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FRANCESCA

Estábamos relajados. Moses Shemtov se limitaba a escucharme, y yo hablaba con la sensación de que cuanto le contaba ahora despertaba todo su interés.

−Pasé aquella mañana dando los retoques a un relato que debía dejar en el periódico para el suplemento del fin de semana −le decía−. Si me lo quitaba de en medio sería una preocupación menos. Esta vez me había acompañado la suerte ya que había encontrado un cuento escrito años antes y sólo hube de repasarlo y rectificar pequeños detalles. Era la historia de un hombre que descubre que posee la facultad de poder cambiar cuanto tiene a su alrededor a su voluntad y capricho. Me gustaba la premisa, me gustaba sobre todo imaginar que yo pudiera ser ese hombre. Entregué mi columna, y cuando salía me topé de bruces con Almagro.

−¿Te han dicho algo? –me preguntó, acercándose con su caminar pausado y antiestético, igual que un títere al que no manejaran con habilidad. Llevaba su anticuada peluca ladeada, y se la ajusté.

−¿Sobre qué? –repliqué, estudiando el resultado de mi intervención que, en realidad, poco podía hacer para mejorar su imagen.

−Dicen que Berlusconi quiere comprar el periódico.

−Estarás de coña… −dije mientras le cogía el paquete de Fortuna que llevaba en el bolsillo de su camisa y le birlé un par de pitillos. Uno de ellos lo metí en el paquete que siempre oculto en el interior de mi chaqueta.

−Yo sólo te digo lo que se rumorea, y cuando el río suena… ¡Deja mis cigarrillos!

Mientras me ofrecía lumbre, observé de nuevo a Almagro, su cuerpo endeble, su expresión complaciente tras haber sido el primero en darme la noticia.

−¿Y qué dice Vilches? −le hice la pregunta aun sabiendo que el director del diario estaría echando espumarajos por la boca. Vilches era un gran profesional, y un hombre sincero y directo. Sus únicas debilidades eran el equipo de fútbol de la Balona y las mujeres pelirrojas. Y, además, era mi amigo.

−El jefe lleva todo el día encerrado. Pero desde hace unas semanas ya venía diciendo que el Grupo hacía movimientos sospechosos y que no le extrañaría nada que pronto nos convirtieran en mercancía caducada… Ya nos han bajado el sueldo, lo siguiente será recortar la plantilla… La crisis es una buena excusa para todo…

Se me ocurrió entrar en su despacho, pero pensé que no merecía la pena molestarlo por un rumor que me llegaba a través de Almagro.

−Así que estás contento –le dije camino de la salida−. Es una mala noticia para una primera página, pero pronto podrás intercambiar tu peluca con las de tu nuevo jefe Silvio…

−¡Que te den, Elio!

Ya estaba bastante jodido como para que Almagro me pusiera esta otra banderilla. Si El Periódico de Málaga y el resto de las publicaciones del Grupo se habían caracterizado por algo en sus casi treinta años de andadura era precisamente por su independencia, y si la venta se confirmaba, aunque lo que dijera Almagro siempre había que cogerlo con pinzas, el diario o pasaría a ser otro altavoz berlusconiano o bien desaparecería directamente del mapa. Cualquiera de las dos opciones era decepcionante. La maquiavélica mordaza que se le está ajustando al periodismo europeo aprieta más y más, día a día.

Junto a la puerta giratoria de salida, sobre el mostrador de la recepción, había varios ejemplares del día que, hasta ese momento, no había tenido ocasión de ojear. Irene, la conserje, me miró ajustándose sus gafas de pasta verde fluorescente. Cogí el periódico y eché un vistazo a la portada.

−¿Algo interesante que leer?

−Hasta el fin de semana nunca hay nada que merezca la pena, ya lo sabe…

Siempre utilizaba ese latiguillo para referirse a mi relato del suplemento dominical, pero, por supuesto, adulaba al resto de los articulistas con la misma treta. No tenía ganas de leer, y le pedí que me avanzara la noticia que más le hubiese llamado la atención de la jornada. Mientras, alcancé el paquete de Chesterfield que tenía junto al teléfono.

−Te cojo uno… Bueno, dime…

−Página cinco. Un anciano se ha lanzado al vacío en un momento de lucidez…

−¿En un momento de lucidez?

Busqué el artículo. Lo habían encorsetado entre la información sobre las obras del metro y los detalles del salvaje ataque de un perro pitbull a un niño, y al mismo tiempo que yo lo leía Irene me lo relataba.

