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Capítulo 4

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EMMA había conocido a Vincenzo durante un momento difícil de su vida, poco después de la muerte de su madre, Edie.

La enfermedad de Edie había sido repentina y Emma tuvo que dejar sus estudios para cuidarla. Lo había hecho por amor y porque era su obligación, pero también porque no había nadie más que pudiera hacerlo.

La enfermedad había ido debilitando a su madre poco a poco y durante los últimos meses habían buscado una cura imposible. La menor noticia sobre algún nuevo tratamiento era suficiente para firmar un nuevo cheque.

Edie había acudido a curanderos, a adivinos… no comía nada más que albaricoques y durante una semana sólo bebió agua tibia. Se había sometido a terapias de todo tipo en un exclusivo balneario suizo, pero no sirvió de nada; nada podría haberla salvado.

Fueron unos meses terribles y, después de su muerte, Emma se sintió vacía, sin ganas de volver a la universidad.

Pero fue entonces cuando descubrió que prácticamente no tenía nada. Para pagar los tratamientos alternativos, su madre se había gastado todo lo que tenía. Incluso tuvo que vender la casa.

Pero Emma, en una decisión sorprendente, decidió gastarse el poco dinero que le quedaba en el banco. Había visto demasiada tristeza como para planear un futuro que no ofrecía la menor garantía. De repente, la vida le parecía demasiado corta. Quería sol, historia, belleza… de modo que se marchó a Sicilia.

Y allí conoció a Vincenzo.

Fue uno de esos días que para siempre estaría grabado en su memoria. Emma estaba tomando un descanso de su periplo cultural por la isla en una playa preciosa, con un sombrero de paja y un buen libro, dejando que el sol calentase su piel.

Sabía que su aspecto, tan pálido y tan rubio, llamaba la atención por donde fuera y solía cubrirse la cabeza cuando entraba en una iglesia, como era la costumbre allí. Además, siempre llevaba vestidos por la rodilla y apenas se maquillaba.

Pero un día descubrió una solitaria cala cerca de su hotel e hizo lo que llevaba días deseando hacer: quitarse el recatado vestido y nadar alegremente, intentando olvidar la angustia de los últimos meses.

Después debió de quedarse dormida porque cuando despertó había un hombre frente a ella, mirándola. Era alto, moreno y atlético, su pelo negro, despeinado por el viento.

Pero lo había visto antes… ¿quién no se hubiera fijado en un hombre así? Ella estaba tomando un café en la plaza y él había pasado volando en una moto, como la mayoría de los jóvenes sicilianos.

De cerca era incluso más guapo. Y miraba su bañador con una expresión claramente sexual. Quizá debería haberse asustado, pero…

Algo en sus ojos negros y en la curva de sus labios parecía llamarla a un nivel elemental; era algo que no había sentido nunca. Porque Emma era una soñadora y nunca había conocido a nadie que pudiera parecerse a los personajes románticos de las novelas.

Hasta aquel momento.

Llevaba unos vaqueros gastados y una camiseta de manga corta, los pies desnudos estaban medio enterrados en la arena.

–Come si chiama? –le preguntó él.

Le parecía una grosería no contestar. Además, era imposible con esos ojos de ébano clavados en su cara.

–Emma Shreve.

–¿Y hablas italiano?

Ella negó con la cabeza, diciéndose a sí misma que no debería entablar conversación con un desconocido, pero sintiéndose libre por primera vez en siglos.

–No, pero lo intento… no soy de esas personas que van por el mundo esperando que todos hablen mi idioma. Y el italiano no es tan difícil. Lo difícil es entender el siciliano.

Entonces no lo sabía, pero eso era exactamente lo que quería oír un orgulloso siciliano.

–¿Y cómo se llama usted?

–Vincenzo Cardini –contestó él.

Naturalmente, Emma no sabía nada sobre el dinero y la influencia de la familia Cardini. Aquel día pensó que era un chico como los demás, aunque guapísimo y con un carisma extraordinario.

Él se sentó a su lado en la arena y la hizo reír contándole historias. Y cuando empezó a hacer demasiado calor, la invitó a comer en un restaurante cercano. Tomaron sarde a beccafico, el plato de pescado más delicioso que Emma había probado nunca.

Él hablaba de la isla en la que había nacido con una pasión y un conocimiento que hacía que las guías turísticas pareciesen algo obsoleto y aburrido. Emma suspiró mientras le contaba que ya sólo iba a la isla de vacaciones, que el cuartel general de su negocio estaba en Roma. Y luego le hizo todo tipo de preguntas sobre su trabajo para intentar concentrarse en algo que no fuera la belleza de su rostro.

Pero cuando intentó besarla, se lo impidió.

–Lo siento, no tengo por costumbre besar a extraños.

Vincenzo sonrió.

–Y yo no acepto una negativa.

–Pues esta vez vas a tener que hacerlo –replicó Emma.

Pero no habría sido humana si no hubiera sentido algo cuando él puso un dedo sobre sus labios, capturando sus ojos con una mirada oscura que la hizo temblar.

