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De luto

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–No comiste nada –dice Reggie. Oyen a Maya con la bebé en la otra habitación; la bebé está llorando, luego va callándose.

–No tengo hambre –dice Mark.

–¿Cómo es eso, gentil primo? –dice Reggie. Le apoya la mano en la mejilla áspera. En la cara de ella hay sarcasmo como siempre, pero también bondad. Luego entra Maya con la bebé, cuyas pequeñas mejillas están empapadas de lágrimas. Al ver a su padre, la bebé le tiende las manos. Maya tiene puesto un vestido sin mangas. Sus ojos, de párpados gruesos, normalmente lánguidos, ahora están rojos y cansados.

–¿No quieres tenerla en brazos? –dice Maya.

–No –dice Mark.

Maya mira a Reggie, que abre los brazos.

Cuando se enteró de que Chariya había muerto, Maya salió de inmediato de su pequeño departamento. Había viento en Nueva York; iba con tapado y guantes y bufanda y sombrero. La luz diurna había desaparecido. Caminó junto a hombres y mujeres y los miraba con nada más que la cara expuesta. Pero a partir de esa pequeña extensión de piel podían captarla a la perfección. Su mente estaba aturdida, su cuerpo hambriento, un hambre que la asustaba. Se quedó dormida en el asiento con una mano sobre la boca mientras su cuerpo volaba hacia el oeste: soñaba que la cogían. Fue Reggie la que se presentó en el aeropuerto a buscarla, con el aspecto tosco que le daba la ropa sencilla de esposa de granjero y la bebé de Chariya en un carrito. De pie bajo el cartel de llegadas, Maya obligaba a sus lágrimas a volver a los ojos con los talones de las manos.

Maya se queda sentada en la bañera un rato largo antes de abrir la canilla. Era el espacio de Chariya, su espacio de maniobras, donde había tomado largos baños y donde había dado a luz. Baldosas azules, paredes azules, toallas azules y una luz plana y gris que entraba por la ventana. Con el pie se las arregla para abrir la canilla, que desborda calor. Se mira el cuerpo, oscilante bajo el agua. ¿Para qué sirve un cuerpo? No hay leche en sus pechos.

–Maya. –La voz de Mark. Viene de lejos y ella alza la cabeza por encima de la superficie traslúcida y cierra la canilla. Entonces la casa queda en silencio. Él vuelve a decir–: Maya.

–¿Qué?

–Dejé…, dejé algo ahí dentro.

–¿Qué?

–Mis anteojos de leer. ¿Los ves?

–No. –Todavía lo siente allí, apretado contra la puerta abierta. Dice–: Hoy encontré siete canas.

–¿Dónde?

–En mi sien izquierda.

–Eres joven todavía.

–Chariya está encaneciendo.

–Estaba. –A lo lejos alcanzan a oír a Reggie con la bebé, haciendo gorgoritos, un sonido de un animal. El sonido de la risa de una bebé. Ha estado quisquillosa, le están saliendo los dientes. Pero en los últimos días ha sentido el cambio en la casa y se tranquilizó.

–Maya.

–No –dice ella.

Cinco o seis, la oscuridad aumenta tranquilamente afuera hasta llenar la habitación. Mariposas blancas extienden las alas contra las ventanas, pero desde el interior son solo formas: negras. Cuando llora la bebé, Maya la levanta y la mece contra su cuerpo. Pronto la bebé se queda dormida. Maya y Reggie empiezan a hablar de Chariya. Desde la otra habitación, Mark escucha el descenso de sus voces. Son tiernas mientras hablan de Chariya.

–Acababa de cortarse el pelo. ¿Te fijaste?

–No –dice Maya.

–Corto como un varón. Como una chica francesa. Le quedaba bien.

–La gente a veces pensaba que éramos gemelas. Pero ella era mayor.

–No sería por mucho.

–Cinco años.

–¿Cinco? No puedo creerlo. Pensé que tendrían menos de un año de diferencia a lo sumo.

