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Clase 2 El traumatismo, a la búsqueda de simbolización
ОглавлениеHoy trabajaremos con un eje que tiene uno de sus extremos en la teoría catártica y el otro en la perlaboración o en la elaboración. El método catártico es una técnica prefreudiana que abarca los años 1882 a 1895 que, por definición, consiste en una descarga adecuada de los afectos patógenos. Por este método, la cura permitiría evocar e incluso revivir los acontecimientos traumáticos, a los cuales se hayan ligados los afectos, y lograr su abreacción, es decir, su descarga.
Como ustedes ven, de entrada y aun cuando se esté hablando de técnica catártica, hay una propuesta que tiene que ver con la ligazón del afecto a la representación, en el sentido de que evocar y revivir los acontecimientos a los cuales se hallan ligados los afectos implica reunir de algún modo el acontecimiento como episodio con el afecto, para darle algún nivel de simbolización. Evocar y revivir también significa que algo está supuestamente olvidado. Tengan en cuenta que en el momento en que se trabaja con esta técnica no estaba definido el concepto de inconciente, no se ha descubierto aún la problemática del inconciente y Freud está trabajando todavía con la concepción de una segunda conciencia regida por las mismas leyes que la conciencia, que sería temporal, que no estaría regida por las leyes del proceso primario. De manera que “supuestamente olvidado” quiere decir que todavía en aquella época el recordar aparece como un patrimonio de la conciencia. Hay que evitar la confusión entre recordar y receptáculo de memoria: el recordar siempre es patrimonio de la conciencia, en la medida en que recordar es evocar algo que no está en el campo presente; mientras que el inconciente es receptáculo de huellas mnésicas, es decir, que el inconciente no recuerda nada, sino que lo que está existe en presencia; por eso, el recordar va a ser siempre patrimonio del preconciente.
La sustentación de la teoría catártica reside, entonces, en que los afectos no han logrado una vía de descarga y permanecen ejerciendo efectos patógenos. En un texto que se llama Psicoanálisis que Freud escribió para la Enciclopedia Británica (16), en 1926, decía que la cura catártica consiste en la liberación de un afecto mal guiado. Hay una diferencia entre eso que planteara Freud en 1926 y la forma en que lo había definido en los escritos sobre la histeria. El concepto de afecto retenido, mal guiado, quiere decir que está mal emplazado. ¿Qué quiere decir mal emplazado?, quiere decir que está ligado a una representación que sustituye a la representación correcta y debido a eso no logra elaborarse. El ejemplo clásico es el del sujeto que ante un duelo congelado llora con otra razón —en el cine, por ejemplo, cuando algún personaje vive una situación de pérdida— y el afecto que está ligado a ese duelo quedó ligado a una representación totalmente secundaria, totalmente arbitraria. Pero que ese afecto esté mal emplazado quiere decir que se ha ligado a una representación que no es la originalmente reprimida.
Entonces, afecto mal emplazado o mal guiado es que no ha logrado una descarga por vías normales. El tratamiento catártico, decía Freud, lograba notables resultados terapéuticos, pero estos resultados ni eran duraderos ni eran independientes del vínculo personal del enfermo con el médico. Esta es una problemática fundamental para nosotros, en la medida en que la catarsis en sí misma no produce una resolución sintomal a largo plazo, sino que produce un alivio circunstancial del síntoma. La técnica catártica, en su origen, estaba relacionada con la hipnosis, y una de sus características es el desdoblamiento del sujeto en el momento hipnótico; lo cual pone en evidencia otra cuestión: no basta con que algo emerja en la conciencia o en lo manifiesto, si el sujeto no es capaz de significar eso que emerge. Por eso, la hipnosis no garantizaba curación a largo plazo, porque el sujeto era incapaz de incorporar aquello que había aparecido porque en realidad el inconciente es otro y en la medida en que el inconciente es otro, extraño para el sujeto, este no puede reconocer como propio aquello que existe sino a través de la perlaboración.
