Читать книгу El libro de las palabras robadas - Sergio Barce - Страница 12

Оглавление

LA AMENAZA

Encontré a mi padre regando las plantas en el balcón. Yo había pasado otra noche de perros, vomitando hasta la última gota de bilis que me quedaba en el estómago, y tenía resaca. Observaba a Damián, y advertí la torpeza sorprendente con la que ejecutaba cada operación, como si sus articulaciones se hubiesen oxidado. Fue en ese instante cuando me di cuenta de que el tiempo había pasado por encima de mi padre, arrollándolo.

−¿Cómo te sientes esta mañana? –le pregunté.

Se encogió de hombros. Aguardó a que se le acabara el agua de la regadera, y sólo entonces se dignó a darse la vuelta y a mirarme directamente.

−No he echado ni un polvo en todo el día, si es eso lo que te preocupa…

Avanzó hacia mí, y hube de apartarme para que no tropezásemos. Últimamente entiznaba sus respuestas con un sarcasmo excesivo. Pero esta última contestación era desconcertante. Dejé que llenara la regadera y que volviera con ella a la terraza.

−Tenemos que hablar, papá.

Sacó unas tijeras del bolsillo lateral del pantalón, cortó un par de ramas secas que tiró al suelo y luego removió la tierra de una manera metódica.

−Ya hice testamento… −masculló.

−Vaya, por fin has decidido dejarme tus deudas…

−¿Qué es lo que quieres? –me preguntó, mientras arrancaba las malas hierbas. Comprendí que sólo deseaba que lo dejara en paz.

−Tendríamos que aclarar lo ocurrido en la consulta… ¿De verdad querías quitarle el bolso a esa mujer? Si fue una broma, no tuvo ninguna gracia…

Muy lentamente se giró con las tijeras en la mano. Hallé un poso de angustia en su expresión, y pensé entonces que mi padre parecía el viejo del periódico que deambulaba perdido sin encontrar el camino de regreso.

−No sé de qué me estás hablando… −su voz se quebró, pero irguió el cuerpo con cierto orgullo−. Si me compraras la casa que quiero me harías feliz, y no estaría cuidando estas jardineras llenas de cacas de perro, pero me dirás que no tienes dinero para eso… −se volvió para asomar la cabeza por encima del antepecho de la terraza, mirando hacia el balcón del piso de arriba−. ¡Las cacas del perro de la puta de mi vecina que no deja de tirármelas todos los santos días! ¡Váyase a la mierda!

−¡Papá!

Lo así del brazo y tiré de él, hasta lograr meterlo en la casa obligándole a sentarse en la mecedora. Al cogerlo, había notado la flaccidez de su carne, que seguí sintiendo en mi mano. De pronto, Damián Urrea era un viejo que se desvanecía. Nos miramos, hasta que hizo un gesto con la mano, como quitándole importancia a lo sucedido, y se apartó de mí.

Saqué un paquete de cigarrillos y lo golpeé varias veces con un dedo, hasta que cuatro de ellos asomaron lentamente. Había un Camel, un Ducados, un Soraya (exotismo sorprendente para Málaga) y un Chester. Con los labios atrapé el Ducados, y lo encendí.

−No sé por qué he de aguantar que me tire la mierda de su perrito… −se dio la vuelta para mirarme de nuevo, y me señaló con un dedo−. Si me encuentro a esa hija de puta en el Mercado, le quito el monedero. Eso es lo que voy a hacer, señor Elio Vázquez...

Sus ojos glaucos se transformaron en globos sin brillo, como si fuesen los ojos apagados de Joan Gilabert. Tenía saliva en la comisura de los labios, y miraba a un punto indeterminado del salón hasta que comenzó a estudiar sus propios zapatos.

−¿Ahora soy para ti el señor Elio Vázquez? –me había alterado de tal modo su sarcasmo que no pude evitar la pregunta.

−Cuando alguien repudia su apellido, se convierte en un apátrida. Yo tuve un hijo que se llamaba Elio Urrea, pero ya no lo veo.

−Elio Urrea Vázquez –lo corregí furioso−. Uso el apellido de mi madre, de tu mujer…

−¡Olvídelo, señor Elio Vázquez!

−Sé sincero, ¿maltrató tu padre a Ágata en alguna ocasión?

La despreciable pregunta de Moses Shemtov me abrasó el pecho, como si hubiera escupido sobre la tumba de mi madre. Me apoyé en las manos, y tal vez le di la impresión de que me levantaría para abalanzarme sobre su cuello porque lo vi tensarse. Me limité a responderle con contundencia.