−Según los vecinos, se trataba de un hombre mayor que vivía solo. En los últimos meses había sufrido un paulatino deterioro de la memoria y, a veces, lo encontraban perdido por las calles. Un familiar ha explicado que el anciano le había confesado que antes de verse sin recuerdos prefería quitarse la vida. Los miembros del 061 no pudieron hacer nada para salvarlo. Yo también preferiría morirme antes que vivir como un zombi, señor Urrea, se lo digo de verdad.

Miré a Irene pensando en mi padre, y me pregunté qué diría Damián si leyera esta noticia. Dejé el diario en la mesa, despidiéndome de ella con un leve ademán, y ya a punto de salir me encontré a Félix Quintá.

Félix era un guardia civil retirado por invalidez (le habían pegado un tiro en la pierna y ya no podía correr aunque apenas se le notaba secuela alguna al andar) que escribía novelas negras y un relato policiaco semanal en mi periódico (siempre en la página siguiente de mi cuento; dándome por el culo, como decía Almagro). Durante siete años seguidos le había estado enviando a Joan Gilabert cuatro novelas diferentes por año, lo que probablemente le convertía en el autor más prolífico con el que se había encontrado. Jamás se había interesado por sus obras, y un día resolvió llamarlo para que dejara de mandar nuevos manuscritos.

−Pero, ¿las ha leído? Me habían asegurado que ustedes leen todos los libros que reciben.

−Leemos todo, pero no estamos interesados especialmente en este género…

−Entonces no hay más que hablar –cortó Félix Quintá con suficiencia−. Yo sólo escribo para que alguien me lea, y si ustedes lo hacen, ¿qué puedo pedir más? Continuaré enviándoselas.

Así que siguió bombardeando a Joan Gilabert. El resto de la historia es bien conocido: Francesca se había convertido en una seguidora entusiasta del protagonista de esos libros, el detective privado Saverio Gris, y convenció a su marido de que una edición modesta con una de las novelas de Quintá no les iba a crear demasiados problemas. Podían probar, y ver qué ocurría. Era justicia poética con un hombre que sólo escribía por el puro placer de hacerlo para un lector. Joan Gilabert esquivó el primer envite endosándole el muerto a Vilches que, por intuición supongo, le propuso que escribiera para el periódico pequeñas crónicas de sucesos que resolviera su personaje, como los antiguos seriales, algo liviano para el fin de semana. El éxito fue espectacular.

Por supuesto, tras cuatro meses contemplando atónito lo que Francesca había predicho, Joan Gilabert no tuvo más remedio que dar su brazo a torcer y hacerse con los derechos de sus novelas. De esta manera tan rocambolesca apareció Saverio Gris, detective (o El caso del trapecista manco), que para regocijo de mi editor ocupó las listas de los más vendidos durante año y medio. Luego llegarían siete títulos más y una legión de fieles seguidores que ya hubiera deseado yo para mis libros.

Quintá me asió del antebrazo y me habló con aparente inquietud del asunto Berlusconi.

−Ya me ha dicho algo Almagro –dije con ganas de seguir mi camino.

−Vilches quiere comentártelo...

−Tal vez me pase más tarde. Ahora he de verme con nuestro común proxeneta.

−¿Tan mal te trata? Yo no tengo queja…

Félix Quintá tenía la virtud de hacerme sentir observado, como si llevara una cámara oculta entre las cejas. Lo dejé ahí, con ganas de hablar, y continué bajando las escaleras mientras me preguntaba cómo un animal como ése podía escribir unas novelas tan bien estructuradas.

Ya en la calle, recordé al anciano que se había suicidado, y me pregunté cómo habrían sido los instantes en los que recuperaba su lucidez, si habría sido capaz de recordar el tiempo vacío en el que perdía sus recuerdos, y al hacerlo me estremecí al darme cuenta de que mi padre comenzaba a vivir esa misma experiencia. Traté de no pensar en ello, y decidí que iría a verlo a la mañana siguiente.

Ese día había quedado con Joan Gilabert para organizar la presentación de la novela en Madrid. Lo llamé al móvil y nos citamos en La Casa del Guardia.

Sonó el teléfono.

−Un momento −me interrumpió Moses.

Era la primera vez que deteníamos una de nuestras sesiones y deduje que debía de tratarse de un asunto importante. Se había acercado al escritorio arrastrando los pies y se sentó en el sillón de cuero marrón. Comenzó a hablar en voz baja, apenas le oía, y luego sacó el reloj que guardaba en el bolsillo de su chaleco. Estiré levemente el cuello para mirar la superficie de su mesa, y por supuesto allí estaban: otra docena de pitillos en perfecta formación de revista (los seis que dejé más otros seis nuevos). En ese sentido he de decir que siempre se ha comportado como un extraordinario anfitrión. Un hombre de la vieja escuela. Sentí un leve cosquilleo pero reprimí el primer impulso que me lanzaba a acercarme y estudiar de qué marcas se trataban en esta ocasión. Al poco, Moses colgó estrellando el manófono con cierta violencia, dio un bufido y regresó a su otro sillón. Yo me había hundido en el mío, aguardando quizá a que se pusiera a dar voces o a quejarse. Por el contrario, se limitó a hacerme una pregunta desconcertante.

