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Capítulo III

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EL COMIENZO DE NUESTRA HISTORIA

Se acercaba una de las fechas religiosas más importantes en México: 12 de diciembre, el día de la Virgen de Guadalupe. Acostumbrabas visitarla año con año, como buen devoto, pero ese año el trabajo no te lo permitió, por lo que sólo le mandaste flores al altar en casa de tu madre, a quien yo no tenía el gusto de conocer todavía.

Por la misma razón, no pudimos vernos ese 12 de diciembre, y aunque ese mismo día acordamos que queríamos ser pareja, la proposición en persona se dio al siguiente día. A pesar de que el encuentro formal fue el 13, nosotros celebrábamos, mes con mes, los días 12, pues ese fue el día que decidimos estar juntos e intentar forjar la relación que siempre deseamos. Francamente fue algo raro: el número 12 estuvo presente y marcó esta historia en muchos aspectos.

El 12 estuvimos todo el día escribiéndonos mientras tú estabas trabajando y yo en casa. Yo te había pasado algunas canciones y entonces me escribiste:

—Estoy escuchando la música que me diste. Quiero conocer todo de ti.

—En realidad me agrada toda la música. Y, ¿cómo va tu día? ¿Ya tuviste algún buen cliente?

—No, aún nada. Espero pacientemente que llegue algo bueno. Quizá por la fecha no llegue. Todos están de fiesta, pero vino una cita y me define el miércoles.

—Esperemos que te aparte. Oye, ¿cómo haces para vender bien?

—Tienes que estar tranquila y contenta con lo que haces y, claro, si trabajas, se te dan las ventas. Toda acción tiene una reacción.—Cuando me dijiste eso, de inmediato vino mi papá a mi mente. Esa era una de las frases que siempre utilizaba, la tercera ley de Newton: "a cada acción corresponde una reacción con la misma intensidad, pero en sentido contrario". Dentro de mí, reí.

—Oye, tienes canciones de videojuegos aquí. —Dijiste entre risas.— En el trabajo piensan que estoy jugando.

—Sí, es que me gustan un poco. —respondí, riendo también.

—Bueno, tengo que irme a comer. Espero que tengas linda tarde.

—Okey, pues. Seguimos en contacto. Linda tarde.

Pocas horas después de habernos despedido, volviste a escribir. Me comentabas que el día anterior habían celebrado el aniversario de bodas de tus papás –los llamaste "mis suegros", pues ya éramos pareja–. Me platicaste que pensabas cocinar la cena para ese día especial, pero tus citas de trabajo no te lo permitieron y fue tu hermana quien ejecutó la receta prometida, la cual tenías en tu plato en ese momento, según me presumiste.

—¿Tienes muchos hermanos, Gerardo?

—Tengo tres hermanos, somos dos hombres y dos mujeres.

—Qué bien.

—Sí, yo soy el más pequeño. Casi todos nos llevamos un año de diferencia, pero nos llevamos muy bien. Oye, estuve escuchando la música que me diste. Hay canciones muy románticas. Eres igual que yo, por eso me gustas.

—¡Muchas gracias!

—Tengo una pregunta.

—Dime.

—¿Por qué no me insinuaste que te gustaba?

—Porque primero estudio el terreno. —dije como explicación.

—Pero al menos una señal…

—Un día que platicamos me comentaste que eras casado y de inmediato decidí no meterme. Ya después fue cuando me entere de que te habías separado, pero en general no me nace ser coqueta. Soy un poco extraña en esas situaciones.

—Me emocioné cuando platicamos en el Instituto Cumbres. Compartíamos muchos gustos y te plantaste en mi cabeza, que por cierto me está doliendo un poco.

—Toma algo. Una pastilla… o algo.

—Sí, ahorita traigo unas muy buenas. Como te decía, me gustaste mucho desde ese día, y tu corte nuevo y color de cabello me encantaron.

—Muchas gracias. Sí, en esa guardia en el Cumbres también me gustaste más. Eres un hombre muy interesante.

