Читать книгу Los perfeccionistas - Simon Winchester - Страница 10

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extremadamente plano e increíblemente próximo

La maquinaria con la que hoy contamos debe la suavidad de su movimiento y la seguridad de su acción a la exactitud y precisión de nuestras máquinas-herramienta.

sir william fairbairn, bt, informe de la asociación británica para el avance de la ciencia (1862)

En la acera norte de la avenida Piccadilly, en Londres, frente a Green Park, flanqueado por la sede del provecto e impasible Cavalry Club, hacia el oeste, y por un restaurante de ceviches estilo peruano probablemente más efímero del otro lado, se encuentra el número 124, hoy un edificio elegante aunque más bien anónimo que cobija oficinas para ocupantes discretos y apartamentos amueblados para la gente pudiente.

Desde 1784, cuando esta parte en el extremo occidental de la gran avenida estaba aún abierta a la colonización, en esa dirección se encontraba el hogar y el taller de un fabricante de muebles, motores y cerraduras de nombre Joseph Bramah. Los días que hacía buen tiempo, unos seis años después de iniciado el negocio, cuando Bramah y Cía. era una empresita familiar, pequeños grupos de transeúntes curiosos se detenían en la acera para asomarse a la vidriera frontal, intrigados por un misterio tan difícil que pasarían más de sesenta años antes de que pudiera desentrañarse.

En la ventana había un único objeto a la vista, encima de un cojín de terciopelo, como si se tratara de una imagen religiosa. Era un candado de forma oval, no muy grande, y por fuera parecía de hechura simple y elegante. En el frente, escrito con letra pequeña, legible solo para quien acercara el rostro casi hasta tocar el cristal, decía: “El artista que fabrique un instrumento que consiga violar o abrir esta cerradura recibirá doscientas guineas en el momento en que lo presente”.

El diseñador de esta jactanciosa cerradura era el dueño de la empresa, Joseph Bramah. Su fabricante, sin embargo, no había sido él, sino un aprendiz de herrero llamado Henry Maudslay, que entonces tenía diecinueve años, y a quien Bramah había contratado el año anterior atraído por su reputación como poseedor de una habilidad formidable para los trabajos mecánicos delicados.

No sería hasta 1851 cuando la cerradura de Bramah se abrió exitosamente –aunque no sin controversia, según veremos después– y se cobró la muy jugosa recompensa.1 Y en los años que desembocaron en este acontecimiento (aunque serían sus descendientes quienes sobrevivirían para atestiguarlo) estos dos hombres, Bramah y Maudslay, demostraron ser ingenieros de excelencia. Inventaron toda clase de curiosos ingenios y fueron ellos quienes, por su cuenta, escribieron las normas que regirían ese mundo de precisión que empezaba a surgir como consecuencia (o al menos secuela) de los logros alcanzados por John Wilkinson en Bersham con su máquina para horadar cilindros. Algunos de los inventos de estos dos hombres se han desvanecido en la historia; otros, sin embargo, sobrevivieron como los cimientos sobre los que muchos de los más sofisticados resultados de la ingeniería serían más tarde construidos.

Aunque Maudslay es hoy el personaje mejor conocido y su aportación es apreciada por la mayoría de los ingenieros, en su época Bramah fue quizá el más creativo de los dos. Su primer invento lo soñó mientras yacía en cama tras una caída y se caracteriza por su falta de romanticismo: para una población londinense muy necesitada de mejoras en la salud pública, construyó excusados y patentó sus ideas para un sistema de tapón con un flotador, válvulas y tubos que a un tiempo permitían que el dispositivo se enjuagara solo (ya podía hablarse de tirar de la cadena) y evitaba que durante el invierno llegara congelarse, junto con las desagradables consecuencias que ello traía consigo. Su creación le significó una pequeña fortuna, pues en los primeros veinte años de fabricarlos vendió seis mil, y cien años más tarde, en el jubileo de la reina Victoria, un excusado de la marca Bramah seguía siendo la adquisición más importante para el baño de un hogar de clase media.

El interés de Bramah por la cerrajería, cuya fabricación, naturalmente, era más intrincada y precisa que la de un excusado, parece haber surgido cuando en 1783 fue elegido miembro de la recién constituida Royal Society for the Encouragement of Arts, Manufactures and Commerce (que aún existe y no se ha movido de su sede original).2 La que hoy es simplemente la Royal Society of Arts tenía en el siglo xviii seis divisiones: agricultura, química, comercio y colonias, manufacturas, mecánica y –la más estrambótica– artes de la urbanidad. Bramah se inscribió, explicablemente, a casi todas las reuniones de la división de mecánica y, a poco de ser elegido miembro, cobró prominencia por el simple hecho de abrir una cerradura sin usar la llave. Aunque en realidad el hecho no fue tan simple: en septiembre de 1783, un tal señor Marshall había enviado a revisión de los miembros lo que aseguraba ser una cerradura imposible de violar, e invitó a un experto local de apellido Truelove que estuvo afanándose por abrirla con una colección de herramientas especiales durante hora y media, antes de reconocer su derrota. Entonces, de entre el grupo de los asistentes se acercó Joseph Bramah, improvisó un par de instrumentos y abrió la cerradura en quince minutos exactos. Un murmullo de emoción recorrió el salón: estaban claramente ante un conocedor de la mecánica.