En esto consiste el beneficio de la perlaboración, en que al oírse, el sujeto integra en una nueva serie psíquica aquello que siente ajeno a sí mismo. Oírse implica la posibilidad de darle una significación diferente. Si el sujeto emite un lapsus (por supuesto que, a veces, hay una especie de horror en el sujeto al oír lo que emerge del inconciente), en el momento de la emisión de un lapsus inmediatamente se tiende a rellenarlo con “¡Ay!, me equivoqué”. Cuando uno tiene entrenamiento psicoanalítico, lo que hace es darle una racionalización que tampoco sirve para nada, pero de lo que se trata en el lapsus es de encontrar esa significación reprimida, algo que explique la emergencia del contenido inconciente en el plano de lo manifiesto. No alcanza con que algo esté en lo manifiesto para que al sujeto le sirva para cambiar su posición de sujeto. Lo fundamental es que a través del reconocimiento de eso que emerge del inconciente, el sujeto tiene la posibilidad de ligarlo para reconocerlo como propio y darle la significación que lo haga variar en su posición de sujeto. La pregunta que uno se puede hacer a esta altura de la historia y con tantos años de psicoanálisis detrás es: ¿qué es lo que impide la descarga del afecto? (Vamos a ver luego un ejemplo de un grupo de niños que llegan con barbijos a las reuniones). La descarga del afecto no es impedida por un medio externo. Creo que esto es la profunda confusión que existe cuando surge el problema de querer que la gente hable; si la gente no puede hablar es porque hay algo desde el interior mismo que impide la emergencia de lo reprimido. En todo caso, de lo que se trata es de ver qué es aquello que se lo impide o dificulta.
Pero, la represión, por otra parte, es definida en algún momento por Freud como el elemento que produce la disociación entre el afecto y la representación, de manera que es la represión la que va a posibilitar que un afecto quede mal emplazado o quede ligado a otra representación, en la medida en que, justamente, es a través de la libre circulación de cargas del inconciente que pueden volver a reunirse en el inconciente la carga y la representación, aunque se reúnan de una manera espuria. Hay una larga y vieja discusión en psicología respecto a si hay sentimientos reprimidos o no. Para Freud, no los hay, salvo en sentido descriptivo. Dice en la metapsicología que sólo podemos decir que hay un sentimiento o un afecto reprimido por après-coup, es decir, cuando lo volvemos a reconocer porque emerge en otro lugar que el que suponíamos que debía estar y entonces decimos que estaba reprimido.
En el inconciente, el afecto es carga. Lo único que se puede hacer con el afecto al reprimirlo es suprimirlo; la represión es algo que cae sobre las representaciones, mientras que sobre el afecto lo que recae es la supresión, es decir, su descualificación y la transformación en cargas que circulan entre las representaciones en el inconciente. Cuando el afecto reemerge en la conciencia, puede hacerlo de dos maneras: no ligado a una representación, es decir, en forma pura, y ese es el modelo de la angustia. Por eso, podemos definir la angustia como el afecto que emerge en la conciencia descualificado, sin ligazón con una representación. Esto es fundamental para el problema de la simbolización: el afecto es algo que aparece desligado de una representación y que sólo puede ser definido a través del cúmulo de sensaciones que el sujeto experimenta y que están a mitad de camino entre lo psíquico y lo somático, por eso tiene características de palpitaciones, de nudo que aprieta en la garganta, de algo que molesta en la panza, de algo que produce sudoración de las manos, de algo que produce un corte de la respiración, porque, en realidad, es el afecto descualificado no ligado a una representación.
Cuando la carga se liga a una representación estamos en el terreno del sentimiento, del afecto cualificado, y ahí es donde ubicaremos el miedo. Esta es la diferencia entre angustia (carga descualificada que emerge) y miedo (afecto ligado a una representación); es una forma de simbolización mayor que posibilita la relación entre el afecto y la representación, es decir, el miedo es aquello que permite una simbolización, ya que el sujeto sabe a qué le teme. Volviendo al problema de la disociación entre el afecto y la representación, digamos que jamás la catarsis sería la emergencia de un afecto puro, sino el emplazamiento de un afecto que se liga a un tipo de representación. En tal sentido, ninguna cura analítica está exenta de un aspecto catártico, no hay ninguna cura analítica donde de algún modo no se revivan afectos que queden ligados a representaciones y, al reemplazarse, determinan determinadas emociones. Y así como es impensable una cura sin reviviscencia, sería impensable, en cuanto a los objetivos de una cura, que no se supere la reviviscencia, yendo a la búsqueda de la perlaboración. Por eso, la catarsis no es el núcleo de la cura. Esto es muy importante, no se trata simplemente de quitar el tapón y que aparezcan las cosas.