—No te decepcionaré. Lo prometo.

—Espero tampoco hacerlo yo.

Esto comenzaba a ponerse cada vez mejor. Las charlas eran más frecuentes y más profundas. Comenzábamos a compartir más que palabras, gustos y sentimientos: compartíamos nuestra vida diaria.

Viste fotos en mis redes sociales, entre ellas aquella de ambos en el Instituto. "Un gran día", me dijiste. A propósito de fotos, me hiciste llegar una de Morgan –pequeño por su edad, grande por su raza–, un dogo de burdeos color canela que adquiriste como mascota para tu hijo, el pequeño Nino. Yo tengo dos chihuahuas, de los que parecen llavero, como me dijiste haciendo alusión a su tamaño. Una cosa más en común: nuestro gusto por los perros.

Quizá un hijo no estaba pensado para nosotros, que recién empezábamos la aventura; además de que francamente no tengo planeado tener uno en mi vida; pero tú propuesta de cuidar juntos a Morgan me pareció aceptable. Entre nuestras pláticas, abordamos algunos temas, como tu poca tolerancia a la sensación de soledad. Añadí:

—¿Tú tienes algún anhelo en tu corazón? ¿Algo que desees mucho?

–—¡Conocer Acapulco! —Como siempre, haciendo bromas; tú ya lo conocías.— Ja, ja, ja, ja. Pues sí, en realidad muchos. Creo que ya te había comentado: tener un negocio, viajar mucho, y tener una mujer con quien compartir todo, que me acompañe en este mundo y me entierre. Ser feliz.

—Muy buenos deseos.

—Espera. Olvidé decir que me gustaría que esa mujer seas tú. —Agregaste con el emoji sonrojado.

—Me halagas mucho. Pues veamos si existe esa compatibilidad. Yo también quiero compartir mi vida y muchos momentos con alguien.

—Sí. Estoy dispuesto a dar lo mejor de mí. De verdad, mientras más te conozco, más cualidades te encuentro. Pero bueno, ya es noche tenemos que dormir. Sueñas con los angelitos. Si me ves, me saludas.

En lo que respecta a los sentimientos, desde el principio fuiste más expresivo que yo. Siempre me decías que me veía hermosa, que sonriera. Me platicabas, como niño, que estabas emocionado. No es que yo no lo estuviera, pero para mí es más fácil expresarme por escrito.

Esa noche dormí emocionada. No podía dejar de pensar en lo que pasaría al día siguiente. Me parecías una muy buena persona y no me equivoqué. Desde el primer momento que nos vimos, hubo un click entre nosotros, muy extraño para ambos. No sólo porque compartíamos gustos y metas, sino porque vernos nos emocionaba, nos ponía nerviosos y la atracción era bastante. Me divertía mucho estar contigo y platicar de lo que fuera. Estaba a punto de enterarme de que eras el hombre perfecto para mí y de que en poco tiempo te convertirías en el amor más grande de toda mi vida hasta hoy.

—Hola, preciosa. ¿Dónde andas?

—¡Hola! Ando aquí en el negocio de mi papá. ¿Y tú?

—Saliendo de ver un carro que tengo en el taller. ¿Te parece si paso por ti a tu casa en media hora?

—Sí, claro. Ahí te veo.

Salí contenta del negocio de mi papá. Manejé hasta mi casa y cuando llegué ya estabas en la entrada del fraccionamiento. La misma entrada en la que me dejaste el día de aquella carta de recomendación que te di. Te hice señas para indicarte que en unos momentos saldría. Metí mi carro y en seguida, sin siquiera entrar a la casa, salí corriendo a encontrarme contigo, emocionada pero tratando de disimular. Me daba pena. Tú, todo un caballero como siempre, al verme te bajaste del auto para abrirme la puerta y me recibiste con un beso en la mejilla.

—Hola, hermosa, buenas tardes. ¿Cómo estás? ¿Cómo estuvo tu día? —dijiste, muy nervioso y a la vez muy contento de verme.