Mark piensa en las hermanas juntas. Las dos están a orillas del lago. Chariya no está embarazada todavía. Una entra en el agua y la otra se queda en la costa: una morena, la otra más morena. Entonces son una el reflejo de la otra. Es Chariya la que sale a flote, con los brazos y el pelo extendidos, en el agua verde. Lleva puesto un traje de baño azul que hace parecer dorada la piel del lado interno de sus brazos y muslos. Cuando quiere, puede parecer sublime, muy feliz. Desde alguna parte a él le llega la risa de Chariya y el corazón le da un vuelco. Pero entonces se da cuenta de que es Maya. Maya que empieza a tararearle una canción a la criatura dormida, una canción de cuna que Chariya también cantaba. Una canción de cuna para la hija de él, pero él la acepta como suya. Y se duerme.

Las mujeres están en la cocina a la mañana cuando se despierta Mark. Reggie tiene el pelo húmedo y Maya está sentada muy tranquila a la mesa, con la bebé en brazos. La bebé examina una manzana pequeña que le ha dado Reggie. Todavía no tiene dientes para morderla. Se la lleva una y otra vez a la boca.

–¿Tienes hambre? –dice Reggie. Le da una taza de café.

–Sí –dice él.

Maya se puso un suéter amarillo que había sido de Chariya y una falda azul claro. Reggie está de vaqueros.

–Estabas tan profundamente dormido que pensamos que te habías muerto –dice Maya.

Mark se sienta a la mesa, enfrente de Maya. Ella tiene los dientes de abajo torcidos. Nunca tuvo aparatos, como su hermana mayor.

–No me mires así.

–Tienes un claro problema con las avispas –dice Reggie. Señala a la ventana.

–Pensé que las había agarrado a todas.

–Bueno, no.

–Las va a agarrar el frío.

–El frío no va a hacer nada. Voy a llamar a alguien. –Reggie está examinando la cara de él. Él se ve sentado descalzo en pantalones cortos en su cocina con esas mujeres y se siente ridículo.

–No, llamo yo a alguien –dice–. Llamo yo.

Es una tarea para más tarde, para el anochecer. Reggie prepara huevos. Se sientan a la mesa a comer. La bebé ha dejado la manzana y descontenta se tira de la oreja. Tiene puesto un austero jumper blanco, y con la gorra de su pelo oscuro parece un monje en miniatura. Mark vio una vez un cráneo infantil, en un museo médico, con todos los dientes definitivos listos bajo los de leche. El cráneo que vio era mayor, de una criatura de cuatro o cinco años. Pero Mark ve allí el cráneo de su hija. Hueso tranquilo, y en crecimiento, los dientes en expansión, crujientes como madera hinchada cuando empujan hacia fuera, cortando las encías. La doble sonrisa burlona que perdura en la muerte, mientras que los ojos y la nariz y las orejas se deshacen, se convierten en agujeros oscuros. Alza la vista en dirección a Maya, cuyo mentón está apoyado en la cabeza de la bebé. Cuando ella da vuelta la cara para mirar por la ventana, él contiene la respiración. Por un simple momento, brillante, ella es Chariya, la curva de la mandíbula de color chocolate, los ojos feroces, con pestañas rizadas. Se queda muy quieto y la mira.

–Basta –dice ella, sintiéndolo, enfrentándolo, y empieza a llorar–. Basta, por favor.

¿Lloverá? La lluvia tiembla en las nubes, pero las nubes no se rompen. Mark está cansado, Maya está cansada, Reggie está cansada, incansablemente. Está arreglando la costura reventada de un tapado, de Chariya. Reggie con los ojos entrecerrados a la luz de la lámpara para enhebrar la aguja. ¿Por qué molestarse?

Pero debe molestarse. Ha visto a Chariya con ese tapado una y otra vez. Es la costura que une el pecho con el brazo, bajo la axila izquierda, su brazo de saludar. Chariya está de pie junto al portón y saluda, con el suéter asomándose amarillo en la abertura. La cara morena de Chariya en el portón mientras Reggie da vuelta el coche y retrocede por el acceso. Y Reggie gritó:

–Cuidado, vas a arrancarte la manga entera.

Pero Chariya no tenía tiempo de arreglarse el tapado: ¿por qué si no se cortaba el pelo tan corto? Chariya no tenía tiempo de peinarse. Chariya no tenía tiempo de leer un libro que le gustara. Chariya no tenía tiempo de ir a París. Chariya no tenía tiempo para echarse una siesta.

