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Capítulo 2

Primeros pasos

Tenía diecisiete años cuando recibí mi primer tatuaje: una golondrina en la parte derecha del pecho, mis primeras cinco mil millas navegadas. Me costó decidirme, pero Jake, mi compañero de camarote, a quien consideraba como un hermano, me convenció; decía que yo nunca sería un auténtico marinero sin tatuajes que acreditasen mis progresos en el mar. Acepté, pues lo que deseaba por encima de todo no era solo ser marinero, sino el mejor de todos. Jake, que tenía un maletín con material de tatuaje, remojó la aguja en tinta y, a modo de bautismo, la introdujo en mi piel. Mis gritos se oyeron en todo el Pistis Sofía. El dolor era tremendo. Jake empujaba a pulso la aguja que iba montada en un palito de madera, solo parando para cambiar dicho palo por otro armado con seis agujas Apreté los dientes a cada picadura hasta que al fin llegaron las liberadoras palabras.

—¡Ya tienes tu primer tatuaje! —exclamó Jake con su encantadora sonrisa—. El primero de una larga serie.

—No lo creo —contesté intentando sobreponerme a un terrible mareo, que fue a más al ver cómo mi compañero me limpiaba la sangre con el mismo trapo que utilizábamos para quitar la grasa de las herramientas.

—¿Y tú quieres ser marinero?

—¡A mí no me engañas más! —grité apartando el trapo de un manotazo—. ¡Vete a torturar a otro con tus tatuajes!

—Coño, pero qué blandito es mi Davy —dijo mientras me pellizcaba el moflete a modo de broma—. Si no eres capaz de soportar el dolor de un simple tatuaje, ¿cómo harás para aguantar el de los envites de la vida?

A punto estuve de responderle con un puñetazo, pero logré contenerme y me fui, no sin antes insultarlo a él y a toda su familia. Jake sabía perfectamente qué tecla pulsar en cada momento para hacerme saltar, y eso le divertía tanto que acabó por convertirse en su pasatiempo favorito. Él a mí también me tenía como un hermano, el pequeño en este caso, y me trataba como tal, para lo bueno y para lo malo. Una vez, en una de estas peleas entre hermanos, Matías tuvo que terciar para separarnos, pues lo que empezó siendo una de las habituales bromas de Jake acabó por convertirse en una encarnizada pelea en la que casi destrozamos el barco. Desconozco cómo lo hizo, pero lo cierto es que, sacando una fuerza más propia de un dios griego que la de un veterano marinero, Matías nos agarró a los dos por el pescuezo y nos lanzó por la borda. Y ahí nos tuvo, nadando detrás del Pistis Sofía durante más de dos horas, hasta que se nos pasó el enfado y nos dejó subir a bordo. Ya en cubierta no nos quedaban fuerzas ni para mantenernos en pie y, tumbados en el suelo, tuvimos que aguantar tanto las risas de John el irlandés como la bronca del capitán y su advertencia de que, la próxima vez que quisiéramos quemar energías, esa iba a ser la manera.

Jake me sacaba solo tres años, pero parecía mucho mayor que yo. Danés de nacimiento, su sangre vikinga se portó generosamente con él y le otorgó un físico envidiable: era alto, fuerte y muy bien parecido; pero eso a él le daba lo mismo e incluso disfrutaba afeando su aspecto. Se hacía cortes en los pómulos o se afeitaba a menudo los lados de la cabeza, dejándose una cresta que a todos nos parecía ridícula pero a él le encantaba; claro que la suerte que tuvo en el físico no corría pareja con su cerebro: estaba como una auténtica regadera. Lo llevaba todo al extremo, incluidos los tatuajes. No tenía en el cuerpo un solo hueco libre de tinta. Supersticioso como era y partidario del «vale más que sobre que no que falte», se llenó el cuerpo de todo tipo de símbolos e imágenes religiosas a modo de protección. Para él, sus tatuajes eran sus talismanes, y sus preferidos los de tradición marinera, como el gallo que llevaba en el pie izquierdo y el cerdo en el derecho. En ese caso no solo el tatuaje era importante, sino también su lugar: si no estaba donde le correspondía, la protección no tendría ningún efecto. Se creía que el marinero que lo llevase en los pies, en caso de naufragio se salvaría de morir ahogado, como sucedía a gallos y cerdos que, al viajar en cajas de madera, siempre salían a flote.

Limpié la sangre de mi tatuaje con el agua de lluvia que usábamos para ducharnos. La golondrina tenía muy buena pinta, no así mi pecho. Tras volver a maldecir a Jake y a mí mismo por haber caído en su trampa, salí a cubierta y me puse a fregarla de arriba abajo sin descanso.

—David, deja ya el fregoteo, que acabarás por agujerear el barco —ordenó Matías parándose a mi lado.

—Sí, capitán —contesté levantándome de un salto, estropajo en mano.

—No por fregar la cubierta ochenta veces vas a ser mejor marinero.

—Yo solo quiero…

—Ya sé lo que quieres —me interrumpió, y llevó su mano a mi hombro—, y valoro muchísimo tu actitud, pero ser un buen marinero es algo más que limpiar cubiertas.