−Mi padre jamás le puso la mano encima a mi madre; la amó hasta la extenuación, aunque seguramente desconozcas un sentimiento tan fuerte.

−¿Tú, sí? −me respondió de la manera más mordaz.

−No, yo tampoco −le dije devolviéndole con rapidez el golpe, aunque realmente en esta ocasión sí le habría partido la cara con gusto, por muy mayor que fuese.

Nos quedamos mirándonos un buen rato, probablemente dándonos cuenta de que no éramos más que otro par de tipos del montón, y él, además, sin tiempo ya para rectificar el rumbo. Después del silencio, volvió su voz meliflua y su mirada decaída.

−Dime, Elio, ¿crees que tu padre te guarda algún resentimiento por algo que ocurriera en el pasado?

Esta vez me quedé pensando, como si no estuviese totalmente seguro de que no hubiera algún asunto pendiente entre ambos, pero enseguida me rehíce y negué con vehemencia, tenía que hacerlo.

−No. No hay deudas que liquidar, de ninguna manera, no las hay…

Moses pareció conforme, pero escribió una jodida palabra en su libreta que hubiera deseado poder leer.

−Continúa, por favor –se limitó a decirme.

Damián siguió estudiando sus propios zapatos como si se los hubiesen puesto sin darse cuenta.

−¿Me has escuchado? –pregunté a Damián−. Dime, ¿qué es lo que te ocurre?

Mi padre levantó los ojos para clavarlos en mí, y descubrí una mirada huidiza, la de un desconocido al que muy poco tiempo antes había respetado. Había venido para aclarar el incidente de la consulta, pero ahora no sabía muy bien qué hacer ni cómo actuar. Le vi doblar entonces el cuello, inclinando el tronco hacia el mismo lado, como si tratara de sortearme y quisiera ver qué se escondía a mi espalda. Lo imité, mirando por encima de mi hombro, y allí estaban colgadas las fotografías en blanco y negro que mi padre hizo en Tetuán en el verano del setenta. Yo tenía entonces unos once años. Esbocé una sonrisa al verlas. En una de ellas estábamos Ágata, Silvia y yo, los tres en una calle de la Medina junto a un aguador que parecía centenario. Silvia apoyaba la cabeza en el costado de nuestra madre, y yo a su lado con cara de disgusto, como si me molestara estar posando para mi padre.

Damián siempre fue un gran aficionado a la fotografía, y se especializó en campos de fútbol. Los buscaba y los fotografiaba, siempre vacíos, cuando nadie jugaba y las gradas parecían diques que contuviesen lagos que se habían secado. En algunos lugares, se olvidaba la cámara en la habitación del hotel y no nos hacía ningún retrato de recuerdo, pero jamás nos marchábamos sin pasar por el estadio de fútbol de la ciudad, aunque fuese un modesto campo de tierra. De la que se sentía más orgulloso era de la fotografía que tomó desde una avioneta sobrevolando San Mamés. A Vilches le fascinó la instantánea del campo de la Balona que mi padre había realizado en mil novecientos sesenta y cuatro, tan vacío que Vilches dudó unos segundos antes de reconocer el estadio del equipo de su alma. Ese fue un buen regalo que le hice después de que me contratara para escribir semanalmente en el suplemento dominical. Y esa foto es la que preside su despacho desde entonces.

Asentí a mi padre, creyendo que también él estaría recordando alguno de aquellos viajes o tal vez el día que sobrevoló el San Mamés y captó el silencio desde el cielo. Pero me equivocaba. Mi padre tenía otra cosa metida en la cabeza.

−¿Llevas la cartera en el bolsillo trasero? En cuanto te distraigas, te la robo…

No pude evitar sonreír, aunque amargamente. Di una calada al Ducados, sopesando su ridícula amenaza, y me acordé de nuevo del artículo del periódico que el día anterior le había impresionado tanto a Irene; sin saber la razón, imaginé entonces a Damián encaramándose al pretil de la terraza y arrojándose al vacío.

−Arréglate, papá, nos vamos –le rogué desganado.

Cogí una de las revistas que tenía en la mesa, el Hola de esa misma semana. Me extrañó que ahora comprara esa clase de publicaciones, jamás lo había hecho antes. Estaba abierta en un reportaje sobre las mansiones de California.

−Si vas a comprarme la casa, búscala junto a la de Paul Anka.