−¿Qué opinas del suicidio, Elio? Quiero decir, si lo consideras algo reprobable o inmoral…

Supuse que esa mañana habría leído la noticia que me había resumido Irene y le respondí que nunca me había parado a pensarlo, pero que lo consideraba un acto que cometía un extraño contra un desconocido, porque cuando una persona llegaba al extremo de querer acabar con su propia vida era sencillamente porque había traspasado la línea que separa la cordura del delirio y en ese punto sólo queda alguien a quien ya no reconocemos. Hizo un gesto de aprobación, como si mi improvisada respuesta lo hubiese sorprendido.

−Interesante –dijo−. Pero hay capullos que se quieren quitar la vida sólo para joder a los demás, deberías considerarlo −le observé unos segundos, aturdido por su contundencia, por los términos empleados, y me aventuré a pensar que la llamada que había recibido poco antes había sido de uno de sus pacientes anunciándole que iba a saltarse la tapa de los sesos con una escopeta−. Bien, ¿dónde estábamos?

−Te contaba que había quedado con Joan Gilabert en La Casa del Guardia.

−Por supuesto −dijo lacónico−. Continúa.

−Al cruzar el umbral del bar, me sorprendió ver a Vilches agitando la mano para llamar mi atención. Creí haberlo dejado en la redacción, pero allí estaba. El local olía a vino y a serrín. Zigzagueé, y nos estrechamos la mano cuando alcancé el final de la barra. Besé a Francesca, y le di un cariñoso golpe en el brazo a Joan Gilabert, que dio un paso cortito hacia delante.

−Qué mala cara traes.

−Me he pasado la madrugada vomitando lo que no tenía en el estómago. Un asco, Vilches.

−¿Qué vas a tomar?

−No sé… Me arriesgaré con un vino dulce.

Vilches es un tipo aparentemente desaliñado, pero si uno se fija bien en su vestimenta nada queda al azar. La camisa de color caqui que llevaba aquel día podría hacer pensar que tenía más años que Matusalén, pero el tejido estaba confeccionado ex profeso para aparentarlo, de la misma manera que ocurría con sus pantalones de cazador de safaris, las botas de explorador de tierras lejanas o la bolsa que llevaba en bandolera igual que un compadre de Pancho Villa. Incluso su barba de varios días jamás sobrepasaba el aspecto de aquel encuentro. Se rasuraba la cabeza diariamente y cuidaba su forma física en el gimnasio, al que acudía con una constancia ejemplar. Vilches tenía su vida, y nadie podía penetrar en ella sin que previamente bajara el puente levadizo. Por lo demás, él, y por supuesto Joan Gilabert, eran las únicas personas en las que aún confiaba absolutamente. Vilches apuró su cerveza y pidió otra.

−Estás algo pálido…

−Será que no tomo el sol.

El vino no me estaba sentando todo lo bien que hubiera deseado, de forma que dejé el vaso en el mostrador y lo empujé suavemente para alejarlo de mí. Francesca me miraba con su habitual contundencia.

−¿Cómo anda todo?

Sabía perfectamente qué era lo que Vilches me estaba preguntando, pero lo soslayé, barriendo con la mirada a la gente que nos rodeaba. Joan Gilabert tenía su vaso en la mano y daba la sensación de que aguardara a que yo entrase al trapo. Por suerte, como en otras ocasiones, su mujer me hizo de escudero.

−¿Quién va a firmar la crítica de su novela? –preguntó a Vilches−. Pensé que ibas a sacarla esta mañana…

La miré con afecto y ella me correspondió con un temblor en los labios. Irradiaba esa inteligencia suya que la hacía tan sugestiva y, a la vez, tan temible. Esa expresión ya la dominaba con dieciséis años. Su seguridad era el mejor bastón con el que podía contar Joan Gilabert.

−La hará Nuria.

Suspiré aliviado. Y supongo que ellos también lo hicieron, aunque más discretamente. Todos sabíamos que Nuria Herrero haría un trabajo honesto, mientras que Héctor Moñino podría devolverme una vieja afrenta con sus temibles malas artes. Por supuesto no me habría gustado correr el riesgo de comprobarlo.