Las cerraduras eran en aquella época una obsesión para los británicos. Los cambios sociales y legislativos que barrían el país a fines del siglo xviii estaban teniendo el indeseable efecto de dividir a la sociedad con no poca brutalidad: mientras que la aristocracia terrateniente se había puesto a resguardo desde hacía siglos en las grandes mansiones rodeadas de parques, muros y zanjas, y con personal de planta para mantener a raya a los maleantes, los acaudalados beneficiarios del nuevo clima de negocios eran mucho más accesibles para los infaltables pobres. Ellos y sus posesiones estaban generalmente a la vista y, además, especialmente en las incontenibles ciudades, muy a mano. Por lo general vivían en casas y en calles al alcance del oído y de las pedradas de los vastos ejércitos de menesterosos. La envidia andaba suelta. Los robos eran frecuentes. Podía olerse el miedo. Había que atrancar puertas y ventanas. Se necesitaban cerraduras, y de las buenas. Una como la del señor Marshall, que un hombre habilidoso podía violar en quince minutos y uno hambriento y desesperado quizá en diez, no servía para nada. Joseph Bramah decidió que él diseñaría y fabricaría una mejor.

Lo consiguió en 1784, menos de un año después de haber abierto la cerradura de Marshall. Su patente hacía prácticamente imposible para un ladrón provisto de una llave virgen cubierta de cera –la herramienta preferida por los criminales– averiguar la posición de los distintos pistones y pestillos dentro de una cerradura; adivinar lo que había detrás del ojo, dentro del mecanismo. En el diseño de Bramah, que patentó en el mes de agosto, los pistones dentro de la cerradura ascendían o descendían al insertar y girar la llave para liberar el pestillo, pero una vez echada la llave, los pistones volvían a su posición original. Este mecanismo hacía la cerradura casi a prueba de ladrones, pues por más que hurgaran con una llave virgen encerada no podrían averiguar cuál era la posición correcta de los pistones (que ya no estaban allí) para soltar el pestillo.

Una vez que a Bramah se le ocurrió esta premisa mecánica básica, solo le faltó, haciendo gala de genio y elegancia, dar a la cerradura entera forma cilíndrica, de manera que los pistones no ascendían o descendían por la gravedad, sino que se movían a lo largo del radio del cilindro bajo la acción de los distintos dientes de la llave y luego volvían a su posición original con ayuda de resortes, uno para cada pistón. La cerradura completa revestía la forma de un pequeño cilindro de bronce que encajaba fácilmente en una cavidad en forma de tubo, dentro de una puerta o una caja fuerte, quedando el extremo del pestillo en el plano del borde exterior de la puerta (cuando la cerradura estaba abierta) o alojado en la contra de bronce dentro del marco de la puerta (cuando estaba cerrada).

Durante su vida, Joseph Bramah no dejaría de inventar muchos más artilugios e idear nuevos conceptos, muchos de ellos sin relación alguna con las cerraduras, sino con otra fascinación particular suya: el comportamiento de líquidos sometidos a presión. Inventó, por ejemplo, la prensa hidráulica, de inmensa importancia para la industria en todo el mundo. Lanzó además al mercado una versión primitiva de la pluma fuente y dibujó diseños para un portaminas,3 pero una de sus aportaciones más duraderas es la máquina para dispensar cerveza, aún en uso por los taberneros más tradicionalistas y que permite mantener fría la cerveza en un sótano y despacharla desde el mostrador a los parroquianos sedientos (este invento ahorró al tabernero tener que bajar y subir del sótano a trompicones arrastrando barriles de cerveza fría). Los bebedores de cerveza de barril no tienen hoy por qué recordar el apellido Bramah, aunque hay un pub en Lancashire que lleva su nombre. También son pocos los impresores de billetes de banco que saben que fue Joseph Bramah el constructor de la primera máquina que ingeniosamente facilitó que cada uno de miles de billetes idénticos tuviese un número de serie distinto. Construyó también una máquina para cepillar grandes planchas de madera, otra para fabricar papel y vaticinó que, algún día, las grandes embarcaciones surcarían las aguas impulsadas por grandes tornillos.

Pero en realidad fueron sus cerraduras las que le valieron formalmente a Bramah la entrada al idioma inglés. Es verdad que aún pueden hallarse menciones a la pluma Bramah o la cerradura Bramah –tanto el duque de Wellington como sir Walter Scott y Bernard Shaw escribieron sobre ellas con admiración–. Pero cuando la palabra se emplea sola –como lo hizo Dickens en innumerables ocasiones en Los papeles póstumos del Club Pickwick y en sus artículos– es un recordatorio de que, al menos para la ciudadanía victoriana, su nombre era un epónimo: la gente usaba una Bramah para abrir una Bramah, protegía su casa con una Bramah, entregaba una Bramah al amigo de confianza para que él o ella pudiera entrar a casa a cualquier hora, por lo que pudiera ofrecerse. No fue sino hasta que el señor Chubb y el señor Yale entraron en escena (quienes, según el Oxford English Dictionary, aparecieron por primera vez en el idioma en 1833 y 1869, respectivamente) cuando el monopolio léxico del señor Bramah topó con un obstáculo.