Después del saludo y de acordar el lugar en el que comeríamos, comenzamos el camino a la Ciudad de México, donde viviste tu infancia Lo primero que hiciste después de subir al auto fue estirarte para sacar algo de tu mochila, la cual estaba atrás de mi asiento. Me dijiste "el pretexto para acercarme, ¿verdad?", lo cual me causó bastante gracia. Sacaste del interior de dicha mochila una bolsa llena de gomitas rojas y me dijiste: "Mira, en lo que llegamos, para que no te enojes; con eso de que te enojas cuando no comes..." Pude notar tu felicidad al saber que eras tú quien me sacaba una estruendosa carcajada con tus bromas. Se veía como disfrutabas hacerme feliz en esos momentos.

Todo el camino me contaste tu vida. Me repetiste la historia de tus ex parejas, de tu infancia y de todo lo que te gustaba o te molestaba; de tu vida en Estados Unidos y de por qué te regresaste. Todo para asegurarte de que yo recibiera toda la información posible de ti y te aceptara con todo. Querías ser completamente sincero. Cualquier pregunta la contestabas sin titubear, sin adornos. Dabas respuestas rápidas y crudas. Nunca eras "el bueno", ni "el malo". En tus respuestas no te defendías ni atacabas a nadie. Sólo fluía lo que viviste, lo que sentiste y lo que pensaste. Eso me enamoró.

En general, a lo largo de nuestra relación, me decías las cosas que te habían pasado, pero sin hacer quedar mal a nadie. A pesar del daño que te hicieron no hablabas mal de tus ex parejas, sólo decías que las situaciones llevan a cosas malas. Tampoco te hacías la víctima; siempre reconocías tus errores. Nunca las insultaste, o te expresaste de ellas de una forma grosera, ni "te colgabas flores". Me decías que creías que tu parte de culpa era por tu carácter fuerte y porque exponías tus disgustos, lo cual provocaba que no te aguantaran.

Al ver tu sinceridad, decidí que era justo corresponder con lo mismo: contarte mi historia. Así que te platiqué todas las malas y terribles experiencias que viví con mis ex novios alcohólicos; con mis problemas anímicos; con ciertos problemas mentales, con los cuales luchaba; con otros físicos, como mi prescrita hiperexitabilidad neuronal y lo hice siendo 100% sincera también. Te dije por qué hacía las cosas, cómo empezó todo y cómo es que todo se transformó; cómo pude evolucionar en algunas cosas y como otras me seguían causando mucho conflicto.

Así se fue nuestro largo camino a comer. Entonces bajamos, por fin, con mucha hambre –a pesar de las gomitas–. Me llevaste a un simpático lugar en el que servían carnes. Tenía sitios al aire libre y decidimos sentarnos adentro, ya que ninguno de los dos fumaba. Pedimos cosas al centro de la mesa para compartir y nuestros respectivos platillos. Pasaron cerca de dos horas entre comida, plática, risas y un momento de paz y de mucha emoción al mismo tiempo.

Terminamos de comer, pagaste la cuenta, no me aceptaste ni un solo peso para la comida y propusiste ir por un helado, el cual me ofrecí pagar porque era mi turno de consentirte. Camino a la heladería me fuiste enseñando todos los lugares que frecuentabas en tu infancia: me enseñaste tus escuelas, dónde corrías de niño, los lugares en los que te juntabas a jugar un poco con tus amigos y en los que practicabas deportes. Tanto se iluminaban tus ojos al platicarme, que pude reconocer que aquellos fueron muy buenos tiempos para ti.

Como todo un caballero, no dudaste en bajar del carro y abrirme la puerta para que yo descendiera. Siempre tuviste esos pequeños detalles. Caminamos a la heladería que estaba justo frente a nosotros. El clima era perfecto no hacía frío ni calor. Era tarde, pero aún había bastante luz.

