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UN DÍA, de regreso de su trabajo en la imprenta, Joseph Suran se encontró con el canario polaco. Desde hacía varios meses su sueldo no le alcanzaba para vivir, y su trabajo se limitaba a escribir tarjetas de felicitaciones, de defunciones y otras del mismo tipo. Los tiempos, además, no eran los mejores: mucha gente había comenzado a emigrar de Europa por culpa de la guerra.

Joseph ese día caminaba de vuelta a su casa. Decidió pasar por un mercado a comprar frutas para su hija. Entonces se encontró con el canario. Un hombre, que fumaba pipa, vendía los canarios, que, según él, provenían de Polonia, y eso los hacía valiosos y especiales. Cuando Joseph vio a uno de ellos, uno de color amarillo y con una pequeña mancha roja en la cabeza como si le hubiera caído una gota de tinta, no pensó en el dinero que escaseaba en su casa, sino en su hija: el canario sería un estupendo regalo para aquellas horas que pasaba sola en la buhardilla.

Por supuesto, cuando llegó al departamento, la señora Marie movió la cabeza y apretó lo labios para no llorar. Estaba segura de que su marido llegaría a ser algún día un gran escritor, aunque ahora trabajara escribiendo para la imprenta del señor Dumay. Amaba en él su sensibilidad, su inocencia a veces, pero también era una mujer práctica y estaba consciente de que las finanzas de la casa eran un asunto importante, y alguien, es decir, ella, debía preocuparse por equilibrar la vida material. Su hija Anne crecía rápidamente y debía ir a la escuela, pero no tenían dinero para pagar su educación.

Después de una hora de disgusto, la señora Marie, que también era una mujer comprensiva y pacífica, decidió que no se enojaría con Joseph y le perdonó la compra de aquel canario amarillo con la manchita roja en la cabeza. Finalmente, dejaron al ave asustada en una pequeña jaula circular. Anne desde el primer momento quedó maravillada con el regalo. Cuando sus padres le preguntaron cómo lo llamaría, respondió que, simplemente, “el canario polaco”; el nombre con el que lo conocimos en esa casa desde entonces.

Esa misma tarde, cuando Joseph bajó a leer el diario al departamento del general Goliat, pues no tenía dinero para comprar el suyo y prefería, además, comentar las noticias con su vecino, la señora Marie y su hija dejaron la jaula cerca de la ventana y decidieron utilizar al ave como modelo para dibujarla. Lo que Anne sabía de dibujar lo aprendió con su madre, quien le corregía y enseñaba pequeños trucos para ensombrecer o para trazar perspectivas, que era lo más difícil para Anne. Así se entretuvieron durante la tarde, hasta que la señora Marie debió ocuparse de preparar la cena. Mientras hervía agua para unos fideos con menta y queso, que era lo único que tenía para cocinar, Anne le preguntó por los canarios a su madre; más bien, cómo era que este, su canario polaco, no cantaba como se suponía debía cantar. La señora Marie reconoció que durante esas horas que llevaban dibujando al canario, este no había abierto el pico, más bien parecía asustado, hasta enfermo. Se dieron cuenta entonces de que el canario no cantaba y de que tal vez no lo haría jamás, que por eso era un canario especial, uno que escondía la cabeza entre las plumas y parecía triste y melancólico la mayor parte del tiempo. Más tarde, la señora Marie le comentó a su marido que, probablemente, el canario no resistiría el encierro de la jaula y moriría. Pero no ocurrió de ese modo, aunque tampoco cambió el ánimo del ave, que permanecía doblando la cabeza sin ningún entusiasmo, a pesar de que le preparaban comida especial de pan remojado en aceite y nunca le faltaba el agua fresca en la jaula. Así, el canario mantuvo un riguroso silencio y la mirada perdida más allá de la ventana, entre los edificios de París.

Esa noche ocurrió algo especial o algo que señalaría la dirección de los acontecimientos que afectarían a aquella familia. Cuando Joseph Suran subió de regreso al departamento parecía preocupado después de conversar con su vecino el general. Se encerró con su mujer en el dormitorio a conversar. Anne permaneció dibujando y preparando la que debería ser la segunda historia del ratón Miau.

Joseph había tenido una larga conversación con el general, quien le transmitió su preocupación y lo que en el barrio comentaban en voz baja. Hacía dos años el ejército alemán había invadido Francia. La ciudad y el país entero no eran un lugar adecuado para permanecer, al menos, no para todos. El general le habló con franqueza: había recibido una carta del inquilino del primer piso, el señor Rousseau, quien trabajaba en la alcaldía. Rousseau estaba preocupado por los Suran o más bien por él mismo: una semana antes había encontrado papeles en la vereda de la entrada del edificio. En ellos se amenazaba anónimamente a Joseph y a su familia; le pedían que se fuera de la ciudad. Rousseau, por su parte, redactó y repartió una carta a todos los inquilinos del edificio para que firmaran una petición en la que se exigía a Joseph abandonar el lugar, pues constituía un peligro si continuaban esas amenazas o si alguna vez se concretaban. Por supuesto, el general Goliat se negó a firmar esa carta, no solo porque la señora Marie trabajaba para él preparando su comida y limpiando, sino porque apreciaba a la familia Suran. A Joseph Suran se le acusaba nada más por su origen judío. Pero también, eso creía el general, por envidia. Hacía cinco años Joseph y su mujer, con ahorros propios, publicaron un pequeño libro para niños titulado El pequeño estudiante Simón, y, contra toda expectativa, tuvo un éxito arrollador en las librerías de París y de algunas ciudades del país. Lo reseñaron en los diarios y permitió a Joseph una pequeña y breve fama, que sirvió más tarde para que lo llamaran de la imprenta del señor Dumay, aunque allí más tarde debió trabajar en asuntos alejados de su profesión de escritor. Pero también con el pequeño libro, ilustrado con los dibujos de la señora Marie, consiguió enemigos, los que veían en el relato una mala influencia para los niños, asunto que por lo demás era muy difícil de probar. La fama como escritor para Joseph duró muy poco tiempo, pero no lo suficiente como para que lo olvidaran sus enemigos, que conspiraban en la sombra contra él.

Lo anterior se lo hizo ver el general Goliat aquella tarde. Finalmente, le aconsejó marcharse de allí, tal vez viajar a Estados Unidos, donde se decía llegaban los emigrantes. Joseph agradeció la preocupación del general, pero había decidido no huir de su país y menos provocado por aquellas amenazas, que consideraba injustas. Joseph preparaba, secretamente, junto a la señora Marie, la segunda parte de su anterior libro, uno que titularían Las nuevas e increíbles aventuras del estudiante Simón, y que tenían casi terminado después de varios años de trabajo. Sabía que con ese libro volverían los enemigos de siempre, pero confiaba también en los lectores sin prejuicios. Tal vez su salida al mercado significara un respiro económico para la familia y la posibilidad de postular a un trabajo mejor pagado que llenara sus expectativas. El primer inconveniente, el mismo que padeció con el primer libro, era financiar su publicación.

Esa tarde Joseph y la señora Marie discutieron sus alternativas y lo que harían en los siguientes meses. Pero como sucede siempre, uno espera que las circunstancias caminen más lento que la realidad, pero estas, por el contrario, se precipitan. Cuando los Suran se dieron cuenta del error de no escuchar al viejo general Goliat era demasiado tarde.

El canario polaco

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