Veamos cómo se relaciona lo que acabo de mencionar con la problemática del síntoma. Desde Freud en adelante, en las psiconeurosis de defensa, el síntoma es definido como un momento aislado de cierto acontecimiento traumático que al mismo tiempo se esclerosa, se aísla del conjunto de la vida psíquica. Tengan en cuenta que cuando Freud describe esto, todavía no tenía trabajado el concepto de inconciente y por eso no puede plantearse que en realidad este aislamiento del conjunto de la vida psíquica no es algo fortuito en los seres humanos, y que no se da solamente con el síntoma, sino en toda la vida anímica, en la medida en que siempre hay un espacio que está aislado del conjunto de la vida psíquica. Pero lo que sí podemos retomar es esta idea de esclerosamiento, de algo que permanece idéntico, de algo que se mantiene igual a sí mismo. La compulsión de repetición se relaciona con esto; al no poder incluirse en una cadena significante de la vida anímica queda un elemento del existente aislado que insiste buscando su ligazón, su inserción en una cadena simbólica que le otorgue un sentido.
En Vida y muerte en psicoanálisis (17), Laplanche retoma el caso de Emma descripto por Freud, para demostrar que el traumatismo se produce en dos tiempos. Hay un primer episodio traumático, en el momento en que la muchacha —una joven hístero-fóbica cuyo síntoma era una dificultad para entrar sola a comprar a las tiendas— no tiene la menor idea de qué es la sexualidad, entendida en el sentido de genitalidad. A la edad de 8 años fue dos veces sola a comprar golosinas. La primera vez, el pastelero le había tocado los genitales a través de la tela del vestido. Luego vuelve por segunda vez y eso es lo que ella se reprocha, como si con eso hubiera sido ella la que provocó el atentado. Pero lo que desencadena su fobia es otro episodio acontecido a los doce años. Esta sería una segunda escena. Cuenta la joven que, a esa edad, entró a una tienda a comprar algo y vio a dos empleados riéndose entre ellos, ante lo cual echó a correr presa de susto. Allí —plantea Laplanche— se constituye el traumatismo, se resignifica lo anterior que tenía un contenido sexual reprimido y se establece de alguna manera la emergencia sintomal. La idea de que los dependientes se ríen de ella es un síntoma paranoico que da cuenta de algo que fue a la búsqueda de lo que los antiguos, los patriarcas del psicoanálisis, llamaban traumatofilia.
La repetición en sí misma no amplía el conocimiento que el sujeto tiene acerca de su propio inconciente ni acerca de sí mismo. Esto es como la vieja discusión, en política, acerca de la praxis; la praxis en sí misma lo que ha demostrado es que los pueblos pueden repetir sus errores 20, 30 y 50 veces a lo largo de los años. Lo único que posibilita la transformación es la reflexión sobre esa praxis. De manera que en el sujeto psíquico es lo mismo: el sujeto repite, pero repite a la búsqueda de una significación capaz de transformar esa vivencia traumática. Pero, en la medida en que se repite, el traumatismo se engarza en series traumáticas cada vez mayores y se va cristalizando el síntoma. Esta repetición que caracteriza el síntoma se podría considerar como el llamado a la búsqueda de sentido. Y allí es donde aparece el problema de la simbolización: la función de los terapeutas es responder a esa búsqueda de sentido. Es decir, otorgar formas de simbolización y de significación que desanuden las simbolizaciones espurias o las simbolizaciones que no han logrado insertarse en las cadenas psíquicas para organizar nuevas formas de significación que rompan la compulsión de repetición.
¿Qué es lo que liga una simbolización? Hay dos teorías para responder a esta pregunta: una plantea que una simbolización puede ligar dos representaciones; la otra dice que una simbolización puede ligar un afecto y una representación. Tomen el ejemplo clásico del caballo en el pequeño Hans (18), del miedo al caballo de Juanito. Juanito le tiene miedo al caballo, ahí no hay una relación entre el afecto y la representación. Esto se dio cuando Juanito pasó de la angustia al miedo, él tenía un afecto flotante y en el momento en que lo consolidó en el caballo como atacante pudo establecer una relación entre afecto y representación y logró una simbolización, patógena o no, pero la hizo como pudo. A partir de eso se desencadena la fobia de Juanito. Pero, cuando empieza el padre, ayudado por Freud, a trabajar con Juanito, ya no va ligando un afecto y una representación, sino que lo que va ligando son series de representaciones para que se produzca la transformación del afecto porque la única manera de resituar el afecto es trabajando sobre las representaciones. Entonces, cuando el padre le dice: “Es en realidad a mí a quien tienes miedo, porque el caballo representa ese papá que te puede atacar porque tú lo odias por amar a mamá”, en ese momento se reubica el afecto de Juanito. Supongamos que a lo largo de todo el análisis terminó diciéndole eso y además le dijo: “Y no me puedes odiar porque en realidad también me amas”. Entonces, tomando estos modelos de las construcciones posibles de hacerle a Juanito, ¿qué es lo que estamos haciendo? Estamos reubicando las redes de representaciones para que la posición del afecto varíe, porque sólo operando sobre la representación se produce la transformación del afecto. Y acá viene otro problema: sobre la representación sólo se opera mediante la palabra, porque la representación es lenguaje y, entonces, el otro expresará aquello que lo perturba y nosotros responderemos con palabras simbolizando lo perturbante.
