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Mi hermano en la estación

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En el porche delantero, mi hermanito estaba sentado con el gato del vecindario. Lo miraba fijo con mucha atención. Se había agachado, hasta tenerlo frente a frente casi a la altura de los ojos. Al principio el gato siseó y alzó el pellejo como si estuviera asustado. Luego se calmó y se quedó muy quieto. Estaba parado en cuatro patas muy parejas y miraba fijo a mi hermano con sus ojos amarillos brillantes.

–¿Qué estás haciendo? –Me crucé de brazos. ¿A quién le gusta ser hermana mayor?

–Nada –dijo él. No alzó la vista para mirarme. Cuatro años y apenas empezó a perder la gordura de bebé, pero sigue teniendo las manos y los codos blandos como el queso. El pelo estaba creciéndole de nuevo desde la ceremonia de corte que le habían hecho mis padres, con retraso, uno o dos meses atrás. Tenía una mirada seria.

–Ese es mi gato –dije yo.

–No, no es cierto. Es de los Epstein.

–Es mi gato –dije yo de nuevo. No era cierto. Yo a veces atrapaba al gato entre mis rodillas y enseguida le apoyaba la nariz en la panza polvorienta, para absorberle el olor tibio, a pasto. Pero ahora la mirada entre ambos era tan densa que se había vuelto casi física, una cuerda atada entre los dos.

–No le gusta cuando lo aprietas tan fuerte –dijo mi hermano.

–¿Cómo puedes saberlo?

–Me lo dijo él.

–Qué mentiroso.

–Yo no soy mentiroso –dijo él.

–Demuéstralo –dije yo.

–Demuéstralo tú.

–Dile que haga algo.

Mi hermano hizo una pausa, frunció las cejas.

–No quiere.

–Sí, claro. Ya sabía que eras un mentiroso.

Dirigió de nuevo la atención al gato. Tenía en la cara una expresión muy decidida. Se quedaron tranquilos un rato.

–Está bien.

–Hazlo saltar hasta mi mano. –Estiré el brazo a la altura del hombro. El gato me miró a mí, a mi hermano, de nuevo a mí. Luego saltó a mi mano, acometió con la cabeza contra las yemas de mis dedos. Por un segundo me quedé tan anonadada que casi creí que iba a largarme a llorar. Pero no quería que mi hermanito me viera llorar, así que no lloré. Me apreté como un nudo negro–. ¿Me quiere más a mí que a ti?

Mi hermano se encogió de hombros.

–Pregúntale –dije.

–No se puede decir –dijo él.

–¿Por qué?

–Eso dice Ishi.

–¿Quién es Ishi?

No dijo nada. Ni siquiera tenía una expresión maligna en la cara. Sus ojos eran tan oscuros que era imposible distinguir la pupila del iris. Tres semanas antes, cuando murió nuestra abuela, él había dicho que la veía de pie a mi lado. Pero yo pensé que estaba mintiendo o imaginándose cosas como los bebés.

–Ishi dice que tienes una cosa negra mala que te come la parte buena.

–¿Quién es Ishi? –dije yo–. ¿Quién es Ishi?

Esa noche me despertó mi padre sacudiéndome el hombro en la habitación vacía.

–Querida, tenemos que irnos –dijo.

–¿Adónde?

Vino luz desde la sala y cuando mis ojos se acostumbraron vi que estaba vestido. Afuera, una hilera de arbustos perennes que bordeaban la cerca divisoria entre nuestra casa y la de los vecinos rayaba la hierba de sombras tupidas. Vi las sillas playeras y el triciclo de mi hermano solitarios en el patio.

–Tenemos que irnos al hospital –dijo–. Volvemos pronto.

–¿Qué pasa?

–No te asustes –dijo él–. Está todo bien.

Salí de la cama y seguí a papá hasta la sala. Mi madre tenía en brazos a mi hermano, dormido, al parecer, pero no del todo, pues tenía los ojos vidriosos y abiertos. De la boca de mi hermano salía un extraño sonido a chupeteo. En los pies tenía puestas las medias pero no los zapatos, que le colgaban flojos de los tobillos.

–Vuelve a la cama –dijo mi madre.

–¿Puedo ir con ustedes?

–No, querida –dijo papá. Estaba poniéndose la chaqueta–. Si no estamos de vuelta durante la mañana, va a venir la señora Epstein. ¿Está bien? –Y–: ¿Tienes la información del seguro? –le preguntó a mi madre.

Mi madre dijo que sí.

Me trepé a la mesada de la cocina y por la ventana los observé salir. Una vez que salieron, encendí todas las luces de la casa. Traté de entusiasmarme con que me dejaran sola. Encendí el televisor. Pero no había nada para chicos a esa hora. Y mami no tenía nada de comida chatarra en casa. No había nada malo que se me ocurriera hacer. Mis padres ya me dejaban saltar en la cama.

