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Prólogo
ОглавлениеEn la Ciudad de México, el jueves 19 de septiembre de 1985, a las 7: 19 de la mañana, nos dimos cuenta de que lo que nos había despertado era un terremoto. Teníamos una sensación rara, como si la cama hubiera sido sacudida por una fuerza extraña. No era el primero que nos había tocado. Trepidatorios, ondulatorios, los habíamos vivido ya todos y se acumulaban como experiencias tranquilizantes, para ese momento. Pero, por la sensación de mareo que teníamos, este debía haber sido mucho más intenso, más fuerte, que los anteriores que nos habían tocado. El temblor duró apenas dos minutos, el nuestro mucho más. Nos levantamos, fuimos a buscar noticias encendiendo el televisor, pero no había señal; tampoco había electricidad. Buscamos una vieja radio a pilas y comenzamos a escuchar el reporte de las noticias. Sí —confirmábamos—, tuvo una magnitud de 8,1 grados en la escala de Richter (1). Durante varias horas quedamos sin luz, incomunicados con el resto de la población y del mundo. En la radio sólo hablaban de las consecuencias del terremoto y pedían que la población permaneciera en sus casas. No se escuchaba música, sólo comentarios. Desde la calle, nos llegaba el sonido de las sirenas de las ambulancias, de los carros de bomberos, de los patrulleros policiales. Las noticias eran alarmantes, ya se empezaba a hablar de una enorme cantidad de pérdidas de vidas y de cientos de edificios derrumbados.
Esto sucedía dos años después del restablecimiento de la Democracia en Argentina, tras la caída de la dictadura militar y un año antes de la fecha en que teníamos previsto con Silvia regresar a nuestro país.
Primero, con un grupo de argentinos, respondimos agrupándonos, en esa sensación quijotesca de que los caballeros velan, la noche de la batalla, juntos. Luego, comenzamos a pensar como ciudadanos, en qué podíamos ayudar. Una parte del grupo se encargó de los medicamentos; otro de las compras en supermercados; todos nos ayudábamos y estimulábamos. Y si arquitectos e ingenieros eran convocados a determinar riesgos en estructuras edilicias y apuntalarlas, por qué no podíamos nosotros hacer lo mismo con las estructuras de aparatos psíquicos afectados por el sismo. Con Silvia entendíamos esta solidaridad como un compromiso con el enorme proceso de reconstrucción necesario para atender las urgencias de la población afectada, y desde nuestro metier, proveer las herramientas no sólo para atender las necesidades más inmediatas de la supervivencia, sino asumiendo que este proceso solidario debería producir cambios sustanciales en la subjetividad de los afectados.
Se produjeron varias réplicas del fenómeno, la más significativa fue la del día siguiente (20 de septiembre de 1985) a las 19:38 hs, con una magnitud de 7.9 grados en la escala de Richter, que sumó importantes daños materiales sobre las construcciones dañadas previamente por efecto del primer sismo. Las entrañas de la tierra volvieron a convulsivar. Y, un poco en broma, un poco en serio, ya agotado por la tensión vivida y por el ensamblaje de acontecimientos históricos que determinan lo que Freud llamó series complementarias, dije: “Basta, acaben con nosotros de una buena vez”.
Esa era la trama en la que se jugaba la dialéctica entre las defensas, que hasta entonces habían operado en mí, y la enorme angustia que nos desbordaba y que fracturaba los modos habituales de ejercicio de ellas, cuando lo acontencial del terremoto entraba como estímulo inelaborable porque se ligaba con el terrorismo de Estado que nos había hecho emigrar a México. Se habían unido en mi interior elementos en común entre una catástrofe natural y una catástrofe histórica; se articulaban el acontecimiento actual con otros; esa catástrofe, inevitablemente, se ligaba a otras catástrofes sufridas.
La realidad es realidad del hombre y para el hombre, es decir, imposible de ser pensada desde nuestra práctica o desde nuestro campo, si no es desde la significación que para él tiene y de las representaciones que para él pone en juego. Eso fue lo que guió nuestra práctica extramuros, lo que con Silvia nos propusimos en aquella situación que nos tocó vivir en México de 1985.
