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Capítulo I

Nos conocimos

CASADO

Siempre había tenido curiosidad sobre la muerte. Desde pequeña recuerdo que veía a escondidas programas y cosas relacionadas sobre el tema. El concepto de muerte, como lo conocemos, se refiere al final de la vida, pero yo no lo creo así. Creo que es la continuación hacia una vida más elevada, hacia un nivel energético menos primitivo y mucho más pacífico que el mundo en el que vivimos. Estoy segura de que la manera como experimentamos la muerte no es más que una consecuencia de lo mal que los seres humanos hemos tratado a la tierra y de nuestra ignorancia para valorar el corto tiempo que se nos brinda en ella.

Así comienza la historia del que pudo ser un bellísimo cuento, el cuento de G y S, al cual no pude escribirle el final yo misma. El cuento, hasta el día de hoy, más hermoso y a la vez el más triste de mi vida.

Todavía recuerdo cómo te conocí, mi amado Gerardo. Fue durante un verano no muy soleado, pues en mi pequeña ciudad, el sol no alumbra todos los días y las nubes aparecen en cualquier estación del año. Salía de aquel curso en el que pasaría de administradora a ser una vendedora de bienes raíces. Sí, lo sé, siempre me gustó dar giros en mi vida, pero jamás pensé que la vida me daría un giro como el que me dio contigo.

Iba saliendo del cuarto de baño cuando te vi de pie en la recepción. Iba vestida con un pantalón negro y una blusa morada que llegaba hasta mi muslo –el morado es mi color favorito– y me cubría un saco largo negro que desde hace muchos años guardo por ser mi preferido. Mi instinto, como siempre, fue sonreír. Sonreír como si te conociera. Lo hice a propósito para llamar tu atención y, al parecer, lo logré pues ese pequeño gesto dio como fruto una hermosa relación. En realidad, al verte sentí que me eras demasiado familiar.

A pesar de que trabajábamos juntos, en ocasiones te veía y en otras no; pero yo estaba tan inmersa en mis problemas personales que no tenía tiempo de pensar si me gustabas. Pasó un mes desde aquel día antes de que pudiéramos trabajar juntos y por primera vez entablamos una conversación. Te veías tan serio, tan correcto. Tu forma de "inexpresarte" me pareció graciosa. Sé que está mal juzgar el comportamiento de los demás, pero no pude ver en ti a una persona demasiado expresiva.

Recuerdo que aquel día platicamos cosas simples. Ya sabes, lo típico: "¿Dónde vives?", "¿Por qué estás aquí?". Ese día, mientras esperábamos nuestro turno para atender a los clientes –como parte de nuestro oficio, solíamos llamar "pase" a dicho turno–, despertaste interés en mí, así que comencé una conversación:

—Hola, ¿cómo estás? ¿Qué pase eres?

—Bien, gracias. Me tocó el pase 1, pero creo que me retiraré temprano.

—¿Y eso? ¿A qué se debe?

—Es que mi esposa es cantante en un grupo musical que anima fiestas y va a ir a cantar a Michoacán.

—¡Oh, qué bien! —Respondí con cierto gusto.

—Sí, la voy a llevar.

—Y… ¿Cómo se llama tu esposa?

—Alejandra.

—¡Muy bien! Es un bonito nombre.

—Okey. Bueno, pues te dejo porque tengo que ir por ella. ¡Éxito! —dijiste entre risas.

"Éxito" es la palabra más común entre los vendedores de bienes raíces, aunque en ese celoso medio dudo mucho que todos los "éxito" sean de corazón, pero de ti estoy segura de que siempre lo fue.

Esa fue la única vez que hablamos durante semanas. Te veía ocasionalmente, nos saludábamos –"hola", "adiós"–, pero todo era demasiado superficial.

Un día, en una guardia, estaba sentada a un costado de tu jefa. Llegaste y surgió el comentario entre ella y una de tus compañeras:

—¿Supiste lo que pasó con Gerardo?

—No, ¿qué pasó?