La casa pareció, de repente, aterradoramente vacía. De afuera llegaban los gemidos de un perro, o tal vez fuera un lobo, aunque yo sabía que eso era una estupidez. Me veía reflejada en la ventana, una chiquilla en una cama solitaria y más allá los árboles se convertían en los dedos de una criatura monstruosa. ¿Iban a volver mami y papi? Salí afuera y llamé al gato, y al rato vino. El gato estaba tenso en mis brazos y aunque se retorcía no lo solté.

Poco a poco empecé a cobrar conciencia de los muertos, congregados en los rincones de la casa. No los veía, pero los sentía de la manera en que una sabe que tiene detrás a alguien antes de darse vuelta para mirar. Si hubiera sido mi hermano, él los habría visto, pero refulgirían para él, bellos y benévolos como lunas. Para mí, estaban desangrados de color, sus caras y manos blanco hueso y sus bocas con olor a hojas y madera podridas. En mi mente los veía rodeando mi cama, con las manos tendidas, tendidas. Estaban diciendo ¿qué? La boca no les funcionaba. Estaban tratando de contarme algo, solo que yo no los oía. ¿Qué quería decir mi hermano con lo de la parte mala que se comía a la parte buena? Bajo las mantas puse la cabeza cerca de la del gato, para sentir su respiración en mi oído.

Cuando me desperté, el gato había hecho pis en la alfombra y mami estaba haciendo panqueques. Papá estaba tomando té indio en la cocina.

–¿Cómo pudo saber eso? –decía papá.

–No sé –dijo mi madre. Estaba revolviendo la masa muy fuerte, lo que me hizo pensar que estaba enojada.

–Oírle decir eso, nunca se lo he contado a nadie, y mi madre, bueno, yo no estaba ahí cuando murió…

Mi madre dejó el cuenco y empezó a llorar.

–¿Qué vamos a hacer?

–No tenemos que hacer nada. –Le puso una mano en el hombro–. Está todo bien.

–Me siento tan loca… –Me vio, de pie en el vano de la puerta, y se enjugó la cara–. Buen día –dijo.

–Buen día –dije yo.

–¿Ese que está ahí es el gato de los vecinos? –dijo mi madre.

Asentí.

–Ve a sacarlo –dijo ella, pero no me regañó. Cuando volví, me había puesto un plato en la mesa. Había hecho un panqueque con la forma del ratón Mickey.

–¿Está bien él? –pregunté.

–Sí. Está durmiendo.

Me senté y empecé a comer. Tenía mucha hambre.

–¿Quieres otro? –dijo mi madre.

–Sí –dije yo.

–Este no tiene la forma de Mickey.

–Está bien, no importa.

Terminé la comida y fui a la habitación de mi hermano. Estaba durmiendo de costado con las manos enrolladas en puños tensos. Dormía con los ojos medio abiertos de modo que nunca se sabía. Pero su respiración era lenta y profunda y a veces se le crispaba la boca. Así quieto y sonriente, yo podía fingir que él me quería. Puse mi cara cerca de su cara y puse mi boca al lado de su boca, de modo de poder respirar su respiración. Su boca estaba amarga y erizada, con el gusto feo de la medicina. Me puse muy furiosa. Tenía fuerza suficiente para levantarlo y aplastarlo. Habría podido de veras. Parecía engreído. Él podría haberlos mantenido lejos de mí para siempre si hubiera querido. Soltó un ruidito semejante al maullido de un gatito. Lo escupí. Un globo de saliva le tembló en la mejilla, pero no se despertó.

En estos días, cuando duermo de costado, tengo que ponerme una almohada debajo de la panza para mantenerla en alto. Tenía problemas para dormir incluso desde antes de estar embarazada, a diferencia de mi marido, que no dejaba de dormir ni durante un terremoto si no estaba yo para despertarlo, cosa que una vez le sucedió. En la universidad, cuando dormía sola, la noche era densa, insoportable. Pero ahora, con un cuerpo a mi lado, la noche se convierte en algo que puedo tolerar. Me levanto y voy a la cocina y me permito comer algo, lo que quiera. Últimamente, de lo que vengo teniendo antojo es de suero de manteca, frío y espeso de la heladera. Otras veces voy a tomar leche caliente con un poco de miel. Con frecuencia me pregunto qué clase de madre voy a ser. Mi madre rezaba un montón cuando estaba embarazada de mi hermano. Pero yo no puedo susurrar como ella con las cuentas. Me da pena.

