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Capítulo 5

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DESPUÉS de pasear un rato por la ciudad, Emma terminó entrando en el elegante baño de unos grandes almacenes para lavarse las manos y atusarse un poco el pelo.

Los comentarios de Vincenzo la habían hecho sentirse poco atractiva y eso era lo último que necesitaba cuando estaba a punto de entrar en uno de los mejores hoteles de la ciudad para soltar aquella bomba.

Su corazón palpitaba como loco mientras entraba en el bar Bay Room, pero enseguida vio a Vincenzo hablando con un camarero, alto y llamativo con su elegante traje oscuro y totalmente cómodo en aquel sitio.

Nerviosa, Emma miró a su alrededor. Sentados a las mesas triangulares con sus distintivos sillones de terciopelo color turquesa estaban los hombres y mujeres más poderosos de la ciudad. Mujeres que llevaban vestidos carísimos y zapatos de tacón que desafiaban a la ley de la gravedad.

Y, a pesar de haberse arreglado un poco en el baño de los grandes almacenes, nunca se había encontrado tan fuera de lugar. Se sentía como uno de esos personajes de las novelas victorianas: una niña sucia y harapienta que había dejado de vender cerillas en la esquina para entrar allí. Si hubiera tenido otra alternativa, se habría dado la vuelta.

Pero ya no tenía alternativa.

Vincenzo la observó mientras se acercaba, sus ojos negros eran inescrutables.

De modo que no había pasado la tarde comprándose ropa, observó, como harían muchas mujeres que estuvieran planeando acostarse con un hombre. Y eso debía de significar que de verdad estaba en la ruina… o que seguía teniendo una gran confianza en su atractivo. O ambas cosas.

–Ciao, Emma –la saludó.

–Hola –dijo ella, sintiéndose ridículamente incómoda al notar que los camareros la miraban como si fuera una extraterrestre.

–El maître acaba de decirme que, por desgracia, no tienen ninguna mesa libre. Pero nos ha servido una copa en la terraza.

–La vista desde la terraza es infinitamente mejor –asintió el hombre, con la afable sonrisa de alguien que acabara de recibir un gran fajo de billetes–. Haré que alguien los acompañe.

Luego chasqueó los dedos y un chico de uniforme, que no parecía tener más de doce años, los acompañó al ascensor.

Los ojos de Emma decían que no creía una sola palabra y el brillo burlón de los de Vincenzo, que le daba igual. No podía decir nada delante de un extraño y él lo sabía. O quizá sabía que estaba en una posición ventajosa y que ella debía seguirle la corriente si quería el divorcio.

El silencio era sofocante mientras subían en el ascensor y se hizo más opresivo cuando el joven botones los llevó hasta una impresionante suite con un salón lleno de flores. Era cierto que la vista era magnífica, las estrellas y los rascacielos resultaban visibles a través de una pared enteramente de cristal.

Pero lo más evidente eran las dos puertas que llevaban a una habitación dominada por la cama más grande que había visto en toda su vida. Era un insulto, pensó.

–¿Necesita algo más, señor?

–No, gracias.

Emma esperó hasta que el chico los dejó solos para volverse hacia Vincenzo, que estaba quitándose la chaqueta.

–Dijiste que íbamos a tomar una copa, pero esto es una suite.

Él sonrió mientras se soltaba la corbata. Así que quería jugar, ¿eh?

–Las dos cosas son compatibles. Bebe todo lo que quieras, cara –contestó, señalando una botella de champán.

–¿Estás diciendo que el maître no hubiera encontrado una mesa para ti abajo si la hubieras pedido?

–Podría haberla pedido, sí –asintió él–. Pero no puedes negar que aquí estamos más cómodos. Y es mucho más íntimo, por supuesto –añadió, sirviendo dos copas de champán con los ojos brillantes–. Quítate el abrigo.

Nunca en su vida se había sentido tan ahogada, como si alguien le estuviera apretando el cuello, robándole el aire. Pero Emma se quitó el abrigo y aceptó la copa que le ofrecía mientras se dejaba caer en el sofá.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez que tomó champán y la quemazón del alcohol le recordó que no había comido nada desde el desayuno.