Al día siguiente, Vincenzo fue a buscarla al hotel y ella aceptó, encantada. ¿Cómo iba a decir que no cuando ya estaba medio enamorada de él y Vincenzo de ella?

Un colpo di fulmine, lo había llamado él, con el aire de un hombre que hubiera recibido una visita inesperada.

Por el día le mostraba la isla y le hablaba de su familia. Tras la muerte de sus padres había sido criado por su abuela y tenía montones de primos que «no aprobarían que se vieran», le había dicho.

¿Pero qué le importaba eso a Emma si cada noche le enseñaba un poco más lo que era el placer; un placer que ella nunca había imaginado que existiera?

Se había preguntado entonces si la vería como a una cría inocente, pero Vincenzo parecía disfrutar enseñándola. Para él, eso demostraba que no era una chica fácil como lo eran tantas inglesas. Según Vincenzo, las chicas que iban a Sicilia de vacaciones buscando un «amante latino» entregaban sus cuerpos con la misma facilidad que pedían copas en el bar.

Todo parecía perfecto hasta la noche en la que, por fin, Emma le dejó compartir su cama. Después de hacer el amor, Vincenzo se incorporó para mirarla con si fuera un espectro. En su rostro podía ver una mezcla de emociones: dolor, incredulidad, alegría, rabia…

–¿Por qué no me lo habías dicho?

–¿Decirte qué?

–Que eras virgen.

–¡No sabía cómo hacerlo!

–¿No sabías cómo? –repitió él–. Y has dejado que pasara esto… –añadió, sacudiendo la cabeza–. Te he robado tu virginidad, la más preciada posesión de una mujer.

Pero a la mañana siguiente su furia había amainado y durante los últimos días de vacaciones le enseñó todo lo que sabía sobre el amor.

Cuando llegaron al aeropuerto para decirse adiós, Emma lloró por todo lo que había encontrado e iba a perder para siempre.

No esperaba volver a saber nada de él, pero Vincenzo apareció inesperadamente en Inglaterra para decirle que no podía dejar de pensar en ella, como si hubiera cometido un crimen por ser la causa de su obsesión.

Cuando descubrió que no tenía ni familia ni trabajo, la llevó con él a Roma… y fue allí donde Emma se dio cuenta de que estaba saliendo con un hombre fabulosamente rico.

Vincenzo la instaló en un lujoso apartamento, le compró un vestuario nuevo y la transformó en una mujer que hacía que los hombres volvieran la cabeza.

Emma floreció bajo sus atenciones… aunque se quedó sorprendida al descubrir que la transformación había desatado unos celos terribles en él. Vincenzo sospechaba que incluso sus mejores amigos querían acostarse con ella.

–¿No sabes que te desean?

–Te aseguro que ese deseo no es recíproco.

–No puedo soportar la idea de que otro hombre te toque. Ni ahora ni nunca.

Se casaron poco después, pero Emma empezaba a albergar serias dudas. ¿Se había casado con ella para poseerla o porque se sentía obligado por haberle robado la inocencia? Pero el matrimonio representaba la aceptación de su familia y, sobre todo, lo que Vincenzo deseaba más que nada en el mundo.

–Un hijo –le había dicho durante su noche de bodas, mientras acariciaba su estómago plano–. Voy a poner la semilla de mi hijo dentro de ti, Emma.

¿Qué mujer no se hubiera sentido emocionada? Desde luego, no una mujer tan enamorada como ella. Pero el tenor de su relación cambió drásticamente desde ese momento. Vincenzo parecía tener un propósito cada vez que hacían el amor. Y luego estaba la inevitable desilusión cada mes, cuando el deseado hijo no se materializaba…

En una de sus periódicas visitas a Sicilia incluso su primo favorito, Salvatore, que desaprobaba claramente el matrimonio, habló sobre los hijos. O más bien de la falta de ellos. Y Emma se sintió a la vez dolida e insultada.

Pronto el tema empezó a dominar sus pensamientos, aunque no sus conversaciones porque Vincenzo se negaba a hablar del asunto, y desesperada, Emma fue a ver a un médico inglés en Roma.

La noticia que le dio fue devastadora, pero escondió el informe en un cajón para contárselo a Vincenzo cuando encontrase el momento… aunque no sabía cuándo sería eso.

¿Cuándo era un buen momento para decirle a un hombre que su mayor deseo nunca se haría realidad?

Sin embargo, Vincenzo encontró el informe y estaba esperándola una tarde con el papel en la mano y una expresión de ira que Emma no le había visto nunca.

–¿Cuándo pensabas contármelo? –le espetó–. O quizá no pensabas hacerlo.

–¡Pues claro que sí!

–¿Cuándo?

–En el momento adecuado –contestó ella.

–¿Y cuándo iba a ser eso? ¿Hay un momento adecuado para anunciarle a tu marido que no puedes tener hijos?

–Podemos hacer un tratamiento de fertilidad, podemos adoptar –se aventuró a decir Emma–. O podría ver a otro especialista para pedir una segunda opinión.

–Si tú lo dices…

Nunca lo había visto así, tan desinflado como un neumático al que le hubieran sacado todo el aire.