Le observé de nuevo por encima de la revista, y en ese instante lo habría acogido entre los brazos para protegerlo del frío. Se giró lentamente, y pensé que por fin iba a hacerme caso y que se cambiaría para marcharnos, cuando sonó mi móvil. Miré el número de la pantalla, no lo conocía, pero pulsé el botón verde y contesté.

−¿Señor Vázquez?

−Sí –me hablaba alguien resolutivo, con acento inglés, pero con un dominio perfecto del castellano, alguien que me conocía sin duda por mis libros ya que se dirigía a mí por mi segundo apellido.

−Mi nombre es Robert O´Neal. Le llamo desde las oficinas de Brautigan House Book… −hizo una pausa, y al ver que ese nombre no me decía nada continuó hablando−. Soy director general de esta empresa editorial. Un amigo común nos ha remitido varias páginas escaneadas de su última novela, y ciertamente estaríamos interesados en verlo para tratar ciertos aspectos de la misma…

Pensé inmediatamente que trataría de proponerme la cesión de los derechos de la novela para su edición en inglés, pero eso era algo que manejaba Joan Gilabert y yo apenas sabía nada del asunto.

−Bueno, tendrá que hablarlo con mi editor español…

−Creo que no me ha entendido, señor Vázquez –me interrumpió, alzando la voz−. La razón de que pretendamos verlo es que hemos descubierto que algunos párrafos de su nueva publicación plagian un libro del que poseemos los derechos. No sabemos cómo ha llegado al original, pues aún no se ha editado, pero…

−¡Un momento! –ahora era yo el que levantaba la voz, lleno de ira, herido en mi amor propio−. ¿Cómo se atreve a decirme eso?

No podía creer que una editorial inglesa me llamara para acusarme gratuitamente. Parecía que en torno a mi nueva novela se hubiesen propuesto montar una especie de broma colosal, por un lado el presunto plagio del que me hablaba ese tipo y por otro un loco chiflado que afirmaba que mi historia era su propia vida.

−No se altere, señor Vázquez. No vamos a demandarlo. Lo que pretendemos es llegar a un acuerdo satisfactorio –su socarronería seguramente le venía de su flema británica−. Usted y yo sabemos que una parte de su novela está basada en hechos reales, y que hay muchas personas relacionadas con esa historia a las que no les interesa que se hurgue en sus vidas... No cuenta con el consentimiento de ninguno de ellos, y además…

−¿De qué me está hablando? Primero me dice que he plagiado un libro que no se ha editado y ahora que se basa en hechos reales… Aclárese. Sólo es una novela, si hay algún parecido con la realidad…

−Es pura coincidencia –terminó mi frase con ironía−. No me haga reír, señor Vázquez, por favor… Su error estriba en haber descrito tan fielmente El libro de las palabras robadas que no deja margen a la duda. Se ha delatado a sí mismo de una manera tan ingenua…

−¿Qué quiere decir con que me he delatado?

−Confíe en mí. Vamos a ayudarle… ¿Cómo ha llegado a usted?

−¿Qué es lo que debiera haberme llegado? −notaba mis labios resecos, la voz me había temblado al hacerle la pregunta, y tragué saliva. Damián comenzó a dar voces en la misma terraza, regando otra vez.

−¡Hay que mudarse este mismo año, hijo! –gritó−. He visto una casa a cien metros de la de Paul Anka. ¡En su jardín cabría un bosque entero! Esto lo podríamos trasplantar…

Le di la espalda, tratando de concentrarme en la conversación con ese tipo de Brautigan House Book. Presionaba con fuerza el móvil contra mi oído, y con la otra mano seguía sosteniendo el pitillo. Comenzaba a dolerme la cabeza, como si un taladro la atravesara de lado a lado.

−Creemos en su buena fe, señor Vázquez… Su anterior novela es muy apreciada en nuestra casa, y estamos convencidos de que todo se debe a un hecho fortuito. Nadie en su sano juicio habría cometido tamaña imprudencia.

Esta última afirmación hizo que me acordara de Arturo Kozer. También él me echó en cara mi supuesta desfachatez, pero no sabía cuál era mi pecado.

−No sé qué coño les habrán dicho, pero señor…

−O´Neal. Robert O´Neal…

−Sí… Quiero decir, señor O´Neal, que le doy mi palabra de que cuanto me dice carece para mí de significado…

Le oí suspirar al otro lado, como si se viera obligado a mantener a raya a su paciencia.

