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Cuando escribimos y bailamos

Genealogías y propuestas teórico-metodológicas para

una antropología de y desde las danzas

Silvia Citro

Si pudiera decir con palabras lo que expresan mis danzas, no tendría razón para bailar.

Mary Wigman

Por más esfuerzo que hiciéramos, jamás podremos borrar con la cabeza lo que escribimos con el cuerpo.

Juan Subirá, 12 viejos textículos

Se aceptan inicialmente los conjuntos que la historia propone […] sólo para examinarlos, desenlazarlos y saber si es posible recomponerlos legítimamente; para saber si no hay que reconstituir otros con ellos; para llevarlos a un espacio general que, disipando su aparente familiaridad, permita elaborar su teoría.

Michael Foucault, Arqueología del saber

Introducción

En este capítulo introductorio presento una genealogía acerca de las principales perspectivas antropológicas sobre la danza que se han elaborado especialmente a partir del siglo xx, incluyendo la reflexión sobre mis propios trabajos. Mi interés en recuperar esta mirada genealógica sobre los campos disciplinares comenzó hace ya algunos años, en relación con los estudios antropológicos sobre el cuerpo. Como señalé en un trabajo anterior (Citro, 2011), no se trata tanto de efectuar una recopilación exhaustiva de datos cronológicos sobre un campo de estudio, sino más bien de exponer una nueva manera de reflexionar sobre algunos episodios de una historia disciplinar que concibo y siento como inevitablemente encarnada: escrita con los cuerpos, aunque a veces éstos hayan intentado ser borrados. Por ello, intento mostrar aquí cómo algunas de las diferentes propuestas teórico-metodológicas de estudio de la danza se han visto influenciadas no sólo por la situación histórica y geopolítica de quienes las crearon, sino también por una dimensión más micro y cotidiana, la de sus experiencias corporales y también dancísticas, en tanto seres encarnados-en-el-mundo. No obstante, y como podrá apreciarse a lo a largo del capítulo, no es ésta la única intención que anima esta genealogía, pues estará atravesada también por lo que, reelaborando algunas ideas de la dialéctica de Paul Ricœur, denominaré como una doble voluntad:[1] por un lado, la de la escucha fenomenológica, inspirada en la percepción del ser-en-el mundo de Merleau-Ponty, y que en este caso nos conduce a insistir en la importancia de describir la dimensión carnal que involucra todo conocimiento; pero por otro lado, también nos anima la voluntad de sospecha, inspirada en la mirada arqueológica y genealógica de Foucault, y que en este caso insistirá en examinar y desenlazar los conjuntos que la historia de la antropología de la danza nos propone, especialmente en sus actos fundacionales y primeros episodios, haciendo “entrar en juego” ciertos saberes que han sido “descalificados”, “no legitimados” por esas mismas historias (Foucault, 1994: 130).

A partir de esta mirada genealógica y corporizada sobre nosotros y sobre los otros, en la última parte efectuaré una síntesis comparativa, retomando las diferentes facetas de las danzas que cada autora y autor contribuyeron a explicar, evaluando la coherencia y la productividad de los métodos que aportaron. Es decir, no se trata aquí de abrazar o rechazar teorías en su totalidad, como muchas veces sucede en este campo (por ejemplo, desestimando teorías por no resolver ciertos problemas para los cuales, justamente, no han sido creadas, o descartándolas por ocuparse de cuestiones que no son hoy las hegemónicas en la academia), sino más bien de recuperar sus aportes metodológicos específicos e indagar en su posible complementariedad.[2] Por eso, he buscado elaborar aquí una propuesta metodológica más amplia que abarque esta diversidad, aunque no a la manera de una simple sumatoria ecléctica de perspectivas sino, más bien, a través de articulaciones dialécticas que conscientemente exploren tanto sus posibles complementariedades como sus tensiones y contradicciones.

Es preciso destacar que existen al menos tres artículos que reflexionan sobre los rumbos que ha tomado la antropología de la danza, ofreciendo reseñas detalladas de los estudios existentes en cada época, y que serán retomados aquí críticamente. El primero de ellos se tituló “Panorama of dance ethnology”, y fue publicado en 1960 en la revista Current Anthropology por Gertrude Prokosch Kurath, a quien muchos consideran la “madre” de la antropología o etnología de la danza; posteriormente, el artículo “Dance in Anthropological Perspective”, de Adrienne Kaepler, publicado en 1978 en el Annual Review of Anthropology y, finalmente, en la misma revista pero en 1998, el trabajo de Susan Reed “The Politics and Poetics of Dance”, cuya traducción ofrecemos en este libro. En estas autoras se evidencian ya algunas coincidencias que se repetirán a lo largo de la historia de esta subdisciplina: se trata de mujeres que escribieron en inglés y que además de dedicarse a escribir sobre danzas, también las bailaron, lo cual nos llevará a preguntarnos sobre los límites expresivos de la palabra-escritura, como nos recordaba la bailarina expresionista alemana Mary Wigman, en su sencilla y a la vez contundente frase del epígrafe. En este sentido, debo agregar que parte de estas coincidencias también se encarnan en mi propia experiencia: soy una antropóloga que escribe y baila, y si bien la mayoría de mis textos se escribieron en español, en los últimos años me sentí impulsada a publicar en inglés. Dentro de los diálogos que antecedieron a este trabajo, quisiera mencionar especialmente a otras antropólogas, también mujeres y bailarinas, que han desarrollado sus investigaciones sobre danzas en la Argentina, y cuyos trabajos son incluidos en este libro: Patricia Aschieri, Lucrecia Greco, Gabriela Iuso y Cynthia Pinski de la Universidad de Buenos Aires, Sabrina Mora de la Universidad Nacional de La Plata y Manuela Rodríguez de la Universidad Nacional de Rosario. En los últimos años, y desde diferentes posiciones, he compartido con ellas sus trayectorias de investigación en sus tesis de grado o postgrado, y se convirtieron en las interlocutoras claves para las reflexiones que hoy aquí expongo.

En suma, considero que estas coincidencias en el género sexual y en la vocación por unir teoría y praxis no son casuales; por ello, esta genealogía también se propone reflexionar sobre ellas: por qué han sido especialmente mujeres las antropólogas que investigaron sobre danzas; por qué ellas, a contrapelo de la hegemonía académica de las ciencias sociales, han insistido en escribir y bailar, y qué consecuencias ha tenido que estas escrituras y danzas se hayan efectuado desde lenguajes y, a su vez, posiciones geopolíticas muy distintas. Parafraseando entonces las palabras del músico y escritor Juan Subirá,[3] diría que en estos casos parece evidenciarse con más fuerza que “por más esfuerzo que hiciéramos jamás podremos borrar con la cabeza lo que escribimos” (y tal vez alguna vez bailamos) “con el cuerpo”; un cuerpo que, para nosotras, no sólo ha sido fenomenológicamente “vivido” explorando sus múltiples posibilidades de movimiento, sino también social y geopolíticamente situado y teóricamente reflexionado a través de escrituras, como las que aquí expondremos.

1. ¿Disputas geopolíticas por los orígenes?

Entre reconocidas madres norteamericanas

y olvidados padres germanos

Habitualmente, al intentar situar los orígenes de una disciplina o corriente teórica, suelen establecerse linajes, metafóricos “padres” fundadores que inician los cambios. Tal vez la novedad que se introduce con esta subdisciplina que es la antropología de la danza es que en su caso tiene una metafórica “madre”, Gertrude Prokosh Kurath (1903-1992), reconocida como tal por otras antropólogas norteamericanas dedicadas al mismo campo, como son Joan Kealiinohomoku y Adrianne Kaeppler. No obstante, siguiendo el espíritu de aquella cita inicial de Foucault, considero que es saludable ejercer la sospecha sobre este conjunto que la historia disciplinar nos propone, examinando y desenlazando sus episodios.[4] Así, siguiendo la metáfora de las genealogías familiares, podríamos decir que, antes que estas reconocidas “madres”, también existieron unos “padres” germánicos algo desestimados en las genealogías norteamericanas, como Kurt Sachs (1881-1959) y Rudolf von Laban (1879-1958). Comencemos entonces por desentrañar este episodio inicial.

En su reseña, Kaeppler (1978b) señala que uno de los primeros trabajos sobre danza que tuvo relevancia para una perspectiva antropológica fue el de Curt Sachs Historia universal de la danza, publicado originariamente en alemán en 1933 y traducido al inglés en 1937; no obstante, también aclara que ese libro ya no tenía lugar “en el estudio de la danza en perspectiva antropológica”, pues al estar basado en la escuela teórica alemana del “Kultürkreis de Schmidt y Graebner”, explicaba “la difusión mundial de las danzas como consecuencia de una modalidad de evolucionismo unilineal” (33). Si bien es innegable que la antropología ha superado ya estas teorías iniciales, vale la pena detenerse un poco más en la obra de Sachs y su impronta.

Este autor, por su origen judío, se exilió de la Alemania nazi en 1933, se radicó primero en París, donde colaboró activamente con el Musée d’Ethnographie y el Institut d’Ethnologie, en los que se desempeñaban también Paul Rivet, Marcel Mauss, André Schaeffner y Claudie Marcel-Dubois, y luego en Estados Unidos, enseñando en la Universidad de Nueva York entre 1937 y 1953 (Gétreau, 2005). Aunque Sachs tal vez es más conocido por su sistema de clasificación universal de los instrumentos musicales, que estableció en 1914 junto con Erich von Hornbostel (por lo cual suele ser considerado “padre de la organología moderna”), su aporte al hasta entones casi inexplorado campo de la historia de la danza también merece ser destacado. A pesar de las limitaciones de las fuentes con las que trabajó,[5] su libro representa un desafiante intento por caracterizar la diversidad de movimientos y formas coreográficas de las danzas de las distintas épocas y sociedades hasta ese entonces conocidas, así como por explicar algunas de sus características vinculándolas con la organización socioeconómica y cultural de cada pueblo, o incluso con características asignadas a cada género sexual. Si bien la complejidad de las danzas muchas veces tendía a simplificarse a fin de incluirlas en categorías genéricas, estas primeras clasificaciones permitieron establecer algunos parámetros iniciales para empezar a ordenar e intentar comprender los datos empíricos con que se contaba en aquella época. Así, encontramos que en la primera parte de la obra de Sachs, titulada “La danza a través del mundo”, las diferentes danzas son clasificadas según sus movimientos (“danzas en desarmonía” o “armonía con el cuerpo”), temas y tipos (“danzas sin imagen” o “de imagen”), formas (“individuales, corales, de pareja”) y según el uso de la música (“sonidos naturales, acompañamiento rítmico, melodía”), situándose las áreas de difusión para cada tipo. La segunda parte, “La danza a través de las edades”, abarca desde la Edad de Piedra hasta el siglo xx. Como ha señalado Carlos Reynoso (2006a) respecto de la producción de Sachs sobre música, “algunas de sus obras tienen una impronta evolucionista, mientras otras guardan más bien relación con la teoría de los ciclos culturales de la Escuela Histórico-Cultural austríaca y alemana (a veces denominada también difusionista), y expresan incluso su “reparo” frente a ciertas hipótesis específicas del evolucionismo (36). Considero que una tensión similar también se aprecia en su Historia universal de la danza. En este sentido, cabe agregar que a pesar de las connotaciones etnocéntricas que atraviesan su marco teórico, algunas de sus interpretaciones no estaban exentas de cierta admiración por las “danzas primitivas”, elemento muy vinculado a ciertas tradiciones del romanticismo alemán.[6]

En suma, si bien podríamos decir que las respuestas de Sachs no son ya las adecuadas, algunos de los interrogantes que planteó, como sus intentos por vincular las formas específicas de cada danza con su contexto cultural y los usos cotidianos del cuerpo, serán cuestiones que, como veremos, retornarán luego insistentemente en la disciplina.[7]

Sachs también fue uno de los treinta “corresponsales” que participaron en la investigación encarada por Kurath a fines de los años 50; de hecho, en su primera versión, esa investigación tomó la forma de un simposio entre este grupo de académicos, y fue posteriormente, por sugerencia del editor del Current Anthropology, que ese material se transformó en el ensayo firmado sólo por Kurath (1960: 233). En este artículo, es al inglés Cecil Sharp (1859-1924), fundador de la English Folk Dance Society en 1911, a quien Kurath le reconoce haber dado el ímpetu inicial a la “etnología de la danza” en Europa, y señala que es especialmente en Inglaterra y los Balcanes, donde más se han desarrollado estos estudios. No obstante, Richard Wolfram, un académico alemán que también colaboró activamente con el artículo de Kurath, plantea allí otra genealogía alternativa, destacando los trabajos pioneros sobre danzas folclóricas efectuados por autores germanos (Wolfram, en Kurath 1960: 233, 251).[8]

Más allá de estas diversas y disputadas genealogías, lo que el artículo de Kurath muestra en su exhaustiva reseña es que, para mediados del siglo xx, muchos países europeos, americanos y la por entonces Unión Soviética, ya contaban con sus colecciones de danzas folclóricas, en gran parte efectuadas con apoyo de los gobiernos nacionales. En el caso de los países latinoamericanos, la intención política de construir una tradición cultural “nacional” también se evidenció en el impulso que recibió la recopilación folclórica, el cual también fue acompañado por la creación de institutos estatales dedicados a la investigación y enseñanza de estas músicas y danzas, así como por la publicación de colecciones de danzas nacionales. En el capítulo de Benza Solari, Mennelli y Podhajcer, en este mismo libro, podrá verse un interesante análisis comparativo de estos procesos en la Argentina, Bolivia y Perú. En la Argentina, será especialmente el trabajo de Carlos Vega, Las danzas populares argentinas (1986 [1952]) el que contribuirá a consolidar este repertorio. Cabe agregar que los análisis de Vega y otros autores latinoamericanos de la época se vinculaban al difusionismo de la Escuela Histórico-Cultural Alemana, la misma escuela que había inspirado la obra de Sachs[9] y cuyo influjo, como enseguida veremos, llegará incluso hasta Kurath.

Otra de las contribuciones en esta labor de recopilación de las danzas que señala Kurath (1960), especialmente en Europa y Estados Unidos, fue la adopción del sistema de notación del movimiento creado por Rudolf von Laban. No obstante, habría que agregar que la labor de Laban excedió la cuestión de la notación, pues fue uno de los primeros en establecer variables precisas de análisis del movimiento. Además, al igual que Sachs, planteó sugestivas interpretaciones, intentando relacionar el movimiento corporal con el carácter psicológico y el contexto cultural aunque, en el caso de Laban, parece haberse apoyado más en su capacidad de observación del movimiento (sustentada en su propia experiencia artística y docente), que en alguna perspectiva teórica previa. Ahondaremos un poco más en este autor.