Al llegar a la heladería comencé a ver todos los sabores. Tú me diste una deliciosa opción de zarzamora y pediste una prueba para mí. Definitivamente fue la mejor, ya que tenía un delicioso y fresco sabor. Pediste el tuyo de lo mismo y acordamos comerlos sentados cómodamente en el carro. Mientras saboreábamos nuestro postre, me dijiste:

—Entonces, platícame: ¿qué pensaste de ayer a hoy, de la plática que hemos tenido estos últimos días sobre nosotros?

—Como te comenté, me gustas —dije para ser clara— me gusta platicar contigo, me das confianza; me agrada que tengamos muchas metas en común; y me siento contenta cuando nos vemos.

—Quiero decirte que también disfruto mucho platicar contigo; que me gustas mucho; y que quiero intentar algo serio y bien contigo. He cometido el error de buscar durante años una chica, pero tú llegaste de la nada. No te tuve que buscar y quiero conocerte más, quiero conocer todo de ti, así que… —Me sentí nerviosa, sabía lo que me pedirías y sin dudarlo diría que sí— ¿Quieres ser mi novia?

Cuando escuché estas palabras dentro de mi mente se oyó un grito de emoción que dijo "¡Sí!". Claro que, como todo ser humano, tiendo a disimular mis pensamientos y sonreí Me miraste ansioso de saber la respuesta. Estoy segura que sabías que diría que sí, pero querías escucharlo para creerlo.

"Sí". Lo dije con una gran sonrisa, sin titubear y sin dudar. Tu primera reacción fue darme un abrazo. Todavía tengo ese día presente en mi mente: me abrazaste fuerte y, naturalmente, te correspondí. No me soltabas, así que recargué mi cabeza en tu hombro y estuvimos así un rato largo, abrazados sin decir nada; luego, cuando comenzaste a separarte de mí, pusiste tu cara frente a la mía y me dijiste: "¿Me das un beso?". Me pareció tan particular que me dijeras eso, tan extraño que en estas épocas alguien te pidiera permiso para besarte. Es el 2016, pero en verdad me agradó, me indicó respeto, y lo que hice fue acercarme a ti hasta quedar casi pegados. Sin dudarlo, nuevamente salió de mi boca un "sí". Así fue nuestro primer beso. Hace mucho que no sentía esa sensación tan linda: tus manos rodeando mi cara me derretían, y el beso tierno y lento que me diste provocó en mí los primeros indicios del amor eterno que pronto nacería en mí ser y mi alma.

Durante todo el camino de regreso seguimos platicando de lo contentos que estábamos, de lo bien que nos sentíamos. Platicábamos también de lo que nos gustaba y de lo que no para que pudiéramos llevar una relación lo más sana posible. Sabías mis historias tristes con mis ex y yo sabía las tuyas, por lo que los dos nos teníamos tanto la postura como el entendimiento de que en una relación es necesario dar y también ceder, respetar y, sobre todo, amar. Teníamos la convicción de que esta sería la mejor relación de nuestras vidas.

Estábamos cerca de mi casa y te pedí que me acompañaras a comprar alimento para mis perros. Caminamos por el centro comercial como si fuéramos novios de hace muchos años; la sincronía y la conexión eran inexplicables, muy fuertes. Cuando fuimos a la caja a pagar, te vi parado a mi lado y te tomé entre mis brazos como niña a un muñeco suave, con cariño de verdad. No puedo mentir, no lo hice con amor era muy pronto para ello, pero te abracé con el cariño y la emoción con la que abrazas a alguien cuando sabes que estará a tu lado por mucho tiempo.

Nuevamente me dejaste afuera del fraccionamiento. Platicamos unos instantes, y antes de separarnos me declaraste –muy seguro de ti mismo– tu deseo de que las cosas salieran excelentes, dijiste con decisión:

—Muchas gracias por la oportunidad. Eres una mujer muy linda y no te voy a fallar.

—No tienes que agradecer. También eres un hombre muy lindo y la verdad es que algo raro me pasó contigo.