Nuestra concepción del aparato psíquico como un sistema abierto, capaz de sufrir transformaciones por las recomposiciones que los nuevos procesos históricos-vivenciales obligan —pensábamos—, y es lo que le da razón de ser al psicoanálisis y a nosotros como psicoanalistas, a la exportación extramuros de la práctica psicoanalítica. Y si hay recomposiciones, estas se deben a que las relaciones que activan los diversos y discretos elementos en conglomerados representacionales nuevos son posibles. Esto nos permitía afirmar que el inconciente es, a su vez, transformable, que sus contenidos, aunque indestructibles, son modificables.
Silvia describió en un trabajo (2) la relación entre el monto del estímulo y el umbral del sujeto, señalando que es fundamental tener en cuenta la capacidad metabólica —vale decir, simbolizante— con que cuenta el aparato psíquico para establecer redes de ligazón que puedan engarzar los elementos sobreinvestidos, que tienden a romper sus defensas habituales. Y agregaba que, si esos elementos son incapturables en el entramado yoico porque están más allá de las simbolizaciones que se han ido estableciendo a lo largo de las experiencias significantes que la vida ofrece, quedarían librados, sea a un destino de síntoma, sea a una modificación general de la vida psíquica. Al modo de una cicatriz queloide, una insensibilización de la membrana, efecto de su engrosamiento por contrainvestimientos masivos, puede establecerse residualmente y para siempre, hasta que algo venga a atravesarla.
Feliz imagen, aquella de la cicatriz. Señal que queda en los tejidos después de cerrada una herida o una llaga, huella persistente que da cuenta de una efracción acontecida anteriormente; por extensión, impresión en el ánimo de un sentimiento pasado. Si la cicatriz es plástica, es poco notoria, no deja limitaciones a la motilidad; una cicatriz queloide es algo que se nota, que todos ven; es la imagen de un funcionamiento rígido, empobrecido en los límites de su funcionalidad y, si se trata del psiquismo, la pobreza será no sólo afectiva sino intelectual.
De aquella época también nació la concepción de que, ante situaciones de catástrofe, la prevención o, posteriormente, el tratamiento, deberían generar para el sujeto las condiciones para una expansión de sus potencialidades psíquicas en el enclave de condiciones históricas determinadas, pero a su vez abiertas, en las cuales la insistencia de repetición inscripta dé paso a un reordenamiento de nuevos modos de recomposición más o menos estables, en el marco de la perspectiva vital azarosa pero no indeterminada, arrancando al sujeto de la oscilación entre la angustia y la rigidización defensiva. Y de que la escucha, desde esta concepción teórica, nos permitirá, en una lectura indiciaria, por après coup, reconstruir la génesis de la cadena traumática en la cual se juega lo histórico-vivencial, reordenando los hitos y haciendo posible que lo que era inscripción atemporal en el inconciente advenga temporalización historizante en el sujeto. Historizar simbolizando, eslabonar de un modo significante los efectos de lo acontencial-traumático que el sujeto sabe que sufre pero cuyos modos de insistencia desconoce, será la guía privilegiada para la intervención. Esta concepción fue la que nos orientó, nos dio la brújula que guiaría nuestro trabajo con los damnificados del terremoto.
Estos planteos teóricos tuvieron su germen histórico en aquel terremoto de 1985, y verá el lector de este libro, cómo se va desplegando el pensamiento de Silvia Bleichmar a lo largo del curso que dictó a un grupo de estudiantes y profesionales a pedido de UNICEF (3) y que hoy Entreideas publica.
La experiencia particular en que se basó el ciclo intentaba dar cuenta de cierto procesamiento teórico y de la práctica realizada con los damnificados. Aquella experiencia, en la que tuve el privilegio de participar, no sólo le permitió a Silvia realizar un verdadero asentamiento con relación a ciertos conceptos de la teoría y la práctica grupales, sino que nos obligó a ambos a revisar y elaborar una serie de cuestiones de exclusiva pertinencia del campo psicoanalítico. Conceptos como el de “neurosis traumática”, “neurosis de angustia” o “causa desencadenante de la neurosis” fueron repensados en el marco de un trabajo que sometía, en vivo y en caliente, los esquemas teóricos a la forja de una práctica en la cual nuestros errores no se limitaban al tête à tête de una conversación entre colegas, sino que eran revelados a la luz de una exigencia pública que definía la eficacia de nuestras acciones. No someterse pasivamente a la demanda de las instituciones estatales ni encerrarse en la imposibilidad de toda acción social fueron las premisas que rigieron nuestra búsqueda de nuevas vías de trabajo, cuando gran parte de los conceptos con los que veníamos trabajando ya habían encontrado un cierto perfil de rigurosidad pero aún no habían sido sometidos a la prueba de una experiencia tan extrema.