Laban pertenecía a una familia aristocrática austro-húngara y, luego de estudiar escultura en París, a los treinta años se traslada a Munich, interesado en investigar la relación entre movimiento y espacio. A partir de allí comenzará un ecléctico período de investigaciones teóricas y prácticas que se plasmarán en su Escuela de Arte Cooperativa Individual del Monte Verità, la cual funda en 1913 y en la que también participará la ya mencionada Mary Wigman, pionera de la danza moderna alemana. Las investigaciones de Laban incluyeron desde los sistemas rítmicos y gimnásticos surgidos a mediados del siglo xix, que insistían en los “ritmos biológicos naturales” o “primitivos”, hasta las corrientes filosófico-espirituales difundidas en el centro y norte de Europa en las primeras décadas del siglo xx, como la teosofía de Blavatsky y la antroposofía de Steiner. Si bien estas últimas corrientes se enmarcan en búsquedas espirituales que abrevan en tradiciones esotéricas occidentales y orientales, no estaban exentas de cierto espíritu positivista que insistía en el valor del conocimiento y los métodos de reforma del ser. Son precisamente estas dos tendencias las que se evidencian en Laban y sus estudios del movimiento corporal: por un lado, sus experimentaciones iniciales en el Monte Verità, en coincidencia con los movimientos del Lebensreform (reforma de la vida), buscaban un “retorno” a los “movimientos naturales” y al “ritmo original del cuerpo”, como un modo de “reconciliar arte y vida” y de “reforma del ser”, a partir de una vida sencilla en contacto con la naturaleza (Tambutti, 2007: 71).[10] Por el otro, paralelamente enfatizará en el estudio racional del movimiento, a partir de variables analíticas precisas, métodos de experimentación especialmente diseñados[11] y, finalmente, de la creación de un exhaustivo sistema de notación, la Kinetographie Laban, que publicará en Viena en 1928.

En la década del 30 se inicia un nuevo período en la vida de Laban, en el que asumirá funciones en el Estado alemán: entre 1930 y 1934 dirige los Allied State Theatres en Berlín, y entre 1934 y 1936, el Deutsche Tanzbühne, coordinando los grandes festivales de danza organizados bajo el Ministerio de Propaganda de Joseph Goebbels. Como es conocido, las tendencias naturalistas herederas del romanticismo germánico antes mencionadas, unidas a los métodos racionales-positivistas y a ciertos presupuestos higienistas que se imponían en las primeras décadas del siglo xx (condensados en el lema Mens sana in corpore sano), fueron reapropiadas por el movimiento nazi alemán y reinterpretadas luego en clave racista. Así, encontramos que debido a estas similitudes iniciales, Laban participó activamente de los primeros años del régimen nazi, pero en 1937 debió exiliarse y continuó su labor en Inglaterra.[12] Allí, en 1947, Laban publica su libro Effort, y en 1954 Hutchinson Guest edita su trabajo y lo publica en Nueva York como Labanotation or Kinetography Laban. Ya desde 1940 se empieza a difundir el sistema de Laban en Norteamérica, e incluso se institucionaliza su enseñanza a partir de la fundación del The Dance Notation Bureau (por Hutchinson Guest, Helen Priest Rogers, Eve Gentry y Janey Price), durante ese año en Nueva York. Si bien el énfasis en la notación fue decayendo con el uso cada vez más generalizado de los registros fílmicos y con el desarrollo de otros métodos de análisis y notación,[13] veremos que hasta hoy las variables de análisis propuestas por Laban siguen vigentes y su sistema de notación se utiliza especialmente en muchas academias folclóricas y etnomusicológicas de la Europa del este, así como en Inglaterra, donde hasta hoy existe un instituto que lleva su nombre.[14]

En suma, como puede apreciarse en esta reseña inicial, los estudios de Sachs influyeron en muchos de los trabajos iniciales sobre danzas elaborados hasta la década del 50, mientras que las variables analíticas propuestas por Laban siguen vigentes hasta hoy. No obstante la importancia de estos teóricos provenientes del mundo germano, en la bibliografía antropológica posterior, es una mujer norteamericana, Gertrude Kurath, quien es reconocida como la iniciadora o “madre” de la etnología de la danza. Considero que este episodio inicial de nuestra genealogía académica, que involucra el pasaje de aquellos criticados (Sachs) o algo invisibilizados (Laban) hombres germanos que fueron obligados a exiliarse en Estados Unidos e Inglaterra, al reconocimiento de una mujer norteamericana (Kurath), pero con olvidadas influencias alemanas, como iniciadora de la disciplina, encarna las tensiones geopolíticas y sociales de la época. Especialmente a partir de la segunda posguerra, se produce ese cambio en el mapa geopolítico que traslada más decididamente los centros de poder del Viejo al Nuevo Mundo, concretamente de la derrotada Alemania al triunfante Estados Unidos, que ya venía acogiendo a muchos de los intelectuales exiliados de la Alemania nazi; y si a este mapa político sumamos los avances del movimiento feminista que se dan por la misma época, tal vez se entienda esa insistencia de las genealogías estadounidenses en situar a una madre norteamericana como iniciadora de esta subdisciplina, olvidando un poco los nombres de otros posibles padres alemanes que también habrían aportado a su engendramiento. Con relación a estos “olvidos”, también habría que agregar que la misma Gertrude pertenecía a una familia de intelectuales y artistas de origen germano,[15] y que su formación inicial en música y danza incluyó no sólo diferentes géneros en boga en Norteamérica (como la danza moderna, improvisación, ballet, folclore inglés, jazz, tap, gimnasia con Joseph Pilates), sino también el método de Laban así como dos estadías en Alemania (entre 1913-1914 y 1922-1923), donde estudió el método Dalcroze y danza moderna con Ellen Petz y otros maestros.[16] Luego Kurath continuó el estudio música y danza en la Universidad de Yale, y entre 1923 y 1946 desplegó su carrera artística como bailarina y coreógrafa, basando muchas de sus obras en danzas europeas medievales y renacentistas, así como en la danza jazz y en danzas de los indígenas norteamericanos. Justamente fue a mediados de la década del 40 cuando inició sus investigaciones sobre la danza y la música de algunos de estos indígenas, especialmente de los grupos pueblo, iroqueses y anishinaabe. A partir de la década del 50, cuando ella rondaba los cincuenta años y probablemente ya estuviese alejada de los escenarios, su trabajo comienza a insertarse más decididamente en el medio académico estadounidense.[17]

Otra cuestión importante que se desprende de estas genealogías iniciales, es que tanto Kurath como Laban formaron parte activamente de los movimientos artísticos de vanguardia que surgieron luego de la primera posguerra y, más específicamente, de los primeros movimientos de “danza moderna” que, en las historias de la danza, suelen situarse, precisamente, en Alemania –con Laban, Mary Wigman y Kurt Joos, entre otros– y en Estados Unidos, con las rupturas iniciales de Isadora Duncan, Ruth Saint Dennis y Ted Shawn y, a partir de la década del 30, especialmente en Nueva York, con Hanya Holm (alumna de Wigman que llega a Estados Unidos en 1931), Martha Graham, Doris Humphrey y Charles Weidman (Bentivoglio, 1985).

Así como Duncan se había inspirado en la cultura griega clásica para liberar a la danza de las ataduras del ballet clásico, Shawn y St. Dennis se inspiraron fundamentalmente en tradiciones asiáticas y de los nativos norteamericanos, y también tomaron algunos elementos de danzas africanas y españolas, utilizándolos tanto para sus coreografías como para el entrenamiento en su escuela: la Denishawn, fundada en 1915. Entre 1925 y 1926, esta compañía de danza realiza un tour por Asia y efectúa filmaciones de danzas nativas en India, Java, Ceilán, Filipinas, los lamas tibetanos de Darjeeling, Japón, entre otras regiones (Shawn, en Kurath, 1960: 251), y en 1929 Shawn publica en Nueva York su libro Gods who dance, en donde expresa su preocupación por la documentación de estas danzas: “Deberíamos enviar bailarines entrenados en compañía de técnicos en todos los países donde las danzas nativas aún son verdaderas e inalteradas” (247). De hecho, mucho tiempo después, en su artículo pionero, Kurath (1960) sigue sosteniendo que los estudios de etnología de la danza deberían ser efectuados por “bailarines que han logrado aproximarse al punto de vista del etnólogo”, como era su caso, o “por músicos y etnólogos con entrenamiento en danza” (247). Así, en estos momentos iniciales, los vínculos entre la investigación y la práctica sobre danza fueron estrechos. Cabe señalar que en 1944 la bailarina Franzisca Boas organizó en Nueva York un seminario titulado “The Function of Dance in Human Society” (la función de la danza en la sociedad humana), que será publicado en 1972 e incluirá un trabajo de su padre, el reconocido antropólogo Franz Boas, sobre la música y la danza de los Kwakiutl, así como de unos pocos estudiosos que habían reflexionado sobre la danza en otras culturas (Courlander en Haití, Gorer en África, y Bateson y Holt en Bali). En su presentación, Franzisca sugería que en Norteamérica la danza moderna debería absorber las características materiales de los diferentes pueblos, incorporando sus “herencias nativas de movimiento y expresión”, y señala que con su libro desea estimular un mejor entendimiento de la riqueza de estas diversas “fuentes”. Se trata de otra evidencia que muestra cómo desde sus inicios se entrecruzaron el movimiento de la naciente “danza moderna” norteamericana y la antropología de la danza. De hecho, ya desde la década del 30 varios de los coreógrafos norteamericanos de “danza moderna” se venían inspirando en danzas nativas de su país para sus creaciones; además del ya citado Ted Shawn, también debemos mencionar a Martha Graham y Lester Horton (Murphy, 2007). Asimismo, y como ha señalado Mora (2010), es importante destacar que en esta etapa, los problemas de la naciente antropología de la danza no se centraban solamente en cuestiones teórico-metodológicas referidas a investigaciones académicas, sino también a los modos en que se podían comunicar, enseñar y representar en escena las danzas étnicas y folclóricas, debatiéndose sobre los aportes éticos de estas tareas. Un ejemplo de estas preocupaciones se aprecia en la compilación de Kurath de 1963 Dance Ethnology, Dance Education and the Public. Cabe agregar que es esta también la época en que comienzan a difundirse cada vez más en Estados Unidos los encuentros de danza intertribales denominados pow wow, que reconfiguraban antiguas danzas guerreras de los indígenas de las llanuras y que dieron lugar a un importante movimiento de revitalización de estas danzas (Ellis, Lassiter y Dunham, 2005).

Pasaremos ahora a describir brevemente la propuesta teórico-metodológica de Kurath. En su reseña de 1960, la autora trata una serie de problemáticas comunes entre la naciente ciencia de la “coreología” o “etnología de la danza”[18] y la antropología de la primera mitad del siglo xx, la cual estaba influenciada por los modelos teóricos funcionalistas y el particularismo histórico, pero también en su caso por las tradiciones anteriores del difusionismo.[19] Así, Kurath (1960) planteó la importancia de registrar las danzas en su propio contexto de ejecución y destacó como estos análisis podían contribuir a diferentes campos de investigación antropológica: al estudio de las relaciones sociales –en lo que refiere a los vínculos entre individuo y grupo, el lugar otorgado a la creatividad, los roles femeninos y masculinos– y al funcionamiento de la organización social y económica, especialmente en el caso de las danzas rituales (236-237); a la caracterización de áreas geográfico-culturales a través de la identificación y comparación de estilos y sus vínculos con el medio ambiente y el “carácter o temperamento” atribuido a cada pueblo (238-239); a los estudios históricos que intentan explicar el origen de formas estéticas recurrentes comunes a diferentes pueblos y los procesos dinámicos que atraviesan las danzas y otras formas culturales, abordando los problemas de “continuidad, difusión, transculturación, aculturación, enriquecimiento, declinación, resurgimiento y retorno” (239-240).

Ya en un artículo de 1959 titulado “La coreología, ciencia folclórica de la danza”, Kurath planteó su propia propuesta metodológica, la cual comprendía cuatro niveles de análisis que intentaban abarcar las distintas perspectivas antes mencionadas. El primer nivel es el coreográfico, y se inicia con la “recolección de datos”, pues se basa en la observación de las danzas en los contextos en que éstas se desarrollan (fiestas, rituales, espectáculos, etc.),[20] y es seguido por el análisis del material relevado, para caracterizar “estilo”, “entrelazamientos”, “ritmo” y “estructura” de la danza,[21] y luego, el lugar que ésta ocupa en un conjunto mayor (ceremonial o espectáculo) y en el repertorio más amplio del grupo (Kurath, 1959: 9-10).

El segundo nivel es el interpretativo, donde se busca establecer correlaciones y explicaciones que refieren a los problemas comunes de la antropología antes mencionados: desde los patrones sociales, funciones y causas (naturales y sociales) de ciertos cambios, a los análisis interculturales comparativos, los procesos de contacto, difusión y transculturación (Kurath, 1959: 12-13). El tercer nivel de análisis corresponde a los aspectos psicológicos: las emociones evocadas en la danza, tanto en los participantes como en los espectadores, los valores reflejados en las opiniones sobre las normas, y las actitudes hacia las danzas, expuestas en las reacciones de la audiencia (ídem: 15-16).

Considero que el detalle con que Kurath expuso las diferentes variables de análisis posibles en torno a las danzas hasta hoy constituye una fructífera guía para iniciar un estudio de este tipo. No obstante la amplitud de su propuesta metodológica, Kaeppler (1978b: 37) señala que luego en sus estudios de caso, Kurath enfatizaba en la clasificación de las danzas desde un punto de vista externo, descuidando la perspectiva de los participantes. Como iremos viendo a lo largo del capítulo, las variables analíticas que efectivamente se apliquen para estudiar una danza se vinculan con las problemáticas que más le interesa profundizar a cada autor. Así, las cuidadosas descripciones “externas” de Kurath seguramente respondían a su interés por discernir los problemas de difusión y transformación de las danzas, lo cual evidencia la persistencia de aquellas herencias difusionistas alemanas que se remontan a los trabajos de Sachs, y que perduraron en esa naciente etnología de la danza norteamericana. No obstante, la atención prestada al trabajo de campo y el registro detallado de las danzas in situ la alejan de los análisis de gabinete de Sachs y la acercan a la antropología iniciada por Franz Boas. En este sentido, si bien Kurath es reconocida como la “madre” de la etnología de la danza, podríamos agregar que esta subdisciplina también, fue “hija” de una disciplina mayor, la antropología cultural norteamericana cuyo “padre”, una vez más, también era de origen alemán.