Su infertilidad los había alejado, eso estaba tan claro como las estrellas en el cielo, pero Vincenzo prefería concentrarse en lo que él llamaba «el engaño». El hecho de que hubiera ido a ver a un médico en secreto, que se lo hubiera ocultado. Hasta que un día Emma se dio cuenta de que por mucho que intentara justificarse y explicarle sus razones, Vincenzo necesitaba culpar a alguien… ¿y a quién mejor que a ella?

Había nadado contra la corriente al casarse con una chica inglesa en lugar de hacerlo con una siciliana pero, además, había elegido mal casándose con una mujer estéril.

Y, para Emma, se había convertido en una sencilla, aunque desgarradora, decisión. ¿Iba a dejar que su matrimonio se destruyera por completo delante de sus ojos, matando incluso los bonitos recuerdos, o era lo bastante valiente como para darle a Vincenzo su libertad?

Él no intentó retenerla cuando le dijo que se marchaba, aunque su rostro se volvió tan frío y aterrador como el de una estatua. Probablemente ni siquiera se daría cuenta de que se había ido, pensó ella amargamente, porque cada día pasaba más tiempo en la oficina y, a veces, ni siquiera se molestaba en ir a cenar.

El silencio con que fue recibida su decisión duró hasta que llegó a la puerta. Cuando se volvió para decirle adiós por última vez, algo en el brillo de sus ojos la detuvo.

–Vincenzo…

Entonces, de repente, él la besó. Y la tristeza y la amargura que había soportado durante los últimos meses desaparecieron mientras la apretaba apasionadamente contra la pared.

Perdió el avión, pero no le importó porque Vincenzo la tomó en brazos después para llevarla al dormitorio.

Por la mañana, Emma abrió los ojos mientras él se vestía y descubrió que estaba mirándola con una expresión helada.

–Vete de aquí, Emma, y no vuelvas nunca más. Ya no eres mi mujer.

Luego se dio la vuelta y salió de la habitación.

Más tarde, en el avión que la llevaba de vuelta a Londres, el dolor y las lágrimas la cegaban.

Y un mes más tarde descubrió que estaba embarazada…

–¡Próxima parada, Waterloo! –la voz del conductor del autobús despertó a Emma de su ensueño. Y, angustiada, se dio cuenta de que estaba en la estación y no había resuelto nada en absoluto.

Como si caminara en sueños, bajó del autobús y entró en la estación para buscar una cafetería, sin fijarse en la gente que se movía a su alrededor. Era raro salir sola, sin su hijo. Le resultaba extraño caminar entre la gente sin estar empujando un cochecito.

Una vez en la cafetería pidió un capuchino, pero la inquietud no la dejaba disfrutar siquiera de ese simple placer. Y era mucho más profunda que la simple preocupación de cómo iba a sobrevivir.

No, su inquietud había sido provocada al volver a ver a Vincenzo… porque sabía que no podía seguir negando la verdad.

Que Gino era su viva imagen.

Cuando sacó la fotografía que llevaba en el monedero, la carita de su hijo hizo que tuviera que contener un sollozo. ¿Había estado negándose a ver el parecido como un mecanismo de defensa para proteger su corazón roto?

En ese momento su móvil empezó a sonar… pero no era el número de Joanna el que aparecía en la pantalla, sino uno desconocido. Aunque Emma sabía quién era.

Con el corazón en la garganta, contestó:

–¿Sí?

–¿Has pensado en mi oferta, cara?

Y, de repente, Emma supo que no podía seguir huyendo. Porque había llegado a un callejón sin salida y no había ningún sitio al que pudiera ir. Vincenzo tenía que conocer la existencia de Gino.

–Sí –contestó pausadamente–. No he pensado en otra cosa. Y tengo que hablar contigo.

¿Por qué no terminar con aquello lo antes posible? ¿Para qué tener que volver a llamarlo y volver a pedirle a Joanna que cuidase del niño cuando ya estaba en la capital?

–Podemos vernos más tarde.

De modo que había cambiado de opinión, pensó Vincenzo, la sensación de triunfo que experimentaba iba acompañada de una amarga decepción. ¿No había disfrutado cuando Emma le devolvió los insultos? ¿No había visto un eco de la mujer de la que se había enamorado en Sicilia? La chica que se mostraba remilgada, la que se había negado a acostarse con él esa primera noche. Y la segunda… y la tercera.

Pero no. Aparentemente estaba en lo cierto: todo el mundo tenía un precio, incluso Emma. Especialmente Emma.

–Esta tarde tengo varias reuniones. ¿Conoces el hotel Vinoly?

–Sí, lo he oído nombrar.

–Nos vemos allí a las seis, en el bar Bay Room.

Emma cerró los ojos, aliviada. Allí podría contárselo y, además, era lo mejor. Vincenzo no podría montar una escena en un lugar público.

–Allí estaré.

–Ciao.

Tendría que llamar a Joanna para decirle que llegaría más tarde de lo esperado y encontrar algo con lo que pasar el rato hasta las seis.

Y buscar la manera de decirle a Vincenzo que tenía un hijo.

Temía pensar en la reacción de su marido pero, pasara lo que pasara, se enfrentaría a ello. Tenía que hacerlo por Gino.

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