Lo que hacía tan buena a la cerradura Bramah era el altamente complejo diseño de su interior, desde luego, pero lo que la hacía tan duraderamente buena era la precisión de su manufactura. Y eso fue menos mérito de su inventor que del hombre –un chico, en realidad– a quien Bramah contrató para fabricarlas bien, rápido y a bajo coste. Henry Maudslay, que tenía dieciocho años cuando Bramah lo fichó como aprendiz, crecería para convertirse en uno de los personajes más influyentes en los albores de la ingeniería de precisión y su influencia aún se deja sentir hoy día tanto en su Gran Bretaña nativa como en el resto del mundo.

El muy joven Maudslay, “un muchacho alto y apuesto” por las fechas en que Bramah lo contrató, hizo sus pinitos en el Arsenal Real de Woolwich, al este de Londres. Empezó a los doce años como “chico de la pólvora” –la Armada Real empleaba niños, ágiles de pies, para acarrear pólvora desde la santabárbara hasta la cubierta de cañones de los barcos–, luego lo asignaron al taller de carpintería, donde se declaró fastidiado por la indocilidad de la madera. Para quienes lo tenían a su cargo, estaba claro como el agua que el chico prefería por mucho el metal. Miraban para otro lado cuando el aprendiz se refugiaba con el herrero de los muelles y no pusieron reparo cuando se dedicó en sus tiempos libres a hacer una variedad de trébedes muy útiles y vistosos con cerrojos de hierro desechados.

En 1789 Joseph Bramah parecía ansioso. La situación política al otro lado del canal provocaba una gran afluencia de exiliados franceses muertos de miedo, la mayoría de los cuales se dirigían a Londres, donde los residentes de la capital inglesa, más nerviosos y propensos a la xenofobia, empezaron a buscar aún mayor seguridad para sus casas y negocios. Con el monopolio que le aseguraba su patente, Bramah se vio metido en un lío: solo él podía fabricar sus cerraduras, pero ni él ni ningún otro de los ingenieros de quienes pudo echar mano tenía la habilidad necesaria para hacerlas en una cantidad suficiente y a un precio asequible. La mayoría de quienes se llamaban ingenieros deben de haber sido aptos para trabajos más burdos, como golpear con pesados mazos trozos de hierro ablandados por el calor y luego dar forma a la pieza resultante en el yunque, con cinceles y, sobre todo, con limas, pero pocos tenían sensibilidad para lo fino, para la fabricación de mecanismos (palabra entonces de muy reciente adopción).

Pero el cambio estaba cerca. Los trabajadores de las herrerías del Londres dieciochesco eran un gremio compacto y Bramah no tardó en enterarse de que en Woolwich había un joven en particular que sobresalía entre sus colegas mayores porque, más que aporrear pedazos de hierro, al parecer fabricaba piezas de metal de una desacostumbrada y minuciosa factura. Bramah se entrevistó con el adolescente Maudslay. Lo convenció inmediatamente, aunque tenía muy presente la costumbre de que cualquier recién ingresado al oficio tenía que cumplir con un aprendizaje de siete años. Pero el imperativo comercial venció a la costumbre. Con los clientes potenciales tocando a la puerta del taller en Piccadilly, Bramah no podía andarse con miramientos, decidió jugársela y contrató al chico en el acto. Su decisión habría de cambiar la historia.

Henry Maudslay resultó ser un personaje transformador. Para empezar, resolvió en un abrir y cerrar de ojos el problema de oferta de Bramah, pero no a la manera convencional de contratar maestros que fabricasen una por una las cerraduras aplicando sus conocimientos del oficio, sino como John Wilkinson lo hiciera trescientos kilómetros al oeste y trece años antes: lo que hizo Maudslay fue construir una máquina que las hiciera. Construyó una máquina-herramienta, es decir, una máquina para fabricar una máquina (o, en este caso, un mecanismo). De hecho, construyó una familia entera de fresadoras, cada una de las cuales fabricaría o ayudaría a fabricar las distintas piezas que requerían las fantásticamente complicadas cerraduras que Joseph Bramah había diseñado. Fabricarían las piezas, las harían rápido, bien, a bajo coste y sin los errores que el uso de herramientas manuales y manufactura inevitablemente acarrean. Las máquinas que Maudslay construyó, en otras palabras, fabricarían las piezas necesarias con precisión.

Tres de sus máquinas para fabricar cerraduras pueden admirarse hoy en el Science Museum de Londres. Una es una sierra que corta las muescas en el cilindro; otra –esta quizá no tanto una máquinaherramienta sino más bien un sistema para asegurar que la producción avanzara con rapidez y cada pieza fuese exactamente igual– es un tornillo de banco para sujetar y soltar una pieza rápidamente, un accesorio que mantenía firme el pestillo mientras una serie de herramientas de corte montadas en un torno lo trabajaban; la tercera es un dispositivo particularmente ingenioso, operado por un pedal, que torcía los resortes internos de la cerradura y los mantenía bajo tensión mientras eran colocados y sujetos en su lugar en tanto se atornillaba la placa exterior, una bien pulida placa de bronce grabada con el vistoso nombre de bramah lock company del 124 de Piccadilly, en Londres, con lo cual el trabajo quedaba concluido.