Te confesé mi sentir con respecto a ti. Ese que era tan diferente a todo lo que mi corazón había sentido antes, algo raro me pasó contigo. Te inquietó un poco mi forma de decirlo, quizá pensaste en algo raro-feo o algo raro-incómodo, pero en realidad fue un algo "raro-conocido". Ese beso y el abrazo que me diste fue como si tuviéramos años conociéndonos y aun así fue muy intenso. Al confesártelo, caímos en la cuenta de que ese sentimiento de no-sé-qué "raro-conocido" también tú lo sentiste.

Vuelven las mariposas a tu estómago y al mío. Me platicaste lo nervioso que estuviste todo el día, el cuidado que tuviste de no hacer algo que me desagradara, como un niño de secundaria que se le declarará a su primer amor. Me hiciste saber que en mí viste a la persona con la que ibas a conocer el amor verdadero –o más sano, como yo lo llamo–, a lo que yo asentí con toda seguridad. Nada podía ser mejor. Nos despedimos como cualquier pareja: otro beso, un fuerte abrazo y un "hasta mañana".

Esa noche entré a mi casa muy feliz, a pesar de que unos meses atrás no quería ni pensar en tener novio. Estaba tan a gusto soltera haciendo de mi vida lo que se me antojaba, que no quería para nada una pareja; pero cuando llegaste, cambiaste mi idea y generaste en mí ese interés que nadie más había podido. Rompiste esa barrera y me sentí contenta. Estaba dispuesta a hacer todo por mantener la paz y el amor en esta relación. Me sentía como quinceañera fascinantemente nerviosa y ansiosa. Antes de dormir, me llegó un mensaje:

—Ya llegué, preciosa.

—Qué bueno que ya estás en casa.

—Muchas gracias. Me gustó mucho esta tarde. También tus besos, pero lo que más me gustó fue tu abrazo en el centro comercial. Tan espontáneo. Sentí cariño.

—Los abrazos reflejan lo que hay dentro.

—¿En serio? Wow. ¡Qué hermosa! Muchas gracias. Me sentí muy nervioso.

—No pasa nada, yo también.

—Sí, y me encanta, nos divertimos.

—Sí, mucho. Me haces reír todo el tiempo.

—Es la idea: pasarla bien, sonreír y darnos mucho, mucho amor y cariño.

—Así es, estoy de acuerdo.

—Bueno. Besos, hermosa. Descansaré y soñaré contigo esta noche.

—¡Besos! Descansa, yo también lo haré.

Esa noche dormí pensando en ti, en nosotros, en cómo sería nuestra vida y esperando que todo saliera muy bien. Entre tantas pláticas, me hiciste saber que tu intención era ayudarme a superar algunos miedos. No sólo esperabas recibir, como muchos otros hombres, también estabas dispuesto a dar, a apoyar y a hacer todo lo que estaba en tus manos por hacerme feliz.

ENAMORÁNDONOS

Pasaron los primeros días de noviazgo y la convivencia era mayor. Empezaste a decirme "mi Cheila" de cariño. Cada mañana recibía una llamada o mensaje deseándome un excelente día y me llenabas de besos, abrazos y sonrisas. Me decías lo feliz que estabas conmigo. Nos veíamos todos los días. Tanto la relación como el cariño fueron creciendo. Estaba descubriendo tu lado más tierno y me encantaba; tanto que no puedo creer como tú amor me convirtió en lo que jamás pensé: siempre fui muy amorosa y muy entregada, pero no cursi. Contigo era inevitable "derramar miel" con tan sólo pensar en ti, y lo mejor es que tu correspondías de la misma manera. Recibía hermosos mensajes de tu parte diciendo cosas como: "Desperté y recordé que eres parte de mi vida, y me sentí feliz. Lindo día, hermosa" o "Quiero que te enamores de mí, bonita".