Hace cinco semanas me afeité la cabeza. Hice eso porque los niños de la escuela primaria donde trabajo media jornada me contagiaron piojos y ya me molestaban demasiado. No sabía con certeza si mi cabeza se vería irregular o lisa; mis padres nunca me hicieron a mí la ceremonia del corte de pelo, solo a mi hermano. Recuerdo qué él ni se inmutó cuando el sacerdote sacó la navaja. Mi marido acomodó la palma de la mano en la base de mi cráneo.

–Tus ojos parecen enormes.

–Tal vez debería afeitarme las cejas para realzarlos.

–No te afeites las cejas.

–¿Te parezco rara, acaso?

Él pensó un momento. Estábamos en la cocina, yo en un banco alto y él al lado, de pie, con la mano en mi cabeza.

–Rara no –dijo–. Pero sí peculiar. Las caras más hermosas son peculiares. Un poco descentradas.

–Ah, bueno. Descentrada es lo que me hacía falta.

–No, no lo digo tal cual –dijo él. Me pasó la mano por el cuero cabelludo, áspero para un lado, suave para el otro. El aire se me posaba en la coronilla de una manera nueva, y me sentía trémula y liviana–. Estás… hermosa, por supuesto. Medio brujesca. Ve a mirarte.

Me di vuelta para verme reflejada en la ventana oscura. Como un fantasma nacarado al otro lado del vidrio, mi reflejo me devolvía la mirada. Me pareció más viejo, de repente, de lo que recordaba. Tenía ojos grandes y amoratados, el cuello expuesto, las orejas desnudas. ¿Era la cara de una mala mujer? Al otro lado del vidrio, un gato caminaba por encima de la cerca, una pata delicada delante de la otra. Me llevé las manos a ambos lados de la cara y me estiré la boca en una mueca.

Al día siguiente vi a mi hermano en la estación de trenes, por la que normalmente paso caminando cuando voy al almacén. Iba a buscar leche. Al principio no tenía la certeza de que fuera él, pues justo lo había tenido en mi pensamiento y por unos instantes sentí que ese pensamiento mío había investido de un deseo a un desconocido y le había prestado temporariamente la cara de mi hermano. Pero no era así: era mi hermano. Aunque no lo veía desde hacía muchos años –de hecho, en el lapso de muchos años en que no lo había visto, había pasado de adolescente a hombre–, sus facciones habían viajado con él hasta el presente, la nariz y los labios orgullosos que tenía mi madre y los extraños ojos clarividentes que él siempre había tenido. Parecía tosco. Tenía una barba despareja y las uñas largas, los pantalones, vaqueros, gastados y una chaqueta camuflada varios talles más grande; de todas maneras, lo vi mejor de lo que me esperaba. En realidad no me esperaba gran cosa. Algunos días hasta me había esperado que estuviera muerto.

Me detuve en el andén y lo observé. Estuvo sentado en un banco en una intensa quietud hasta que el tren llegó. No parecía muy consciente de mi presencia. A ojos de otra persona, ¿parecería un estudiante universitario o alguien en situación de calle? Cuando el tren llegó, abandoné mi leche en el andén y me subí. Entré en el mismo vagón por la puerta trasera y me senté unos pocos asientos detrás de él para alcanzar a verle la coronilla. El tren pasó por las partes indeseables de las ciudades, contrafrentes de talleres mecánicos, bordes de pequeñas playas de estacionamiento, basureros, fachadas impasibles de edificios de departamentos que albergaban pobres. Aun sentada, me dolía la espalda, me dolían los pies, sentía la cadera floja y cansada. Si no me hubiera subido al tren, ya habría estado de vuelta en casa, acostada en la cama tomando leche y leyendo un libro. Como sintiendo mi agitación, la bebé empezó a moverse dentro de mí, una especie de giro que me resultó a la vez tranquilizador y no muy agradable: era la misma sensación que una tenía cuando la montaña rusa se inclinaba para el primer descenso o un ascensor empezaba a bajar muy de repente. En esa época de mi embarazo, nos aguantábamos como una especie de clima entre nosotras, la criatura y yo, con mis estados de ánimo, me imaginaba, pasando a ella como un viento o una lluvia y sus movimientos alocados dentro de mí algunas madrugadas como una tormenta eléctrica.