«Cuéntaselo de una vez».

–Vincenzo… esto no es fácil para mí.

Él se sentó a su lado en el sofá con una arrogante sonrisa. ¿El beso de antes la habría hecho recordar todo lo que se había perdido durante esos dieciocho meses?, se preguntó.

Apartando la copa de su temblorosa mano, la dejó sobre la mesa y pasó un dedo por el severo escote del vestido. Y, al hacerlo, sintió que se estremecía.

–Sólo será difícil si queremos que lo sea… o si tú crees que esto es algo que no es. ¿Por qué no admitir que seguimos sintiéndonos atraídos el uno por el otro?

Emma lo miró, horrorizada. Vincenzo pensaba… de verdad pensaba que había vuelto para hacer un trato con él: un rápido divorcio a cambio de una noche de sexo.

–No me refería a eso.

Pero él no estaba escuchando. La deseaba y parecía transfigurado mientras miraba cómo su agitada respiración hacía que sus pechos se marcaran bajo el vestido… estaba más excitado de lo que recordaba haber estado nunca desde la última vez que hizo el amor con ella. O más bien, la última vez que se acostaron juntos. No había habido amor en ese último encuentro. Tal vez no lo había habido nunca. Quizá lo que sintió por ella no había sido más que el deseo de hacerla suya.

–Me da igual. De hecho, no me importa nada salvo esto –murmuró, buscando sus labios en un beso lento, embriagador.

La besaba como la había besado en el despacho, pero esa vez era diferente. Esa vez no estaban en su territorio, con la posibilidad de que su secretaria entrase en cualquier momento. Y esa vez, Emma sabía que estaba vencida porque en unos minutos tendría que contarle algo que cambiaría su vida de forma irrevocable.

Iba a tener que vivir con el desprecio que Vincenzo intentaba disimular en aquel momento porque la deseaba. ¿Y no lo deseaba ella también? Si era sincera consigo misma, debería admitir que nunca había dejado de desearlo.

¿Por qué no podía tener esa última vez antes de que empezasen las recriminaciones? Un último momento de felicidad antes de que las nubes negras descendieran sobre ella.

–Vincenzo… –murmuró, enredando los dedos en sus poderosos hombros–. Oh, Vincenzo.

Él cerró su corazón a los recuerdos que despertaban esos murmullos, apretándola contra su pecho, sintiéndola temblar, sintiendo el sedoso roce de su pelo. La fiera palpitación de su entrepierna lo tenía encendido y la besó con más pasión de la que había besado a nadie antes, explorándola con los labios como si no pudiera apartarse nunca.

–Tócame –la urgió, con voz ronca–. Tócame como solías hacerlo.

La vulnerabilidad que había en su voz era casi insoportable, tan embriagadora como la temblorosa demanda… ¿o se lo estaba imaginando? Tal vez estaba oyendo lo que quería oír. Pero, en cualquier caso, estaba demasiado excitada como para apartarse, de modo que pasó las manos por su torso, sintiendo el vello bajo la fina seda de la camisa.

–¿Así? –susurró.

–Piu.

–¿Más?

–Sí, más. Mucho más.

Emma deslizó las manos hasta su entrepierna, tocando la indiscreta erección, y él murmuró algo que sonaba como una palabrota en siciliano. Como si no pudiera soportar depender de sus sentidos, aunque lo disfrutaba.

–¿Así?

–Sí, exactamente así. Ah, Emma… –musitó con voz ronca.

Una bruja, eso era.

Vincenzo pasó las manos por su cuerpo, ese cuerpo que conocía tan bien, como si lo estuviera haciendo por primera vez. Y quizá así era, porque le parecía otro. No sólo estaba mucho más delgada, sus pechos también parecían tener una forma diferente… o al menos eso era lo que le parecía tocándola por encima de la ropa.

–Quítate el vestido –le pidió.