Me acompañó hacia la barandilla, miró el mar e inspiró profundamente.

—Es sentirte parte de lo que ves, del cielo, del aire y especialmente del mar.

Sacó una botella de ron de uno de los amplísimos bolsillos de su chaquetón de la marina americana a la que sirvió de joven. Eso, junto a los tatuajes de los dos cañones cruzados y la descarada pin-up, era cuanto le quedaba de aquel tiempo al que jamás se refería. Levantó la botella a modo de brindis y dio un largo y sonoro trago. Se secó de la barba algunas de las gotas de ron que no encontraron el camino hacia la boca y me acercó el ron.

—Eh… no creo que ahora sea el momento… —negué nervioso, pues no me gustaba el alcohol y no quería que se diese cuenta.

—¡Vamos! —exclamó con firmeza—. ¡Es orden directa del capitán!

No tenía elección: un buen marinero no puede contradecir las órdenes de su superior. Tembloroso, di un sorbo y mi cuello ardió, provocándome un fortísimo ataque de tos. ¡Ese licor era puro fuego!

—Ron jamaicano, el más fuerte de todos —dijo entre risas—. Siempre que tengas un problema, te lo quitará de cuajo. Por cierto, ya me contó Jake que tienes tu primer tatuaje. El primero es siempre el más doloroso; los siguientes apenas los notarás, es más, ya verás cómo los disfrutarás.

Dio otro buen trago a la botella y, antes de irse hacia el puesto de mando, me arrebató el estropajo de mis manos.

—¡Y guarda esto por hoy, grumete! En tres horas llegamos a puerto, aprovecha para darte una buena ducha; te aseguro que la tripulación lo agradecerá mucho más que el tener una cubierta resplandeciente.

Olí mi camiseta y casi caigo por la borda. El capitán tenía razón; de hecho, siempre la tenía.

Llegamos a nuestro destino, Niza, la joya de la Costa Azul francesa, y nos afanamos en descargar los cincuenta sacos de café etíope que llevábamos como mercancía. El café, con el azúcar y las hojas de tabaco, eran nuestros envíos más recurrentes, aunque aceptábamos transportar cualquier tipo de producto siempre y cuando no fuera opio o armas. Iba en contra de los principios de Matías, y eso que recibía constantemente suculentas ofertas que le hubiesen hecho rico al instante. Tanta era esa insistencia, que se tatuó una pequeña ancla al lado del ojo para recordárselo a sí mismo cuando se miraba cada mañana en el espejo. Los principios, me decía, son como una buena ancla, te mantienen firme y centrado incluso en la peor de las tormentas. También yo, mucho tiempo después, acabaría por hacerme uno igual.

Descargados los sacos se nos pagó por el trabajo y el capitán repartió el dinero de la manera que teníamos establecida. John el irlandés, con su parte en el bolsillo y una bravucona sonrisa en la cara, se fue directo a alguna taberna de mala muerte. No sé si él amaba las peleas tanto como las peleas le amaban a él, pero el caso es que esa relación que empezó siendo muy jovencito, lejos de desgastarse con el tiempo, fue creciendo en pasión e intensidad. Sus estrellas roja y verde tatuadas a ambos lados del pecho daban fe de ello: solo los vencedores de peleas tabernarias en el extranjero tenían derecho a ellas. John, al ver que no tendría suficiente espacio en su cuerpo para tantas estrellas, decidió que a cada nueva victoria añadiría una pequeña línea a modo de brillo alrededor de las que ya tenía tatuadas. Los demás, a quienes no nos apasionaba tanto perder los dientes como a nuestro compañero, nos fuimos a pasear por esa bella ciudad de pasado italiano.

La brillante luz del Mediterráneo conseguía sacarle al mar su mejor azul, circunstancia que no pasó desapercibida para aristócratas y celebridades que decidían disfrutar de los veranos allí, alojados en alguno de los lujosos hoteles de la avenida Promenade des Anglais, cuya famosa cúpula rosada del Negresco Hotel se llevaba todas las miradas. Ese paisaje también atraía a otro tipo de personas menos pudientes: los artistas, quienes, con la gorra de lado, plantaban sus caballetes para plasmar en su lienzo un trocito de ese lugar de ensueño. Lujo y arte se daban la mano en ese paseo frente al mar; los ricos y ociosos veraneantes paseaban vestidos a la última moda, mientras por todos lados sonaban las jazzísticas notas del «Minor Swing» de Django Reinhardt tocadas por simpáticos músicos callejeros. Pero lo que más me maravilló de Niza no fue ni el azul de su mar, ni el lujo, ni mucho menos el jazz, sino sus mujeres. Todas eran hermosísimas, y cada vez que alguna de ellas pasaba por nuestro lado, tanto Jake como yo torcíamos el cuello hasta los límites humanamente posibles para seguir mirándolas.

—¡Qué chica! —solté asombrado.

—¡Y qué culo!— completó Jake—. Qué ganas tenía ya de volver.