Cuando yo empecé a trabajar en psicoanálisis de niños me tocó en un hospital ser la observadora de un grupo que coordinaba alguien que, en aquella época, se creía muy chingón (19), donde los niños, que eran enuréticos, andaban en un bote toda la sesión, los niños jugaban a remar toda la sesión, por supuesto, porque eran enuréticos. El consultorio, metafóricamente, se iba llenando de pipí, entonces el terapeuta lo señalaba y me decía “¡Cómo elaboran!”. Yo le respondía: “¿Elaboran qué?”, porque en realidad empezaron y terminaron el tratamiento remando. A los pobres niños, nadie les dijo sobre qué estaban remando. Entonces, la única manera de operar sobre las representaciones es a través del lenguaje y la interpretación es el único elemento que tenemos a nuestra disposición para transformar las redes de representaciones que producen la situación patógena. Cuando se liga un afecto y una representación lo que se hace es transformar el afecto descualificado en un sentimiento, la angustia en amor, odio o miedo; cuando se ligan dos representaciones se reemplaza ese afecto descualificado o que estaba mal emplazado o suprimido a través de la interpretación.
Voy a tomar dos párrafos de Freud de la Conferencia Número 17 para mostrar un poco este modelo de la compulsión a la repetición y a la búsqueda de significación del síntoma. Freud toma dos casos en esta Conferencia, que se llama “El sentido de los síntomas”, y vamos a hablar solamente de uno de ellos para ver de qué manera él desarrolla las hipótesis teóricas a posteriori. Es el caso de una dama de alrededor de 30 años que padece manifestaciones obsesivas graves, de quien Freud dice:
(…) a quien quizá yo habría sanado si un alevoso accidente no hubiera echado por tierra mi trabajo —tal vez les cuente todavía esto—, ella ejecutaba, entre otras, la siguiente, asombrosa acción obsesiva varias veces al día. Corría de una habitación a la habitación contigua, se paraba ahí en determinado lugar frente a la mesa situada en medio de ella, tiraba del llamador para que acudiese su mucama, le daba algún encargo trivial o aun la despachaba sin dárselo y de nuevo corría a la habitación primera (20).
Este es el síntoma compulsivo que aparece en esta señora.
No era ese, por cierto, un síntoma patológico grave [dice Freud] pero sí apto para despertar el apetito de saber. El esclarecimiento vino también de la manera más impensada e inobjetable, sin contribución alguna de parte del médico. Y yo no sé como habría podido llegar a una conjetura sobre el sentido de esta acción obsesiva a barruntar su interpretación. Toda vez que había preguntado a la enfermera: ¿por qué hace eso?, ¿qué sentido tiene eso?, ella había respondido, “No lo sé”. Pero un día, después que pudo vencer en ella un grueso reparo de principio, de pronto devino sabedora y contó lo que importaba para la acción obsesiva. Hacía más de diez años se había casado con un hombre mucho, pero mucho mayor que ella, que en la noche de bodas resultó impotente. Esa noche él corrió incontables veces de su habitación a la de ella para repetir el intento y siempre sin éxito. A la semana dijo, fastidiado: “Es como para que uno tenga que avergonzarse frente a la mucama, cuando haga la cama”; y cogió un frasco de tinta roja que por casualidad se encontraba en la habitación y volcó su contenido sobre la sábana, pero no justamente en el sitio que habría tenido derecho a exhibir una mancha así. Al principio yo no entendí la relación que este recuerdo podía tener con la acción obsesiva en cuestión, pues sólo hallaba una concordancia con el repetido correr-de-una-habitación-a-la-otra, y tal vez con la entrada de la mucama. Entonces mi paciente me llevó frente a la mesa de la segunda habitación y me hizo ver una gran mancha que había sobre el mantel. Declaró también que se situaba frente a la mesa de modo tal que a la muchacha no pudiera pasarle inadvertida la mancha. Ahora no quedaba nada dudoso sobre la íntima relación entre aquella escena que siguió a la noche de bodas y su actual acción obsesiva, pero sí restaban muchas cosas por aprender (21).