Un cuarto componente –y más de alguno diría de suprema importancia– para las fresadoras apareció por todas partes alrededor de esas fechas. Pronto se volvería parte integral del torno, un dispositivo giratorio que, como el del alfarero, ha prestado su ayuda mecánica para la mejora de la vida humana desde su invención en el Egipto de los faraones. Los tornos cambiaron muy poco con el paso de los siglos. Quizá el mayor adelanto advino en el siglo xvi, con el concepto del husillo. Este era un tornillo largo (y al principio la mayoría de las veces de madera) montado bajo la bancada del torno que podía girarse manualmente para acercar o alejar la parte móvil de este hacia la parte fija. Se tenía así cierto grado de precisión; una vuelta a la manija hacía avanzar la parte móvil una pulgada, digamos, dependiendo del paso del husillo. Daba a los torneros de madera un grado mucho mayor de control y les permitió producir objetos (patas de silla, piezas de ajedrez, mangos) de gran belleza ornamental, atractivo simétrico y complejidad barroca.

Henry Maudslay intervino entonces para mejorar el torno en varios órdenes de magnitud. En primer lugar, al hacerlo de hierro, dándole en la forja una estructura robusta y maciza lo habilitaba para maquinar no solamente objetos de madera, sino también crear piezas simétricas a partir de barras amorfas de metal, lo que para los endebles tornos existentes hasta entonces era imposible. Bastaría esta aportación para recordar siempre a este hombre, pero luego Maudslay añadió otro componente más a sus tornos, cuyos orígenes sin embargo aún se debaten y el tono de ese debate apunta a una discusión interminable que enreda la historiografía de la precisión y de la ingeniería de precisión.

Al dispositivo en cuestión, que Maudslay montó en sus tornos, se le conoce como carro portaherramientas, una pieza pesada, de construcción robusta y firmemente montada, pero que puede moverse con ayuda de tornillos y cuya función es sostener una o varias herramientas de corte en una torre portaherramientas montada sobre el carro. Está repleto de engranajes que permiten desplazar la o las herramientas distancias de fracciones de pulgada, para el maquinado exacto de las piezas que van a ser trabajadas. El carro está obligatoriamente situado entre el cabezal fijo del torno (que contiene el motor y el mandril, donde se monta la pieza para que gire) y el cabezal móvil (que sujeta la pieza por su otro extremo). El husillo, que en el torno de Maudslay estaba hecho de metal, no de madera, con los resaltes mucho más juntos y un paso más fino de lo que era posible en una versión de madera, permite avanzar el carro. Las herramientas sujetas en la torre pueden desplazarse formando un ángulo con el eje del husillo, gracias a lo cual pueden hacer horadaciones en la pieza, o achaflanarla, o (llegado su momento, cuando se inventó la fresadora, proceso que nos ocupará en el siguiente capítulo) fresarla o darle cualquier otra forma que el operador del torno necesite. De manera que el husillo permite al carro moverse longitudinalmente, y la torre que sostiene las herramientas que cortan o achaflanan u horadan la pieza puede moverse perpendicularmente o en cualquier otra dirección transversal a la dirección de movimiento del husillo.

Las piezas de metal pueden maquinarse en una variedad de formas, tamaños y configuraciones, pero siempre que las posiciones del carro sobre el husillo y de la torre sean las mismas en cada operación, y que el operador del torno pueda anotarlas y asegurarse de que sean las mismas todas las veces; entonces cada pieza maquinada será igual (si la densidad del metal es la misma) a todas las demás. Las piezas son replicables; son –y esto es crucial– intercambiables. Si las piezas maquinadas serán parte a su vez de otra máquina –si son engranajes, gatillos, mangos o cilindros– serán entonces partes intercambiables, los componentes elementales, las piedras angulares de la manufactura moderna.

De importancia igualmente fundamental, un torno tan prolijamente equipado como el de Maudslay también podía fabricar ese componente indispensable del mundo industrializado: el tornillo.

A lo largo de los siglos se fueron dando pequeños adelantos en la fabricación de tornillos, como veremos enseguida, pero fue Henry Maudslay (una vez que inventó o dominó o mejoró o consiguió compenetrarse íntimamente con el carro de su torno) quien procedió a inventar una manera eficiente, precisa y rápida de cortar tornillos de metal. Así como Bramah exhibía una cerradura en el aparador de su taller en Piccadilly por razones de orgullo tanto como para anunciar su célebre desafío, Maudslay, Sons & Field colocó en la vidriera del primer tallercito de la empresa, en Margaret Street, en el barrio de Marylebone, un único objeto del cual el jefe estaba particularmente orgulloso: se trataba de un tronillo industrial de bronce fabricado con gran exactitud que medía cinco pies de largo.

Maudslay no fue técnicamente el primero en llevar a la perfección un torno para fabricar tornillos. Veinticinco años antes, en 1775, Jesse Ramsden, un fabricante de instrumentos científicos de Yorkshire, financiado por el mismo Consejo de la Longitudpara el que el relojero Harrison trabajara, y a quien no le permitieron patentar su invento, había construido un diminuto y refinado torno para fabricar tornillos. Con él podían cortarse pequeños tornillos hasta con 125 roscas por pulgada, es decir que había que hacerlo girar 125 veces para que avanzase una pulgada, lo que permitía hacer minúsculos ajustes a cualquier dispositivo en el que estuviera montado. Pero la máquina de Ramsden era para todo propósito práctico una máquina para usarse una sola vez, delicada como un reloj, hecha para hacer piezas para telescopios o instrumentos de navegación, pero de ningún modo para pesadas piezas de metal de gran tamaño que pudieran funcionar a altas velocidades sin perder su precisión ni deteriorarse rápidamente. Lo que Maudslay había conseguido con su torno enteramente equipado fue crear un aparato que, en palabras de un historiador, resultaría ser “la madre de todas las herramientas de la era industrial”.

