Читать книгу El libro de las palabras robadas - Sergio Barce - Страница 13

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LA FOTO DE TETUÁN

Mi hermana Silvia no se parece a Ágata. Tiene los ojos verdes esmerilados, los labios rotundos y la mandíbula marcada, estrecha pero atractiva. El pelo castaño y las cejas poco tupidas la diferencian claramente de nuestra madre. No sabría decir si es guapa para los otros hombres, ni siquiera si despierta alguna atracción. De lo que sí estoy seguro es que se trata de alguien en quien me puedo refugiar.

La llamé en cuanto dejé a Damián en casa de Julio Macho con una excusa banal. Julio es un viejo compañero, otro soñador con el que mi padre había compartido momentos de gloria y bastantes más desilusiones. Conduje por la avenida de la Rosaleda, pasé la Escuela de Idiomas y aparqué cerca del Mercado, así que sólo hube de caminar treinta metros hasta el edificio en el que vive mi hermana. Durante todo ese tiempo, la llamada de O´Neal era un eco en mi cerebro; me preguntaba qué habría querido decir cuando me amenazó con que le obligaba a actuar de otra manera. Sin saber la razón, pensé en Robert de Niro, en la escena de Uno de los nuestros en la que, junto a la barra de un bar, patea la cabeza de un hombre hasta machacársela. Pero O´Neal trabajaba para una empresa editorial y, por lo que yo sabía, los del ramo solían ser personas educadas que dilucidaban sus diferencias con un bourbon de por medio.

Cuando ya iba a llamar a la puerta, recordé alarmado que el relato que había llevado a la redacción de El Periódico de Málaga ya había sido publicado con anterioridad, tal vez dos años antes, quizá menos. Fue como un flash. Lo veía impreso con claridad, el título con mi nombre debajo, y ahora iba a salir de nuevo como si se tratara de un trabajo inédito. Miré el reloj. Ya no tenía remedio. Lo achaqué a mi estado de ansiedad, y deseé con rabia que nadie recordara ese cuento, que en su día hubiera pasado desapercibido.

−Hola −nos besamos en la mejilla, y Silvia me miró de arriba abajo, igual que una madre que comprobara si su hijo regresa del colegio sucio o con la ropa intacta.

−Elicito, pareces más delgado… Y me da la impresión que preocupado por algo.

Entré a grandes zancadas hasta el salón, una habitación rectangular recargada de muebles y objetos de cerámica, plata y cristal. Me dirigí directamente al mueble bar, una reproducción de una goleta del siglo XVIII con las velas desplegadas de la que, subiendo la popa, se podía acceder a sus bodegas que almacenaban una botella de Chivas, otra de J&B, un par de Larios y ron miel Yacaré. No había mucho donde elegir; dudé un momento y finalmente me decidí por la ginebra. Mientras, le fui contando el fiasco cometido con el relato. Con los cambios que había hecho en el texto incluso podía dar la impresión de que trataba de disfrazarlo. Una auténtica vergüenza. Si Moñino se daba cuenta sería pasto de sus ácidas bromas desde su columna.

−¿Te traigo hielo? Sólo tengo Nordic para acompañar… ¿Te van a echar del periódico por eso?

Se dirigió a la cocina mientras yo me dejaba caer en el sofá sujetando la botella por el cuello. Miré de nuevo el reloj. Me sentía correr por una pista de atletismo que no tuviera final, sin avanzar un solo metro pese a mi esfuerzo. Si no tomaba algo pronto, temía ahogarme. Sin embargo, mi hermana tenía razón: primero tendrían que darse cuenta, y luego Vilches me preguntaría qué era lo que había ocurrido, podía inventarme cualquier excusa, la verdad quizá, un simple olvido, un error humano, o venderle la moto diciéndole que se trataba de un mero ejercicio de estilo, y después de eso él pondría mala cara y me recordaría que el acuerdo firmado era que los cuentos semanales fuesen siempre inéditos. Nada más. Quizá Almagro se mofara de mí, cualquier excusa es buena para él, pero mi pesadilla era Moñino, si no hubiese escrito tan cruelmente sobre su libro de poemas tal vez ahora no volara sobre mi cabeza su sombra amenazadora. En el fondo, lo que temía era que algún lector avispado enviara una carta al director criticando mi falta de creatividad. Y siempre hay un jodido lector avispado.