Por último, cabe mencionar que desde fines de la década del 60 la antropóloga norteamericana Joan Kealiinohomoku (nacida en 1930), formada en las universidades de Northwestern e Indiana, continuará el trabajo iniciado por Kurath, pues reelabora algunos aspectos de su sistema de notación y amplía las guías para la descripción y el análisis de la danza. Al igual que Kurath, también se formó en diferentes danzas (étnicas, ballet clásico y danza moderna) y realizó distintas coreografías. Kealiinohomoku profundizó los análisis sobre las funciones sociales de las danzas, los vínculos entre éstas y cada contexto cultural (la danza es entendida como un “microcosmos” o “reflejo” de la cultura) y efectuó también análisis comparativos (Kealiinohomoku, 1967). Sus trabajos de campo abarcaron danzas de diversos grupos, algunas de las cuales comparó entre sí: hawaianas, indígenas norteamericanas (hopi, yaqui, zuni, apaches) y tradiciones africanas en su continente de origen y en Estados Unidos. Cabe destacar también su estudio sobre el ballet clásico como una forma de “danza étnica” (Kealiinohomoku, 1983), pues fue un trabajo pionero que señaló los aportes que una perspectiva antropológica podía tener para los estudios sobre la danza occidental, en especial al revelar muchos de los prejuicios y errores en relación con las danzas de los pueblos no occidentales, que aún subsistían en estos estudios.

2. El conflictivo y fugaz retorno de los modelos comparativos: danza y estilos de movimientos en perspectiva intra e intercultural

A inicios de la década del 60, el etnomusicólogo norteamericano Alan Lomax (1915-2002) comienza a desarrollar modelos comparativos para el estudio de la música y la danza, los cuales fueron objeto de duras críticas. Inicialmente, desarrolló un método comparativo de análisis de los cantos que denominó “cantométrica” (1962), y luego otro para la danza, la “coreométrica”, en el contexto de su trabajo en el Departamento de Antropología de la Universidad de Columbia entre 1962 y 1989. Cabe destacar que Lomax realizó numerosas grabaciones de campo que contribuyeron decisivamente a la ampliación del archivo de American Folk Song (en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos), y que también colaboró activamente en la promoción de estas músicas a través de diversas actividades que excedieron el ámbito académico, como conciertos, programas de radio, grabaciones y libros de difusión.

A partir de 1965, Lomax comienza a trabajar con Irmgard Bartenieff y Forrestine Paulay, bailarinas y coreógrafas especializadas en Laban, que venían desarrollando investigaciones sobre los usos de la danza como forma terapéutica. La intención de Lomax era extender el tipo de correlaciones que había hallado en la cantométrica a la danza, investigando si la distribución de los estilos de canto según los diferentes tipos de sociedades y áreas geográficas, coincidía con la distribución de los estilos de danza. Si bien, como veremos, Lomax es uno de los pocos hombres que propondrá un modelo teórico-metodológico de análisis de la danza dentro de esta genealogía antropológica, justamente lo hizo a través de su trabajo en colaboración con dos mujeres, estudiosas del movimiento y bailarinas.

Como ha señalado Reynoso (2006b) para la cantométrica y podría extenderse también para la coreométrica, el modelo de Lomax “es un típico Cross-Cultural Study […] un método estadístico desarrollado en el seno de la antropología transcultural” (56) iniciada por George Murdok. Así, inicialmente, a partir de unos doscientos registros fílmicos sobre grupos de diversas partes del mundo, Lomax y sus colaboradoras estudiaron los “estilos de movimiento corporal”, comparando la utilización del cuerpo en las danzas y en actividades cotidianas, especialmente en las técnicas de trabajo. Este foco en el trabajo se basa en que una correlación similar ya había sido percibida por Lomax en su análisis anterior sobre los cantos; así, en esta nueva investigación, postulan que en tanto “el trabajo y la danza son diseños para la organización e interacción grupal, uno podría suponer que este par de modelos deberían variar conjuntamente” (Lomax, Bartenieff y Paulay, 1968: 225).

En cuanto al corpus fílmico con el que trabajaron, aclaraban que se centraron en películas de sociedades “no complejas” –“folk y primitivas”–, donde los estilos de movimientos serían “más estables” que en las diversas “subculturas” de las sociedades complejas, y en una primer etapa seleccionaron cuarenta y tres culturas pertenecientes a ocho regiones geográfico-culturales (Lomax, Bartenieff y Paulay, 1968: 230-231). Para efectuar esta comparación, plantearon una serie de parámetros que retomaron de los estudios de Laban: la “actitud corporal” o postura de base a partir de la cual se desarrollan las acciones (y que los autores dividen fundamentalmente en dos tipos: cuando se utiliza el tronco como una unidad o subdividido, involucrando movimientos de cintura u ondulantes del torso), los tipos de “transición” entre los movimientos, el “número de partes del cuerpo activas” y la “complejidad del esfuerzo-forma” que adoptan los movimientos y sus dinámicas.[22] Intentando ordenar el rango de variabilidad de cada uno de estos parámetros, los autores los clasificaron en escalas que irían de “lo más simple a lo más complejo”; así, por ejemplo, mientras las danzas amerindias suelen quedar ubicadas en el primer tipo, las hindúes se encuentran entre las segundas.

Además de la antropología transcultural, la coreométrica de Lomax también estuvo influenciada por los estudios de comunicación no verbal y de danza que, probablemente, fueron introducidos a través de la colaboración con Bartenieff y Paulay. Así, por ejemplo, los autores señalan la importancia de una hipótesis de Birdwhistell que tuvo una amplia difusión en los estudios de la comunicación y en la antropología de la época, la idea de que “patrones análogos serán encontrados en el mismo nivel en diferentes sistemas de comunicación” (citado por Lomax, Bartenieff y Paulay, 1968: 222).[23] A tono con este planteo, los autores postulan que los aspectos rítmicos y métricos de las canciones provenían de las danzas y que éstas en sí mismas serían una “comunicación derivada” de “aquellos patrones dinámicos que más exitosa y frecuentemente animan las actividades cotidianas de la mayoría de las personas en una cultura”; por ello, “la danza es considerada primero como una representación y refuerzo de patrones culturales y sólo secundariamente una expresión de emoción individual” (222-223).

Este interés por vincular la danza con los movimientos de la vida cotidiana ya había sido ensayado por otros antropólogos. De hecho, Lomax cita como antecedente de su trabajo el estudio de Bateson y Mead sobre las relaciones entre las prácticas de crianza de los niños, el trance y la danza en Bali. En el trabajo ya mencionado de Bateson y Holt (1944: 12), se aprecia el intento de correlacionar las danzas con los gestos y posturas de las actividades cotidianas y el “carácter o temperamento” de los balineses, planteando la hipótesis de que la danza implicaría la extensión, estilización e intensificación de estas formas y caracteres. Asimismo, es importante señalar que ya desde los años 30 algunos estudiosos de la cultura habían recurrido al uso de las filmaciones para indagar en los vínculos entre los movimientos de las danzas y los usos cotidianos del cuerpo, tal es el caso de Bateson y Mead y de Birdwhistel, que son citados por Lomax, a los que habría que agregar los trabajos pioneros de Boas. Como ha destacado Pinski (2010), en este punto la antropología de la danza y el uso de la cámara como herramienta de registro antropológico se encuentran fuertemente emparentados.[24] En relación con estos antecedentes, podríamos decir entonces que Lomax y sus colaboradoras intentaron sistematizar hipótesis y metodologías que ya habían sido ensayadas por estos trabajos pioneros.

Al igual que sucedió con la cantométrica, la coreométrica fue severamente criticada, especialmente por Kaeppler (1978) y Kealiinohomoku (1979a), quienes eran las figuras más prominentes de la antropología de la danza norteamericana de aquella época. Podríamos sintetizar estas críticas en cuatro tópicos: a) el vínculo de la danza con la economía y el trabajo; b) el problema de la variación diacrónica e intracultural; c) la implementación del método, y d) cierta resistencia o desconfianza generalizada ante los modelos comparativos y evolutivos.

Con relación al primer punto, Kealiinohomoku (1979a) sostiene que se trata de un “determinismo simplista” y que “desafortunadamente Lomax usa el análisis para intentar probar que el trabajo y la economía causan los estilos de movimiento […] sugiere que el trabajo es un agente causativo unidireccional para los estilos de danza” (169, 170, 171). Esta interpretación crítica parece no reconocer que un modelo estadístico como es el de Lomax no necesita basarse en hipótesis explicativas de tipo causal, sino que sólo debería identificar correlaciones fácticas. De hecho, si tomamos la frase del propio Lomax que Kaeppler cita para criticar esta misma relación, queda claro que, al menos en este punto, Lomax y sus colaboradoras no postularon una relación causal sino una hipótesis de correlación: “El estilo de danza varía de un modo regular en términos del nivel de complejidad y el tipo de actividad de subsistencia de la cultura que lo sostiene” (Lomax, Bartenieff y Paulay, 1968: xv). No obstante, hay que reconocer que a lo largo de su libro, los autores sí arriesgaron “otras” hipótesis explicativas, por ejemplo, cuando afirman que “el movimiento danzado es un refuerzo pautado [estilizado] de los patrones de movimiento habituales de cada cultura o área cultural” (xv).[25] Más adelante, también plantean posibles funciones sociales de la danza en esa misma dirección: “Si la danza tiene alguna función social, es la de reforzar modalidades de organización interpersonal y grupal que son cruciales en las principales actividades de subsistencia de una cultura” (225); así como las “funciones” más generales de “identificación y formación” que los estilos de movimientos tendrían en cada cultura “identifican al individuo como un miembro de su cultura que entiende y está a tono con sus sistemas de comunicación”, y “forman y modelan las cualidades dinámicas que animan sus conductas” como “hablar, danzar, trabajar, caminar, hacer el amor” y, “en realidad todas sus actividades” (262-263).

Ahora bien, insistimos en que el modelo de Lomax, por su misma naturaleza estadística, no permitiría comprobar estas últimas hipótesis, sino solamente establecer frecuencias de correlaciones empíricas entre un estilo de movimiento (definido en torno a ciertas variables) y la organización socioeconómica (también definida con relación a ciertas variables). Todas estas otras hipótesis que se conjeturan en ciertos tramos del libro sobre cómo se originarían y/o funcionaría un estilo dancístico en el interior de cada cultura no son el eje del método propuesto sino que parecen vincularse más con los hallazgos de otros estudiosos de la época, como Birdwhistell y especialmente Bateson, y también con las investigaciones previas de sus colaboradoras, Bartenieff y Paulay. De hecho, para ser demostradas, requerirían de otros métodos, como las etnografías en profundidad en cada cultura y las descripciones estructurales o procesuales, y de otros modelos teóricos, como el sistémico que utilizó Bateson. Probablemente entonces, la confusión emerja de intentar combinar hipótesis que hubieran requerido de modelos y métodos distintos.

Como luego veremos, el vínculo entre las danzas y los diferentes tipos de movimientos cotidianos dentro de una cultura o subcultura suele implicar relaciones variadas y complejas que, probablemente, no puedan reducirse hoy solamente al “refuerzo” de ciertos patrones de movimiento de las actividades de subsistencia, como por momentos parecen sugerir Lomax y sus colaboradoras. No obstante, hay que reconocerles a estos autores el haber destacado la importancia de esta variable, la cual merece ser abordada y, especialmente en estudios de caso, complementarse también con otras.

Cabe resaltar que las principales críticas y contraargumentaciones de Kaeppler y Kealiinohomoku se basan en señalar solamente algunos pocos “casos” que supuestamente cuestionarían estas últimas hipótesis de que en cada cultura la danza refuerza patrones de movimiento utilizados en la vida cotidiana y/o en el trabajo, pero no se centran en el método estadístico de Lomax, que justamente no depende de la demostración de esta hipótesis para probar su eficacia. En síntesis, que critiquemos su hipótesis de causación (para la cual el autor no propuso un método) no invalida su hipótesis de correlación estadística en relación con variables específicas[26] (para lo cual sí propuso uno). En este sentido, coincidiendo con Reynoso (2006b) y extendiendo su planteo sobre la cantométrica a la coreométrica, sostendríamos que, “pese a las críticas al supuesto determinismo económico” –“que en realidad no es más que el señalamiento de una covariación ideológicamente inocua entre infraestructura o modo de producción y estilo”–, este argumento de la covariación no ha podido ser rebatido por los críticos de Lomax, pues ninguno “ha postulado otro factor que tenga más adherencia” ni lo han “demostrado de la misma manera que Lomax lo hizo o de alguna otra igualmente persuasiva” (99). Complementando este análisis, agregaría que lo que podríamos cuestionarnos es si un modelo que postulara esta covariación entre estilos dancísticos y musicales e infraestructura, con las resonancias marxistas que esto podría despertar, resultaba tan “inocuo” en la Norteamérica de la segunda posguerra, sumida en plena Guerra Fría. De hecho, Lomax habría sido perseguido “por el senador anticomunista McCarthy” y “puesto en las listas negras Red Channels en 1950”, lo cual habría motivado en parte sus trabajos de campo en Europa durante esa década (56).

Vayamos ahora al segundo núcleo de críticas, las referidas al problema de la diacronía y la variación intracultural. Uno de los argumentos de Kealiinohomoku (1979a: 171), citando el caso hopi, es que ciertas danzas tradicionales persisten aun cuando hayan cambiado las formas de producción de esa sociedad. No obstante, como luego demostraron diferentes etnografías contemporáneas, la persistencia de ciertas danzas a menudo se debe al potente rol como símbolo identitario que socialmente se les asigna (como representativas de significaciones y valores socioculturales), lo cual permite que sean manipuladas estratégicamente por los performers (en sus relaciones sociales intra y, sobre todo, intergrupales) y, también, que sean objeto de políticas culturales de los Estados- nación o incluso del mercado (tal es el caso del turismo, por ejemplo). En suma, debido a estos complejos procesos pueden “persistir” o incluso “reificarse” ciertas danzas del pasado como signos identitarios, mientras se desarrollan también, paralelamente, otras nuevas formas, acordes con los cambios socioeconómicos y culturales y con los nuevos movimientos corporales cotidianos que involucran, entre otros factores. En el capítulo de Citro y Cerletti en este mismo libro, abordaremos un caso que muestra tanto las persistencias como los cambios dentro de un género dancístico que asume un importante rol identitario entre los grupos aborígenes chaqueños, los cantos-danzas en ronda, en tanto su performance permite corporizar, sentir y significar una determinada construcción identitaria de lo “aborigen”; pero, además, veremos cómo algunos de sus rasgos estilísticos de canto y movimiento confirman las correlaciones halladas por Lomax para otras sociedades amerindias de origen cazador-recolector. En síntesis, si bien es cierto que el aspecto diacrónico no es abordado por Lomax y sus colaboradoras y que la cuestión de la cronología de las muestras ha sido descuidada, también coincidimos con Reynoso (2006a) en que se trata de una objeción “que afecta a la implementación del método y no a su esencia” (102).