Más aún, con un tornillo fabricado con ayuda de su técnica y su carro y con un torno hecho de hierro, y no como el que él mismo y Bramah emplearan en un principio construido de madera, podía maquinar piezas dentro de un estándar de tolerancia de uno en una diezmilésima de pulgada. Ante los ojos de Londres nacía la precisión.

De modo que quien haya inventado el carro portaherramientas puede reclamar para sí el crédito de la posterior manufactura precisa de incontables componentes de todas las formas, tamaños e importancia imaginables para un millón más uno objetos maquinados. El carro permitiría fabricar infinidad de cosas, desde la bisagra de una puerta hasta una turbina de jet o un bloque de cilindros, pistones y el letal núcleo de plutonio de las bombas atómicas, sin olvidar, desde luego, el tornillo.

Pero entonces, ¿quién lo inventó? No son pocos los que sostienen que fue Henry Maudslay y que lo hizo en “un taller secreto donde había máquinas curiosas… construidas por el señor Maudslay con sus propias manos”, propiedad de John Bramah. Otros dicen que fue Bramah. Otros refutan enteramente la idea de que Maudslay haya tenido algo que ver, y afirman categóricamente que ni lo inventó ni pretendió nunca arrogárselo. Según las enciclopedias, el primer carro fue en realidad hecho en Alemania, donde alguien lo vio en una ilustración de un manuscrito de 1480. Al científico ruso Andrey Nartov, que ostentó en el siglo xviii el título de artesano personal del zar Pedro el Grande, se lo reverenciaba como el más consumado maestro de Europa en el arte de operar el torno (e instruyó en sus métodos al entonces rey de Prusia) y se dice que fabricó un carro transversal funcional (y lo llevó a demostrar a Londres) en una fecha tan temprana como 1718. Y por si alguno dudara de la historia de San Petersburgo, puede demostrarse con bastante certeza que un francés de nombre Jacques de Vaucanson construyó uno en 1745.

Chris Evans, un profesor de Carolina del Norte que ha escrito abundantemente sobre los primeros años de la ingeniería de precisión, destaca las atribuciones encontradas y nos previene de hacer de esta historia la del “inventor heroico”. Mucho mejor reconocer, afirma, que la precisión es hija de muchos padres, que sus adelantos invariablemente se solapan, que existen muchas fronteras indeterminadas entre las distintas disciplinas a las que puede aplicarse la palabra precisión, y que, en sus años mozos, fue un fenómeno en constante evolución a lo largo de tres siglos de asombro decreciente. Se trata, en otras palabras, de una historia mucho menos precisa que su tema.

Dicho esto, el legado principal de Henry Maudslay es, sin lugar a dudas, memorable, porque a su asociación con John Bramah siguieron otros inventos y proyectos. Dejó de ser su empleado en un berrinche, cuando su solicitud de incremento de sueldo –en 1797 ganaba treinta chelines a la semana– le fue negada, a su parecer, groseramente.

Maudslay no tardó en desentenderse del reducido mundo de fabricar cerraduras en el oeste londinense y se lanzó –hasta, podríamos decir, inauguró– al mundo de la producción en serie. En el camino creó los elementos para fabricar en masa un componente vital para los navíos de vela británicos. Construyó las maravillosamente complejas máquinas que durante los siguientes ciento cincuenta años fabricarían los cuadernales de los barcos, partes esenciales del aparejo de un navío que contribuyeron a desarrollar la capacidad de la Marina Real para surcar, vigilar y, por un tiempo, adueñarse de los mares del mundo.

Todo esto fue producto del más feliz golpe de suerte y, como sucedió en Piccadilly con la cerradura de Bramah, un escaparate (el del tallercito de Henry Maudslay) y la orgullosa exhibición al público del tornillo de bronce de cinco pies de largo que Maudslay fabricara en su torno y colocara en aquella vitrina, en el lugar principal como anuncio de su competencia, jugaron un papel importante. Cuenta la leyenda marinera que poco después de que montara la exhibición de su tornillo se presentó la afortunada casualidad. Participaron en ella los dos personajes que montarían la fábrica de cuadernales, y que juraron hacerlo sin fallar, para satisfacer una necesidad creciente y urgente.

A mediados del siglo xviii se había levantado en Southhampton, ciudad portuaria del sur de Inglaterra, algo parecido a una fábrica de cuadernales, que se encargaba de aserrar y hacer muescas en las partes de madera, pero gran parte del acabado debía hacerse todavía manualmente y, en consecuencia, la cadena de suministro era, en el mejor de los casos, impredecible. Asegurar el abasto se convirtió de pronto en algo vital para la sobrevivencia de Inglaterra.

Gran Bretaña había estado en guerra con Francia de manera intermitente casi todo el final del siglo xviii y la aparición en escena de Napoleón Bonaparte, terminada la Revolución francesa, convenció a Londres de que sus ejércitos tendrían que estar listos para entrar en acción también durante aquellos años iniciales del xix. De los dos cuerpos de guerra británicos, el Ejército y la Armada Real, fueron los almirantes quienes acapararon el presupuesto bélico, y los muelles de los puertos británicos pronto se erizaron con navíos de gran tonelaje prestos a hacerse a la mar en un santiamén para enseñar al enemigo francés, especialmente a Napoleón, quién era el que mandaba. Los astilleros se afanaban en construir barcos, los diques secos en repararlos, y por todos los mares, del canal al Nilo y de la Berbería a la península de Coromandel, pululaban inmensos bajeles ingleses, poderosos e infatigablemente al acecho.