—¿Y eso? —preguntó el capitán—. ¿Acaso te espera aquí alguna de tus conquistas?

—La más guapa.

—¡Vamos!— se echó a reír— ¡Pero si en cada puerto nos dices lo mismo!

—¿Sí? Bueno… pero esta de aquí os juro que las gana a todas —afirmó cruzando los dedos a modo de juramento—. No sé qué comen aquí, pero están todas de muerte, ¡justo como esta sirena que viene!

Una exuberante mujer, al que su ceñido vestido de tafetán dejaba muy poco para la imaginación, se aproximaba hacia nosotros.

—¡Qué pechos! —exclamó Jake mordiéndose el labio; solo había una cosa que le gustara más que sus tatuajes: las mujeres—. Si es que le metería todo mi timón y la guiaría hasta la estrella polar.

—¿Eso le harías, Jake? —preguntó Matías con una divertida mirada.

—¡Eso y mucho más, capitán! Además, me sería muy fácil. No deja de sonreírme. Y cuando una desconocida sonríe de ese modo, amigos míos, es que quiere guerra ¡y con el danés!

En eso sí llevaba razón: la mujer no solo nos miraba, sino que nos sonreía con descaro. Mi compañero se pasó la mano por la cresta y cuando se disponía a atacar, ella se adelantó. Se lanzó a los brazos, pero no de él sino de Matías, a quien acabó estampando un beso en la boca. Nos quedamos de piedra.

—Os presento a Sara, mi mujer —dijo el capitán mientras la enlazaba por la cintura.

—No sabía que… estuvieras… casado —tartamudeó Jake.

—Pues lo estoy —afirmó orgulloso—. Y ahora, ¿por qué no le dices lo que me estabas contando hace un momento de ella?

—¿En serio hablabais de mí? —soltó Sara, entusiasmada—. Quiero oírlo.

Al sinvergüenza de Jake no le salían las palabras.

—Venga, Don Juan, que no tenemos todo el día —le apremió Matías dándole un codazo en las costillas.

—Esto… le decía al capitán, tu marido… algo así como… que no hay flor en el mundo capaz de igualar tu belleza.

—¡Eso mismo! —corroboró Matías entre risas.

Fue la única vez que vi cómo el caradura de Jake se sonrojaba de pies a cabeza. Ni los tatuajes pudieron camuflar su estado.

—Es precioso —le agradeció Sara.

—Ya ves que mi Jake es todo un poeta.

El seudoliterato asintió con una sonrisa tan amplia como falsa.

—Grumetes, mañana a las doce os quiero en el barco ¡y puntuales! Esta vez no voy a esperaros como hice en Egipto; si no estáis, me largo yo solo con el irlandés.

Y tras lanzar esa seria advertencia, se fue con su mujer del brazo a uno de los bonitos cafés que había debajo de los hoteles.

—Se ha casado —murmuró Jake trastornado—. Nuestro capitán se ha casado… qué desgracia.

—¿Desgracia? A mí me parece guapísima.

—¿Pero no lo entiendes? —replicó alterándose todavía más—. Es terrible, cuando uno se casa, pasa de ser un poderoso tiburón a un enclenque boquerón.

También para él Matías era un referente, y el hecho de que estuviera casado le restaba muchos puntos. Pero lo peor no fue que el nivel de admiración hacia el capitán cayera en picado, sino que durante todo el paseo me martilleó los oídos con sus inaguantables teorías en contra del matrimonio.

—Por cierto, Davy, ¿tú tienes alguna princesita en este puerto? —me preguntó haciendo un inciso en su inacabable tesis doctoral.

—No.

—¡¿Cómo que no?! —gritó mientras se detenía en medio de la calle—. Pues debes buscarte una, ¡y ya mismo! Jamás serás un buen marinero sin mujeres que te esperen y que lloren luego, cuando zarpes.

Mi mirada cayó al suelo. Cada vez descubría más cosas que me alejaban de convertirme en ese auténtico y respetado marinero que tanto ansiaba ser.

—Mira, como me siento generoso hoy, te voy a dar un consejo que te va a servir para toda tu vida —prosiguió dándoselas de sabelotodo tras ponerse un cigarrillo en la boca —. Deja que las cosas fluyan, y verás cómo cuando menos te lo esperas salta la liebre… Bueno, el conejito.

—¡Jake! —gritó alguien por encima de nuestras cabezas.

Asomada a un diminuto balcón de un segundo piso estaba una muchacha de tez morena, melena rizada y con las venas del cuello a punto de estallar.

—¡Yo te mato! —añadió hinchando aún más sus venas, y se fue para dentro.

—Esa es mi chica —dijo el danés sin dejar de mirar el balcón que acababa de quedar vacío.

—Es un bellezón —alabé con estupor, pues todo lo que había contado acerca de ella era verdad—. ¿Cómo has hecho para conseguir una chica así?

—Amigo, para comerte a una sirena como esta, antes tienes que haberte comido muchísimos calamares.

Se oyó un portazo y luego un fuerte bofetón en la cara de Jake que mandó su cigarrillo a la otra punta de la calle; la chica aún conservaba sangre italiana en las venas.