Por supuesto, lo primero que queda sin entender acá es por qué la señora hace lo que seguramente hizo el marido, en primer lugar, porque la impotencia era de él no de ella, de manera que pensemos que acá hay una sobredeterminación. Freud cuenta después que esta señora se divorció de este hombre al cual amaba y es evidente que, de alguna forma, ella ha traído sobre sí, ha caído sobre ella el objeto, en el sentido de la melancolía, pero también es cierto que si esto fue el episodio tan traumático para ella es porque de alguna manera activó algo previo, algo que tenía que ver con su femineidad y algo que tenía que ver con la impotencia masculina, con sus propios fantasmas angustiosos:
El sentido de un síntoma reside según tenemos averiguado, en un vínculo con el vivenciar del enfermo. Cuando más individual sea el cuño del síntoma, tanto más fácilmente esperaremos establecer este nexo. La tarea que se nos plantea no es otra cosa que esta: para una idea sin sentido y una acción carente de fin, descubrir aquella situación del pasado en que la idea estaba justificada y la acción respondía a un fin (22).
Cuando trabajamos con sujetos, en las circunstancias en que los estamos abordando, a veces creemos que sabemos a qué obedece la acción, y entonces lo que podríamos estar haciendo es tapar aquello que realmente la determina, en la medida en que obturamos con la realidad el sentido oculto del síntoma, que es siempre inconciente y por lo tanto incognocido. El terremoto no es razón ni para la aparición de una encopresis ni para la aparición de un síntoma de hiperkinesis ni de un trastorno de aprendizaje. El terremoto es disparador de algo que estando en el aparato psíquico tiene sobredeterminaciones específicas que tendremos que encontrar a lo largo del trabajo con el sujeto.
Si bien no voy a detenerme en el análisis, menciono sólo a modo de ejemplo para lo que venimos viendo un caso de un niño con un episodio traumático infantil, al cual sus terapeutas se pasaron mucho tiempo diciéndole que él no podía leer porque el padre había muerto. A lo largo del trabajo con este niño se hizo evidente que, en realidad, él no podía leer por otras muchas razones; entre otras, porque nunca había salido de la posición primaria infantil de los tres años, en correspondencia con el momento de la muerte del padre, y nunca había permitido el acceso del nuevo padre que tenía. Por eso el padre no terminaba de morir nunca.
Volvamos a la paciente de Freud. A partir de ese caso, él trabaja en la Conferencia Número 18, “La fijación al trauma, lo inconciente” (23)y dice: “Las dos pacientes [se refiere a esta que les acabo de mencionar y a otra] nos hacen la impresión de estar fijadas a un fragmento determinado de su pasado; no se las arreglan para emanciparse de él y por ende están enajenados del presente y del futuro” (24). Esta acción automática que los pacientes repiten sin posibilidad de variación es como una fijación, como se fija una fotografía, algo que queda siempre idéntico, algo del pasado que en realidad no es del pasado nunca, es un permanente presente, lo cual da cuenta de su carácter inconciente, de transacción del inconciente y ese síntoma.
Cuando ustedes empiecen a trabajar con los niños, se van a dar cuenta de que los tres elementos temporales que vamos a incluir en la consigna (“Estamos acá para pensar en cómo se sintieron en el momento del terremoto, cómo se sienten ahora y cómo piensan que va a ser el futuro”), no van a poder pensar ninguna de las segundas partes si no pueden trabajar primero cómo se sintieron en aquel momento. Y todo apresuramiento lo único que hace es producir fijación y compulsión a la repetición.
A partir de esto, Freud intenta hacer un cotejo con las neurosis traumáticas, porque fíjense que ya estamos en la época de la Primera Guerra Mundial. Él va a plantear, entonces, una analogía entre estas conductas de los neuróticos, con las que ofrecen enfermedades como las que la guerra provoca, con las llamadas neurosis traumáticas —que, desde luego, también existían antes de la guerra, luego de distintos tipos de catástrofes—, pero recalcando que las neurosis traumáticas no son en su fondo lo mismo que las neurosis espontáneas que indagamos analíticamente y solemos tratar.