Al poco, vi a mi hermana acercarse con un par de botellines de tónica y una cubitera con hielo.

−Yo también me tomaré uno –se sentó a mi lado, y noté el olor durazno de su piel−. ¿Traes algún pitillo?

−No sé si habrá algún Winston… −le pasé el paquete.

−¡Uno! –dijo con regocijo, haciéndose con él. Lo encendió y le dio una calada. El humo se enredó en su cuello y luego ascendió hasta disiparse. Brindamos, bebimos y nos quedamos un buen rato en silencio.

−He dejado a papá con Julio antes de venir a verte –dije.

−Pensé que hoy vendríais los dos a comer –respondió ella con la mirada perdida en los cubitos de hielo de su vaso−. Los niños almuerzan con su tía, y Lorenzo no llegará hasta la noche…

−A papá le ocurre algo. Supongo que le ha llegado la hora de comenzar a portarse como un viejo de verdad…

−No es tan mayor…

−Sí que lo es –la corregí−. Noto que está perdiendo algo de memoria, y que dice cosas tan extravagantes que a veces parece un niño pequeño. No sé…

−Aquí tenemos sitio de sobra, ya lo sabes. A Lorenzo no le importará que papá venga a vivir con nosotros, lo hemos hablado hace tiempo…

Di otro sorbo, ahora más largo, y dejé el vaso en la mesa baja. Me sentía avergonzado, como si de alguna manera le hubiera fallado a mi padre. Chasqueé la lengua.

−Si yo pudiera, también lo haría… Pero desde la separación los gastos me comen. No sé cómo irá el libro… Tendría que contratar a alguien para que vigilara a papá mientras yo estuviera fuera, y la verdad es que no puedo permitírmelo. Este ha sido el primer mes en el que me he retrasado en el ingreso de la pensión… ¡Joder! Lola me ha llamado hecha un basilisco, te la puedes imaginar…

−Elicito… −puso una mano en mi pierna−. Te acabo de decir que papá se vendrá conmigo. No has de preocuparte por nada…

Sentí el impulso de abrazarla y de besarla. Algo salía medianamente bien, por fin algo ocurría de la manera correcta. Pero me limité a asentir con la cabeza, aguardando quizá un imponderable aún sin discernir. Luego, le conté lo ocurrido en la consulta.

−Creía estar con un desconocido en vez de con papá... Pero más tarde pareció recobrar la cordura y yo, bueno… −sonreí a Silvia ladeando la cabeza−. Si lo hubieras visto llamando marrana a su vecina, ¿cuándo has visto a padre escupir palabrotas? La vejez es una mierda –dije, y apuré mi vaso.

−Mamá decía que era una injusticia.

Nos miramos como si el pasado nos hubiera traído una carta olvidada y tras leerla ninguno supiera qué decir. Y eso sí que fue un presagio… Entorné los párpados, con ganas de encerrarme en alguna parte donde nadie pudiera encontrarme en años.

−En casa de papá estuve un rato mirando aquella foto de Tetuán, y hubo un instante en el que pensé que podía tratarse de un burdo montaje, que la Medina sólo era un decorado, y que Damián nos la tomó en algún estudio y que nos han hecho creer todos estos años que aquel viaje fue real…

−¿Te pongo otro? Quizá eso te ayude a recordar tu niñez.

−No te burles…

Silvia me echó tres cubitos de hielo, dos dedos de ginebra y el resto del tubo lo completó con tónica Nordic. Miré la hora y me quedé ahí observando las manecillas mientras avanzaban inexorables. Jugaba a deshojar la margarita mentalmente, decidiendo si contarle lo ocurrido con Arturo Kozer y la acusación de O´Neal. Finalmente decidí que la última hoja que arrancaba era un no bastante cabal, no tenía por qué preocuparla también a ella.