Pero a pesar del clamor de su cuerpo, Emma seguía nerviosa. No esperaría que se levantase y empezara a quitarse la ropa para él como había hecho tantas veces cuando estaban recién casados. En vista de su situación, eso sería imposible. Se sentiría como si Vincenzo estuviera comprándola.

¿Y no era así?, le preguntó una vocecita interior.

Pero Emma decidió no escucharla.

–Quítamelo tú.

–Si insistes… –murmuró él.

Eso se le daba bien, por supuesto. ¿A cuántas mujeres habría desnudado desde la última vez que la tuvo a ella entre sus brazos?, se preguntó Emma mientras le quitaba la prenda y la dejaba caer al suelo.

Sus ojos negros la quemaban como un diabólico rayo láser.

–Deja que te mire.

Emma sintió ganas de cruzar los brazos sobre el pecho para ocultarse.

–¡Medias de algodón! ¿Desde cuándo usas medias de algodón? –exclamó Vincenzo entonces.

Desde que dejó de ser la posesión de un millonario, pensó ella. Quizá su marido no sabía que usar medias de seda y ligueros no era compatible con levantarse al amanecer para darle el pecho a un niño.

Pensar en Gino fue suficiente para quedarse momentáneamente inmóvil. Quería parar y decirle que aquello era absurdo. Pero para entonces Vincenzo le había quitado las medias y estaba hundiendo la cabeza entre sus piernas… besándola allí, por encima de las bragas, hasta que ella empezó a moverse, impaciente, con un deseo que era casi insoportable.

–Vincenzo…

–¿Quieres que nos vayamos a la cama?

¿Parar? ¿Tener tiempo para pensar en lo que estaba haciendo? ¿Dejar que la razón y la lógica arruinasen algo que la hacía sentirse viva por primera vez en casi dos años? Sabía que aquello era una locura, pero su cuerpo tenía otras ideas. Y Vincenzo seguía siendo su marido, pensó luego…

–No –susurró, enredando los dedos en su pelo negro como había hecho tantas veces en el pasado–. Vamos a hacerlo aquí.

Su capitulación provocó en él un gemido ronco de placer. Le gustaba su rápida transformación de reina del hielo a sirena. Pero siempre le había encantado la fiera pasión que había bajo ese frío exterior. Esa sensualidad que él había logrado despertar, al menos durante los primeros meses de matrimonio.

Él le había enseñado todo lo que sabía, ¿por qué no iba a disfrutar de los frutos de su labor una vez más, para ver si había mejorado durante ese tiempo?

–Quítame la camisa.

Emma, con dedos temblorosos, hizo lo que le pedía, apartando la suave seda de la más sedosa piel de su torso, acariciando el vello que crecía allí… pero, de repente, Vincenzo apretó su mano.

–Más tarde –le dijo–. Habrá tiempo para eso más tarde, pero ahora…

Estaba quitándose el cinturón mientras Emma pensaba que no habría un «más tarde».

«Díselo ahora», le urgía la vocecita interior.

Pero no le hizo caso. No podía hacerlo porque un gemido escapó de su garganta al sentir los labios de Vincenzo sobre sus hombros y su cuello. Emma se encontró besando su duro y orgulloso mentón, oyendo el gemido de placer masculino.

Qué cruel podía ser el sexo, pensó. No sólo cruel sino insidioso, porque te hacía sentir cosas que no eran reales. Podía hacerte creer que aún seguías amando a alguien… y ella no amaba a Vincenzo. ¿Cómo iba a amarlo después de todo lo que había pasado?

Después de quitarse el pantalón, la tumbó sobre el sofá y se colocó sobre ella. Y, por un momento, el tiempo se detuvo. Vincenzo se quedó inmóvil, como un coloso dorado antes de entrar en su ansiosa y húmeda cueva.

–Vincenzo… –gimió mientras la penetraba con una larga y deliciosa embestida, llenándola completamente.

Él se detuvo y la miró con sus ojos negros opacos de deseo. Y en ellos había un brillo de algo más, algo que parecía ira. Pero no podía ser ira en un momento como aquél.

–¿Vincenzo?