Todos, naturalmente, eran navíos de vela. En su mayoría, embarcaciones enormes con un casco de madera y una quilla forrada de cobre, con tres cubiertas de cañones y altísimos mástiles de pino de Norfolk que cargaban vastas extensiones de velamen de lona. Y todo el velamen de la época era unos lienzos de lona colgados, sostenidos y controlados por medio de cordajes interminables –estayes y amantillos, barbiquejos y brandales–, la mayoría de los cuales tenían que pasar a través de sistemas de macizas poleas de madera que los marineros llamaban simplemente bloques o cuadernales, parte de los trebejos de un buque de guerra que dentro y fuera del mundo de la navegación se conocen como aparejos.

Un navío grande podía tener hasta 1.400 cuadernales de distintos tipos y tamaños dependiendo del uso requerido. Un cuadernal con una sola polea podía bastar para que un marino izara una gavia, por ejemplo, o moviera una botavara de una posición a otra. Izar un objeto muy pesado (un ancla, digamos) podía requerir un aparejo de seis cuadernales, cada cual con tres garruchas o poleas, y con una cuerda que pasara por todos los seis, de manera que un solo marino pudiera tirar con fuerza de unas pocas libras para levantar un ancla de media tonelada. La física de los aparejos, que todavía se enseña en las buenas escuelas primarias, muestra cómo aun el sistema de poleas más rudimentario puede ofrecer una ventaja mecánica considerable, y combina esta potencia con un grado parejo de sencillez y elegancia.

Los cuadernales de los barcos son por tradición excepcionalmente robustos, pues tienen que resistir años de mares embravecidos, vientos helados, humedades tropicales, el feroz calor de la calma chicha, las salpicaduras del agua salada, las cargas enormes y el descuidado manejo de los marinos más rudos. En los tiempos de la navegación a vela, los cuadernales se hacían por lo general de madera de olmo, con placas de hierro atornilladas a los costados, ganchos de hierro sujetos firmemente a sus extremos superior e inferior y con las poleas o garruchas encajadas entre los costados, alrededor de las cuales se pasaban las cuerdas. Las poleas mismas a menudo estaban hechas de Lignum vitae, la misma madera dura y sin necesidad de lubricante que usó John Harrison para los engranajes de algunos de sus relojes. La mayoría de los modernos cuadernales tienen poleas de aluminio o de acero y estos mismos se fabrican de metal, excepto cuando el barco quiere ostentar un aire antiguo, en cuyo caso presume de muchos herrajes de bronce y madera de encino barnizada.

De ahí la aguda preocupación de la Armada Real al comienzo del siglo xix. Una Francia napoleónica crecientemente rijosa se extendía apenas a treinta kilómetros cruzando el canal, y un sinnúmero de conflictos marítimos reclamaban la atención de la Marina británica en muchos otros lados. Lo que más preocupaba a los almirantes no era tanto construir suficientes barcos, sino el abasto de los vitales cuadernales sin los cuales los barcos, para decirlo sin rodeos, no podían hacerse a la mar. El Almirantazgo requería 130.000 cuadernales cada año, en tres tamaños principalmente, y hasta entonces la complejidad de su construcción implicaba su manufactura. Decenas de ebanistas en el sur de Inglaterra y sus alrededores se afanaban originalmente en esta tarea, pero era un sistema de abasto notoriamente precario.

Conforme las hostilidades en el mar empezaron a hacerse cada vez más recurrentes, el clamor por un sistema más eficiente se hacía más ensordecedor. El inspector general de obras navales, a la sazón sir Samuel Bentham, se decidió finalmente a ponerse manos a la obra y enderezar las cosas. En 1801 se acercó a él un personaje llamado sir Marc Brunel para decirle que se le había ocurrido un plan específico para lograrlo.4

Brunel, un realista exiliado de esa misma inestabilidad francesa que tan agobiados tenía a los lores del Almirantazgo –aunque primeramente había emigrado a Estados Unidos y había ocupado el cargo de ingeniero en jefe de la ciudad de Nueva York antes de volver a Inglaterra para contraer matrimonio–, había estudiado la mecánica del problema de la fabricación de los cuadernales. Conocía las distintas operaciones necesarias para obtener un cuadernal terminado –eran por lo menos dieciséis; de apariencia sencilla, un cuadernal era en realidad tan complicado de hacer como esencial de tener– y Brunel había esbozado diseños para unas máquinas que en su opinión podrían producirlos.5 Solicitó una patente y la obtuvo en 1801: “A New and Use-ful Machine for Cutting One or More Mortices Forming the Sides of and Cutting the Pin-Hole of the Shells of Blocks, and for Turning and Boring the Shivers and Fitting and Fixing the Coak Therein” [Nueva y útil máquina para cortar una o más muescas en los costados y perforar el agujero en la carcasa de los cuadernales, para tornear y horadar las poleas, ensamblar y fijar los bujes].