Si llamaba en ese momento a mis padres, ellos me alentarían a hablarle, se olvidarían de lo que se habían jurado entre sí y me pedirían que le ofreciera dinero, lo que tuviese, que le pidiera que volviera a casa. Así que apagué el teléfono. Cuando paramos en la estación final, lo seguí fuera del tren hasta la calle, por el simple placer de observarlo caminar. La manera en que se movía contrastaba con la manera en que me movía yo en cualquier época pero en especial en esa, cuando el embarazo me modulaba cada movimiento, volviéndome más torpe y sin gracia. Ni siquiera de chico mi hermano se encorvaba, caminaba con una confianza inconsciente tanto en su cuerpo como en el mundo circundante. Jamás ocultaba los puños en los bolsillos o los pliegues del abrigo, cada mano con la huesuda elegancia de los gatos. Los pies tampoco, los llevaba metidos en zapatillas rotas cuyas suelas estaban empezando a separarse en las puntas. El pelo lo tenía emplumado de grasa y largo, por debajo de las orejas; los hombros parecían estrechos como los de un niño dentro de la chaqueta. Caminamos por la vereda de una calle ancha, luego por el apiñamiento de Market, luego por Eddy, donde las fachadas de los edificios estaban avergonzadas y tristes. Yo tenía dificultades para seguirle el paso, por lo lenta que estaba, y cansada y sedienta. Estaba ventoso pero despejado en el centro con una luz invernal escasa. Me imaginé que estábamos corriendo una carrera, como cuando éramos pequeños, y que en cualquier momento se daría vuelta para sonreírme: mira, te voy ganando. Conmigo apenas unos pasos detrás, parecía imposible que no sintiera mi presencia, pero no se dio vuelta para mirar. Quizá ya no me reconocía, recordaba, pensaba en mí. Pero no estaba tan apenada por mí misma como para permitirme mucho tiempo ese pensamiento.

Llegamos a un pequeño parque, se sentó, luego me senté yo también, eligiendo un banco no muy lejano. Sacó un cigarrillo y lo encendió. Yo quería un cigarrillo: ese cigarrillo, el que tenía él, para apretarlo entre mis labios. ¿Iba a querer yo a mi criatura de la misma manera en que mis padres lo querían a él, o de la manera en que me querían a mí? Era igual, decían ellos, uno no quiere a su mano derecha más que a la izquierda. Pero ya entonces yo sabía que no era cierto. Una puede querer menos su mano derecha que la emocionante evanescencia del relámpago. ¿Cuál sería mi criatura, la mano o el relámpago? ¿Cuál sería más fácil de querer, de aguantar?

Mi hermano se quedó mirando el humo que producía, o a través, a la gente que habitaba la calle sucia. Su cara tenía el tono penetrante de una persona que está leyendo un libro, es decir que no parecía aburrida, ni tampoco ocupada en sus propios pensamientos, sino más bien totalmente presente en la dirección adonde apuntaba. Si yo hubiera estado apenas un poco más cerca, habría podido recibir el humo en mis pulmones. Pero no sabía cómo estar en las proximidades de animales o fantasmas. Los agarraba demasiado fuerte. El truco, pienso, es mostrar algo de interés, pero no demasiadas ganas. Pero ¿qué hacía una con todas esas ganas?

Llegó una chica, una chica blanca, avanzando por la calle. Parecía joven, muy furiosa, cuando se detuvo delante de él, le arrancó de los labios el cigarrillo y lo apagó con la punta del pie. Dónde has estado, le preguntaba, en una voz lo bastante alta como para que yo la oyera. Tenía pelo largo, castaño claro, que parecía muy bien cuidado, levemente ondulado y suelto, y también su piel parecía bien cuidada, enrojecida por el frío. Mi hermano alzó la vista para mirarla, sereno. No alcancé a oír su respuesta. Ella se sentó a su lado y le apoyó una mano en la mejilla áspera. ¿Tienes hambre?, le preguntó. Sí, lo vi responder. Vamos, dijo ella, voy a prepararte algo. Sentí pena por ella entonces. No. Solo sentí envidia.

Se levantaron juntos. Caminamos un rato juntos, la chica y mi hermano del brazo de un lado de la calle, yo, unos pasos atrás, del otro. Luego llegaron a un edificio de departamentos y no pude seguirlos más. Los observé desaparecer tras las puertas de vidrio.

¿Qué aspecto tienen los muertos? Cada mes la luna va creciendo, y ayer la vi pender dura y madura en el negro como una manzana. No puedo imaginármelo. Justo antes que mi hermano y la mujer entraran en ese edificio, él se dio vuelta. Se dio vuelta para mirarme. Abrió la puerta y se dio vuelta hacia mí y pienso que sonrió. ¿Me miraba a mí, o más allá? Pienso en ese momento muchas veces. Me imagino la vida anidada luminosa en mi interior, él podría haber visto eso, como podía ver las caras de los muertos. Podía haber visto a una mujer calva de ojos rojos. Una desconocida, o una hermana, o nada de nada. ¿Qué ves?, debería haberle preguntado. Haberle interrogado esto: ¿Qué es lo que ves, que yo no puedo?

Un casa es un cuerpo

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