—Se separó de su esposa.

—¡Ay, por Dios! Qué difícil.

—Sí, la mujer vino a la oficina a hacer un espectáculo y aquí le llegó la demanda de pensión.

Al oír esas palabras me desconecté de la conversación para pensar: "Qué mujer tan extrema, qué manera de exhibirlo, Dios". Pero rápidamente, con una distracción, mi mente perdió el tema.

Unos días después, me encontraba en las oficinas de la compañía donde solíamos trabajar juntos y sentí una mirada. Me volví y noté que estabas viéndome. Tu forma de observarme me confirmó que yo también te agradaba. Tu mirada reflejaba la intriga y el interés que tenías de conocerme. Al notar que yo también te miraba, no te giraste; al contrario: me veías fijamente, como si yo fuera algo extraño. Estabas tan metido en tus pensamientos que sólo te notaste algo apenado cuando caíste en la cuenta de que yo también te veía, pero sé que estabas preguntándote cómo sería yo. Regresé la mirada a la puerta de entrada al instante y fingí distraerme. A los pocos minutos me fui del lugar.

En ese momento de mi vida disfrutaba mi soledad: llegar a casa y no tener que rendir cuentas a nadie; hacer lo que yo quisiera de mi vida. Yo y sólo yo, sin considerar a nadie más que a mis pequeños perros, que al final hacían lo que yo quería.

Llamaste mi atención y era una lucha constante entre un "me gusta" y un "disfruto estar sola". Esa lucha que se tiene como cuando deseas comer un bocado más de tu platillo favorito, pero ya estás completamente lleno.

Por esos días yo sanaba una herida sentimental que influyó en la decisión de dejar mi antiguo trabajo, y considerando que era un lugar en el cual mi integridad personal se encontraba en gran riesgo, me animé a abandonar la empresa para aventurarme en la venta de casas. Gracias a eso te conocí.

LA PRIMERA GUARDIA JUNTOS

Ya era octubre. El clima estaba mejorando después de una fría y enfadosa época de lluvias. En esos días me gustaba ir a visitar a mi familia. Cuando llegaba a la oficina de mi padre, solía ponerme a trabajar en la computadora un rato mientras convivía con mi hermana Delia.

Disfrutaba cada día llegar a casa a ver televisión, cenar comida de la calle y hacer planes simples para el siguiente día. Después de 8 años de trabajar bajo mucha presión y llena de estrés, este asunto de vender casas era como estar de vacaciones. Controlaba mis tiempos. Si quería dormir hasta las 11 am, lo hacía; si quería desvelarme, de igual forma podía hacerlo sin tener que llegar somnolienta a la oficina. Era el trabajo perfecto para mí… bueno, casi perfecto, porque en el momento en el que inicié mi carrera de vendedora de bienes raíces se vinieron fuertes alzas en los créditos hipotecarios. La gente no estaba comprando casas por miedo a estos bruscos cambios. Me esforcé mucho y logré vender algunas, pero el no tener un salario fijo, cuando estás acostumbrado a manejar tus finanzas con un salario recurrente, es realmente difícil. Mis gastos seguían corriendo y con ellos, intereses que pude haber evitado con una remuneración periódica.

El sistema de trabajo en la venta de casas era simple: tenía tiempo libre, pero un día a la semana era necesario cubrir una guardia dentro del desarrollo inmobiliario de Villas Campestres, del cual promocionábamos casas para venta y, algunas veces, había que acudir a eventos o lugares que la gente adinerada visitaba.

Cierto día recibí un mensaje en el que se me asignaba la guardia de un evento deportivo de padres e hijos en una escuela de prestigio en la ciudad, un colegio donde asisten niños de padres con dinero. Para mí no representaba cualquier escuela, pues ahí estudiaba la hija de mi última tormentosa relación. Sí, la misma relación que influyó, además de otras cuestiones, en la difícil decisión de abandonar mi trabajo anterior. En verdad temía encontrarlo ahí, pues no habíamos acabado en los mejores términos.

