Читать книгу El hijo del siciliano - El millonario y ella - Sharon Kendrick - Страница 6
Capítulo 2
ОглавлениеEMMA miró el edificio Cardini intentando reunir valor para entrar en él. Era una estructura muy bella, construida casi enteramente de cristal en una de las mejores zonas de Londres para dejar bien claro que Vincenzo era un hombre muy rico.
El diseño había ganado varios premios, pero en sus ventanales, Emma podía verse reflejada y lo que veía no le daba mucha seguridad.
Había sido una pesadilla encontrar algo adecuado que ponerse porque toda su ropa era muy práctica; nada que ver con los caros vestidos a los que se había acostumbrado cuando estaba casada con Vincenzo.
Al final, eligió un sencillo vestido oscuro que había alegrado un poco con un collar y había cepillado sus botas hasta que casi podía verse la cara en ellas. Sólo el abrigo era bueno, de cachemir azul marino, con unas violetas de seda bordadas en el cuello y el bajo, como si alguien hubiera tirado las flores allí descuidadamente.
Vincenzo le había comprado ese abrigo en una de las boutiques más caras de Milán. La había dejado dormida en la habitación del hotel para volver poco después con una enorme caja envuelta en papel de regalo.
No había querido ponérselo aquel día porque estaba lleno de recuerdos, pero era la única prenda buena que tenía en el armario. ¿Cuál era la alternativa, además? ¿Ir al cuartel general de Vincenzo Cardini llevando un abrigo barato?
Emma entró en el amplio vestíbulo de mármol y se acercó a la recepción, un camino que le pareció interminable.
La joven que estaba sentada detrás del mostrador le ofreció una aburrida sonrisa.
–Tengo una cita con Vincenzo Cardini a la una.
–¿Es usted Emma Cardini? –murmuró ella, mirando sus papeles.
–Sí, soy yo –asintió Emma.
–Tome ese ascensor hasta la última planta. Alguien la esperará allí.
–Gracias.
Mientras el ascensor subía, Emma se preguntaba cuánto tiempo había pasado desde la última vez que estuvo en Londres y cuánto desde la última vez que estuvo tantas horas sin ver a su hijo. Nunca durante todo un día, desde luego.
¿Estaría bien?, se preguntó por enésima vez. ¿O se pondría a llorar al darse cuenta de que su mamá se había ido?
Pero en la pantalla de su móvil no había ningún mensaje. Le había dicho a Joanna que la llamase en cuanto hubiera el más mínimo problema, de modo que todo debía de ir bien.
«Así que haz lo que has venido a hacer», pensó, respirando profundamente mientras se abrían las puertas del ascensor.
Al otro lado había una guapísima morena con una falda ajustada, el pelo artísticamente sujeto sobre la cabeza y unos pendientes de diamantes. Y, de repente, Emma se sintió como la pobre chica del pueblo que iba de visita. ¿Cuántas mujeres guapas necesitaba Vincenzo a su alrededor?
–¿Signora Cardini?
–Sí.
–Sígame, por favor. Vincenzo la está esperando.
«Pues claro que está esperándome», le hubiera gustado gritar mientras observaba a la morena mover las caderas delante de ella.
«¿Y quién te da derecho a llamar a mi marido por su nombre de pila?».
«Pero no va a ser tu marido durante mucho tiempo. De hecho, no ha sido tu marido en casi dos años y será mejor que olvides esos absurdos celos ahora mismo».
La joven abrió la puerta del despacho con un gesto que parecía indicar que estaba a punto de encontrarse con alguien de enorme importancia y Emma se hizo la fuerte para ver a Vincenzo, como había ido haciendo en el tren.
Pero nada podía prepararla para la realidad de ver a su marido otra vez en carne y hueso.
Estaba frente a la ventana, que ocupaba toda una pared de su despacho, así que a primera vista sólo era una oscura silueta. Pero eso sólo servía para destacar su magnífico físico, todo músculo y fibra, la clase de perfección que los escultores habían usado como ideal masculino desde el principio de los tiempos.