Otro de los problemas que tanto Kaeppler (1978b) como Kealiinohomoku (1979a) detectan, replicando las críticas a la cantométrica, es que cada cultura es vista como si fuese poseedora de un solo estilo dancístico, es decir, se ignora la variación intracultural. Si bien coincidimos con estas autoras y también con Reynoso (2006a) cuando señala que la “homogeneización de estilos y el uso de perfiles «modales» sin documentar la varianza (o la desviación estándar)” es seguramente “uno de los aspectos más rebatibles” del método cantométrico y coreométrico original, es también interesante la apreciación de este último autor respecto a que “hace cuarenta años no existía clara conciencia del problema de la diversidad intracultural ni había tratamientos estadísticos satisfactorios de sociedades complejas” (99). De hecho, Reynoso sostiene que con los “métodos estadísticos actuales, se podría trabajar la diversidad interna mucho mejor”[27] y que “quienes insisten en que la diversidad intracultural es definitoria, tienen aún pendiente la demostración de que ella es estadísticamente más significativa que la diversidad intercultural, a nivel tanto de las culturas como de las regiones” (101).

Un tercer núcleo de críticas refiere a los modos en que se implementa el método, como el hecho de que se base exclusivamente en el punto de vista del observador y en registros fílmicos que reducen el movimiento a dos dimensiones (Kaeppler, 1978b: 43). No obstante, desde un principio, Lomax y sus colaboradores (1968) fueron explícitos sobre sus elecciones metodológicas; sostenían que en las filmaciones documentales existentes se hallaba un “rico depósito de información de la humanidad” y, en lugar de “agonizar sobre sus limitaciones o las de aquellas personas que filmaron y editaron”, eligieron aproximarse a estas imágenes desde una perspectiva “observacional”, considerándolas “como una fuente y una herramienta para el estudio comparativo e histórico de las culturas” (263).

Finalmente, un último núcleo de críticas de estas autoras parece centrarse en cierta desconfianza hacia los grandes modelos comparativos, en tanto implicarían un reduccionismo o simplificación de las danzas y, en este caso también, un carácter evolutivo. Kaeppler (1978b), por ejemplo, sostiene que los rasgos distintivos para caracterizar el “estilo” en los perfiles coreométricos “no son la clase de componentes que la mayoría de los antropólogos de la danza usaría”; no obstante, unos párrafos después reconoce que “uno de los aspectos positivos del estudio es la definición de elementos de movimientos que puedan ser comparados […] contribuyendo así a los estudios comparativos” en danza (43). Justamente, respecto de este punto, Lomax y sus colaboradores (1968) reconocieron explícitamente que la reducción de los estilos de movimiento a sólo algunas variables fue un límite que se autoimpusieron, pues es indispensable para poder elaborar un sistema de análisis comparativo que hasta ese entonces no existía. Así, sostienen que no estaban interesados en “descripciones detalladas” sino en una caracterización de la “danza y el movimiento en términos cualitativos extremadamente generales” (223), pues “el lector debe recordar que la coreométrica no describe una serie de posturas o pasos, sino las cualidades dinámicas que animan las actividades de una cultura” (224).[28] Además, hay que agregar que en 1968 los autores reconocían que se trataba de un sistema que estaba en “una etapa inicial de desarrollo” (261): de hecho, posteriormente se fue ampliando hasta abarcar actualmente 2.138 segmentos de films y de secuencias de danzas analizadas según este método, y las mismas variables de análisis se fueron refinando y extendiendo, hasta llegar a incluir 139 parámetros (los cuales fueron luego recombinados en 65, para facilitar el análisis estadístico).[29]

En cuanto al supuesto “modelo evolutivo” de Lomax (Kealiinohomoku, 1979a: 174), nuevamente, no parece ser el eje central del método estadístico que propone, sino una hipótesis que se especula a partir de los resultados obtenidos.[30] En el caso de Kaeppler (1978b), se cita una frase de Lomax que refiere a cómo este método podría “contribuir” a “señalar la significancia histórica de las familias de movimientos”, en tanto “los parámetros individuales del sistema coreométrico [...] organizan los estilos de danza en una secuencia evolutiva” (43). Esta sola mención –que según entendemos alude más a cómo se estructuran internamente los parámetros del método (de lo simple a lo complejo) que a los modelos más generales del evolucionismo social (que el autor no se dedicó a desarrollar)– le basta a Kaeppler para cerrar rápidamente el tema con una ironía: “¿Puede ser esto una encarnación de Sachs en la computadora?” (43), luego de haber desestimado totalmente a Sachs en páginas anteriores, por seguir teorías que responderían a una forma de “evolucionismo unilineal” (33). No obstante, como vimos, ni siquiera el mismo Sachs podría ser tan fácilmente catalogado de esa forma; además, lejos también está Lomax de cualquier evolucionismo vinculado a posiciones etnocentristas; de hecho, la Asociación para la “Equidad Cultural” que funda en 1986 en el Hunter College, entre sus objetivos, propone que “las tradiciones expresivas de todas las culturas étnicas y locales deberían ser igualmente valoradas como representativas de las múltiples formas de adaptación sobre la Tierra”.[31]

En suma, retomando la actitud foucaultiana de sospecha que antes mencionáramos, creo que también es necesario “sospechar” de estos autores que tan tempranamente fueron “desestimados” en las genealogías de las antropólogas norteamericanas. Incluso, y compartiendo muchas de las críticas hasta aquí mencionadas, considero que habría que reconocer también el esfuerzo pionero de Lomax por sistematizar un método estadístico de análisis intercultural que, hasta ese momento, no existía y que, hasta el presente, no parece haber sido superado por sus críticos. Asimismo, como veremos, la pregunta por cómo se vinculan los estilos de movimientos de la danza y de la vida cotidiana de sus performers, es una cuestión que retornará insistentemente dentro de esta subdisciplina, aunque Lomax será pocas veces recordado.

3. Los años 70 y la consolidación de la disciplina:

de la lingüística y las estructuras a los procesos

y las identidades sociales

Durante la década del 70 surgen una serie de trabajos de antropólogas que inspiraron sus análisis de la danza en teorías lingüísticas, entre las que cabe destacar a las norteamericanas Adrianne Kaeppler y Judith Lynne Hanna, y a la inglesa Drid Williams. Para Farnell (1995b: 2), estos estudios también implicaron el cambio de una perspectiva que hasta ese entonces había sido fundamentalmente “observacional y empírica”, centraba en lo “visible” de las danzas, a una que también atiende a lo “invisible” –rasgos de organización social, valores culturales, intenciones y creencias–, como aquello “que determina el significado de lo visible”.

Es importante señalar que casi una década antes de que aparecieran estos trabajos, en 1961, los húngaros György Martin y Pesovár, a partir del estudio de sus propias danzas nacionales de las cuales eran además practicantes, crearon uno de los primeros modelos de análisis estructural de la danza. Estos autores proponían identificar los “elementos kinéticos” que conforman las “partes”, cómo éstas se combinan en “motivos” (conscientes para los bailarines), los cuales a su vez constituyen “unidades menores y mayores”. Este enfoque no se limitó al análisis morfológico, sino que abarcó también el estructural, en tanto proponían interrelacionar estos niveles para develar las reglas que rigen su combinación y, así, abordar cuestiones referidas a los procesos creativos y las variaciones estilísticas, temáticas fundamentales para estas danzas que involucran distintos grados de improvisación (Royce, 1977: 66-67). Esta perspectiva fue continuada y ampliada por otros analistas de danzas folclóricas de la Europa central y del este, como la rumana Giurchescu y el húngaro Felföldi, quienes también trabajaron sobre sus propias danzas nacionales. Estos autores desarrollaron una perspectiva que, sin desatender los aspectos socioculturales, se centra en el lugar del bailarín y su individualidad así como en la diacronía, pues la danza es entendida esencialmente como “resultado de la actividad del bailarín” en un momento particular de su vida, teniendo en cuenta su personalidad, creatividad, habilidades y trayectoria profesional (Felföldi, 2005: 26, 28).

Para Kaeppler (1991), lo que denomina “enfoque musicológico/folclorista europeo” ha tendido a centrarse en la “danza como producto”, atendiendo a los problemas de clasificación y definición de estilos locales y regionales, estratos históricos e influencias interculturales, de modo similar a los musicólogos folcloristas. Dentro de esta tendencia, también podría ubicarse la producción francesa, especialmente los trabajos históricos de Jean-Michel e Ives Guilcher (1993) sobre las danzas tradicionales en Francia o, aunque en menor medida, los estudios etnomusicológicos de Hugo Zemp (1998), especialmente sobre músicas y danzas africanas. En contraste, Kaeppler destaca que su enfoque y el de otras antropólogas norteamericanas enraizadas en la tradición boasiana implican aproximaciones contextuales que, si bien a veces tienden a ser menos detalladas en cuanto al contenido del movimiento y su relación con la música, han profundizado en lo que la danza “puede decir de la sociedad”.

Veamos la propuesta de Kaeppler, quien se formó en la Universidad de Hawai y tuvo una extensa experiencia de campo tanto allí como en Tonga y otras islas del Pacífico. Además de la influencia de la tradición de Boas, que daba centralidad al trabajo de campo y a las visiones nativas, Kaeppler se inspiró en la lingüística de Pike y la etnociencia que, con su énfasis en la perspectiva emic (de los propios actores) y los métodos de análisis componencial y contrastativo, predominaba en gran parte de la antropología norteamericana de esa época. Para esta autora, en la hasta entonces breve historia de la antropología de la danza, el interés principal se había colocado en la descripción y la comparación, pero no se habían llegado a elaborar análisis antropológicamente relevantes con esos datos. Por eso, a partir del enfoque etnocientífico, propone centrarse en conocer los movimientos que son significantes dentro de cada cultura y cómo éstos pueden ser combinados, siempre desde el punto de vista de los bailarines. Para ello, propone identificar los siguientes niveles: los “kinemas” o unidades más pequeñas de movimiento, su combinación en “morfokinemas” (portadores de significación dentro de cada sistema dancístico), el modo en que estos últimos forman “motivos o frases” y cómo éstos, ordenados cronológicamente, constituyen la “estructura” de cada danza (Kaeppler 1972).[32] A partir de este análisis, la autora plantea que es necesario examinar la danza como parte integral de la estructura social e incluso como una manifestación de lo que denomina su “estructura profunda” (Kaeppler 1978a). En un trabajo posterior (Kaeppler, 2001), aclara que estos contenidos estructurados de las danzas expresan significados y valores culturales, suelen ser objeto de elaborados sistemas estéticos y también son una manifestación visual de las relaciones sociales, cuestiones que también podrán apreciarse en el capítulo de la autora sobre la estética de la danza que aquí traducimos. En suma, tal vez uno de los principales aportes del método estructural de Kaeppler fue el de destacar la importancia de reconstruir las “teorías nativas” a partir de las cuales cada grupo sociocultural construye sus “sistemas de movimiento” y los significados y valores culturales que expresan, evitando el traslado de teorías occidentales propias del etnógrafo para comprender estas otras danzas.

En el caso de la inglesa Dridd Williams, se formó en antropología social en Oxford y, gracias al incentivo de Evans-Pritchard, decidió abocarse al campo de las danzas. Previamente, Williams había estudiado y sido performer de diferentes danzas, incluidas las de África Occidental que estudió en Nueva York entre 1956-1961 (Williams, 2004: 234-235). En su caso, las influencias lingüísticas refieren principalmente a Sassure y la antropología semántica de Cric y Ardener, así como a la gramática transformacional de Chomsky. Además, Williams retoma algunas de las críticas al dualismo cartesiano sostenidas por el “neorrealismo” de Harré, entendiendo los movimientos como “actos significativos” que provienen de agentes con la capacidad de expresarse tanto en modos discursivos como cinéticos (Farnell, 1999: 342). A partir de su tesis doctoral de 1975, Williams elabora un marco teórico-metodológico que denomina “semasiología”, con el cual intentó dar respuesta a las clásicas tensiones entre “universalismo” y “particularismo”. Propone entonces una serie de leyes y principios o reglas universales que, en un nivel estructural, serían comunes a todos los sistemas de movimiento, pues refieren, por ejemplo, al rango de movimientos que pueden hacer los seres humanos –según las posibilidades anatómicas y los constreñimientos estructurales del organismo–, o al espacio de acción en que el movimiento del agente toma lugar, el cual se definiría por la “estructura de dualismos interactuantes, esto es, arriba-abajo, derecha-izquierda, delante-atrás y adentro-afuera” (Williams, 1995: 49). Para ella, de este modo, sería posible emprender una comparación intercultural de diferentes sistemas de movimiento, a partir de aquellos “universales estructurales” que, en cada sistema, suelen tener “particularidades semánticas” (69). Un ejemplo que analiza es cómo un movimiento con orientación similar en el espacio, como es el de “reverencia”, tiene significaciones diferentes en distintos sistemas de movimiento: una misa católica, el tai chi y el ballet clásico, pues en sus respectivos contextos culturales el espacio, el cuerpo y el movimiento son conceptualizados de maneras disímiles. Cabe agregar que Williams efectuó una importante tarea docente, dirigiendo un programa sobre Antropología del Movimiento Humano, primero en la Universidad de Nueva York entre 1979 y 1984, y luego en la de Sydney, Australia, entre 1986 y 1990; desde 1980 dirige el Journal for the Anthropological Study of Human Movement.

Judith Lynne Hanna, formada en la Universidad de Columbia y especializada inicialmente en danzas de tradición africana, es otra de las antropólogas norteamericanas y también docente de danza, que en la década del 70 se inspiró en modelos comunicacionales. Esta autora propuso entender la danza como un tipo de “comunicación no verbal”, señalando que existen al menos seis modos de significación que pueden ser aplicados a la danza desde el punto de vista etic: como “representación concreta” del aspecto externo de una cosa, evento o condición, como “ícono” que representa sus propiedades o características formales, como “estilización” arbitraria de gestos o movimientos, como “metonimia”, “metáfora” o como “actualización” de un estatus o rol (Hanna, 1977: 224). Asimismo, en un enfoque cercano al funcionalismo de Parsons, propone analizar los modos en que las danzas se vinculan con la vida social, por ejemplo, afectando patrones culturales y contribuyendo a resolver tensiones, lograr ciertos objetivos, así como a la adaptación e integración. En trabajos posteriores, focalizó sus análisis en el rol de la recepción y en la conexión entre performer y audiencia (Hanna, 1983), siendo éste un aspecto poco destacado en los modelos anteriores,[33] en problemáticas de género y, más recientemente, en el rol de la danza en salud y educación (Hanna, 1999, 2006).