Su diseño era revolucionario en más de un sentido. Ponía a una misma máquina a realizar dos operaciones (una sierra circular, por ejemplo, podía también cortar las muescas). El excedente de movimiento de una máquina se transmitía a la vecina, estableciendo una suerte cadena. La necesaria coordinación de las máquinas una con otra obligaba a que el trabajo de cada una se ejecutara con la mayor precisión, puesto que una medida equivocada introducida en el sistema por una máquina mal ajustada producía un efecto parecido al de un virus en un ordenador hoy día: cada minuto que pasa se replica y amplifica hasta infectar todo el sistema y obligarlo a detenerse. Y para reiniciar un sistema de enormes máquinas de hierro propulsadas por vapor, balancines que agitan sus brazos, correas que zumban y volantes que giran estruendosamente hacía falta algo más que pulsar un botón y esperar medio minuto.

Dada la complejidad del sistema que había vendido a la Marina, era imperativo para Brunel encontrar un ingeniero que quisiera y pudiera construir tal conjunto de máquinas inexistentes y asegurarse de que fuesen capaces de la fabricación repetida, con gran precisión, de decenas de miles de los cuadernales que la Armada necesitaba con premura.

Aquí es donde entra en escena el escaparate de Henry Maudslay. Un viejo amigo de Brunel de cuando vivía en Francia, también inmigrante, un tal M. de Bacquancourt, acertó a pasar un día por delante del taller de Maudslay en Margaret Street y vio destacado en el escaparate el afamado tornillo de bronce de cinco pies de largo que Maudslay había fabricado en su propio torno. El francés entró al taller, estuvo charlando con algunos de los ochenta operarios y después con el jefe en persona, y salió de allí con la firme convicción de que si había un hombre en Inglaterra que pudiera hacer el trabajo que Brunel necesitaba, había dado con él.

Así que Bacquancourt habló con Brunel y este pidió cita a Maudslay en Woolwich y fue a verlo. Como parte de la entrevista, Brunel procedió a mostrar al joven un plano de una de las máquinas que había diseñado, en el cual Maudslay –que tenía la capacidad para interpretar planos igual que los músicos leen partituras: con la facilidad que otros leen un libro– reconoció de inmediato que se trataba de un dispositivo para fabricar cuadernales. Construyeron modelos de las máquinas propuestas para mostrar al Almirantazgo cuál era la idea y Maudslay se puso manos a la obra, con un encargo formal del Gobierno.

Terminar el proyecto le llevó seis años. La Marina construyó una enorme nave de ladrillo en sus muelles de Portsmouth para alojar la flotilla de máquinas que iban a instalarse allí. Una tras otra, primero procedentes de su taller de Margaret Street y más tarde, por las necesidades de crecimiento de la compañía, de unas instalaciones en Lambeth, al sur del río Támesis, las revolucionarias máquinas de Maudslay comenzaron a llegar.

Serían en total 43, cada una de las cuales efectuaba alguna de las dieciséis operaciones distintas que transformaban un olmo derribado en un cuadernal listo para enviarse al almacén de la Marina. Cada máquina estaba hecha con piezas de hierro que la hacían sólida, resistente y capaz de ejecutar la operación asignada con el nivel de exactitud que exigía el contrato con la Marina. Había, pues, máquinas que aserraban madera, la prensaban y ranuraban, que hacían agujeros, estañaban ejes de hierro, pulían superficies, recortaban, acanalaban, cepillaban o lijaban hasta completar el cuadernal. Nació de pronto un nuevo léxico: aparecieron trinquetes y levas, flechas y cepillos, chaflanes y engranajes de tornillo, matrices y engranajes de corona, taladros coaxiales y máquinas bruñidoras.

Todo ello ocurría dentro del Portsmoth Block Mills, como se nombró a aquella fábrica de cuadernales que en 1808 se puso estruendosamente en marcha. Cada una de las máquinas de Maudslay recibía la fuerza motriz a través de bandas de cuero que no cesaban de girar y restallar, enlazadas en el otro extremo con largos ejes de hierro montados en el techo, a los que a su vez ponía a girar una enorme máquina de vapor Boulton-Watt de 32 caballos de fuerza, que rugía y echaba humo y vapor, alojada fuera de la nave, en su propia y ruidosa madriguera de tres pisos de altura.

La fábrica de cuadernales aún existe como testimonio de varias cosas; la principal es la impecable perfección de todas y cada una de las máquinas de hierro construidas a mano que se encuentran ahí dentro. Tan bien fueron hechas –son obras maestras, en ello coinciden la mayoría de los ingenieros actuales– que casi todas estaban en funcionamiento un siglo y medio después: la Armada Real fabricó los últimos cuadernales en 1965. Y el hecho de que muchas de las partes de la maquinaria (los ejes de hierro, por ejemplo) hubiesen sido fabricadas por Maudslay y sus operarios con exactamente las mismas dimensiones significaba que eran intercambiables, lo que tuvo implicaciones más generales para el futuro de la manufactura, como enseguida veremos, una vez que la importancia del concepto de intercambiabilidad fue reconocida por un futuro presidente de Estados Unidos.