Tenía las manos en los bolsillos del pantalón, en un gesto arrogante… pero Vincenzo Cardini siempre había sido arrogante. Veía lo que quería y lo hacía suyo, así de sencillo. Y normalmente lo conseguía con una mezcla de arrogancia, poder de persuasión y carisma.
Pero ella tenía algo mucho más precioso que todas las posesiones de Vincenzo y no podía dejar que se lo quitase. Y para eso tenía que estar tranquila.
–Hola, Vincenzo.
–Emma –respondió él, antes de murmurar algo en italiano que hizo a la morena salir rápidamente del despacho.
Luego dio un paso adelante y, a pesar de haber ido preparada, a Emma se le encogió el estómago al ver su cara.
Porque era incluso más apuesto de lo que recordaba. Cuando se casó con él, estaba locamente enamorada, tanto que su atractivo le pareció algo secundario. Y luego, cuando el matrimonio empezó a romperse, le había parecido un hombre frío, indiferente. Y había empezado a apartarse de él.
Pero desde entonces habían pasado muchas cosas y todas esas cosas fueron difíciles. Ahora sabía que su matrimonio con Vincenzo había sido un sueño. Aunque aquel día Vincenzo parecía el sueño de cualquier mujer.
Llevaba un traje que sólo podía haber sido hecho en Italia y se había quitado la chaqueta, dejando al descubierto una camisa blanca de seda que destacaba la anchura de sus hombros y el poderoso físico que había debajo. Con la corbata suelta y los dos primeros botones desabrochados, Emma casi podía ver el vello oscuro que había debajo.
Pero era su rostro lo que la hipnotizaba. Un rostro que, se dio cuenta de repente, era una versión dura y cínica de las delicadas facciones de su hijo.
¿Habría sido Vincenzo alguna vez así de dulce?, se preguntó.
Podría definirlo como una belleza clásica de no ser por una diminuta cicatriz en forma de «V» en el oscuro mentón. Sus facciones eran duras, los ojos negros, brillantes como ópalos, pero en su sonrisa había cierta crueldad.
Incluso cuando la cortejaba siempre había sido un hombre duro. Una cualidad que siempre había asustado un poco a Emma.
Siempre la trataba con autoridad. Ella era sólo otra posesión a adquirir, la novia virgen que nunca había conseguido ser lo que él quería que fuera.
–Ha pasado mucho tiempo –dijo Vincenzo, mirándola de arriba abajo–. Dame tu abrigo.
Emma hubiera querido decirle que sólo se quedaría un momento, pero Vincenzo podría ponerse difícil si hacía eso. Además, había aceptado comer con él y sería absurdo hacerlo con el abrigo puesto.
Pero lo último que deseaba era que sus manos la rozasen, un gesto así le recordaría otras noches del pasado…
–Puedo hacerlo yo –murmuró, quitándose el abrigo y colgándolo del respaldo de una silla.
Vincenzo estaba estudiándola con cierta fascinación. Había reconocido inmediatamente el abrigo porque se lo había regalado él, pero el vestido era nuevo… y qué vestido tan horrible.
–¿Se puede saber qué has estado haciendo últimamente? –le preguntó, con una sonrisa desdeñosa.
–¿Qué quieres decir? –Emma consiguió que su voz sonara tranquila aunque, de repente, temía que Vincenzo se hubiera enterado de la existencia de Gino. Pero de ser así no podría mirarla con esa expresión desinteresada. Ni siquiera él era tan buen actor.
–¿Te has puesto a régimen?
–No.
–Pero estás muy delgada. Demasiado delgada.
Eso era lo que pasaba cuando una mujer le daba el pecho a su hijo durante mucho tiempo. Si además tenía que ocuparse de la casa, del jardín, limpiar, cocinar y cuidar de otros niños además del suyo sin nadie que la ayudase, era lógico que hubiera perdido tanto peso.
–Estás en los huesos –insistió Vincenzo.
Antes solía decirle que era una Venus de bolsillo, que tenía el cuerpo más perfecto que hubiera visto nunca en una mujer…
Pero quizá era mejor así, pensó Emma. El grosero comentario dejaba bien claro que su relación con Vincenzo Cardini había muerto del todo. Que no sólo no le gustaba, sino que ya no sentía el menor deseo por ella.