—¡¡Me dijiste dos meses y han pasado dos años!!

—Los asuntos de la mar son del todo imprevisibles —dijo tratando de zafarse de los golpes que le iban cayendo—. ¿Cómo iba a saber…?

—¡Manda una carta!

—Cariño, en el mar hay buzos, no buzones —se justificó al tiempo que conseguía inmovilizarle los brazos—. ¿Qué querías, que te la enviara en una botella?

—¡Y yo qué sé! ¡Haber buscado la manera!

Al final, como todo acaba cayendo por su propio peso, la efervescencia bajó y terminaron dándose un largo beso. Pero no uno bonito y elegante como el del capitán y su mujer, sino uno bien cerdo. Cuando finalizaron, Jake le dio una palmada al trasero para que volviese a entrar en casa.

—Te dejo, Davy —dijo guiñándome un ojo—, tengo que manejar una buena barca.

Y entre gritos y forcejeos se fueron los dos hacia arriba. Estaba claro que tanto Matías como Jake aprovecharían muy bien su tiempo en ese puerto. Ahora era mi turno: si quería ser un verdadero marinero tenía que conseguir a mi chica. Anduve un buen rato por el Promenade des Anglais, pero la mayoría iban acompañadas y si había alguna que paseara sola, al momento aparecía su pareja a su encuentro. Lejos de desistir, me propuse hacer una pequeña pausa, comer algo y llenarme de energías.

Me dirigí a la parte vieja. Estaba seguro de que allí habría lugares mucho más baratos, pues no quería gastarme la paga en una sola comida, por muy buena que esta fuese. Aprovecharía además para explorar ese lugar cuyas casas e iglesias de estilo veneciano se conservaban en un muy buen estado, así como sus colores rojo pastel originales. Parecía como si las agujas del tiempo se hubiesen detenido en los albores del Renacimiento italiano. Entusiasmado, crucé rápidamente la carretera que me llevaba a las puertas de la antigua Niza ¡y cerca estuve de no poder contarlo! Un coche de carreras de los que iban a participar en el Gran Premio de automovilismo de la vecina Mónaco pasó a toda velocidad y me golpeó el brazo. Me quedé helado, no por el golpe, que fue nada, sino por el hecho de que, si hubiese cruzado tan solo dos segundos antes, me habría atropellado. La adrenalina empezó a correr por mis venas. Dos míseros segundos —y qué importantes eran— me salvaron de acabar bajo las ruedas de aquel bólido amarillo. Color que desde entonces se convirtió en mi favorito, a pesar de todo el parloteo que tuve que aguantar por parte de mi supersticioso compañero para que me lo quitase de la cabeza.

Me recuperé del golpe, tanto del físico, como del emocional, y me interné en la parte veneciana de Niza. Paseé alrededor de una alargada plaza que acogía un animado mercado de flores. La mayoría de los floristas tenían en sus manos una torta gruesa de color marrón oscuro que, a pesar de lo poco apetitoso de su aspecto, se la comían con deleite. Sentí curiosidad y le pregunté a uno de ellos por esas tortas. Sin dejar de comer, y con poca amabilidad de su parte, me contestó señalando a un lado de la plaza donde se concentraba un grupo de gente. Si lo quería saber debía descubrirlo por mí mismo, él no iba a perder ni un segundo de su tiempo en explicármelo. Sin darle las gracias, dejé su puesto de flores y me uní al gentío que hacía cola entre el espeso humo que salía de un puesto callejero.

A medida que iba avanzando, pude ver de qué se trataba, era una tortilla de harina de garbanzos que servían plegada haciendo un saquito. Socca la llamaban, y aunque no era nada del otro mundo, su sabor sí tenía algo de adictivo. Tras acabar mi trozo, me incorporé de nuevo a la cola en busca de otra porción y, más por aburrimiento que por otra cosa, inspeccioné a la gente que me precedía. Cuando llegué a la primera persona de la fila se me pasó el apetito de golpe: recibiendo su ración estaba una chica incluso más guapa que la de Jake. Tenía cara de ángel pero cuerpo de diablo, e iba sola.

Se me pasó el hambre de golpe. Olvidé la socca y la seguí. Solo tenía que acercarme y decirle algo, pero ¿qué? Además, ¿a qué podía aspirar un simple mortal como yo ante una diosa semejante? La mente me sugería que la olvidara y me fuese a buscar alguna más normal, pero mis pies no obedecían, iba detrás de ella como una polilla hacia la luz. Cuanto más la seguía, más ansioso me ponía. Subió una empinada callejuela en la que me ganó unos pasos y entró en un café de estilo modernista.

Me detuve ante la puerta. La simple idea de entrar y verme ante ella me producía un miedo terrible. Irracional y estúpido, pero un miedo en toda regla. Mis piernas empezaron a temblar, la respiración a acelerarse y el sudor a resbalar por la piel. No podía seguir así, no al menos allí, plantado frente la puerta como un espantapájaros. Agarré el pomo, y al tirar de él me sorprendió que me costara horrores abrir y más habida cuenta de que ella entró sin problema alguno. Una de dos: o debajo de su vestido la muchacha tenía unos músculos de hierro, o el miedo había atrofiado los míos.