La casa es vieja y se mueve sobre sus estribos, para asentarse. A Reggie no la sobresaltan los ruidos de la casa, vive calle abajo en una casa vieja que es suya, pero duerme aquí desde que llegó la muerte. Sin dormir, sino acostada insomne en la habitación intermedia entre la de su primo y la de la bebé, siempre en alerta por los lloriqueos cuando se despierta con hambre, y en alerta por Mark, que gime en sueños, nunca palabras, solo resoplidos y gruñidos. Ve en los ojos de él despierto la confusión aturdida de una criatura muy pequeña. Las mejillas secas y cetrinas como un papel, las mismas mejillas que besó ella con bendiciones cuando él se casó, y besó con suaves bendiciones las mejillas suaves de la novia.

Reggie arrastra el hilo a través de la tela. Hace su trabajo al tacto, no con la vista, siguiendo por instinto la curva de la tela. Qué violento el arreglo, la aguja perfora y perfora. Es un buen tapado, un tapado fino, que ha contenido el cuerpo de Chariya durante años, incluso cuando el vientre estaba hinchado de bebé y el botón no llegaba al ojal. Una vez que termina, corta el hilo con los dientes y se cubre los hombros con el tapado.

Cuando llega la nochecita, Mark se ata una bufanda para taparse la boca y saca el veneno. El cielo está hermoso, pende muy bajo, cargado de nubes, y todos los árboles se oscurecen en formas grandes en el patio, el manzano y el limonero y el roble. Él sigue el canal de avispas hasta su fuente. Aun con la escasa luz alcanza a ver el nido apoyado en el espacio que queda entre el techo y la pared de la casa. Parece irradiar luz, aunque pálida, como una luna. A las avispas hay que matarlas al anochecer, una vez que han terminado su trabajo diario y están volviendo a casa. Pero la vez anterior no había sido implacable. El olor del producto químico lo había descompuesto. Las avispas no hacían ruido, drogadas por los vapores. Estaban mareadas y asustadas y no trataban de picar. Le dieron pena y volvió adentro.

Ahora, observa entrar volando a las últimas avispas. Hay una oscuridad total, pero sus ojos se han acostumbrado. Tiene las manos frías. Antes que el producto químico cubra el nido y se seque, salen algunas, vuelan raro, casi como borrachas, luego caen. Él rocía una y otra vez. El resto queda atrapado en esa casa suya. Mueren tranquilas. El olor acre lo circunda, aunque trata de no inhalarlo.

Mark se aleja del nido y aspira una bocanada de nochecita, se la traga. El aire está fragante y fresco y están saliendo las estrellas. Son solo las cinco y media. Adentro, han encendido las luces. La casa se ve alegre. Nunca ha estado parado fuera de su casa, así como ahora, en la oscuridad, solo, mirando hacia dentro. Es una sensación agradable y cómoda estar afuera con frío, espiando hacia dentro como un ladrón, o como un niño que mira la casa del vecino. Alcanza a ver a Reggie que se mueve por la cocina, pero no a Maya. Se quita la bufanda y el aire frío le entra en los pulmones. Lo siente en el pecho. Por un momento se despierta gracias a eso, por fin se ha despertado. Contiene la respiración. Está tan cerca, de sentir goce, el goce el cuerpo. Pero se le va. No puede alcanzarlo. Veneno en mano, lo muerto está muerto. La respiración contenida le sale en un estallido, y desaparece.