Para concluir esta sección, quisiera comentar los trabajos de Anya Peterson Royce, quien inicialmente desarrolló su carrera como bailarina, luego se formó en antropología en la Universidad de California (Berkeley), y hasta hoy se desempeña en la Universidad de Indiana. Si bien Royce también se interesó por los aspectos simbólicos, introdujo una perspectiva novedosa en los estudios sobre danzas de la década del 70, pues destacó sus aspectos sociopolíticos, como un poderoso símbolo identitario. A partir de su extensa experiencia etnográfica con los indígenas zapotecas de México, analizó los modos en que sus danzas operaban como indicadores de clases e identidades sociales. Su perspectiva se alineaba con lo que en aquella época se denominaban “investigaciones orientadas a problemas” basadas en el “análisis situacional” y el “drama social”, en el contexto de sociedades complejas caracterizadas por la inestabilidad, la falta de homogeneidad y los conflictos; por tanto, se focalizaba en los procesos y en aquellos eventos que intensificaban las conductas cotidianas (Royce, 1977: 27-28). Es importante agregar que Royce también efectuó una importante sistematización y análisis de las teorías existentes hasta 1977, en el libro que publica ese año, titulado The Anthropology of Dance. Cabe recordar que durante ese mismo año, pero en Londres, John Blacking también publicaba su compilación Anthropology of Body, en la que participó Judith Hanna, entre otros autores. En suma, se trata de una prolífica década en la cual las representaciones, los significados y los movimientos de los cuerpos comenzaron a ser objeto de indagación antropológica; y a partir de allí, como veremos, cada vez más las antropologías de las danzas y de los cuerpos profundizarán sus diálogos.

4. Desde los años 80: movimiento, cuerpo

y política en las danzas

En la reseña que emprende Reed (1998a: 505) y cuya traducción incluimos en este volumen, se destaca cómo a partir de los años 80 los estudios antropológicos sobre danzas comenzaron a focalizar en sus aspectos políticos y también cómo prestarán una mayor atención a las relaciones entre movimiento, cuerpo y cultura. Esto último se vincula con un cambio de paradigma en diferentes campos de estudios de la cultura expresiva e incluso en las mismas prácticas artísticas vinculadas al posmodernismo, que llevaron a enfatizar en el sonido más que en la música, en la performance más que en el teatro y en el movimiento más que en la danza, intentando superar así las connotaciones etnocéntricas y universalizantes que estas últimas categorías a veces involucraron, en tanto refieren a las escisiones características de las artes occidentales (especialmente en ese gran período comprendido entre el denominado Renacimiento y la Modernidad). Así, estas áreas de estudio se encuentran cada vez más entrelazadas y, por ejemplo, los estudios antropológicos de la danza cada vez más reciben la influencia de los estudios antropológicos sobre la corporalidad o de los denominados estudios de la performance y viceversa.[34]

Veamos los trabajos de Brenda Farnell (1995a, 1995b) y John Lowell Lewis (1992) quienes se enmarcan en esta última línea centrada en el “movimiento” más que en la danza. Estos autores señalan cómo el legado cartesiano del dualismo cuerpo/mente ha permeado incluso las teorías antropológicas del embodiment o corporización, basadas en la fenomenología de Merleau-Ponty, dificultando así el análisis del movimiento, y por eso proponen perspectivas alternativas. En el caso de la inglesa Farnell, continúa la propuesta de la semasiología de su compatriota Williams, así como su fundamentación en el nuevo realismo de Harre. Farnell se ha formado en el Laban Dance Center de Londres, luego en la Universidad de Nueva York donde Dridd enseñó, y también en antropología sociocultural y lingüística en la Universidad de Indiana. Esta formación unida a sus estudios de campo sobre el Plains Sign Language, lenguaje de señas de la región de las planicies de Norteamérica, parece haber incidido en su énfasis en las conexiones entre acción y discurso, entre lenguajes corporales y hablados; de hecho, éste es el tópico central de su compilación Human Action Signs in Cultural Context: The Visible and the Invisible in Movement and Dance (en la que participaron Adam Kendon, Adrianne Kaepler y Drid Williams, entre otros autores). No obstante, en otros trabajos hemos señalado lo que consideramos constituyen ciertos límites del abordaje de Farnell (Citro, 2011; Citro, Lucio y Puglisi, 2011), pues su énfasis en la notación y la descripción detallada de los movimientos corporales en situaciones de interacción no siempre redunda en un análisis enriquecedor que, por ejemplo, ilumine las implicancias sociales y culturales de estos movimientos. Cabe agregar que desde 1985 Farnell es coeditora junto con Williams del Journal for the Anthropological Study of Human Movement, y también ha desarrollado proyectos en colaboración con coreógrafos sobre las relaciones entre movimiento y discurso.

En el caso de Lowell Lewis, de la Universidad de Sydney, a partir de su análisis de la capoeira brasileña, género del que también es practicante amateur, muestra cómo la teoría de Peirce sobre los aspectos icónicos e indexicales de los signos puede ser fructífera para el estudio de sistemas extralingüísticos como la música y la danza, cuestión que también Feld y Fox (1994), entre otros, han destacado. Así, vincula los movimientos de la Capoeira con conductas de la vida cotidiana y de otras prácticas estéticas afrobrasileñas, como parte de un mismo “estilo cultural”, a la manera de “signos” que, no obstante, podrán variar su significado y la funcionalidad según las situaciones (Lowell Lewis, 1992: 132). El autor retoma las teorías sobre el juego, el discurso y la performance, para analizar el “paralelismo entre las estructuras formales del juego físico, la música instrumental y el canto” en la Capoeira –planteando la “iconicidad de estas estructuras”– y también examina cómo estos “íconos dentro de una forma expresiva pueden propagarse, o resonar con sus isomorfismos, en el sistema simbólico de la cultura bahiana y brasilera fuera de la roda” (Lewis, 1992: 189).[35]

Dentro de esta perspectiva que focaliza en las relaciones estilísticas entre los movimientos de una determinada performance y aquellos de la vida cotidiana y otras expresiones estéticas del mismo grupo, Reed sitúa los trabajos de otras tres autoras norteamericanas: Novack, Ness y Browning. Para Reed, los trabajos de Novack han jugado un rol crítico en las reconceptualizaciones del cuerpo en los estudios sobre danza, pues fue una de las pioneras en realizar una aproximación fenomenológica al mismo. Novak, quien antes de su muerte prematura en 1996 cambió su nombre al de Cohen Bull, fue una antropóloga profesora de danza en el Weyslan Collage y bailarina-coreógrafa en el Richard Bull Dance Theater. Entre otras cuestiones, estudió el desarrollo del contact-improvisación en Estados Unidos, vinculándolo con un análisis más amplio de los cambios históricos en las concepciones y usos del cuerpo, desde el ballet clásico a la danza moderna de posguerra (Novack, 1990). Asimismo, retomando los trabajos de Raymond Williams y Clifford Geertz, se interesó por los modos en que se organiza socialmente la danza y cómo se vinculan con estructuras políticas y económicas. Para entender el desarrollo de cualquier tipo de danza, propone examinar el interjuego, a veces conflictivo, entre diferentes áreas: “1) los desarrollos o experimentaciones técnicas y conceptuales con la forma dancística en sí misma; 2) las vidas y perspectivas de los artistas/participantes; 3) las respuestas del público, y 4) los medios a través de los cuales la danza es organizada y producida” (Novack, 1990: 15).

En el caso de Sally Ness, de la Universidad de Calfornia (Riverside), trabajó sobre el sinulog de Filipinas, relacionando los patrones de movimiento, el uso del cuerpo y los objetos, y la construcción del espacio en esta danza con los movimientos cotidianos; asimismo, analizó las actitudes y los valores culturales que son corporizados a través de ambos tipos de movimiento (Ness, 1992). Finalmente, Bárbara Browning, docente del Departamento de Estudios de la Performance de la Universidad de Nueva York, explora las relaciones entre diferentes géneros afrobrasileños (samba, candomblé y capoeira) y su rol como prácticas de “resistencia en movimiento”;[36] además, en su estudio reflexiona sobre su propia participación en estos géneros (Browning, 1995).

En cuanto a los estudios que destacan los aspectos políticos involucrados en las danzas, éstos han focalizado en el análisis de su rol en los procesos coloniales, en la construcción de los Estados nacionales y en la reemergencia de los grupos étnicos en diferentes continentes. En el artículo de Reed de este libro se comentan los numerosos estudios sobre la danza “bharata natyam” y las “devadasis” de la India en el contexto colonial y poscolonial (Allen, 1997; Kersenboom-Story, 1987; Marglin, 1985; Meduri, 1988, 1996), así como su propia investigación sobre la danza kandyan de Sri Lanka (Reed, 2002). Cabe agregar también los estudios de Comaroff (1992) sobre el movimiento zionist de África, los de Mendoza (1999) sobre diferentes danzas andinas en Perú, los de Sevilla sobre las danzas en México (citada en Islas, 1995), o mis análisis sobre las transformaciones de danzas de los aborígenes tobas y mocovíes del Chaco argentino (Citro, 2003, 2006a, 2006b, 2009, 2010). Asimismo, es pertinente recordar los trabajos de Da Matta (1987) en Brasil y Archetti (2003) en la Argentina pues, a pesar de que no efectúan análisis específicos del movimiento en la danza, la originalidad de su propuesta reside en que han vinculado la práctica de los principales deportes y danzas de cada país (fútbol y samba en Brasil; fútbol, tango y polo en la Argentina), para analizar cómo éstos han intervenido en la construcción de los imaginarios nacionales y, en el caso de Archetti, en los modelos de masculinidades y moralidades en la Argentina.

Otros trabajos se centran en las transformaciones estratégicas por las que atraviesan las danzas y sus contextos de práctica en el marco de los procesos de globalización, migraciones y diásporas. Tal es el caso del análisis de Savigliano (1995) sobre la práctica del tango en Buenos Aires, París, Tokio y Londres, que se reseña en el capítulo de Reed, o las resignificaciones que atraviesan las danzas folclóricas peruanas y bolivianas cuando son practicadas en el contexto migratorio de Buenos Aires, como veremos en el capítulo de Benza, Mennelli y Podhajcer.

Finalmente, otra importante línea de indagación en los estudios más recientes refiere a las cuestiones de género involucradas en la producción y/o recepción de las danzas, pues éstas suelen ser un medio importante por el cual las ideologías culturales de las diferencias de género son reproducidas, legitimadas o también cuestionadas. Reed reseña una serie de trabajos que ilustran las contradicciones y ambigüedades de la danza femenina en las sociedades islámicas (al Faruqi, 1978; Deaver, 1978; Buonaventura, 1990). En el campo académico local, los trabajos recientes de Carozzi (2009) sobre el tango analizan los roles de género involucrados en las milongas, y en el capítulo de Lucio y Montenegro en este volumen se verá cómo la jerarquía de género y la matriz heterosexual implícita en el tango son cuestionadas en nuevos espacios de práctica que propician una mayor movilidad entre los roles de baile.

En suma, como puede apreciarse, hasta los años 90 buena parte de los estudios socioantropológicos sobre las danzas que intentaron superar la descripción morfológica, histórica y/o contextual, se efectuaron principalmente en Estados Unidos y Europa. No obstante, es también en esa época cuando se elaboran en Latinoamérica propuestas teórico-metodológicas que coinciden en destacar aquellas cuestiones que señalaba Reed: los aspectos políticos de las danzas y los vínculos entre movimiento cotidiano y dancístico, entre cuerpo y cultura. Nos centraremos aquí, por un lado, en el modelo de la mexicana Hilda Islas (1995), y por otro, en el de mi autoría, que fue inicialmente concebido como parte de mi tesis de grado (Citro, 1997), reformulado posteriormente en el doctorado (Citro, 2003, 2009) y, en los últimos años, reelaborado con los aportes del equipo de investigación de Antropología del Cuerpo y la Performance de la Universidad de Buenos Aires.[37] Antes de profundizar en estos modelos, quisiera agregar que también en Brasil, en los últimos años se desarrollaron otros aportes teóricos para el estudio de la danza, aunque más ligados a los estudios de la comunicación, como el trabajo de Helena Katz y Christine Greiner (2003), y a perspectivas cognitivas y de las neurociencias, como sucede en el programa y las investigaciones de la escuela de Danza de la Universidad Federal de Bahía, que además de haber inaugurado la primera licenciatura en Danza de América Latina, en 1956, cuenta también con una maestría desde 2005. Por su parte, los estudios de Rabelo (2005, 2008), también aportaron al desarrollo de una perspectiva antropológica de corte fenomenológico en los estudios sobre danza y posesión, en religiones afrobrasileñas y también pentecostales.

En cuanto al enfoque de Islas que aquí retomaremos, se centra en lo que denomina “tecnologías corporales” y posee una fuerte impronta foucaultiana. La autora propone tres instancias analíticas: la primera, intenta responder a la pregunta sobre “cómo se mueven” las personas en la danza; la segunda, a la cuestión de “por qué se mueven así”, constituyendo una “genealogía del movimiento” que, a su vez, se subdivide en aspectos “externos”, referidos a los “grados de determinación externa del movimiento”, e “internos”, que corresponde a “la relación entre los individuos y su cuerpo suscitada por tal forma de moverse” (Islas, 1995: 232-233).

En el caso de mi propuesta, se basa en una perspectiva dialéctica sobre los “géneros performáticos” que abrevó en múltiples influencias: desde la fenomenología y las teorías antropológicos sobre el cuerpo, los estudios sobre el ritual y la performance hasta la filosofía de Ricœur y lo que considero constituye una percepción dialéctica del devenir de las sociedades poscoloniales latinoamericanas, como constitutivamente conflictivo. Este enfoque metodológico también se organiza en tres instancias, aunque en mi caso pensadas como dos movimientos analíticos contrastantes y una síntesis dialéctica. Estos movimientos analíticos se basan en la tensión entre alejamiento-acercamiento (entendida como característica clave de la observación participante en tanto metodología etnográfica),[38] así como en una particular reapropiación de la dialéctica de Ricœur (1982, 1999) que, como adelantáramos, plantea la confrontación entre las “hermenéuticas de la escucha” y las de la “sospecha”. Así, en primer lugar, a partir de un acercamiento-participación vinculado a la “fenomenología cultural”, propongo describir los géneros performáticos según el estilo, la estructuración y las sensaciones, emociones y significantes asociados. Luego, a partir de un movimiento de distanciamiento-observación, ligado a las “hermenéuticas de la sospecha” (que Ricœur sitúa en Nietzsche, Freud y Marx y que, en mi caso, extendí hasta las perspectivas posestructuralistas de Foucault, Butler y Laclau), se propone un análisis genealógico de los géneros que explique sus antecedentes. Finalmente, en un movimiento de síntesis, se propone un nuevo acercamiento, para intentar develar cómo la práctica reiterada de un género, ya genealógicamente situado, interviene en la vida actual de los performers, incidiendo en sus posiciones identitarias, sus estrategias sociales y sus subjetividades.