El lugar era encantador. El suelo era de baldosas blancas y negras alternando como el tablero de ajedrez, sobre el cual me tocaría jugar esa partida en la que quedaba claro quién era la reina y quién un simple peón. La barra, cubierta por una capa de mármol, cruzaba la estancia de pared a pared, ante la cual, varias mesillas redondeadas acogían a los vecinos de ese barrio más humilde. En una de ellas, entre la ventana y un gran cartel en el que una sensual hada verde anunciaba la absenta parisina, estaba mi chica.

Presa de la excitación de haberla visto y de ser descubierto, me fui a esconder a la barra. Observaba sus movimientos, me tenía atrapado; la polilla atraída por la luz cayó presa en la telaraña. No podía aguardar más, tenía que ir allí y hablar con ella, pero antes…

—Ponme un ron —le pedí al camarero, que me miró con cara de sorpresa pues ese licor no era algo que se acostumbrara servir en ese café.

Sacó una botella del almacén y me sirvió un vaso. Lo bebí de un trago. La tos volvió, aunque no tan fuerte como antes en el barco. Dirigí de nuevo la mirada a la chica.

—Ponme otro —dije con voz ronca al camarero mientras señalaba el vaso vacío.

—¿A qué esperas? —soltó alguien a mi lado—. ¡Ve a por ella!

A mi derecha estaba un tipo de edad incierta cuyo aspecto daba algo de grima. Estaba tan delgado que parecía un esqueleto con piel y pelo. Si eso no fuera suficiente, le faltaba un trozo de oreja, y a su sonrisa unos cuantos dientes.

—Pero ¿qué le digo? —le contesté—. «Perdona, ¿sabes? Eres la puta mujer perfecta».

—Pues eso mismo.

—¡Cómo le voy a decir eso!

—Lo que importa es cómo se lo dices. Puedes decirle cualquier estupidez, que, si lo haces de la manera adecuada, querrá conocerte.

—Lo que tú digas —mascullé menospreciando su consejo—, pero he de buscar algo mejor para decirle.

—Cuanto más pienses, peor. Ve allá, dile eso o lo primero que se te ocurra. Tempus fugit, marinero.

Me acabé el ron de un trago. Miré a la chica con determinación, me levanté del taburete y… me volví a sentar.

—¡No puedo! —exclamé frustrado—. Es demasiado perfecta. Voy a ir allí y pensará que soy un tipo asqueroso que no se ha duchado en años.

Germain se echó a reír.

—¿Y desde cuándo le preocupa eso a un marinero?

Tenía razón, ese comportamiento no era propio de alguien acostumbrado a lidiar con la furia del mar. Hablar con la chica, por muy guapa que fuera, no iba a costarme la vida; no había motivo real para tener miedo. Era tiempo ya de comportarse como un auténtico marinero. Justo en ese momento, cuando la decisión ya estaba tomada, ella se incorporó, comprobó que no se dejaba nada en la mesa y se dirigió a la salida.

—Tu última oportunidad —me susurró Germain.

La chica pasó por mi lado acomodándose su pequeño bolso en el antebrazo. Era ahora o nunca; un «hola», un «perdona», un lo que fuera. Abrí la boca; las palabras no salieron. Ella siguió su camino sin darse cuenta siquiera de mi existencia y se esfumó igual de rápido que los sueños lo hacen al abrir los ojos.

—¡Soy un desgraciado! —exclamé dando un golpe en el mostrador.

—La desgracia te la labras tú solo, muchacho.

—Ponme otro ron —pedí con agresividad al camarero.

—Así no vas a conseguir nada —me recriminó Germain.

—¡Y quién coño eres tú para darme consejos!

Se arremangó la camisa y me mostró el tatuaje que llevaba: una calavera.

—¿Un pirata?—solté asustado.

—No —contestó con una carcajada tan violenta que casi manda al suelo los pocos dientes que le quedaban—. Me llamo Germain, soy escritor, y esta calavera no tiene nada que ver con la piratería, es el Memento mori. Lo usaban los religiosos en la Edad Media como recordatorio de lo corta que es la vida terrenal. Hoy estas aquí, pero mañana no lo sabes. Hay que aprovechar cada instante y, por supuesto, no dejar escapar las oportunidades.

Señaló entonces a un hombre de unos cincuenta años que, sentado a lo lejos, tomaba un triste vaso de leche. Se distraía retocando las alas de su viejo sombrero, a juego con unos zapatos tan gastados que, a su lado, mis botas parecían recién salidas de fábrica.

—¿Cuánto dinero dirías que tiene ese?

—Muy poco, la verdad.

—Pues es uno de los hombres más ricos de la ciudad.

—¡Qué! —grité alzando tanto la voz que me acabó oyendo todo el local menos aquel tipo, que seguía sumido en su mundo.