Y, sin embargo, le dolió. Más que eso. La hizo sentirse como una mujer pobre y desesperada que había ido a pedirle ayuda a su marido.
«Pues no lo eres», se dijo a sí misma. «Sencillamente quieres lo que es tuyo, así que no dejes que te deprima».
–Mi aspecto es cosa mía, pero veo que tú no has perdido ni tu encanto ni tus buenas maneras –replicó, irónica.
Vincenzo sonrió. ¿Había olvidado que Emma no se dejaba amedrentar? ¿No había sido ésa una de las cosas que le atrajeron de ella desde el principio? Cierta timidez mezclada con la habilidad de golpear donde más dolía. Junto con su etéreo encanto rubio que lo había dejado boquiabierto.
–Es que estás… diferente –observó.
Antes solía llevar el pelo por encima de los hombros y a él le gustaba porque así nunca caía sobre sus pechos cuando estaba desnuda. Pero ahora le llegaba casi por la cintura, sus ojos azules parecían más hundidos que antes y los afilados pómulos creaban sombras sobre su rostro.
Pero fue su cuerpo lo que más lo sorprendió. Siempre había sido esbelta, pero de curvas generosas, como un melocotón maduro. Ahora, sin embargo, estaba delgadísima. Seguramente era lo que dictaban las revistas de moda, pero a él no le parecía atractivo en absoluto.
–Pero tú estás igual que antes, Vincenzo.
–¿Ah, sí? –él la miraba como un gato miraría a un ratón antes de lanzar sobre él sus letales zarpas.
–Bueno, quizá tienes algunas canas nuevas…
–¿No me dan un aspecto distinguido? –bromeó Vincenzo–. Dime, ¿cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que nos vimos, cara?
Emma sospechaba que sabía perfectamente el tiempo que había pasado, pero el instinto y la experiencia le decían que le llevase la corriente.
«No lo hagas enfadar, ponlo de tu lado. Sigue siendo sosa e imparcial, flaca y poco atractiva, y con un poco de suerte él se alegrará de decirte adiós».
–Dieciocho meses. El tiempo vuela, ¿verdad?
–Tempus volat –repitió él en latín, indicando un par de sofás de piel situados al otro lado del despacho–. Por supuesto que sí. Siéntate, por favor.
A Emma le temblaban las rodillas, de modo que agradeció la invitación. Vincenzo se sentó a su lado y, como siempre, su proximidad la ponía nerviosa. ¿Pero no resultaría un poco absurdo pedirle que se sentara en el otro sofá? Al fin y al cabo, ella no era una niña.
Además, ¿no era ésa otra de las razones de su visita, demostrarle que lo poco que hubo entre ellos había muerto para siempre?
«¿Ha muerto?», se preguntó. «Pues claro que sí, no pienses tonterías».
–Voy a pedir el almuerzo, ¿te parece?
–No tengo hambre.
Vincenzo la miró. Tampoco él, aunque se había levantado a las seis de la mañana y sólo había tomado un café. Le pareció que estaba pálida, su piel, tan transparente que podía ver las venitas azules en sus sienes. No llevaba joyas, observó. Ni esos pendientes de perlas que tanto le gustaban ni la alianza.
Claro, por supuesto. ¿Cómo iba a llevarla?
–Bueno, dime para qué querías verme.
–Lo que te dije por teléfono: quiero el divorcio.
Vincenzo observó que cruzaba y descruzaba las piernas como si estuviera nerviosa. ¿Por qué estaba nerviosa? ¿Por verlo de nuevo? ¿Seguía sintiendo algo por él?
–¿Y por qué quieres el divorcio?
Emma tuvo que hacerse la fuerte para soportar el impacto de su oscura mirada.
–¿El hecho de que llevemos dieciocho meses separados no te parece razón suficiente?
–No, la verdad es que no. Las mujeres son muy sentimentales sobre un divorcio… aunque su matrimonio fuese un fracaso, como el nuestro.
Ella hizo una mueca. Había subestimado a Vincenzo, evidentemente. Era tan listo como para intuir que no aparecería así, de repente, para pedir el divorcio si no hubiera alguna razón de peso.
«Pues dale una razón», se dijo a sí misma.