Cada vez que me enviaban un rol de guardias, veía quién iba a acompañarme para saber qué tan bien la iba a pasar, pues algo que me encanta es platicar y hacer bromas. Cuando revisé mi lista me llevé una gran sorpresa: Gerardo. El primer pensamiento que vino a mi mente fue "¿Y de qué voy a platicar con él, si es tan serio?"; sin embargo, era trabajo y no podía faltar.

Al día siguiente me levanté con pocas ganas de ir a mi guardia. No quería encontrarme a mi ex y sentía que quizás me aburriría en aquel colegio con mi compañero, aquel serio personaje tan correcto y que, al parecer, no sonreía mucho.

Me arreglé y llegué a tiempo, como procuro llegar siempre. Ahí estabas, sentado en una de las mesas que adaptaron para la exposición de la mañana deportiva. Me senté a tu lado y comenzamos a alistarnos para recibir a los padres de familia: colocamos folletos de nuestras casas en ubicaciones estratégicas y conectamos todo lo necesario para una proyección en el televisor que nos asignaron.

Pasaron las horas y no había nada de trabajo, pero sólo de trabajo porque de lo demás resultó ser un gran día. Platicamos de mil temas: comida, música, vacaciones… me di cuenta de que no eras tan serio como lo parecías.

—¿Vamos a dar una vuelta? —Me dijiste con expresión de aburrido.

—¡Sí, claro! Vamos. —respondí un poco reanimada, pues me había cansado de estar sentada.

—Y, ¿qué deporte te gusta?

—Pues en realidad ninguno. —Reí.

—¿Ni para ver?

—No. La verdad me aburren. Prefiero ver series y dormir.

—¡Qué bárbara! —me dijiste entre risas—. Pues te diré que a mí sí me gusta hacer deporte. A veces soy un poco flojito, pero cuando empiezo a hacerlo, nadie me para. Me gustan mucho el básquetbol, el tenis y, sobre todo, el atletismo.

—¡Uh! Yo no corro, a menos que sea detrás de comida —dije en broma para hacerte reír un poco.

—Deberías hacer un poco de deporte. Es bueno para la salud y muy liberador

—Sí, algún día. La verdad sí me gusta nadar, pero sólo eso.

Seguimos dando la vuelta pacientemente por todo el colegio. Vimos todos los torneos que se llevaban a cabo y comenzaste a hablarme de tu vida.

—¿Y tú tienes novio?

—No. Eso del amor no es lo mío. Mis últimas relaciones han resultado un desastre. De hecho, espero no encontrarme aquí a un ex novio, su hija estudia en este colegio.

—¡Ah, dímelo a mí! La verdad es que creo que no he sabido elegir bien. Me he encontrado personas muy celosas y posesivas. Mis ex parejas me revisaban el celular y se enojaban hasta de que platicara con la señora de la tienda.

—¡Qué cosas! A mí también me ha ido mal. Casi siempre ha sido a causa del alcohol, pero no soy yo quien lo toma…

—Y… antes de esto, ¿qué hacías?

—Pues en realidad estudié para ser chef, pero trabajé en un despacho administrativo por 8 años y ahora la vida me trajo hasta la venta de casas.

—¡Wow! ¿En serio? ¡Yo también! Estudié la carrera de Administración Hotelera y Cocina, en la Ciudad de México. Trabajé mucho tiempo en eso, pero la verdad me ha dejado más la venta de casas, se gana mejor y las ventas me encantan.

—Pues espero que ese sea el mismo destino para mí.

—Verás que sí. Sólo tienes que ser paciente y vender con mucho amor tus productos. Ponte en el lugar de los compradores, diles de qué forma la casa cubre sus necesidades, y siempre después de la venta agradece con un detalle. Es lo menos que se puede hacer después de las comisiones que dejan.

—Sí, tienes razón. Eso haré.

—El día que gustes te puedo apoyar y darte consejos.

—Muchas gracias, Gerardo. Por ahora vamos a recoger el stand, porque está por finalizar la tarde y hay que retirarnos.