Le di una palmada de agradecimiento en el brazo, y creo que me daba cuenta una vez más de que envidiaba la vida de Vilches, su independencia, su trabajo. De pronto habría sido capaz de robarle el alma si eso me hacía recuperar ciertas cosas.

−Me he enterado del altercado que tuviste. Si hubieses sufrido una agresión nos habría venido de perlas para el periódico…

Joan Gilabert soltó una risotada y la bebida se le derramó sobre la mano.

−¡Es lo mismo que le dije a Elio! Mejor un escándalo que una aburrida presentación…

−¿Te aburriste? Joder, Joan, fuiste tú mismo el que presentó mi novela…

Francesca se divertía, pero esta vez su risa franca y elegante la dirigía directamente hacia mí. Era como si me hablara al oído, como si me susurrara algo que guardara desde hacía tiempo, y con la mirada me abrazaba acercando sus labios a mi cuello. Cuando estudiábamos juntos sentí más de una vez esa misma sensación.

−Bueno, cuéntame qué ocurrió con Arturo Kozer –insistió Vilches.

Entre los tres le pusimos al corriente. Noté que Joan Gilabert repetía de una manera pertinaz que no había que darle demasiada importancia; y curiosamente eso causaba en mi fuero interno una especie de rechazo, una defensa de mi dignidad que me obligaba a hacer algo. Vilches, por el contrario, se mostró contrariado.

−Así que se cree el protagonista de tu novela. Puede ser un buen material para otra intriga, ¿no lo has pensado?

−Propónselo a Félix. Seguro que Saverio Gris lo resolvería en la cuarta edición…

−En cualquier caso no es más que una anécdota que podrás contar cuando envejezcas. Visto desde fuera, no ha ocurrido nada importante, Elio, nada de lo que debas preocuparte. ¿No te parece?

Asentí, recordando de pronto que ambos, Vilches y yo, habíamos vivido experiencias muy similares, decepciones paralelas, promesas incumplidas por algún editor que finalmente se habían esfumado sin saber muy bien la razón. Yo había tenido algo más de suerte, él era en cualquier caso un buen cuentista en la sombra.

−Es verdad, no ha ocurrido nada, pero me carcome la curiosidad, para qué voy a negarlo, y me encantaría poder hablar con ese hombre tranquilamente, saber sus razones, descubrir su verdad.

Vilches se limpió la espuma de cerveza que se le había quedado en los labios con el dorso de la mano. Me di cuenta de que miraba con cautela a Francesca que, de pronto, había bajado los párpados, como si mi excesivo interés por ver a Kozer la turbara profundamente. Joan Gilabert parecía grabar en su memoria cuanto yo decía.

−Elio, insisto en lo que te aconsejé en la cena –dijo de pronto−. Busca cualquiera de sus libros en la Feria de Segunda Mano y probablemente dejes de pensar en él.

Lo miré con curiosidad, preguntándome por qué razón una obra teatral de Kozer iba a causar tal efecto y, por otro lado, qué se suponía que ocurriría si por el contrario me gustaba la pieza. Aunque no borró ese tono preocupado que entiznaba su semblante, Francesca intervino una vez más.

−Pobre… –se asió de mi brazo, apretándose contra mí, y sentí sus senos y el vientre, y la agitación de su respiración, como si el contacto de nuestros cuerpos la hiciese temblar−. No puede acordarse de eso, Joan, os habíais bebido dos botellas y media…

De pronto noté la mirada complaciente de Vilches, que sorbía su cerveza con parsimonia, estudiándonos, y cómo sus pensamientos asomaban de alguna manera y hacían sentirme extrañamente culpable.

−Yo insisto, pues, o vais a la feria en pos de las huellas de vuestro enemigo o simplemente por el puro placer de hallar alguna lectura digna de vuesa merced.

−¿Cuándo dejarás de hablar así? ¡Qué coñazo de tío! –dijo Vilches, mientras yo me zafaba prudentemente de Francesca.

−Tened piedad de mí, don Vilches, que enojaros no es mi intento sino compartir con vos una buena jarra de cerveza… ¡Posadero, posadero! –bramó Gilabert por encima de nuestras cabezas llamando la atención de los clientes−. ¡Más cerveza para los hombres del rey!

La verdad es que a Francesca le gustaban esos excesos de su marido, y ahora parecía que hubiese regresado a su regazo fascinada por su embrujo, dejándome a un lado como un mero atrezzo del decorado. Después de tantos años juntos probablemente él poseía la clave para complacerla.