–Pensé que te alegraría ser libre de nuevo.
–¿Libre para qué, cara?
«Dilo», se animó Emma. «Díselo aunque te ahogue tener que decírselo. Enfréntate a tus demonios de una vez. Los dos habéis seguido adelante, tú has tenido que hacerlo. Y en el futuro habrá otras personas, al menos para Vincenzo».
–Libertad para estar con otras mujeres, quizá.
Los ojos negros de su marido brillaron de incredulidad.
–¿Crees que necesito un papel oficial para hacer eso? ¿Crees que he vivido como un monje desde que me dejaste?
A pesar de la falta de lógica de la respuesta de Vincenzo, las imágenes que despertó esa frase fueron para Emma como un puñal en el corazón.
–¿Te acuestas con otras mujeres?
–¿Tú qué crees? –le espetó él–. Aunque me halagas usando el plural…
–Y tú te halagas a ti mismo con tu falsa modestia –replicó Emma–, ya que los dos sabemos que puedes conquistar a cualquier mujer con sólo chasquear los dedos.
–¿Como te conquisté a ti?
–No quieras reescribir la historia. Fuiste tú quien me cortejó, quien intentó conquistarme. Tú sabes que fue así.
–Al contrario, tú jugaste conmigo. Eras mucho más inteligente de lo que yo había pensado, Emma. Te hiciste la inocente a la perfección…
–¡Porque era inocente!
–Y ése era, por supuesto, tu as en la manga –dijo Vincenzo, mirando arrogantemente sus piernas–. Usaste tu virginidad como una campeona. Me viste, me deseaste y jugaste conmigo hasta que no fui capaz de resistirme. Yo sólo era un hombre siciliano que valoraría tu pureza por encima de todo.
–No, no fue así –murmuró ella.
–¿Por qué no me dijiste que eras virgen antes de que fuera demasiado tarde? No te habría tocado de haberlo sabido.
Emma hubiera querido decirle que se había quedado tan prendada de él, tan enamorada, que las cosas se le habían escapado de las manos. Era un momento muy difícil de su vida y pensó que Vincenzo estaba fuera de su alcance… jamás creyó que su aventura llegaría a ningún sitio. ¿No le había dicho él ardientemente que un día se casaría con una mujer de su tierra, que les inculcaría a sus hijos los mismos valores que le habían inculcado a él?
Y, sin embargo, en el fondo siempre supo que Vincenzo habría salido corriendo de haber sabido que era virgen.
Pero para entonces estaba demasiado enamorada y no quiso arriesgarse a decírselo.
–Quería que fueras mi primer amante –le confesó. Porque había sospechado que ningún otro hombre se parecería a Vincenzo Cardini.
–¡Querías un marido rico! –exclamó él–. Estabas sola en el mundo, sin familia, sin estudios, sin dinero… y viste al rico siciliano como una manera de salir de la pobreza.
–¡Eso no es verdad!
–¿No lo es?
–Me hubiera casado contigo aunque no hubieses tenido un céntimo.
–Pero afortunadamente para ti no era así, ¿verdad, cara? –replicó Vincenzo, irónico–. Porque ya sabías que era rico.
Emma tuvo que apretar los labios para no decirle lo que pensaba. Pero no se pondría a llorar delante de él. Conseguiría lo que había ido a buscar y saldría de allí con la cabeza bien alta.
–Me da igual lo que pienses, no tengo la menor intención de discutir.
–Yo tampoco.
–Entonces, supongo que estarás de acuerdo en que el divorcio es la única solución.
Vincenzo hizo una mueca. No le gustaba cuando se mostraba tan fría, tan distante. Eso la hacía intocable y él estaba acostumbrado a que las mujeres fueran apasionadas.
¿De verdad le preocupaba tan poco la idea de romper su matrimonio de manera oficial como parecía o todo era una actuación? ¿Seguiría sintiendo algo por él?
De repente, y sin previo aviso, se inclinó hacia delante para rozar sus labios y sonrió, triunfante, al verla temblar.
Emma se quedó inmóvil, aunque el repentino galope de su corazón la había dejado sin aire.
–Vincenzo… ¿qué estás haciendo?