—Es Jean Louis y tiene una verdadera fortuna, pero no se gasta un céntimo por miedo a lo que le pueda pasar mañana. Y ahí lo tienes, bien entrado en la madurez sin disfrutar de su dinero. En su lugar, yo me dejaría de tonterías y me pediría el licor más caro; y además, invitaría a todo el mundo.

Levantó su taza de café a modo de brindis imaginario hacia todos esos clientes a los que él habría invitado, el tal Jean Louis incluido.

—Pobre hombre —siguió Germain—. Me recuerda a esa gente que se guarda la mejor botella de vino para una ocasión especial. ¡Qué estupidez! Ábrela hoy, estás vivo, ¿acaso hay una ocasión mejor?

Al decir eso me lanzó una mirada como si esperase una respuesta por mi parte que jamás llegó.

—Bueno, marinero —concluyó tras darle un último sorbo a la taza y dejarla sobre el mármol de la barra—. Me encantaría seguir conversando contigo, pero debo irme. Hay un asunto del que tengo que ocuparme y ya llego tarde.

Me dio un fuerte apretón de manos, y alargó un par de billetes al camarero para que se cobrara mi ron. Obviamente rechacé su ofrecimiento, pero no quiso atender a razones y se fue a toda prisa. Fuese pirata, escritor o viajero, no cabía duda de que había algo misterioso en su persona. Su penetrante mirada, su particular manera de gesticular al hablar, así como su acento, que no tenía nada de francés, me dejaron un buen rato pensativo. Desde luego, no era de Niza, pero ¿de dónde?

Me puse a recorrer las calles con el objetivo de conseguir una chica, y esta vez ya no hacía falta que fuese un monumento a la belleza; no me podía permitir el baldón de partir de ese puerto sin un beso de alguna de ellas. Cansado de dar vueltas sin éxito, me senté un momento en un banco de la plaza mayor y me quedé mirando la estatua del personaje que le prestaba su nombre, Giuseppe Garibaldi. Aventurero y militar a partes iguales, sus campañas se saldaban con victorias, siendo la unificación de Italia su mayor éxito y por lo que se le acabaría recordando. No era alto ni fuerte; pero a pesar de ser poca cosa, su porte infundía respeto y admiración. Unos orígenes muy humildes y un físico nada privilegiado no le frenaron en absoluto para salir a la conquista de sus sueños. Quizá también yo debería hacer como él, dejarme de tantas historias, pensar menos y actuar más.

La noche cayó y me encontró paseando de nuevo por el Promenade des Anglais. Un bullicioso grupo de jóvenes pasó por mi lado: los chicos iban con levita y pelo engominado; las chicas engalanadas con sus mejores joyas. Se dirigían al Palais de la Jetée, un casino flotante a cincuenta metros de la orilla que se asemejaba ligeramente al Taj Mahal indio, aunque hecho de hierro y cristal. Entre risas y comentarios jocosos —e impacientes por reventarse su dinero, que seguro sería mucho—, cruzaron la pasarela que les llevaría a ese majestuoso templo del juego.

Aunque no disponía de mucho contante en mis bolsillos, sí tenía lo suficiente como para jugar un par de partidas al blackjack. Me gustaba el juego y me tenía por buen jugador, así que me fui envalentonando y, presuroso, también yo crucé la pasarela. Adelanté a un hombre con un gracioso bigote tipo cepillo que llevaba del brazo a una preciosa pelirroja a la que doblaba en edad y estatura. Rico y con una mujer así del brazo, ¿qué más se podía pedir en la vida?

El sonido de la ruleta se mezclaba con los gritos de los apostantes. Las luces de las lámparas árabes que colgaban del techo empezaban a revelarme parte del exotismo oriental con el que estaba decorado su interior. Mis ojos brillaban de la emoción, ¡era mucho más grande y lujoso de lo que parecía desde fuera! Una mano frenó mi avance.

—Lo siento, pero es obligado vestir de etiqueta —dijo uno de los tres gorilas que vigilaban la puerta.

—¿En serio me lo dices? —contesté quitándome su mano de encima—. ¿No puedo entrar ni siquiera cinco minutos?

—Las normas son claras.

El señor del bigote entró sin ningún problema, y al hacerlo me dirigió una altiva mirada; la chica que iba con él fue más amable y, aunque en un primer momento me miró confundida, acabó dedicándome una fugaz sonrisa. A mis espaldas, los empujones de la gente ansiosa por jugar me echaron al fin para atrás.

Divagando por las ya oscuras calles de Niza me daba cuenta de que mi paso por ese puerto no iba a ser nada productivo. Por mucho que me dijera Germain, sin una buena apariencia no tenía absolutamente nada que hacer. Se me cerraban todas las puertas, y no solo las de los casinos. Las princesas buscan príncipes, no malolientes marineros de tres al cuarto. Pero, aunque era consciente de ello, no podía sacarme de la cabeza aquella chica. La deseaba, la quería tener en mis brazos.

—¿A dónde vas, marinero? —me interpeló una voz carrasposa.

Repasándome con la mirada estaba una prostituta entrada en carnes y años. Iba maquillada con tan mal gusto que parecía escapada de un circo. La ignoré por completo.

