenta de que lo mejor lo tenemos justo delante! Pero no te culpo, a mí me pasó exactamente lo mismo; estaba paseando por la playa sumido en mis pensamientos, cuando me falló la rodilla y caí al suelo. Pensé: «Maldita suerte la mía, me habré roto algo». Pero al girarme y encontrarme con eso, me di cuenta de lo afortunado que había sido por caerme. ¿Y sabes qué?

—No lo sé… pero me da la sensación de que eso tiene toda la pinta de ser la introducción a una de tus historias.

—Cuánto me conoces —comentó con una de sus entrañables sonrisas.

Y con las relucientes estrellas como telón de fondo, sus palabras empezaron a tomar forma.

El último tatuaje

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