Vincenzo sacudió la cabeza y empezó a moverse de nuevo, odiando el poder que Emma tenía sobre él. Un poder que lo convertía en un muñeco a su merced.

Miró la visión que había debajo de él, los ojos cerrados, las mejillas enrojecidas mientras levantaba sus perfectas piernas para enredarlas en su cintura.

¿No había visto esa misma escena en sueños durante casi dos años? Pero, con toda seguridad, aquello haría que la olvidase para siempre.

–Mírame –le ordenó–. Mírame, Emma.

A regañadientes, ella abrió los ojos. Con los ojos cerrados podía dejar volar a su imaginación. Inventar, fingir que aquello estaba pasando sólo porque dos personas se querían la una a la otra. Qué lejos de la verdad estaba eso, qué complejos eran los motivos que los habían llevado allí.

–Oh, Vincenzo…

–¿Soy el mejor amante que has tenido nunca? –preguntó él con voz ronca, metiendo las manos bajo sus nalgas.

–Tú sabes que sí –contestó Emma, a punto de llegar a aquel sitio mágico donde sólo él podía llevarla. Y antes de lo que esperaba.

Como si estuviera siendo catapultada a las estrellas para bajar luego de manera lenta, deliciosa.

–Vincenzo… oh, oh… sí, sí, sí…

Él sintió sus espasmos y tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse. Veía cómo Emma echaba la cabeza hacia atrás, clavando las uñas en sus hombros. Y entonces se dejó ir, disfrutando de su propio placer. Y no recordaba que nunca hubiera sido tan intenso, dejándolo saciado y profundamente exhausto.

El orgasmo parecía no terminar nunca, pero incluso después de haber terminado se quedó dentro de ella un momento.

Miró entonces su enrojecido rostro, el pelo rubio empapado de sudor. En el pasado lo habría apartado con ternura, pero no ahora… pues tal gesto implicaría algo que no sentía.

Vincenzo se apartó, levantándose del sofá para servirse un vaso de agua en el bar.

–¿Te das cuenta de que estábamos tan entusiasmados que se nos ha olvidado usar un preservativo? –bromeó–. Pero, como los dos sabemos, ése es un tema que no debe preocuparnos.

Incrédula, Emma lo miró desde el sofá. Qué increíblemente cruel decir algo así. ¿Había guardado ese escarnio para el final, después de la intimidad que acababan de compartir? ¿Había intentado herirla como nada más podía hacerlo?

Pues se equivocaba, como estaba a punto de descubrir. Pero su brutalidad le recordaba que no debía hacerse ilusiones sobre Vincenzo Cardini.

–Eso era completamente innecesario –le dijo.

–¿Por qué? Es la verdad.

No la creería cuando le hablase de la existencia de Gino, pensó Emma, buscando sus bragas en el suelo. Iba a decírselo, pero no pensaba estar desnuda cuando lo hiciera.

Él la observó vestirse sin hacer nada para impedirlo. Si la deseaba de nuevo, sencillamente la desnudaría, pero en aquel momento estaba disgustado consigo mismo. Qué fácil era que los deseos del cuerpo escondieran la realidad de una situación, pensó. Pero una vez que la pasión había desaparecido, uno se quedaba mirando los fríos hechos…

Emma ya no era nada más que una esposa desleal que acababa de acostarse con él para conseguir un divorcio rápido.

Suspirando, Vincenzo empezó a vestirse, deseando alejarse de allí lo antes posible.

–Vincenzo… –Emma había terminado de vestirse y estaba arreglándose un poco el pelo–. Tengo algo que decirte.

Él apenas la miró mientras se abrochaba los cordones de los zapatos.

–Ya me imagino.

Ella respiró profundamente. ¿Cuántas maneras había de decirlo? Sólo una, porque las palabras eran tan poderosas que nada podría reducir el impacto.

¿Pero podría decírselo?

–Vincenzo, tienes… quiero decir tenemos… –Emma se aclaró la garganta, intentando controlar los furiosos latidos de su corazón–. La cuestión es que… verás, Vincenzo, tienes un hijo. Tenemos un hijo.

El hijo del siciliano - El millonario y ella

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