—¿Estás seguro de que no quieres pasar la noche conmigo? —insistió—. A estas horas ya no encontrarás a ninguna niña, y partir de un puerto sin haber estado con ninguna no es propio de un auténtico marinero.

Un ardiente sentimiento de rabia me embargó. Lo que me decía era cierto, ni conseguí ni conseguiría ya ninguna chica, a no ser que… Bueno, quizá Jake no andaba errado, y uno tenía que comerse muchos calamares antes de poder aspirar a una sirena. Pero, ¿realmente hacía falta empezar con ese gigantesco calamar sacado de las profundidades marinas? No era en absoluto un buen comienzo, pero había que empezar con algo; y quién sabe, puede que mi compañero también pasara por lo mismo antes de coleccionar tantas amantes como tatuajes. Decidido: iba a pensar menos y actuar más, me comportaría de una vez por todas como lo haría un verdadero marinero. Di media vuelta y fui en busca de la mujerona.

Media hora más tarde salía de un apestoso burdel, tan aturdido que apenas podía mantenerme en pie. No tanto por el olor a orines y colonia barata que desprendía la cama en la que nos acostamos sino por la experiencia vivida bajo sus sábanas, en la que, entre otras cosas, descubrí que a las prostitutas francesas les gustaba llevar tatuajes tanto como a los marineros. Tenía cinco corazones tatuados bajo los cuales lucían las iniciales de los que fueron sus amantes preferidos. Mis iniciales jamás figurarían en su piel. Vomité. Mi cuerpo quería quitarse de encima ese horrible momento; pero, por mucha bilis que echara, no conseguía arreglar nada. Quise irme de allí a toda prisa pero tropecé con mis propios pies y di de bruces en el suelo. Me levanté y las arcadas volvieron, con tal violencia que me hicieron perder el equilibrio de nuevo. Quise frenar la caída apoyándome en una farola, con tan mala suerte que, del impacto, el poste se torció y dejó caer uno de sus globos de cristal sobre mi cabeza mandándome de vuelta al suelo. Ahí me quedé, tendido entre vómito y cristales.

Un grito desgarró la tranquilidad de la noche. El miedo primero y luego la curiosidad me despejaron. No sabía qué sucedía, pero debía de ser algo grave, pues el ruido y el alboroto crecían por momentos. Me puse en pie, el dolor de cabeza era tremendo, pero decidí ir a echar una ojeada.

Un corrillo de gente se había formado en la entrada de la ciudad vieja. A codazos, conseguí hacerme un lugar y lo que vi me sobrecogió sobremanera. En el asfalto yacía un cuerpo inerte y a su lado, un coche de carreras con capó abollado. Dos segundos, solo dos segundos y se habría salvado. Sus ojos, abiertos pero carentes de vida, me miraban. El color azulado de su piel, la expresión de dolor del rostro y su extraña postura, como si de una marioneta sin hilos se tratase, me dejaron temblando. Pero había algo aún más terrorífico si cabe: ¡conocía a ese hombre!

Llegaron los gendarmes, y con el pretexto de que no había nada que ver, dispersaron a todo el mundo. La cortina de mirones se fue abriendo, y como me quedé quieto sin responder a sus requerimientos en francés, usaron el lenguaje universal, el de la fuerza: me asieron de la camiseta y me lanzaron lejos. En la distancia logré ver cómo un oficial le echaba una manta encima, cerrándole los ojos al mundo.

Mi cabeza empezó a dar vueltas como un tiovivo. Sentía una angustia terrible en el pecho que apenas me dejaba respirar y, sin saber muy bien cómo, me metí en una iglesia, lugar donde, con independencia de la fe que uno profese, se respira calma y sosiego; sensaciones que necesitaba recuperar con urgencia. Me senté en uno de los bancos, intentando pensar en otra cosa que no fuese la muerte. ¡Pero qué difícil me resultaba! Cerré los ojos y traté de buscar algo que alejase esa traumática imagen de mi cabeza, y entonces acudió ese enorme calamar para rescatarme de las profundidades. No se trataba de un pensamiento agradable, pero era lo bastante potente como para alejar ese terror que tanto me estaba privando del aire. Jamás hubiese pensado que la experiencia vivida con esa prostituta fuese a traerme nada positivo. La respiración recobró su ritmo natural, los temblores menguaron y mi mente pudo al fin relajarse. Dejé entonces que los ojos se adaptaran a la penumbra y, al hacerlo, vi cómo debajo de mis pies había una calavera grabada en piedra. Era una lápida. Y no era la única: el suelo estaba lleno de ellas. Volvió el ataque de pánico, y con muchísima más fuerza. Me levanté de un salto y salí de allí procurando no pisar ninguna de esas calaveras que me recordaban a cada paso que no importaba quién fuese ni el dinero que tuviese, la muerte me había echado el ojo y me acabaría encontrando.