En circunstancias como las que vivieron los habitantes de la ciudad de México (4), se debió tener en cuenta, en la elaboración de un proyecto de trabajo, que la población afectada no era sólo aquella que había tenido pérdidas directas —la cual fue, por supuesto, especialmente considerada—, sino también aquella que, de uno u otro modo, fue o se sintió partícipe, aun a distancia, de la situación sufrida. No podemos dejar de señalar al respecto que un elemento que contribuyó, de modo decisivo al nivel de trabajo y compromiso manifestado, fue, posiblemente, el hecho de que todos quienes tuvieron a su cargo la misión de desarrollar las tareas propuestas —incluidos aquellos que tuvimos a nuestro cargo impartir y supervisar clases y grupos— compartimos la situación que asoló a la población en su conjunto. Todos fuimos “traumatizados”, en mayor o menor grado; todos nos vimos sometidos al acoso de los acontecimientos que en aquellos días se precipitaron sobre la ciudad de México. Y es en parte debido a ello, que todos nos vimos en la necesidad de salvaguardar el aparato psíquico de las víctimas, al mismo tiempo que recuperábamos el propio.
No fue la caridad lo que estuvo en juego, tampoco una “conciencia cívica” en abstracto, sino la necesidad de cada uno de reparar, rescatar, restaurar los efectos de la situación vivida, en una identificación al semejante que pone en marcha los complejos resortes psíquicos de aquello que, en nuestro lenguaje cotidiano, llamamos “solidaridad”.
El terremoto y sus consecuencias nos brindaron la oportunidad de pensar en la condición humana a través de múltiples facetas de lo sucedido. El tema del hombre frente a la tragedia: el horror, el caos, la desesperación, el pánico, la inseguridad, la vulnerabilidad, pero también ese otro aspecto más reparador y más vital: los lazos sociales solidarios, el entramado de un tejido de conjunto comunitario (5).
Vivimos en circunstancias donde, en el mundo, acontecen catástrofes a diario, por eso, a diario también, nos topamos con la banalización de las mismas; habituados a leer noticias sobre ellas, ya no asombran, ya no conflictúan. Pero, a quien le haya tocado vivirlas, sabe que es una realidad imposible de ser transformada en relato. Carlos Franz, chileno radicado en España, escribió después del reciente terremoto sufrido en Chile (6):
Ese cambio que la naturaleza puede producir en la conciencia lo experimentó el joven Darwin, en Chile. En 1835 vivió un gran sismo y maremoto que arrasó esa misma zona de Concepción. Y escribió sobre ello: “Un terremoto destruye nuestras más viejas presunciones: la tierra, el emblema mismo de la solidez, se ha movido bajo nuestros pies, como una delgada costra sobre un fluido. En segundos se crea una extraña idea de inseguridad, que horas de reflexión no habrían producido” (7).
Quiero invocar a Silvia Bleichmar para terminar este Prólogo. Ella, varios años después de aquel terremoto de 1985 en México, en un Panel en el que participó y en el que validaba la práctica extramuros del psicoanálisis, dijo:
Es un acontecimiento abrir un debate público sobre la cuestión del traumatismo (...) Probablemente uno de los problemas más graves que estamos padeciendo es la naturalización de las catástrofes sociales o históricas, su presentación como algo del orden de lo natural, como algo del orden de lo imposible de ser enfrentado; sin embargo, sabemos muy bien que muchas catástrofes naturales son efecto del descuido, negligencia o falta de responsabilidad de los gobiernos en los que se producen.