La punta de un diminuto diente blanco aparece en la mandíbula inferior de la bebé, como la punta de la luna poniendo a prueba el horizonte. No está centrado sino dispuesto ligeramente hacia la derecha. La bebé se toca el diente con los dedos. Un sabor familiar, casi feo, sabor a rojo. Al principio está la pura sorpresa de la novedad, donde no hay miedo. Pero el miedo llega. Antes era suave, toda suave. Ahora tiene hincada una dureza, que empuja para salir. Siente una voz que crece en sus pulmones como un calor, una voz que crece y crece hasta brotar a chorros por su boca. El sonido es un alivio a su alrededor, la aureola anaranjada amarillenta que ella hace crecer. El diente en la boca y ¿adónde se fue mamá? Mamá y no mamá. Mamá vino cuando ella la llamó, y la alzó. Mamá acarició y lloró. Mamá rio. Y papá besaba dulce pero raspando. Ahora no la besa. Ella tiende los brazos y él se da vuelta. La voz de ella crece y crece y entonces le entra una frescura en la garganta, y se tranquiliza. Levanta los puños y los pies y patea, sintiendo que abajo las extremidades funcionan. Hay silencio en el centro. Es coraje, la bebé. Es el coraje de vivir en un cuerpo en expansión, con extremidades que se elevan hacia fuera, con dientes que empujan hacia arriba, con manos y mente que se vuelven más finas, con ojos que deciden color, con un cuerpo que se endereza de la tierra y se yergue, en peligroso equilibrio sobre dos piernas, y luego avanza, caminando, corriendo, perdiendo dientes, reponiéndolos, rodillas raspadas y sanándose, voz ganando profundidad y seguridad, caderas y pechos en aumento, piel oscureciéndose, estirándose, sangre que se escurre entre los muslos y la muerte siempre, siempre, a las espaldas.

Brazos rodean, brazos alzan. Cuando la mujer mira a la bebé que tiene en brazos, la bebé a su vez la mira con sus ojos de color cambiante, ahora grises, a la luz de la cocina. Los iris son inmensos, como ojos de gato, con casi nada de blanco, la boca imposiblemente dulce. Reggie no quiere bendecir a la bebé porque ¿qué han hecho de bueno sus bendiciones? Le pasa hielo por las encías calientes. Chasquea contra el pedazo de diente. Están en calma, la mujer y la bebé. Su silencio es mamífero y tibio. La mujer puede oler la piel lechosa de la bebé, la bebé puede oler el humilde jabón y el bálsamo para manos de la mujer. Es ella, quizá, la que debería pedir bendiciones de esta criatura, que vendrán a ella, Reggie, cuando esté vieja, con los brazos cargados de lilas fragantes. Poniendo las lilas en un florero, mientras la vieja se mueve por la cocina preparando el té. Y la vieja saca fuerzas y placer, sí, del espectáculo fragante de las flores, pero más todavía del cuerpo fuerte, feliz de la joven, la extensión y dulzura de sus extremidades, el brillo de su cara morena.

Esa noche comen todos sentados a la mesa, toman vino. No es un vino bueno, pero no importa. Empiezan a tomarse el pelo, a contarse chistes, chistes para hacerse reír entre sí. La risa tiene gusto gracioso en sus bocas, mezclado con el gusto amargo del vino, entonces se entusiasman. Cuentan historias de antiguos amantes. Maya tiene los pies descalzos apoyados en las patas de su silla, Mark mira esos pies: le gustaría convertirse en perro y lamerlos, y los huesos gordos de ese tobillo. Amante que solo quería tener sexo en los baños de trenes en movimiento, amante que llamaba a la madre mientras acababa, amante que se excitaba con el ruido del agua corriente. Una amante que siempre se dejaba las medias puestas. Chariya: Mark jamás lo diría. Llanto después de hacer el amor, lágrimas en las comisuras de los párpados. Pero no por tristeza, decía ella, enjugándose la cara y riéndose. No por tristeza.

–Yo dormí con un blanco que se la pasaba pidiéndome que le hablara en hindi.

–¿Y le hablaste?

–Bueno, no sé hindi. Así que empecé a decir nombres de platos de los restaurantes indios.

–¡Qué mal! –dice Reggie–. ¿Y él qué hizo?

–Acabó.

La bebé se cansa. Maya la agarra y la cambia y la acuesta a dormir. Se queda achispada en la habitación a oscuras mirando a la criatura con ojos aguzados por la noche. La criatura está enrollada, con los puños, los pies, apretados contra sí misma, impenetrable en el sueño. Parece feroz en su cuna, da una profunda ilusión de autosuficiencia. Sin pedir nada a la joven que la mira y sin embargo, con la pregunta de todas formas planteada. ¿Va a quedarse ella a hacerles compañía a estas personas de luto, mientras la criatura se hace cada vez más sustancial y encantadora, y se entera de la amplitud y la profundidad de su pérdida? No puede enfrentar esa pregunta. Quiere despertarse en su departamento y sacarse de encima ese sueño como un perro mojado, darse una ducha, tomarse un café bien fuerte y sentarse en la luminosa posibilidad de la mañana. Pero la mañana nunca más volverá a ella de ese modo. Cada mañana va a despertarse con la mancha metálica de la ausencia en la lengua.