Me cobijé en la playa esperando a que el sol se alzara y con ello se llevase la oscuridad del cielo y, con un poco de suerte, de mi alma. Me senté en la orilla. Estaba formada por piedrecillas y me pasé el resto de la noche contemplando cómo las olas, en su ir y venir, las movían de arriba abajo y de abajo arriba, creando con ello un sonido singular. Parecía como si el mar se estuviese riendo por esas cosquillas; ¿o era de mí de quien se estaba riendo?

Amaneció. Los comerciantes abrieron sus negocios, los artistas y los bañistas empezaron a ocupar los mejores sitios. Un nuevo día de verano daba comienzo, pero yo seguía en la noche. Continuaba sintiéndome mal y el aire todavía no acababa de encontrar el camino a mis pulmones. No sabía qué hacer ni dónde ir, así que cuando la playa estuvo atestada de gente y sus miradas puestas sobre mí en lugar de la cúpula del Negresco, decidí volver al café del día anterior; un lugar conocido, aunque carezca de encanto, siempre da una reconfortante sensación de seguridad. Abrí la puerta, que no me pareció nada pesada, y me senté en la barra.

—¿Oui, monsieur? —dijo uno de los camareros.

—Un ron.

—¿Tan temprano? —soltó Germain detrás de mí con una humeante taza de café en las manos.

—¿No te has enterado? —pregunté nervioso.

—¿Enterarme de qué?

—El tipo que estaba sentado aquí, el que era rico…

—Sí, Jean Louis. ¿Qué pasa con él?

—Está muerto —conseguí articular con voz trémula—. Lo atropellaron anoche.

A Germain la noticia pareció afectarle muy poco. Negó levemente con la cabeza, mojó los labios en su café y, al notar que aún estaba caliente, lo dejó para luego.

—¿Sabes lo que más pena me da, muchacho?

—¿Qué?

—Que murió sin haber vivido. Esa estúpida manía de guardarse todo el dinero, ¿para qué? ¿De qué le sirve ahora? ¿Acaso los billetes que tiene guardados bajo el colchón le van a devolver la vida? El dinero, como la vida, no vale nada si no se usa.

El escritor volvió de nuevo a su taza y esta vez sí la terminó. Al pasar el camarero por nuestro lado, le silbó y, una vez tuvo su atención, depositó en la barra unos billetes.

—Cóbrate de aquí mi café, el ron del chico y los dos más que se va a tomar.

—¿Dos más? —repetí confundido.

Germain me señaló la puerta a modo de respuesta. Estaba entrando la chica que me tenía enamorado. Esta vez no iba hacia su mesa al lado de la ventana, sino que venía a la barra. Mi corazón no estaba para más trotes, pero aun así tuvo que recibir un último varapalo. Ella pasó ante mí, tan cerca, que me rozó el brazo con su cabello y le estampó un beso en la mejilla del desdentado Germain.

—Tuviste tu oportunidad y sabes que la respeté —me aclaró cogiéndola de la mano—. Pero cuando salí de aquí fui a hablar con ella. Le dije un par de cosas y ya ves, acabamos juntos.

—Además fue muy divertido —intervino la joven con aire risueño—. Ni te imaginas lo primero que me dice Germain, nada más y nada menos que si era la puta mujer perfecta.

—¿Y acaso no es verdad? —apostilló él guiñándome un ojo.

—Pero mira que eres descarado —dijo ella dándole juguetonamente un golpe en el pecho.

Mi cara era un poema, y de los malos.

—Ha sido un placer conocerte —añadió el escritor—. Te deseo lo mejor, y estoy seguro de que la próxima vez que nos veamos ya te habrás convertido en un auténtico marinero.

Se puso la chaqueta sobre sus delgados hombros y se fue con la chica, la mujer más guapa de todo Niza. Esto me acabó impactando mucho más que el cadáver de Jean Louis. Tras los dos vasos de ron que me sirvió el camarero, más otros cuatro que cayeron por mi cuenta, me juré a mí mismo que jamás iba a volver a perder una oportunidad. En adelante dejaría atrás cualquier miedo y me lanzaría por todas. Pero para que ese juramento tuviera validez necesitaba su sello.

Subí a bordo del Pistis Sofía y lo primero que hice tras saludar al capitán y a John, que lucía otra muesca más en su estrella y un ojo morado tan brillante como su sonrisa, fue pedirle a Jake que me hiciera un tatuaje. Estirado en su camastro, me pidió que lo dejase para otro día, que agotado como se encontraba no se veía capaz de hacer un buen trabajo. Pero a mí eso me daba lo mismo, lo necesitaba ya. Sabía qué tatuaje quería y dónde lo quería. Como ocurría con sus talismanes, donde el lugar era tan importante como el dibujo, el mío iría en el brazo, allí donde me llevé el golpe del bólido que, por dos segundos, casi me cuesta la vida. Jake, ante mi insistencia, acabó por incorporarse. Resoplando, sacó aguja y tinta, y me tatuó. Esta vez casi ni me dolió pues conocido el dolor emocional, el dolor físico ya no me pareció ni la mitad de fuerte. Otro dibujo nació en mi piel: una calavera, mi memento mori.


El último tatuaje

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