Cada día era mejor para nosotros. Más divertido y más romántico. Pronto comenzaron los "te quiero" y tus frases "sonríe, te ves más hermosa", "no olvides que me encantas" y "yo te mando un beso más que tu" Me sentía feliz y completa, eras exactamente la mitad que me hacía falta. Cierta mañana me desperté con ganas de enviarte algo que te hiciera vibrar. Quería llegar a tu corazón como nadie lo había hecho, así que comencé a escribir desde muy dentro del alma las siguientes palabras:

Hola, cielo hermoso. Espero que hayas dormido bien. ¿Soñaste conmigo? Porque yo sí; pero, ¿qué crees? Soñé contigo desde mucho antes de conocerte, antes de este trabajo y antes de esta nueva vida. ¿A qué me refiero? Pues es simple: nunca tuve la idea de un príncipe azul, como toda mujer. Nunca pedí siquiera un galán guapo, o con dinero, caballeroso o… ¡yo qué sé! De hecho, creo que nunca pedí nada, pero con cada experiencia me daba cuenta de lo que ya no quería.

Es algo muy curioso. Después de todo esto estuve poco más de un año sola. Durante ese tiempo pude pensar qué era en lo que fallaba y me di cuenta de que justamente se trataba de eso: no pensaba en lo que en verdad quería. Comencé a escribir en mi mente revuelta y desordenada qué deseaba yo de un hombre. Sería la primera vez que contemplaría características y objetivos en este tipo de decisiones; y no me refiero a blanco o moreno, gordo o flaco, me refiero a qué vería yo en su personalidad que me gustara; qué vería yo en su esencia que me enamorara; y qué podía yo ver en sus defectos que me permitieran amarlo. Muchos piensan que soy muy exigente. No es así. Simplemente nadie me interesaba lo suficiente. Fue hasta que me sentí lista que decidí comenzar de nuevo y la única persona que me llenó fuiste tú.

Es muy cierto lo que comentaste: primero es el enamoramiento y luego viene la realidad. Mi realidad es esta: Sheila, 32 años. Mi vida es un caos, si quieres llamarlo así. Soy un poco difícil de sobrellevar. A todo esto, ¿por qué digo que soñaba contigo antes de conocerte? Porque dentro de mi análisis y la realidad que quería para mi vida, soñaba con encontrar a alguien sincero como tú; alguien que me hiciera admirarlo por su franqueza; alguien que me ganara con sinceridad; alguien que fuera tan crudo al contarme su realidad, que me hiciera enamorarme de sus virtudes al grado de querer amar sus defectos; alguien que me gustara tanto como tú y que me llenara de ganas de despertar entre sus brazos.

Ese era mi sueño, y al conocerte lo hiciste realidad. Tú eres ese hombre al que admiro por admitir sus defectos; a quien deseo conocer en lo más íntimo –desde la forma más sencilla hasta la más bonita–; eres el hombre que tiene la mitad de mi alma; eres quien me enamora poco a poco. Estoy en verdad feliz de que aparecieras en mi vida. Estoy deseosa de conocerte enojado, celoso, molesto, triste, feliz. Quiero compartir y complementar cada emoción de tu vida y llenarte de paz, amor y cosas buenas. Cada palabra de este texto está escrita pensando en ti y viene desde lo más profundo de mi alma.

No te idealizo. Estoy consciente de que eres un hombre con una vida muy diferente a la mía; de que tienes un carácter muy fuerte; y de que estás luchando contra demonios que no te han dejado cosas positivas, y eso precisamente me hace quererte más y querer estar a tu lado en tu lucha.

A veces soy un poco callada. En general, para mí es más fácil expresarme de manera escrita, pero te ofrezco cariño, lealtad, fidelidad, respeto, mucho amor y mucha comprensión. Todo se irá dando con el paso del tiempo. Agradezco profundamente tu sinceridad, me has contado parte de tu historia con una confianza plena y yo he tratado de hacer lo mismo. Agradezco también que te hayas acercado a mí, que hayas elegido estar conmigo y permitirme entrar en tu vida.

La historia de nuestra muerte

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