En el terremoto de México gran parte de los edificios que cayeron fueron los edificios de la corrupción. Eran los edificios que estaban peor hechos, es decir, sin la concepción antisísmica propia de zonas pasibles de sufrir terremotos. Una enorme cantidad de hospitales y edificios públicos fueron los primeros en producir víctimas.
(…) Todos sabemos también que las inundaciones en nuestra ciudad o en el interior del país, son efecto, no sólo de las lluvias, sino de descuidos de distintos tipos. De todos modos, hay una especificidad de las catástrofes sociales que es necesario pensar.
Es indudable que el concepto de catástrofe a nivel social da un marco amplio y desde el punto de vista del psicoanálisis es necesario precisar lo siguiente: el carácter general de una catástrofe se define en última instancia por los modos con los cuales abarca a sectores importantes de una población; pero el traumatismo determina el modo por el cual estas catástrofes padecidas en común, atacan la subjetividad o impactan la subjetividad de manera diferente en aquellos que la padecen.
Pero ¿son válidas las herramientas que tenemos para trabajar en procesos traumáticos?, ¿de qué modo podemos definir una metapsicología del proceso traumático? Acostumbrados los analistas a trabajar en el desmantelamiento de la defensa, en el levantamiento de la defensa, en la desarticulación de los modos defensivos del sujeto, ¿qué ocurre cuando estos estallan espontáneamente?, ¿cuál será entonces la función de un terapeuta o de un psicoanalista frente a estas cuestiones? (8)
En este Curso, dictado entre fines de 1985 y comienzos de 1986, Silvia Bleichmar intentaba dar respuesta a estas y muchas otras preguntas que ya entonces se hacía. Por eso nos pareció de un valor inestimable darlo a conocer, por su carácter precursor en un campo que aún debe seguir siendo explorado.
Carlos Schenquerman
1. Para que el lector tenga una idea de la magnitud: una de las diversas apreciaciones de los entendidos, en cuanto a la energía que se liberó en dicho movimiento, fue su equivalente a 1114 bombas atómicas de 20 kilotones cada una.
2. Publicado posteriormente como Coloquio Temporalidad-Determinación-Azar. Lo reversible y lo irreversible, Buenos Aires, Paidós, 1994.
3. Este Curso de Formación-Asistencia para terapeutas de Población en Situación de Emergencia se llevó a cabo entre los meses de octubre a febrero, fue impartido bajo nuestra guía, y para el cual Trabajo del Psicoanálisis, que era una institución que Silvia y yo creamos y dirigíamos, contó con el aval de UNICEF.
4. El gobierno reportó el fallecimiento de entre 6 y 7 mil personas. e incluso llegó a suponer que la suma final fue de 10 mil. Sin embargo, años después, con la apertura de información de varias fuentes gubernamentales, el registro aproximado se calculó en 35 mil muertos, aunque hay fuentes que aseguran que la cifra rebasó los 40 mil. Las personas rescatadas con vida de los escombros fueron aproximadamente más de 4 mil. Hubo gente que fue rescatada viva entre los derrumbes hasta diez días después de ocurrido el primer sismo. El número de estructuras destruidas en su totalidad fue de aproximadamente 30 mil y aquellas con daños parciales, de 68 mil.
5. Digno de ser mencionada es la repercusión que tuvo un grupo espontáneo de personas que se dedicaban a meterse entre los escombros a la búsqueda de algún sobreviviente. Surgidos de la nada, la fama de los “Topos de Tlatelolco” ha trascendido fronteras. Ahora son una organización preparada y especializada de rescatistas, capaz de asistir en cualquier situación de siniestro, sea en México o en cualquier parte del mundo.
6. En febrero de 2010 se registró en Chile un terremoto de 8,8 grados de intensidad medidos según la escala de Richter.
7. Carlos Franz, La inseguridad de la Tierra, en El País, Madrid, 6 de marzo de 2010 y en La Nación, Buenos Aires, 13 de marzo de 2010.
8. Luego publicado en: Bleichmar, S., Panel “Conceptualizaciones de catástrofe social. Límites y encrucijadas”, en Waisbrot, Daniel y otros (compiladores), Clínica psicoanalítica ante las catástrofes sociales. La experiencia argentina, Buenos Aires, Paidós, 2003, pág. 35-51.