Freud vuelve a intentar la diferenciación, que recién profundiza en Más allá del principio del placer (25), de 1920, al señalar que, en un aspecto, no es lícito destacar una concordancia plena, ya que las neurosis traumáticas dan claros indicios de que tienen en su base una fijación al momento del accidente traumático, igual que la paciente que corre de un lugar a otro. Él plantea que esos enfermos repiten regularmente, en sus sueños, la situación traumática. O, cuando se presentan ataques histeriformes que admiten un análisis, se averigua que el ataque corresponde a un traslado total del paciente a esa situación, como si esos enfermos no hubieran podido acabar con la situación traumática, como si a ellos, esta se les enfrentara todavía a modo de una tarea actual insoslayable.
Laplanche va a aportar algo nuevo: que no es fijación al trauma, sino fijación del trauma (26). Considera que no es un sujeto el que está fijado al trauma, sino el trauma el que está enquistado en el sujeto y por eso se produce la compulsión de repetición. Esto marca la posición pasivizada que tiene el sujeto frente a la compulsión de repetición; es el trauma el que lo mueve a actuar y no es el sujeto el que determina el trauma.
En 1917, Freud ya desarrolló la teoría de la fantasía, definió el inconciente, descubrió y describió la transferencia, escribió buena parte de la metapsicología y vuelve al traumatismo porque está descubriendo el problema de la compulsión a la repetición, el problema de la insistencia repetitiva del inconciente. Empieza a darse cuenta —lo que después va a culminar en 1920— de lo complejo, lo duro que es abordar la compulsión a la repetición. Piensen que de esto van a derivar Más allá del principio del placer, El problema económico del masoquismo y, por supuesto, luego toda la teorización del Edipo, a partir de 1924. Y reflexiona que aquello que parecía que iba a brindar una condición simple para la neurosis, que sería equiparable a una enfermedad traumática y nacería de la incapacidad de tramitar una vivencia temida, de un afecto hiperintenso —a través del trabajo con los casos clínicos—, llega a la conclusión de que surgen complicaciones, de que se evidencia una mayor riqueza en las condiciones de adquisición de la enfermedad, pero entrevé que el punto de vista traumático no debe ser abandonado por erróneo, sino que tendrá que ser incluido en algún otro y subordinado a él.
Acá volvemos a cerrar lo que vimos el otro día respecto a la relación entre traumatismo y estructura psíquica. Toda neurosis contiene una fijación de esa índole, pero no toda fijación lleva a la neurosis, no coincide con ella, no se produce a raíz de ella. Un modelo paradigmático de fijación afectiva a algo pasado es el duelo. Este, además, conlleva al más total extrañamiento del presente y del futuro. Pero, el duelo se distingue tajantemente de la neurosis. No obstante, hay neurosis que pueden definirse como una forma patológica de duelo. Segundo problema que nosotros tendremos que abordar. También Freud ya decía que, en determinados sujetos, por obra de un suceso traumático, ocurre que se conmueven los cimientos en los que hasta entonces se sustentaba su vida. Sacudimiento del yo, cimientos en los cuales se sustentaba su vida. Es el conjunto de certezas que posee el yo acerca del sujeto mismo, acá podemos incluir los colapsos narcisistas por ejemplo. Y diría él que, en esos casos, las personas pueden caer en un estado de suspensión que les hace resignar todo interés por el presente y el futuro, y quedan atrapadas en el pasado.
La Conferencia Número 18 nos abre a dos o tres aspectos centrales. Por un lado, la reubicación del traumatismo en la teoría freudiana, digamos “madura”, ya que entre 1915 y 1920 se da la culminación de los desarrollos teóricos que luego van a producir lo que se dio en llamar “el giro o la vuelta del 20”. Freud, en 1920, recupera la teoría traumática, diferenciándola de la teoría traumática de 1894.
En segundo lugar, en la medida de que entendemos el traumatismo en la complejidad ya producida por el psicoanálisis de 1900 a 1917, indudablemente la técnica para su resolución no puede ser jamás la abreacción catártica de lo traumático, sino la inclusión del traumatismo en las series psíquicas para liberarlo de la fijación, en la cual el sujeto queda sumergido sin posibilidad de desligar las cargas psíquicas para implementarlas para la vida.