Llené los pulmones de aire y, por un segundo, pensé que si lo retenía varios minutos sin expulsarlo tal vez perdiera la consciencia, incluso podría dejar de respirar para siempre, y la sola idea de que pudiera suceder me causó un inesperado regocijo interno. Sin embargo, no lo hice y acepté el vaso que me ofrecía mi hermana.

−¿Por qué le atraería tanto a papá fotografiar campos de fútbol vacíos? −mi hermana lo pensó durante un rato, pero no encontró la respuesta−. ¿Echas de menos a mamá?

−Muy poco –se sinceró Silvia en voz baja.

También estuve tentado de hablarle de la aparición fantasmagórica de Ágata, pero si se trataba sólo de un sueño no merecía la pena gastar saliva en ello. Poco a poco iba hurtándole mis últimas novedades y finalmente me desahogué con lo de siempre.

−Querría saber por qué he de ser yo el que siempre llama, por qué dejó de hacerlo Marco –me quejaba como si fuese algo que estuviese en las manos de Silvia−. Beatriz me convenció de que, si yo no tomaba la iniciativa, podía perder el contacto con él. Al muy cabrón nunca se le ha ocurrido venir a verme por sorpresa, o de darme un toque y decirme que se viene a casa sin más… Me gasté el dinero que no tenía para comprar un dormitorio, el escritorio nuevo y el maldito ordenador Mac para que se sintiera a gusto cada vez que decidiera pasar unos días conmigo. Sólo he cambiado las sábanas de su cama en una ocasión, y eso es más que lamentable –di otro sorbo, y noté el líquido refrescando el ardor de mis entrañas−. Me lo he llevado todo a la nueva casa, pero allí tampoco resulta. Cada vez que lo llamo se me hace un nudo en la garganta, me cuesta que las palabras se formen y no te cuento el esfuerzo que supone el pronunciarlas. Suelo quedarme unos segundos callado, y por último le dejo un estúpido mensaje en el contestador o corto sin más antes de que note que ya no puedo hablar… Lo echo tanto de menos… −mis dedos, al otro lado del vaso, parecían más grandes, como si los mirara con una lupa−. Muchas veces abro la puerta de mi casa y contengo la respiración creyendo que va a ocurrir lo que sucedía cuando vivíamos juntos, que Marco va a aparecer por el corredor urgiéndome a que lo siga enseguida hasta su cuarto para enseñarme algo que ha encontrado esa tarde por Internet… Pero por supuesto nunca sucede. Eso pertenece a un tiempo que se ha disfrazado de lejanía. Me pregunto si lo habrá seguido haciendo con su madre, y entonces me invade una sensación de envidia malsana… Querría escucharlo de nuevo moviéndose por la casa, encontrar su ropa tirada por el suelo o los restos de su bocadillo en la mesa del ordenador. Lo añoro todo de él, pero nunca se lo he dicho. A veces estoy a punto de confesárselo a través del contestador de su móvil, pero eso es de cobardes, ¿no te parece? Quizá me haya culpado de la separación, de ser el causante de que nuestra familia se haya ido a pique, y mi condena sea la de soportar su ausencia…

−Ya basta –me susurró Silvia al oído−. Cállate, por favor.

Me di cuenta en ese instante de que hacía rato que ella había apoyado la cabeza en mi hombro y de que me abrazaba por la cintura. La noté temblar, igual que un niño pequeño que hubiera sentido miedo en la oscuridad. No me moví para que no se separara. Era agradable permanecer así quietos, igual que cuando dormíamos juntos en los hoteles en los que nos hospedábamos durante aquellos largos viajes.

−¿A dónde nos llevó papá la última vez?

−¿No lo recuerdas? –la voz de Silvia se llenó de incredulidad−. Fue a Tánger, un par de años después del viaje que hicimos a Tetuán. Después de Tánger, no hicimos ninguno más. Algo ocurrió allí.

−¿Por qué lo dices?

−Papá no fotografió ningún campo de fútbol.

Me llevé el vaso a la boca, y luego me quedé callado en la misma posición, sintiendo la respiración entrecortada de Silvia.

El libro de las palabras robadas

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