−Simplemente ha sucedido que ha cometido un desliz… Seré directo, señor Vázquez: queremos recuperar el libro…

Fue entonces cuando me di cuenta de que ese tipo estaba cometiendo un terrible error. Sin duda, mi novela les había hecho creer que yo poseía realmente esa obra que me había inventado por completo y que constituía el núcleo del misterio que hacía avanzar la trama, ni más ni menos que un libro fantástico que permitía a su dueño leer las poesías que ordenó quemar el sultán Abdelmumen. Cerré los ojos, oyendo a mi padre farfullando de nuevo sobre mi apellido mientras yo buscaba la manera de zanjar este absurdo problema con unos editores ingleses de los que no sabía ni que existiesen.

−¡Señor Elio Vázquez, saque sus cuartos del banco y cómpreme la puñetera casa!

−Escúcheme –dije tratando de concentrarme en la conversación−. ¿No se da cuenta de que hablamos de algo absurdo? No existe ningún libro como el de mi novela, es un libro imaginario que describe algo imposible, como puede serlo La historia interminable… Son mundos creados para evadirnos de este otro mundo real y cruel que nos ahoga diariamente. Ojalá existiera El libro de las palabras robadas, pero puestos a fantasear estará de acuerdo conmigo que el derecho a poseerlo sería entonces de los poetas árabes, ¿no lo cree así?

Estaba seguro de que había terminado por convencerlo con mi reconvención. Aguardé más de un minuto a que respondiera, creyéndolo derrotado.

−Lamento que no quiera colaborar –dijo al fin−. Esto nos obliga a actuar de otra manera… Muy pronto tendrá noticias nuestras.

Me había colgado, dejándome con ganas de aclarar su velada amenaza, y cerré el móvil de un golpe, con el corazón golpeándome el pecho como si quisiera escaparse de mi cuerpo. Pensaba en Ágata, en el libro que me había mostrado y en el texto que había descubierto en él, y sentí la imperiosa necesidad de regresar a casa y releer mi novela. Miré entonces hacia la puerta de cristal, y vi el cielo nublado y a mi padre en primer término con la regadera ya vacía en la mano.

−Hijo, pareces un cadáver. ¿Te encuentras bien?

Estudié esa figura que se recortaba contra el vano de la puerta. Damián estaba allí, como siempre, con esa expresión serena de la que había hecho gala toda su vida, la de un hombre cabal, equilibrado y pacífico. Dio un paso corto, se miró la punta de los zapatos, y de súbito volvió a enseñarme ese aire de desvarío que se apoderaba de él.

−No te quedes ahí parado, podría mearme encima de ti si quisiera… −esbozó una sonrisa torpe, como si escapara de él, y no supe si ese hombre seguía siendo mi padre o no.

Me giré, no pude evitar darle la espalda, y me encontré entre sus estadios vacíos, en medio de un silencio congelado en imágenes en blanco y negro, y traté de reprimir mi llanto.

Me daba cuenta de que Moses estaba absolutamente concentrado en mi historia, como si la llamada de O´Neal lo hubiera desorientado.

−Aclárame algo, Elio −dijo entonces−. ¿El libro que te mostró tu madre es el mismo del que te hablaba O´Neal?

−No exactamente.

−¿Por qué piensas que ellos creían que tenías el original de El libro de las palabras robadas?

Moví la cabeza de un lado a otro, sin certeza de nada. Entonces Moses dejó la libreta a un lado y se incorporó. Me sorprendió la agilidad del movimiento. De su escritorio, cogió un libro y descubrí con un algo de regocijo que finalmente se había decidido a cumplir su promesa: había comprado mi novela.

−No sabía que te gustaran los relatos de misterio −apunté con algo de guasa.

−No, no me gustan, pero tengo que leerla si quiero ayudarte. ¿Por qué no usas el apellido de tu padre? Urrea suena bastante mejor que Vázquez para un escritor.

−Fue una decisión algo romántica aunque quizá equivocada −le repliqué−. Seguramente tengas razón, como mi padre...

−Creo que seguiremos mañana −había devuelto mi libro a su sitio, y me contemplaba con el distanciamiento que creaba en cuanto la sesión llegaba a su término−. Elio, puedes llevarte tus seis pitillos –añadió sacando su reloj de bolsillo del chaleco.

Tomé aire, asentí, y lentamente repuse mi cajetilla con seis ejemplares impecables.

El libro de las palabras robadas

Подняться наверх