—Pero antes… ¿Podrías darme tu teléfono? Digo, por si algo se ofrece.

—Sí. Claro.

Te di mi número telefónico y fuimos a levantar nuestro material. Esa tarde cambió todo mi panorama sobre ti. Me di cuenta de que no eras tan serio. Hacías bromas, te reías y, amablemente, hasta me invitaste un snack. Reitero: ese fue un gran día.

TRABAJANDO EN LAS OFICINAS

Pasaban los días y yo me angustiaba cada día más por mi situación económica. El hecho de no tener un salario fijo era difícil, pues no estaba habituada a no recibir dinero constante. Hacía mi mejor esfuerzo por vender: iba a exposiciones, salía a plazas comerciales, promocionaba con todos mis conocidos mi nuevo trabajo, pero cada día se tornaba más complicado. Era una situación general: hasta los mejores vendedores estaban pasando por lo mismo.

Mi lado mediocre se consolaba pensando que si los mejores tampoco vendían era porque el problema no estaba en mí, sino en la situación económica tan dura que se vivía en el país: el alza de los créditos hipotecarios, la crisis, el aumento de la gasolina que, en esos días, era un tema de verdadera preocupación. Todo esto hacía la labor de venta realmente difícil, aunado a que el desarrollo urbano para el que trabajaba era demasiado caro –desde mi punto de vista– y la población con el poder adquisitivo para una casa de ese nivel se reducía al 10 % del total del estado.

Los vendedores estábamos pasando por una época de crisis –monetariamente hablando– y nos encontrábamos desesperados porque mes con mes teníamos gastos que cubrir. Uno puede dejar de ganar, pero nunca de comer. Ese era el principal problema. Vi a muchos compañeros abandonar su empleo en el desarrollo, pero yo permanecí porque no podía salir sin vender algo más, lo tomé como un reto personal.

A mediados de septiembre, poco después de mi cumpleaños, nos volvió a tocar una guardia juntos, pero esta vez fue en las instalaciones en las que se encuentran las casas. La guardia duraba todo el día y teníamos una hora libre para comer. Llegué temprano, pero tú ya estabas en la casa de muestra, en la cual había una zona de oficinas con cubículos y escritorios para que los asesores de venta pudieran trabajar con sus computadoras. Recuerdo muy bien que entré a las oficinas y te vi sentado en la parte de atrás, yo me senté en los cubículos de enfrente. Ese día en especial me arregle más que otros, pues quería tener la mejor presentación posible para reflejar mis ganas de trabajar.

Las guardias comenzaban a las nueve de la mañana y, en teoría, terminaban a las siete de la tarde; digo "en teoría", porque era posible retirarse antes. Se hacía un sorteo en cada guardia para establecer en qué orden nos tocaría dar la atención a los clientes. Ese día, un poco antes de que la suerte decidiera quién sería el primero en atender a los posibles compradores, me senté en los cubículos como siempre y tú me observaste. No dudaste en poner de pretexto que el sol estaba pegando muy fuerte por la ventana y que mejor te cambiarías de lugar. Te levantaste con tu computadora en las manos y te sentaste junto a mí.

Fue una guardia muy agradable. Todo el día estuvimos platicando de nuestras vidas, de cosas interesantes, de nuestros trabajos y nos reímos mucho. La verdad es que para verte tan serio nunca pensé que fueras tan gracioso. A la hora de la comida recuerdo que ya teníamos hambre y me invitaste a comer a un lugar cerca de ahí:

—Oye, Shei, tengo hambre.

—Sí, ya sé. Yo también muero de hambre.

—¿Qué pase te tocó?

—El 3, ¿a ti?

—El 2.

—Pues no ha pasado ni el uno. Ya ves que estas ventas están demasiado bajas.

—Pues sí deberíamos ir a comer.

Me propusiste ir a un lugar conocido por su buena comida. Yo, un poco dudosa, acepté con la condición de que fuéramos en mi auto.

La historia de nuestra muerte

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