En la cocina Reggie ayuda a Mark a guardar la vajilla. Pero ella de repente está exhausta y de pronto la luz de la estancia se vuelve blanca en el centro y se expande.

La mano aferrada al plato se afloja y el plato se hace añicos contra la baldosa azul. Ella se apoya contra la mesada, hasta que los brazos de Mark la rodean y se desploma en esa masa corpulenta, medio despierta, medio en sueños, que pide disculpas a través de labios peludos. Ella puede olerle las lágrimas tragadas pero no tiene fuerzas para sentir lástima. Tiene en el cuerpo un zumbido vívido, el ruido de un tren. Él la alza por encima de los pedazos de plato, pisando con cuidado a los costados con los pies solo en medias, con calma, murmurándole como a una criatura, diciéndole que está muy cansada, que necesita descansar. No la han llevado alzada desde que era una niña, Mark lo hace con facilidad. Pese a su solidez y altura, ella es liviana en brazos de él mientras la lleva a la cama. Él inspecciona ambos pies encallecidos en busca de astillas de loza incrustadas y, cuando no encuentra ninguna, le pregunta si quiere agua. No, dice ella, haciéndole señas de que se vaya. Dice que lo lamenta. “¿Lamentas qué?” Ella no contesta. El dormir se cierne sobre sus ojos con espesor lechoso. Luego lo ha atravesado, sin un sueño que lo suavizara.

–¿Tomó mucho? –Maya de pie en el vano de la puerta.

–Apenas un poquito. Está cansada, nomás, me parece.

–¿Llamamos a un médico?

–Está bien. Dejémosla dormir.

Regresan a la cocina y recogen el plato roto: Maya junta los pedazos grandes en una bolsa, Mark pasa la aspiradora por los rincones de la cocina. Una vez terminada la tarea, dejan la vajilla donde está y abren otra botella de vino. Esta botella es mejor que la primera, es interesante retener el amargor en la lengua. Los dientes de Maya adquieren por el vino un tinte azul, Mark se lo ve cuando ella sonríe.

–Recuerdo cuando nos conocimos. No me gustaste.

Él está cansado por demás para tomárselo con el mejor de los ánimos.

–¿Por qué?

–Parecías demasiado esplendoroso. Un poco arrogante.

–Nunca me habían herido.

–Pero no es mejor así. No estás mejor. Desearía que no te hubieran herido.

Él dice simplemente:

–No tiene sentido desear.

–Fuiste bueno con ella.

Apoya el pie sobre el pie de él por debajo de la mesa, y está frío, él lo siente a través de la media. Luego ella baja la vista. Con mano ausente frota la base de la copa vacía. Es un hombre distinto del que conoció, hace seis años, con un traje elegante. Así como no ha hecho ningún esfuerzo por vestirse en los últimos días, no ha hecho ningún esfuerzo por cuidar y serenar su cara. Sin afeitarse, la piel áspera de un hombre, con pecas y arrugas. Le ve los poros en las mejillas. Le mira la cara como una quiromante mira una mano, y ve el futuro de la cara, con la conmoción profundizada en amarga furia. Ve expandirse espeso por la frente el amor por la criatura. La posibilidad de la crueldad temblando en las tensas comisuras de los labios. Se inclina por encima de la mesa y le besa con suavidad la boca. Por favor no seas cruel. La boca es carne viva, como besar una herida abierta. Por un segundo sus caras se ciernen separadas entre sí, sus cuerpos están quietos, como reflexionando. Luego ella se trepa a él, con las rodillas sobre la mesa para apretarse contra su cuerpo. Los brazos que la abrazan irradian de un cuerpo desesperado. Van a la habitación de Maya, no a la de Mark, y cierran la puerta. Ella se saca el suéter que era de Chariya y la falda y se acuesta sobre el cubrecama. Mark de pie arriba, con aspecto tierno y hostil: un extraño. Ella siente locura en el cuerpo. Por favor no seas cruel. Está mirándola, y ella lo deja, pero se cubre la cara con la almohada. Él la atrae hacia sí y le baja el calzón, libera los pechos del corpiño, los pezones morenos se abultan al encontrarse con el aire azul. Él entonces le introduce la tersa cosa tibia, resbaladiza en la humedad interior, y ella lo aferra con las piernas. Él la alza hacia sí, sus cuerpos apretados, sin espacio, al fin, entre ambos cuerpos, excepto la diminuta, infinita ausencia que permanece entre ellos. El espacio es una pregunta que hace el cuerpo y no encuentra respuesta. ¿Por qué? y ¿Dónde? y ¿Chariya?