Es preciso advertir que debido a ciertas dinámicas de los campos académicos, los mercados editoriales y los modos de circulación de la información a mediados de los 90 (en los que, por ejemplo, internet no era aún tan accesible en el hemisferio sur), muchas de las producciones latinoamericanas, como las de Islas y las propias, no nos conocíamos entre sí, y tampoco habíamos podido acceder a los estudios que por la misma época efectuaban nuestras pares norteamericanas. Así, como veremos, el posicionamiento geopolítico, y también lingüístico, en academias centrales o periféricas ha atravesado fuertemente nuestras producciones y, aunque con cierta variabilidad en sus modos, aún sigue operando, circunscribiendo las voces posibles con las que dialogamos: a quiénes leeremos, citaremos y discutiremos, y quiénes podrán leernos, citarnos y discutirnos.

Concluida entonces esta reseña por algunas de las propuestas teóricas norteamericanas, europeas y latinoamericanas, daremos paso a su análisis crítico y comparativo, para intentar integrarlas en una perspectiva dialéctica más amplia.

5. Metodologías en perspectiva comparativa:

hacia una complementariedad dialéctica

Una cuestión que se aprecia al repasar los trabajos hasta aquí citados es que en estas diferentes propuestas teóricas es posible distinguir al menos tres grandes tipos de estrategias metodológicas. Por un lado, las referidas a la descripción de las danzas, las formas y los sentidos que éstas adquieren y el contexto situacional, evento o performance en el que se desarrollan. Por otro, las que examinan la historia de los géneros dancísticos, las genealogías del movimiento o sus vinculaciones con las prácticas cotidianas u otros estilos culturales. Finalmente, las que focalizan en las funciones, las finalidades o las consecuencias que las danzas poseen sea en la subjetividad, en las posiciones identitarias de sus performers y/o en las relaciones, procesos o contextos sociales más amplios.[39] En los próximos apartados, analizaré entonces comparativamente los aportes de cada corriente para cada uno de estos niveles de análisis y, también, intentaré brindar algunos indicios sobre cómo estas orientaciones teórico-metodológicas suelen vincularse con el tipo de danza estudiado por cada autor, con sus propias experiencias dancísticas, así como con el contexto geopolítico en el que desarrollaron su labor.

5.1. Describir la danza y su contexto: cómo nos movemos

y cómo sentimos y significamos el movimiento

Los diferentes modelos de estudio de las danzas coinciden en presentar un primer nivel de análisis de descripción de las formas que éstas poseen. A pesar de la diversidad de perspectivas teóricas, existe una serie de variables de descripción formal del movimiento en las que suelen coincidir. En este punto, ha sido fundamental el trabajo de Rudolf von Laban (1958: 46), quien sostenía que para describir un movimiento hacía falta contestar tres preguntas básicas: qué partes del cuerpo se utilizan, en qué direcciones espaciales y a qué velocidad, y qué grado de energía consumen. Así, en su conceptualización, tiempo, espacio, peso y flujo serán los “factores de motilidad” (295), o elementos que definen los “esfuerzos”, y de cuyas combinaciones resultan las distintas “acciones” (268-269).

En la propuesta de Islas (1995), este primer nivel corresponde a lo que denomina “cómo se mueven” (que abarca las partes del cuerpo, formas y cualidades, los usos del tiempo y el espacio) y, en mi perspectiva, a la “descripción del estilo” de un género. Aunque cabe aclarar que además de las variables habituales de análisis del movimiento, en mi caso también consideré fundamental incorporar las posturas y la imagen corporal,[40] así como los vínculos con la música, los contenidos discursivos, recursos visuales y escenográficos, influenciada por la perspectiva de la performance que busca destacar la interrelación ente los distintos lenguajes estéticos.

En lo que refiere a la estructuración de las danzas, los modelos influenciados por la lingüística fueron los que más contribuyeron a precisar este tipo de análisis, llegando a producir verdaderas gramáticas del movimiento, que suelen insumir una gran cantidad de tiempo para efectuar las tareas de notación y descripción. Como ha señalado Royce (1977: 72-76), este tipo de estudios permite documentar y analizar en detalle los cambios producidos en una danza, sea por sus transformaciones históricas, variaciones regionales o individuales, o por los cambios efectuados para su puesta en escena en diferentes contextos; asimismo, han permitido explorar las categorías y teorías nativas, por ejemplo, cómo se segmenta el movimiento y cuáles son las reglas (no siempre explícitas) para combinarlos. Por mi parte, agregaría que esta perspectiva también ha sido un valioso instrumento para la documentación de las danzas étnicas o folclóricas que estaban siendo aceleradamente transformadas o dejándose de practicar, y también ha servido para su posterior transmisión en ámbitos educativos o para su difusión en espectáculos. No obstante estas aplicaciones específicas, encontramos que, en otros casos, no siempre resulta imprescindible producir descripciones estructurales tan detalladas de los movimientos pues, como sostiene Royce, nos hallamos ante la situación de una descripción que “provee más información de la que es necesaria para un problema en particular” (72). En este sentido, coincido con la autora en que la descripción estructural no debería convertirse en un fin en sí mismo, sino en una base sobre la cual construir el análisis. Cabe recordar aquí que el uso generalizado de las filmaciones como método de documentación también incidió en que, para efectuar un estudio antropológico de determinadas danzas, no siempre resulte estrictamente necesario recurrir a notaciones como las de Laban o a complejas descripciones estructurales.

En este primer nivel de análisis centrado en la descripción, mi propuesta también incluye las percepciones sensoriales, las emociones y los significantes que los performers y su audiencia asocian a cada género (Citro, 1997, 2003, 2009). Así, he intentado enfatizar que la descripción de las formas que adquiere el movimiento y la manera en que se estructura una danza debe complementarse con la descripción de la experiencia sensible y significante que promueve en sus performers y su audiencia, pues toda experiencia humana implica un continuum entre movimiento-sensorialidad-sentimientos-significación que, si bien es posible escindir analíticamente, no siempre sería aislable experiencialmente. Novak (1990) fue una de las autoras que tempranamente destacó la importancia de estudiar cómo cada forma de danza y los modos de transmitirla promoverían determinadas sensaciones, afectando sutilmente los modos de percepción.

En relación con la significación de los movimientos, los trabajos de Hanna (1977) y, especialmente, los posteriores de Feld (1994), Lewis (1992) y Turino (1999), que retoman el marco de la semiótica de Peirce, han sido fundamentales para profundizar esta perspectiva, pues problematizan los modos generalmente indexicales e icónicos, pero a veces también simbólicos, en que los movimientos pueden significar determinados sentidos. En una línea similar, en mis primeros trabajos (Citro, 1997), discutí la operatividad de la distinción entre “informar” y “comunicar” (Allwood, 1995) en el campo de lo corporal, diferenciando si se trata de movimientos que poseen o no una significación intencional para un otro, los grados de codificación que presentan y la referencialidad o indexicalidad metapragmática (Silverstein, 1976) que implican.

En este primer nivel de descripción de una danza, la mayoría de los modelos también incluyen la descripción de la situación, el evento o performance en que ésta se enmarca. Especialmente los estudios de la performance han contribuido a destacar cómo cada marco situacional específico, cada proceso de ejecución con sus coyunturas particulares, puede incidir en los rasgos estéticos, los sentidos y las finalidades que adquiere un género. De hecho, un mismo género dancístico podrá variar, por ejemplo, según se lo ejecute en un ritual, una clase de entrenamiento, un ensayo o un espectáculo. Como vimos, muchos de los modelos analíticos de la antropología de la danza, incluido el propio, se basaron en estudios de danzas en rituales o festividades populares de grupos indígenas o pequeñas comunidades; no obstante, el análisis de los diferentes contextos de práctica de las danzas en las sociedades complejas requiere de una mayor diversidad de modelos analíticos. Tal es el aporte de Pinsky en este libro, cuando propone una metodología de análisis procesual de los ensayos, o el de Del Mármol, Mora y Sáez, para analizar ciertas dimensiones de los procesos de enseñanza-aprendizaje en las escuelas de danza.

En lo que refiere a las técnicas de investigación que permitirían describir una danza y sus correlaciones con el movimiento cotidiano, además de las habituales entrevistas antropológicas, métodos de notación y filmación, están los modos que hoy suelen denominarse “participación observante” (Wacquant, 2002) o, años antes, “antropología personal” (Pocok, citado por Blacking 1977: 7), que implica que el antropólogo utilice su propio cuerpo como herramienta de investigación, en este caso, intentando aprender la danza que estudia. Ya tempranamente, Kurath (1959) sugería que “es deseable aprender los movimientos por medio de la participación o de la instrucción nativa” (9) y Kaeppler (1972: 174) continuará esta orientación, proponiendo como técnica que el etnógrafo ejecute las danzas, aunque aclarando que no es necesario aprender a realizarla correctamente y con todas las variaciones y géneros (pues eso llevaría mucho tiempo), sino que alcanza con ir recibiendo correcciones acerca de lo que está “mal”, lo “diferente”, lo “inaceptable”. De este modo, se podía llegar a conocer los modos en que cada grupo de ejecutantes estructura sus danzas, así como sus valoraciones estéticas y teorías nativas. Finalmente, autoras como Novack y Browning han analizado su participación en las prácticas que estudian, y especialmente en el caso de Browning, explorando nuevas formas de escritura que dan lugar a “la anécdota y la experiencia personal”, según sostiene, como un modo de “poner al lector” en sus “propios pasos”, tanto “física como intelectualmente” (Browning, 1995: xxi)

Para finalizar este apartado e introducir los que siguen, quisiera plantear una breve reflexión sobre las bases experienciales de mi perspectiva teórica. Pienso hoy que mi trabajo etnográfico sobre performances rituales que se caracterizaban por intensificar las sensaciones y emociones incidió en que haya elegido focalizar en estos aspectos, dentro de este primer nivel de análisis. Asimismo, como bailarina, si bien inicialmente me formé en una de las técnicas de danza moderna norteamericana más representativas y disciplinares en su entrenamiento (la técnica Graham), luego comencé a trabajar desde técnicas que, por el contrario, focalizaban en la improvisación libre, a partir de sensaciones e imágenes fuertemente emotivas, como la expresión corporal, la danza-teatro de inspiración alemana y la danza Butoh. Así, más allá de mi primer encantamiento con la técnica Graham, luego la danza expresionista alemana de Kurt Joos y Mary Wigman y especialmente la danza-teatro de Pina Bausch (que en cierta forma la continuó) se convirtieron durante mucho tiempo en mis referentes estéticos. En esta misma línea, recuerdo el impacto que causaron en mí algunas frases de Laban (1958) sobre la importancia de lo sensorial y emotivo, y que utilicé como epígrafe en mi primer modelo teórico-metodológico de análisis de las danzas:

El movimiento tiene una cualidad que no reside en su aspecto utilitario o visible sino en su sensación. Los movimientos hay que hacerlos, al igual que hay que oír los sonidos para apreciar toda su potencia y significado completo y [...] mientras que en las acciones funcionales la sensación de movimiento es tan sólo un factor acompañante, la misma se transforma en prominente en situaciones expresivas donde la experiencia psicosomática es de mayor importancia. (138)

A esta pasión estética por el expresionismo alemán, se unió una cierta admiración (promovida inicialmente por mi padre) por las algo grandilocuentes teorías y modelos de algunos filósofos germanos, aunque releídos desde las tensiones políticas y conflictividades de mi posición geopolítica como latinoamericana, alimentada por la fuerte impronta marxista de mi formación antropológica en la Universidad de Buenos Aires y también por las vicisitudes de mis etnografías, que me mostraron cómo a través de las músicas y las danzas se dirimían sentidos políticos y relaciones de poder. Tal fue el caso de mi estudio sobre los recitales de rock y el género corporal denominado pogo en los años 90 y su papel en la resistencia cultural y política al neoliberalismo del gobierno de Carlos Menem (Citro, 1997, 2000a, en prensa); o tiempo después, mis investigaciones ya citadas sobre las transformaciones históricas en las danzas de los aborígenes tobas y los mocovíes.

Así, para comprender estos complejos entramados de movimiento, sensación, emoción, sentido y políticas, además de mi inicial formación antropológica en la Universidad de Buenos Aires, consideré necesario indagar también en la filosofía y fui fuertemente influenciada por el psicoanálisis, la filosofía de Friedrich Nietzsche, la dialéctica, la fenomenología de Edmund Husserl y Maurice Merleau-Ponty, y su reapropiación antropológica en autores norteamericanos como Jackson (1983) y Csordas (1993).[41] A esto se sumaron luego mis estadías en dos centros de investigación en Alemania y Estados Unidos: el Instituto Iberoamericano de Berlín y el Departamento de Estudios de la Performance de la Universidad de Nueva York, en el que pude asistir al curso de etnografía de la danza dictado por Bárbara Browning (el cual, justamente, fue fundamental para acceder y discutir mucha de la bibliografía que aquí se ha analizado). Como puedo advertir hoy, estas elecciones geoacadémicas también estuvieron atravesadas por mis prácticas y elecciones estéticas como bailarina: mi admiración por el expresionismo y la filosofía alemanes, por un lado, y mi entrenamiento en la danza moderna norteamericana y en los estudios de la performance, de los cuales Nueva York, precisamente, fue el epicentro, por otro. Asimismo, considero que estos movimientos geoacadémicos fueron los que me llevaron a tomar “conciencia práctica” de algunas de las asimetrías vinculadas a mi condición de académica latinoamericana (es decir, de las periferias) y, en los últimos años, me impulsaron a comenzar a presentar los resultados de mis investigaciones en inglés, tanto en los congresos mundiales del Internacional Council for Traditional Music, desde 2007, como en algunas publicaciones internacionales (Citro y Cerletti, 2008, 2009a, 2009b; Citro, 2010, 2012); para intentar ampliar así las voces de los intercambios posibles –aunque, como veremos, estos intercambios no han estado exentos de conflictos y contradicciones–.

