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ESTOY VIEJO, muy viejo, por eso tal vez me rodean los jóvenes y me piden que les narre historias en la casa de Briget Muller, donde habitamos desde hace dos décadas, en el campo, frente al lago Llanquihue, en una granjita de extensos pastos y árboles. En la otra orilla del lago, a veces, cuando el día está muy claro, se pueden ver a lo lejos Puerto Octay y más allá Frutillar. Nuestra colonia de ratones ha seguido el círculo que rodea el lago, trasladándose las veces que ha sido necesario. Esas propiedades son habitadas por antiguos emigrantes alemanes o suizos, que vinieron hace más de un siglo al país. Yo también llegué de Europa hace muchos años, pero en circunstancias diferentes, en una época terrible, de guerra. Por eso a los más jóvenes les gusta escuchar mis historias. Algunas noches frías y aburridas, nos vamos casi toda la colonia hasta al granero de los Muller, que está abandonado porque Briget y Peter están viejos y prefieren trabajar preparando kuchenes de arándanos y murtillas para vender o se conforman con las ganancias que deja una propiedad en arriendo en Puerto Cloker, a pocos kilómetros de nuestra casa. Por las noches, entonces, sobre todo las noches más frías del invierno, cuando nadie quiere dormir en la colonia, nos reunimos en aquel granero que se ha transformado en el lugar de encuentro. Por supuesto, más de alguno mueve la cabeza con disgusto y murmura:

“Allá va el abuelo a contar sus historias, todas falsas, todas mentiras”.

Pero se equivocan. Viví una época en que era un ratón joven y ansioso por conocer el mundo y fui testigo de sucesos increíbles.

En el granero, que huele a pasto seco y a humedad, solo quedan trastos, una camioneta GMC abandonada de Peter Muller, que hace tiempo no ocupa porque enfermó de la vista y teme conducirla. Desde arriba del capot de la camioneta, donde lentamente me logran subir, me pueden escuchar. Algunos prefieren historias que relatan nuestros constantes traslados como colonia por la zona. En los últimos 30 años hemos habitado, al menos, cinco parcelas que rodean el lago buscando mejores lugares para vivir, donde no nos falte el alimento o donde no seamos molestados por gatos hambrientos, peucos, aguiluchos, zorros, cernícalos, perros o por los mismos dueños de casa, quienes, casi en todas las ocasiones, finalmente aceptan vivir con nosotros. A veces elegimos diferentes lugares solo para preparar allí el nacimiento de nuevas crías que renuevan la colonia. También he visto a muchos de los nuestros morir y a otros organizar sus propios grupos para seguir a un líder distinto hacia los campos interiores o, incluso, a las ciudades cercanas, como Puerto Montt o Puerto Varas. Los ratones no nos hacemos problemas, ningún tipo de problemas; si alguien quiere partir, lo puede hacer.

Nuestra colonia se protege; por ejemplo, procura que ninguno de nosotros sienta hambre. Para eso trabajamos en equipo y nos cuidamos mutuamente. Mi caso es excepcional, pues estoy viejo y débil; por lo tanto, siempre recibo ayuda de los demás para alimentarme. A cambio, mi misión es una sola: contar historias.

Entonces fuimos convocados al granero de los Muller. La noche estaba muy oscura, sin estrellas, pero eso, al contrario, nos llenaba de entusiasmo como ratones que somos. El frío que traían los vientos desde el lago apenas nos molestaba, pues en el interior del granero nuestros cuerpos producían calor suficiente para hacernos sentir bien a todos. Los jóvenes, como siempre, eran los más entusiastas, rodeaban la vieja camioneta de Peter Muller y se preparaban para lo que debía ser la única entretención de la colonia. Mientras, dos ratas me ayudaban a subir hacia el techo del automóvil desde donde podía hablar y ser escuchado. Esa operación demoraba, pero nadie se sentía ansioso o exasperado; al contrario, esperaban con paciencia. Cuando por fin me instalaba arriba del capot, contemplaba por unos minutos a mi comunidad y veía esos ojitos negros que anhelantes esperaban mis palabras, que extendían la visión estrecha de ratones siempre escondidos detrás de las paredes, viviendo ocultos la mayor parte del tiempo, asustados, casi como prisioneros. Si se piensa un momento, ese es mi rol en este lugar: demostrar que el mundo existe más allá de la casa de los Muller y más allá de la inmensidad del lago Llanquihue, pero no como una prisión llena de amenazas, sino como un universo de ilimitadas posibilidades.

Cuando el silencio en el granero era completo llegaba el momento de hablar. Los más jóvenes me pedían la misma historia, la que he contado tantas veces que no puedo dejar de preguntarme al final si es real o es una ficción que el tiempo y sus repeticiones han ido modificando y han hecho escapar de mi control. Escuchaba el murmullo que insistía, que me pedía otra vez la historia del canario polaco; solo esa historia es la que querían escuchar esa noche y casi todas las noches. Y entonces no tenía remedio.

El canario polaco

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