−¡Juradlo, señor Comendador! –me increpó cuando los cuatro brindábamos con las nuevas jarras−. ¡Jurad por Dios que cumpliréis vuestra promesa e iréis a la feria a batiros en buena lid! ¡Y si dieseis de nuevo con ese hideputa, presto hacedlo saber a vuestro señor!

−Lo juro, Joan –le dije con ganas de zanjar su actuación, mientras la cerveza hizo removerse a mi estómago.

−Ese interés que Francesca mostraba por ti no era nuevo −me deslizó Moses Shemtov con su voz más neutra.

−Supongo que no –dije−. La conocí en el Instituto, coincidimos en la misma clase, y nos hicimos buenos amigos… Muy buenos amigos. Nos atraíamos, sin duda, pero por una razón u otra nuestra relación jamás cuajó, era como si la evitásemos conscientemente, como si hubiéramos decidido que nuestra amistad estaba por encima de todo, incluso de los verdaderos sentimientos. Éramos muy jóvenes, y muy idealistas. Pero nos gustábamos. Luego apareció Lola, que absorbió mis sesos, y, un día, Francesca se marchó con su familia a Barcelona. Habían trasladado a su padre. Cuando años después volví a verla ya estábamos casados; pero si he de ser sincero, enseguida comprendí que aún quedaba algo de aquella atracción adolescente… Sin embargo, algo me decía que, aunque Joan Gilabert no podía verla, su sexto sentido le hacía adivinar las intenciones de su mujer, sus apetencias, sus deseos más ocultos, hasta lo que pensaba. Y eso, aunque no había nada entre nosotros, por alguna razón me hacía actuar con una torpeza mezquina. En ocasiones resultaba muy embarazoso.

−¿Qué piensas de ella? −insistió.

−Es igual que un acantilado al que me viera obligado a acercarme inevitablemente; cuanto más me resistía a aproximarme más deseaba ceder. Pero cuando eso ocurría trataba de pensar inmediatamente en su marido y el remordimiento hacía su trabajo.

−Comprendo. He de suponer, sin embargo, que más adelante volveremos sobre Francesca −por primera vez, sus ojos ancianos e impávidos mostraron un algo de interés, tal vez malsano, pero humano al fin y al cabo. No dije nada y continué con mi historia.

Mientras Vilches se ajustaba el bolso de cuero que llevaba en bandolera, en cuyo lateral se distinguía bordado el logo de Giorgio Armani, me pregunté si el desembarco filibustero no se habría producido ya.

−He tenido que enterarme por Almagro de que vamos a ser abducidos por Berlusconi… −di un sorbo a la cerveza, observando a mi amigo que había fruncido el ceño.

Vilches pidió otra jarra, su forma de beber era insaciable pero siempre ha demostrado tener un gran aguante; luego abrió uno de los bolsillos laterales de su pantalón y sacó una caja de puritos. Me ofreció uno, pero preferí un Chester de mi paquete. El aire de La Casa del Guardia estaba cargado, el humo de los cigarrillos se entremezclaba y flotaba sobre nuestras cabezas.

−Pensaba decírtelo, créeme… Pues sí, es cierto. Il Cavaliere va a comprar el Grupo… La cosa parece que es inminente. ¿Lo puedes creer?

Joan Gilabert no disimuló una mueca de disgusto, e hizo un ademán con el brazo como si buscara su sable para desenvainarlo. Odiaba las multinacionales, el McDonald´s, los Carrefours y las malditas franquicias que ocupan todas las calles de todas las ciudades del mundo. Pero sus pantalones eran Levi-Strauss y sus gafas negras unas Ray Ban de cuatrocientos euros. A veces me pregunto qué es lo que estamos haciendo, dónde quedan los principios, incluso las utopías, y en ese momento creo que de alguna manera exploté, débilmente, pero exploté.

−Nos van a manejar a su antojo –le dije a Vilches−. Mandarán efectuar una lobotomía al personal y nos transformarán en pequeños frankensteins para informar de la basura que nos ordenen. Vamos a formar parte del imperio berlusconiano, del lado oscuro… Y dejaremos de respirar.

−¿Desde cuándo lo sabes, Vilches? –preguntó intrigada Francesca.

−Se ha confirmado hace dos horas –dijo evitando mi mirada.

Supongo que decía la verdad. Simplemente no quería aceptarlo y, en su fuero interno, aún albergaba la esperanza de que se produjera un milagro.

No recuerdo cuánto tiempo más dedicamos al asunto, supongo que no mucho, hasta que decidimos marcharnos cuando Joan Gilabert trataba de pedir la sexta jarra de cerveza. Terminamos por perfilar el viaje a Madrid en un restaurante libanés. La novela se presentaría en la Casa del Libro, en Gran Vía.

El libro de las palabras robadas

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