Los ojos de Maya están abiertos. Ve la oreja de él, la curva de su cabeza, la puerta cerrada. Siente acabar su furia a través de ella como veneno. Pero va a recibirla, a esa furia, y va a agregarla a la suya. Y la tibieza se le congrega en el centro. Cierra los ojos. Descubre la comodidad del cuerpo en otro cuerpo, el sudor que se junta donde se tocan. Le apoya una mano en la nuca, entierra los dedos en el pelo mullido. ¿La siente él, esa tibieza en el centro, apaciguadora? Él se calma, incluso en el momento en que su cuerpo alcanza el frenesí. La sensación es casi sagrada. El pelo de ella, suelto, el olor a miel en torno a él, cayéndole por los hombros. La voz de ella mordiéndole la nuca, construyendo, construyendo, luego tranquilizándose. El goce del cuerpo sale tambaleante. Están anonadados, asustados por ese goce. Pero ambos lo aferran, reteniéndolo en brazos como a un gato montés hasta que se libera y huye.

Él la baja a la cama. Ella, jadeante, lo mira. Lo ve más humilde que nunca.

–¿Quieres un cigarrillo?

–No sabía que fumabas.

–Chariya me hizo dejar. Tenemos que ir afuera.

Maya se detiene ante la puerta de la bebé para comprobar cómo duerme. Tiene la boca abierta, chupando. Mark y Maya se ponen bufandas y gorras y abrigos y salen por la puerta corrediza al porche trasero. Él saca del bolsillo del abrigo un paquete de cigarrillos y enciende uno con destreza. Ella se mete en la boca un bastón no encendido y finge fumar. Todavía borracha.

–¿La sientes aquí?

–¿Y tú?

Ella menea la cabeza. El frío le quema las yemas de los dedos. Se quedan un rato en silencio.

–Ahí está –dice él y señala el nido. Todavía abultado en los pliegues de la casa como un tumor–. ¿Vas a volver?

–No me lo preguntes todavía.

–Ah, toma –dice él, encendiendo llama en el encendedor y ofreciéndoselo. Ella lo cubre con las manos. Aspira hondo la nicotina, el alquitrán. No hay luna, pero sí estrellas. Fumaba cigarrillos con Chariya. De vuelta en casa desde la universidad para el Día de Acción de Gracias, y Chariya ya trabajando. Colar bebidas y cigarrillos en la prístina casa de los padres y reírse como niñas pícaras. Un ruido animal perfora la oscuridad: la bebé. Es Mark quien apaga en el suelo su colilla y entra. Sin encender la luz, la alza. Es un peso extraño en sus brazos, sus brazos que echaban en falta esa carga. Chariya lo regañaba, diciendo que la bebé jamás aprendería a caminar si él la llevaba alzada a todas partes.

–¿Qué pasa, mi amor?

La bebé se tranquiliza, vigila. Le huele los cigarrillos, pero lo perdona.

–Tiene un diente nuevo –dice Maya, desenrollándose del cuello la bufanda.

–¿Qué tal esto? –le dice él a la criatura, meciéndola, mientras el alcohol abandona su cuerpo. Pronto se queda dormida. La casa está empapada de noche: la noche se ha contraído como un puño en torno a la casa. No importa. Pueden encender todas las lámparas de la casa hasta que arda la mañana.

Un casa es un cuerpo

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