En resumen, estas trayectorias tal vez expliquen el derrotero epistemológico y político que, sin habérmelo propuesto de antemano, fue tomando esta genealogía: un inevitable diálogo con las “madres e hijas” de la antropología de la danza anglófona que, no obstante, intentó reconocer los aportes de aquellos algo pretenciosos “padres” germanos; así como la importancia que fue adquiriendo la dialéctica en la articulación de estas teorías contrapuestas y, fundamentalmente, como metodología de abordaje de una realidad social latinoamericana que concibo como inevitablemente compleja y conflictiva.

5.2. Explicar las danzas i: por qué hemos llegado a movermos así

Los primeros intentos para explicar por qué las danzas implican la selección de determinadas formas de movimiento y la exclusión de otras consistieron en rastrear sus antecedentes históricos así como sus posibles relaciones con danzas similares, de la misma región o de otras más alejadas. Así, los primeros modelos provenientes del folclore y la antropología se interesaron por trazar las líneas de difusión histórica y geográfica. Tal es el caso de Kurath (1960) quien, luego de los análisis más descriptivos, proponía un último nivel de análisis que consistía en efectuar comparaciones entre danzas de diversos pueblos o del mismo en diferentes momentos, para abordar problemas de “difusión”, “transculturación”, “cambio” y “continuidad”.[42] El problema de estos primeros enfoques es que muchas veces se hacía difícil trazar estas relaciones de manera fehaciente con los datos existentes y, además, se tendía a supeditar esos datos a esquemas evolutivos o difusionistas previos de carácter más general, que fueron cada vez más cuestionados por la antropología sociocultural.

Además del interés inicial por el desarrollo histórico de los géneros y los contextos en que se difunden, algunos trabajos comenzaron a indagar en los posibles vínculos entre los movimientos de las danzas y los usos cotidianos del cuerpo dentro de una cultura, buscando también similitudes y diferencias. Como vimos, es ésta una preocupación que ya se encontraba presente en los primeros antropólogos norteamericanos interesados por la danza, como Franz Boas, Gregory Bateson y Margaret Mead, y fue luego sistematizada en el tan criticado modelo de Lomax. No obstante, estos vínculos entre movimiento corporal dancístico y cotidiano reaparecen luego en los trabajos más recientes, como los de Feld, Novak o Lowel Lewis, aunque recurriendo al concepto de “estilo” y, específicamente, a los aspectos indexicales e icónicos del movimiento. En varios trabajos latinoamericanos, en cambio, encontramos que estas relaciones se han planteado más desde un paradigma sociológico que comunicacional; así, recurren a conceptos como el de habitus de Pierre Bourdieu (1991) –en Citro (1997, 2003, 2009), Benza (2000), Greco (2008), Mora (2010)–, o a los foucaultianos de “genealogía”, “técnicas de sí” o “tecnologías corporales” –en Islas (1995), Citro (2003, 2009), Citro, Aschieri, Mennelli y equipo (2009). Cabe aclarar que Islas (1995) sitúa dentro de su primer nivel de análisis el “cómo se mueven”, la tarea de “localizar los usos diferenciales cotidianos y extracotidianos dancísticos” (sus niveles de unidad y diferencia), mientras que su propuesta genealógica de análisis del movimiento diferencia entre el afuera y el adentro; de hecho, ha sugerido también una “dialecticidad” entre “el orden interno [...] la lógica de la actividad subjetiva, simbólica que permite a los hombres crear lo que no está dado [...] y el conjunto de las determinaciones externas” (34). Tomaré aquí en este apartado los aspectos externos del movimiento, que corresponden al análisis del “tejido organizativo que moviliza el entrenamiento y/o sus productos” y sus “modos de distribución y consumo”, es decir: “los grados de determinación externa del movimiento”, “el juego de poder con el exterior social” (232-233).

Islas es investigadora del Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de la Danza (cenidi) de México. Se formó en filosofía, psicomotricidad y psicología social –lo cual, como veremos, probablemente la haya impulsado a focalizar en los “aspectos internos del movimiento”– y también es docente, bailarina y coreógrafa en el ámbito de la danza contemporánea, lo que seguramente incidió en la importancia que otorga al análisis de las posibles diferenciaciones entre entrenamiento y producto, así como a las formas en que éstos se implementan socialmente, es decir, cuáles son las tácticas distributivas, organizativas y los procesos de consumo de los entrenamientos y productos dancísticos, quiénes los efectúan y a quiénes están dirigidos (Islas, 1995: 234-236). Otro de los modelos analíticos que por la misma época analiza estos aspectos es el de Novack, que también proviene del ámbito de la danza contemporánea, como performer y como investigadora. Esta autora propone analizar el arte (estructuras coreográficas, estilos de movimiento, técnicas de danza), las instituciones (locales, nacionales, globales) en las cuales es practicada y ejecutada, y aquellos que participan en la danza como performers, productores, espectadores y críticos (Novack, 1990: 181). En una línea similar, los trabajos de Bourdieu (2003) sobre el campo artístico han sido utilizados en muchos estudios sobre danza para comprender el funcionamiento institucional y estas dimensiones organizativas y distributivas, tal es el caso Turner, Wainwright y Williams (2006), o los ya mencionados de Benza, Mora y Greco.

Por último, dentro de estas perspectivas genealógicas, nos interesa destacar el aporte de los investigadores de los folclores de la Europa central y del este. Como ya adelantara, estos autores focalizaron en los aspectos históricos personales de los performers, indagando en sus historias de vida, sus procesos de socialización más generales en una determinada comunidad y estilos dancísticos, sus carreras profesionales, etc. (Felföldi, 2005: 28-29). Al enfatizar en los aspectos procesuales de la recreación y la improvisación de las danzas tradicionales, contribuyeron a destacar el dinamismo cultural y la creatividad personal y grupal de los bailarines, como aspectos insoslayables de los estudios folclóricos.

Así como el modelo de Islas se organizó en torno a la metáfora espacial del afuera y el adentro, el mío se estructuró en relación con la metáfora procesual, focalizando en los antecedentes y en las consecuencias o efectos de la práctica de una danza. Considero que este interés por los aspectos procesuales y las consecuencias sociales de las danzas se basó, por un lado, en que hasta ese momento mis investigaciones de campo referían a prácticas dancísticas ritualizadas, que no se hallaban profesionalizadas y que no diferenciaban entre el entrenamiento y el producto, como eran las danzas rituales de los indígenas del Chaco argentino o las manifestaciones corporales de los jóvenes en ciertos recitales de rock. Asimismo, esto me llevó a una formación teórica más fuertemente influenciada por los estudios sobre el ritual y la performance.

Resumiré brevemente mi propuesta teórico-metodológica para este segundo nivel de análisis. Parto de considerar que todo género performático, a lo largo de su historia y de su difusión en distintos contextos sociales, se transforma en mayor o menor medida, no sólo en los rasgos estilísticos sino también en las significaciones, los sentimientos y los valores con que se los inviste, y que inciden en su legitimación (o deslegitimación) social, y en este proceso de transformación suelen ser fundamentales las conexiones que sus performers van estableciendo con otros géneros y prácticas culturales. Así, retomando la perspectiva de la intertextualidad y el dialogismo de Mijaíl Bajtín y Valentín Voloshinov y los trabajos de Bauman y Briggs, me interesó destacar cómo todo género se construye con relación a otros, recurriendo a diversos grados de maximización o minimización de estos vínculos y, a partir de los conceptos de textualidad y entextualización de Hanks, enfaticé en la capacidad de los géneros, o de algunos de sus rasgos, para descontextualizarse y re-contextualizarse en otros. En consecuencia, sostuve que en los géneros performáticos es posible detectar ciertas marcas (sea en el estilo, la estructuración o en las sensaciones, emociones y significaciones asociadas), que evidencian conexiones con otros géneros y prácticas histórico-sociales y, como veremos en el próximo apartado, es justamente en las formas que los sujetos se apropian de estas marcas (descontextualizándolas y recontextualizándolas, combinándolas, resignificándolas, enmascarándolas), donde pueden develarse parte de sus posicionamientos sociales más amplios y también sus intentos por legitimarlos o modificarlos.

En síntesis, a partir de lo que considero un movimiento analítico de distanciamiento-observación, propuse un análisis genealógico de los géneros que incluyó:

a) Sus transformaciones a partir de las relaciones con otros géneros performáticos, practicados tanto por los mismos performers como por otros grupos sociales con los que se han relacionado a lo largo de su historia.[43]

b) Las relaciones con otras prácticas y discursos socioculturales de los performers y de los grupos con los que se han vinculado. Aquí es donde se evalúa no sólo la incidencia de los habitus de los performers, según han sido socializados en su vida cotidiana, sino también la influencia de sus posiciones identitarias y los discursos ideológicos que involucran (en lo que refiere a adscripciones étnico-raciales, de edad, clase, género, etcétera).

c) Las condiciones económico-políticas en las que se produjeron las transformaciones situadas en a) y las relaciones identificadas en b).

Para analizar la incidencia de estos antecedentes en los géneros, propuse indagar en las posibles continuidades, intensificaciones pero también en las transformaciones, enmascaramientos, rupturas o abandonos de ciertos rasgos estilísticos, formas de estructuración, percepciones, emociones y significantes asociados.[44] Por eso, como sostuvimos anteriormente, las relaciones entre los movimientos cotidianos y las danzas no serían solamente de intensificación de rasgos estilísticos, como parecía sugerir el estudio de Lomax y de otros autores anteriores, pues las modalidades que pueden adquirir estas diferentes relaciones son variadas, sobre todo en las sociedades complejas contemporáneas, donde las danzas se diversifican según los diferentes grupos socioculturales, los movimientos migratorios y de diáspora, los consumos culturales y las modas, etc. No obstante esta diversidad empírica, consideramos que sólo los estudios comparativos nos permitirían sopesar si alguna de estas variables muestra una mayor predominancia en determinadas sociedades y épocas; esto es lo que parecen haber sugerido Lomax y sus colaboradores para el vínculo entre actividades de subsistencia y ciertos rasgos estilísticos de las danzas étnicas de diferentes sociedades no occidentales, en momentos previos a su atravesamiento por las dinámicas del mercado capitalista.

Ahora bien, a partir de que accedimos a conocer los trabajos de autoras como Islas y Novack, y paralelamente, en la medida en que en nuestro equipo de investigación de la Universidad de Buenos Aires comenzamos a abordar danzas cuya práctica se enmarcaba en distintos tipos de performances (rituales, espectáculos, concursos y festivales, clases, ensayos) y en contextos e instituciones muy disímiles, advertimos sobre la importancia de incorporar más decididamente en nuestros análisis los aspectos organizativos que señalaba Islas. Por tanto, hoy considero que los tres ejes de análisis genealógico propuestos en mi modelo inicial no deberían restringirse sólo al género en sí mismo, sino también a sus formas de enseñanza-aprendizaje y de distribución y/o consumo, pues cada vez más, incluso en el ámbito de las denominadas “danzas rituales”, los géneros se ven transformados por los modos en que se los aprende y se los difunde en diferentes situaciones y contextos.[45] De hecho, veremos que varios de los capítulos de este libro, como los de Aschieri, el de Greco y Iuso, el de Rodríguez y el de Lucio y Montenegro, reflexionan sobre cómo un determinado género –sea la danza butoh, la capoeira, la danza de orixá o el tango, respectivamente–, al aprenderse y practicarse en contextos disímiles a los de su origen, se va modificando. De ahí la importancia de genealogizar no sólo el estilo de movimiento, sus significaciones y emociones, sino también los modos prácticos en que se lo difunde en contextos institucionales y socioculturales específicos.

5.3. Explicar las danzas ii: qué consecuencias tiene que nos movamos así

Los primeros análisis antropológicos de las danzas focalizaron en las funciones sociales que éstas cumplían. No obstante, si bien autores como Edward Evans-Pritchard, Franz Boas, Gregory Bateson y Margaret Mead efectuaron sugestivos análisis de las funciones sociales de las danzas, no solían describir en detalle las formas estéticas que éstas adquirían. Como ha señalado Spencer (1985), muchas de estas teorías asignaban, especialmente a las danzas rituales, funciones catárticas o como “válvula de seguridad”, pues sostenían que estas danzas permiten liberar emociones y/o fuerzas sexuales objeto de represión en la vida cotidiana –como en algunos análisis de Bateson (1990 [1958]) y Gluckman (1978)–, que posibilitan una “compensación” de los intensos controles sociales cotidianos (Mead, 1993 [1939]), o que posibilitan “canalizar las fuerzas sexuales dentro de canales socialmente inofensivos” (Evans-Pritchard, 1975 [1928]: 170).

Posteriormente, Kurath, Shy y Rust (citadas por Royce, 1977: 79) intentaron crear tipologías más amplias sobre las diferentes funciones que podían cumplir las danzas y, siguiendo el marco propuesto por Parsons, se resumieron las funciones en cuatro grandes tipos: “mantenimiento de los patrones y administración de las tensiones, adaptación, cumplimiento de metas e integración”. Las críticas a estos modelos tipológicos suelen remarcar que una danza, usualmente, puede involucrar más de una función o finalidad social, que algunas de estas funciones son más visibles que otras (y que, por ende, conocerlas dependerá de los métodos de análisis empleados) y que varían a través del tiempo, según las coyunturas y las situaciones socioculturales específicas. No obstante la validez de estas críticas, cabe recordar que estos primeros estudios permitieron empezar a pensar las relaciones entre el movimiento corporal y las consecuencias que éste posee en el marco de las relaciones sociales más amplias. De hecho, esta orientación es la que ha sido reelaborada en muchas etnografías posteriores sobre danzas, aunque promoviendo perspectivas procesuales más complejas que destacan la multiplicidad de fines o estrategias sociales (que a las “funciones” tradicionales suman la competición, el establecimiento de límites y las disputas entre grupos), así como su variabilidad en el tiempo, según los contextos y las relaciones de poder involucradas entre los distintos participantes. Como vimos, especialmente las etnografías que a partir de los 90 se centran en los aspectos políticos de las danzas advierten sobre los procesos de legitimación y disputa que se dirimen en y a través de ellas.

En lo que refiere a los múltiples impactos de una danza, considero que el trabajo de Isla también tiene el mérito de ahondar en la relación entre movimiento y subjetividad, aunque éste fue un tema ya tempranamente advertido por Bateson y Mead. Así, en el artículo citado de Bateson y Holt (1944) se preguntaban, por ejemplo: “Si la postura y el movimiento de un individuo son estrechamente interdependientes con su estado psicológico, ¿las posturas y gestos estilizados en la danza de un pueblo no serían relevantes para la tendencia psicológica general de sus vidas?” (63). A pesar de estos planteos pioneros, este tipo de vínculos han sido luego prácticamente inexplorados en la antropología de la danza, posiblemente por las críticas que recibieron estas teorías, más vinculadas a la denominada escuela de “cultura y personalidad” y a la antropología psicológica. Asimismo, puedo advertir hoy que, en mi propuesta metodológica inicial, tendí a centrar más mi atención en el rol de la danza en la eficacia de los rituales, en la construcción de las posiciones identitarias y en las disputas sociales que implicaba, temas usuales en los antropólogos que estudiamos danzas étnicas, folclóricas o populares vinculadas a grupos culturales o etarios específicos. En contraste, el modelo de Islas está pensado desde una perspectiva más atenta a los entrenamientos en diferentes técnicas de danza que hoy se practican en las ciudades occidentales –las cuales incluyen, cabe recordar, diversas técnicas orientales que la autora incluso cita como ejemplo– y a cómo éstos impactan en los individuos. Así, Islas (1995: 237-239) se pregunta especialmente por el tipo de relación entre los individuos y su cuerpo que genera una determinada forma de moverse, analizando los modos de codificación del movimiento (abierta o cerrada), las maneras en que se lo implanta (si se pone el acento en el automatismo de la respuesta motriz o en la plasticidad del ajuste, en un ritmo colectivo impuesto desde el exterior o en el propio ritmo individual) y los márgenes que permiten a la propia iniciativa y creatividad; todo lo cual promovería determinados modos de autogobernabilidad y de conciencia (modos de relacionarse consigo mismo), que involucran aspectos éticos y políticos.

Una vez más, entonces, el trabajo de Islas y el intercambio en nuestro grupo de investigación me llevó a incluir no sólo los aspectos organizativos antes mencionados sino también a prestar una mayor atención a estas dimensiones subjetivas.[46] Así, en mi perspectiva teórico-metodológica actual, este tercer nivel de análisis corresponde a lo que denomino movimiento de síntesis, en tanto propone un nuevo acercamiento para intentar develar cómo la práctica reiterada de un género performático, ya minuciosamente descripto y genealógicamente situado, impacta en la vida social y en la subjetividad de los performers. Para ello, se propone indagar en las posibles consecuencias o impactos de un género performático, teniendo en cuenta los siguientes niveles de análisis:

a) El contexto de las performances y/o instituciones en las que se practica y difunde. Por ejemplo, examinado cómo el género performático se vincula con otros géneros practicados en esos contextos, los fines o propósitos que los atraviesan, si vehiculizan estrategias de legitimación o disputas entre grupos, etcétera.

b) Las relaciones sociales más allá de estas performances o instituciones. Explorando las posibles consecuencias que la práctica de un género performático posee en la reproducción, la legitimación, la redefinición o la transformación de las posiciones identitarias más generales de los performers que atraviesan sus relaciones sociales cotidianas: étnico-raciales, de género, clase, edad o, incluso políticas, religiosas, etcétera.

c) La subjetividad de los performers. Analizando la posible incidencia de la práctica de un género performático en las trayectorias personales, en la percepción de la propia imagen corporal y la de los otros, en las significaciones y valoraciones otorgadas a las experiencias corporales así como a la relación consigo mismo, elementos todos que nos plantean la interrelación de la danza con cuestiones psíquicas.

Considero que para analizar los modos en que una danza afectaría las posiciones identitarias y la subjetividad de los performers, es fundamental recordar la capacidad de las músicas y las danzas para crear y recrear vínculos icónicos e indexicales con prácticas y significados culturales e incluso de la propia historia personal, pero no sólo como representaciones simbólicas o conceptos lingüísticamente basados, sino más bien como experiencias y sentimientos corporizados que son recreados existencialmente cada vez que la música y las danzas son ejecutadas. Como veremos en el capítulo de Citro y Cerletti en este libro, el modelo de Peirce según ha sido reformulado por otros autores, sería una clave que nos permitiría entender esta compleja mediación entre el hecho estético en sí mismo (el efecto sonoro y de movimiento) y las significaciones, los valores y usos socioculturales que la música y la danza pueden generar en cada contexto.

Finalmente, en lo que refiere a los aspectos subjetivos, serán tratados especialmente en el capítulo de Rodríguez, donde se discute el posible papel de las danzas de orixás en la construcción de la personalidad así como en conflictos de orden psicosocial, en especial, entre el deseo plural del sujeto y la normatividad social. Asimismo, en el capítulo de Lucio y Montenegro, se exploran las consecuencias subjetivas que posee la práctica del tango-danza con “cambio de roles” (con relación a los “tradicionales” del “hombre que marca o guía” y la mujer que lo “sigue”), principalmente en las posiciones y relaciones de sexo-género entre los performers.

En suma, en esta perspectiva procesual que aquí he intentado resumir, las danzas son vistas como prácticas sociales complejas que emergen de diversas y variadas influencias socioculturales (tanto en lo que atañe sus estilos de movimientos, sensaciones, emociones y significaciones asociadas como a sus modos de estructurarse, ser enseñadas y practicadas) y que poseen diferentes incidencias sobre la vida de los performers, sus posiciones identitarias y relaciones sociales. Pensamos que es en este juego dialéctico entre diversos acercamientos y distanciamientos que este proceso puede comenzar a ser entendido.

Por último, unas breves reflexiones sobre la conexión que aquí establecimos entre estas genealogías teóricas y nuestras propias propuestas metodológicas para afrontar los desafíos que hoy nos impone el estudio de distintos géneros dancísticos. Como sostuve al inicio, considero que esta mirada genealógica es la que nos habilitó para este ejercicio analítico comparativo, capaz de evaluar las diferentes facetas de las danzas que cada autora y autor contribuyó a explicar. De este modo, esperamos no recaer en los desaciertos o aspectos críticos de las teorías del pasado, pero tampoco olvidar los aportes de quienes nos antecedieron y nos acompañan hoy en esta tarea de reflexionar sobre las danzas. En este sentido, pienso que sólo después de ejercer estos movimientos reflexivos hacia el pasado, encarnados en las voces y los cuerpos de nuestros predecesores, podremos seguir caminando hacia el futuro con pasos más confiados, ensayando distintos pasos metodológicos hasta alcanzar alguna síntesis siempre provisoria que, a su vez, dará lugar a futuros nuevos movimientos, pues ninguno llegará a constituirse en la etno –o coreo– grafía definitiva. En efecto, es sólo la necesidad de producir esas grafías o actos de escritura la que nos obliga a inmovilizarnos, detenernos para hacer así un balance de nuestras reflexiones, y confiar en una síntesis crítica de aquellos métodos que, por la experiencia acumulada, consideramos hoy, provisoria y esperanzadoramente, más eficaces que otros. Pero el deseo del conocer-entender tal vez, como la pulsión de vida, sea un caminar-danzar constante, pues cada vez que cree haber alcanzado la meta propuesta e intenta reposar, advierte que su propósito real (e imposible) era seguir andando, siempre…

Reflexiones finales: nuevos movimientos para abrir

nuevos caminos de pensamiento

Para finalizar este recorrido, retornaré sobre tres cuestiones que han surgido en esta genealogía y sobre las que quisiera sumar unas sucintas reflexiones, las cuales más que “concluir” se proponen “abrir” caminos, a través de nuevos movimientos de indagación y debate.

En primer lugar, es notoria la imbricación entre praxis y teoría que se aprecia en las biografías de muchas antropólogas y antropólogos de la danza, quienes practicaron las danzas que estudiaron u otros géneros. Podría decirse entonces que la antropología de la danza es una de las subdisciplinas antropológicas que más tempranamente demostró, desde su misma práctica, que el conocimiento es una actividad inevitablemente corporizada, intentando superar así la herencia del dualismo cartesiano que llevó a concebir el cuerpo y los sentidos como un obstáculo para el razonamiento. No obstante, esta conjunción de teoría y práctica sólo se visibilizó en los inicios, con autoras como Gertrude Kurath (1960) quien recomendaba fervientemente la doble formación en antropología y danza, o ya más recientemente en los estudios de los 90, cuando las autoras comenzaron a explicitar e incorporar más decididamente su propia experiencia dancística como parte de la reflexión antropológica. En el ínterin, sin embargo, estos nexos fueron en cierta forma invisibilizados en los textos antropológicos, probablemente porque no serían muy bien acogidos en una subdisciplina que aún estaba luchando por su legitimación institucional, y en el contexto de una academia en la que aún no se habían difundido los debates sobre el rol de la corporalidad y la experiencia personal e histórica del etnógrafo en la construcción del conocimiento antropológico. Esto es lo que parece sugerir Kaeppler (1991) cuando, describiendo a las antropólogas de la década del 70 que tanto contribuyeron a legitimar científicamente la disciplina, sostiene: “Éramos antropólogas en primer lugar, aun cuando en nuestros pasados oscuros y secretos todas habíamos sido bailarinas. Es decir, sabíamos cómo realizar y analizar el movimiento, más allá de si este conocimiento estaba en primero o en segundo plano en nuestras publicaciones” (13).

Una segunda cuestión vinculada a este punto es el predominio de mujeres en esta subdisciplina. Seguramente, la asociación preponderante de la danza con lo femenino en la modernidad occidental, especialmente en las formas académicas que se inician con el ballet clásico, incidió en que sean las bailarinas mujeres las que más se decidieron a impulsar esta área de estudios, a contrapelo de lo que sucedió en otros campos de la antropología, donde la hegemonía de voces masculinas ha sido notoria. Cabe destacar que es en el campo de los estudios sobre danzas folclóricas (que suelen involucrar a ambos géneros sexuales con una similar importancia), o en el de las artes marciales (que tradicionalmente han sido practicadas por hombres), donde hallamos las pocas voces masculinas de académicos, y a la vez performers, dedicados a la danza. No puedo dejar de expresar aquí mi deseo de que esta especie de economía simbólico-epistemológica de los géneros sexuales pueda ampliarse y renovarse en el futuro, y podamos promover una circulación más fluida de las miradas genéricamente situadas, tanto en éste como en otros campos de estudio antropológico.

La tercera cuestión a señalar refiere a los movimientos geopolíticos involucrados en estos recorridos y a sus consecuencias epistemológicas. Hemos señalado ya en los primeros episodios de esta genealogía cómo los estudios antropológicos norteamericanos en cierta forma se impusieron sobre tradiciones anteriores en las cuales los germanos habían efectuado importantes aportes. En la última parte, reseñamos algunas perspectivas desarrolladas en Latinoamérica a mediados de los 90, que incluían una revisión de los estudios que hasta ese momento se habían efectuado, fundamentalmente en las academias anglófonas. No obstante, considero que estos trabajos latinoamericanos también sumaron a estos debates anteriores sus propias reflexiones y problematizaciones, produciendo así nuevas síntesis que se transformaron en propuestas teórico-metodológicas específicas. En este sentido, esta producción teórica reciente parece marcar el inicio de un auspicioso giro en las geopolíticas que han venido atravesando este campo disciplinar. En efecto, por mucho tiempo, en cierta división del trabajo intelectual (que no por azar se asemeja a la económica), los antropólogos latinoamericanos quedamos situados en el lugar de proveedores de casos, campos de estudios o documentaciones etnográficas, a la manera de materias primas que, gracias a la reflexión teórica de los académicos de los países centrales, eran utilizadas luego para producir enfoques teórico-metodológicos, los cuales, a su vez, nos veríamos impulsados a consumir, utilizándolos para analizar nuestros casos. Así, siguiendo la metáfora de la danza, me atrevería a decir que, en estos movimientos de saberes, es como si a los académicos de las periferias nos hubiera tocado aportar el cuerpo de baile, y a los de países centrales, la dirección coreográfica. En este sentido debo señalar que he comprobado que la sola mención de, por ejemplo, una “perspectiva teórico-metodológica dialéctica” genera resistencias y desconfianzas entre muchas renombradas colegas anglófonas del ámbito de la antropología de la danza, mientras que rara vez estas mismas colegas cuestionaron los resultados etnográficos a los que había llegado con ese mismo marco teórico, si éste no era mencionado.[47] En suma, a pesar de estas resistencias, considero que en un contexto en el que las comunicaciones entre académicos circulan cada vez más fluidamente y en el que las perspectivas pos/decoloniales nos impulsan a reflexionar sobre el posicionamiento geopolítico desde el cual se producen y evalúan los saberes, es necesario seguir luchando para que los debates en esta y otras subdisciplinas se nutran, cada vez más, de las diversas y variadas voces de las antropologías del mundo. Es mi intención entonces que este trabajo sea un aporte inicial al intercambio entre las distintas antropologías de las danzas, comenzando al menos un primer diálogo entre algunas de las voces anglófonas y latinoamericanas que intentamos comprender cómo y por qué bailamos, a pesar de que, para hacerlo, aún sigamos utilizando palabras que tal vez nunca nos resulten suficientes para narrar la efímera y habitualmente gozosa experiencia de los cuerpos en movimiento.

Y vinculado a este último punto de la irreductibilidad-intraducibilidad de la experiencia sensorial-kinésica al lenguaje de la palabra, debo reconocer que otro deseo, seguramente más utópico, alimenta y alienta estas reflexiones: que así como las palabras nos han ayudado aquí a “repensar los movimientos” corporales de las danzas, estos últimos puedan ayudarnos también a “remover los pensamientos” en nuestro a veces demasiado aquietado y disciplinado medio académico; esto es, que los cuerpos en movimiento de las performances puedan constituirse algún día tanto en un método de investigación como en un medio de comunicación, complementario al de la palabra escrita, en nuestros estudios en ciencias sociales y humanísticas. Por eso, tal vez, sea tiempo entonces de dejar por un momento las palabras y volver a danzar.

Agradecimientos

A mi padre, que desde niña me enseñó a pensar crítica y geopolíticamente, y a mi madre, que me alentó a danzar. A la cátedra de Teoría General del Movimiento y la profesora Elina Matoso, así como al equipo de Antropología del Cuerpo y la Performance de la uba, que han sido interlocutores clave para pensar estas temáticas. A los antropólogos argentinos que, de maneras muy disímiles, incidieron en los rumbos que tomó esta reflexión: Irma Ruiz, Pablo Wright, Jorge Miceli y Carlos Reynoso. A los etnomusicólogos y etnocoreólogos participantes del ictm, Samuel Araujo, Dan Bendrups, Andre Grau, Adrianne Kaeppler, Chi Fang Chao, Don Niles y Karen Noiche.

Cuerpos en movimiento

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