Pero el Portsmouth Block Mills debe su fama a una segunda razón, que tuvo profundas consecuencias sociales. Fue la primera fábrica del mundo en ser movida en su totalidad por la potencia de una máquina de vapor. Es verdad que anteriormente hubo máquinas movidas por la fuerza del agua, de modo que el concepto de mecanización en sí mismo no era del todo nuevo. Pero la escala y el poderío de lo que se montó en Portsmouth eran algo distinto y se alimentaba de una fuente de potencia que no dependía de la época del año, ni del clima, ni de ninguna veleidad externa. Siempre que hubiese carbón y agua, y un motor construido bajo especificaciones de la mayor precisión, la fábrica a la que se suministraba fuerza motriz podía operar.

Las sierras y máquinas escopleadoras y taladros del futuro serían a partir de ahora movidos por motores. Estos motores (por lo pronto allí en Portsmouth y poco más tarde en miles de otras fábricas por todo el mundo fabricando otras cosas con otros medios) ya no tendrían que ser accionados, movidos o manipulados por el hombre. Los ebanistas, que en sus talleres habían hasta entonces cortado y ensamblado los cuadernales de la Marina, se habían convertido en las primeras víctimas de la fría indiferencia de la máquina. Donde una vez trabajaran más de cien diestros artesanos para satisfacer apenas el apetito insaciable de la Marina, ahora esta fábrica estruendosa podía hacerlo con facilidad, sin despeinarse. La fábrica de cuadernales de Portsmouth produciría los 130.000 cuadernales requeridos cada año, un cuadernal terminado cada minuto de cada jornada de trabajo, y sin embargo bastaba una tripulación de diez hombres para operarla.

La precisión se cobraba sus primeras víctimas. Porque estos hombres no necesitaban tener habilidades especiales. No hacían más que alimentar troncos en la tolva de la cortadora y, más tarde, acarrear los cuadernales terminados y apilarlos en los almacenes; o bien cogían sus aceiteras y un montón de estopa y se dedicaban a engrasar, lubricar, limpiar y echar un ojo avizor al maelstrom escandaloso y trepidante de leviatanes verdinegros con ribetes de bronce, que no dejaban de hacerles burla mientras se revolvían, giraban, eructaban, se mecían y alzaban, hendían, aserraban y taladraban; una inmensa orquesta de máquinas apretujadas en el gigantesco y flamante edificio.

Las consecuencias sociales fueron inmediatas. En el haber del libro mayor, las máquinas eran precisas, su trabajo era exacto. Los lores del Almirantazgo se declararon satisfechos. Brunel recibió un cheque por el monto ahorrado durante un año: 17.093 libras esterlinas. Maudslay recibió 12.000 libras más el aplauso de la gente y de la fraternidad ingenieril, y ganó fama perenne como uno de los personajes más importantes en los albores de la ingeniería de precisión y uno de los principales impulsores de la Revolución Industrial. El programa de construcción naval de la Marina Real podía ahora progresar según lo previsto, y con los escuadrones, flotillas y flotas que pronto se comenzaron a pertrechar, los británicos se encargaron de poner punto final a las guerras con Francia, no sin obtener beneficios.

Napoleón fue por fin derrotado y embarcado a su exilio en Santa Elena, a bordo de un navío de línea de tercera clase, con 74 cañones, el HMS Northumberland, escoltado por el más pequeño HMS Myrmidon, de sexta clase y 20 cañones. Las jarcias y otros cordajes de estos dos navíos iban aparejadas con unos mil seiscientos cuadernales, casi todos fabricados en la fábrica de Portsmouth; cortados y horadados con las máquinas de hierro de Henry Maudslay, todas ellas funcionando bajo la supervisión de diez operarios inexpertos contratados por la Marina.6

Pero el libro mayor tiene dos columnas, y en el debe cien calificados artesanos habitantes de Portsmouth se quedaron sin trabajo. Podemos imaginar que conforme pasaban los días y las semanas tras recibir su última paga y las gracias, ellos y sus familias se preguntarían qué había ocurrido; cómo fue que en el momento en que la demanda de productos visiblemente aumentó, la necesidad de trabajadores que pudieran fabricarlos se contrajo hasta desaparecer. Para este puñado de hombres de Portsmouth y para quienes dependían de ellos para su seguridad y sustento –un total más bien insignificante como para dar lugar a una inquietud política seria–, la aparición de la precisión no fue una buena noticia. Parecía beneficiar a quienes detentaban el poder; para los demás, era una desconcertante preocupación.

Hubo consecuencias sociales. La más conocida, principalmente por su violencia intermitente y espectacular, tuvo lugar a unos cientos de kilómetros al norte de Portsmouth y afectó específicamente a otra industria totalmente distinta. El ludismo, como se lo conoce hoy día, fue una revuelta contra la mecanización de la industria textil que tuvo sus primeros episodios hacia el norte de la región central de Inglaterra en 1811 y que no duraría mucho. Grupos de hombres enmascarados destruyeron telares mecánicos e irrumpieron en talleres para detener la fabricación de encajes y otros géneros finos. El Gobierno en turno se alarmó y por un tiempo impuso la pena de muerte para los convictos por destruir maquinaria; unos setenta luditas terminaron en el patíbulo, generalmente por infringir otras leyes contra el amotinamiento y por perjuicio criminal.7

Para 1816, los alborotadores habían perdido vapor y el movimiento en general amainó.8 Nunca se extinguió del todo, sin embargo, y la palabra ludita (de Ned Ludd, presuntamente el líder del movimiento) es de uso frecuente en el léxico actual, principalmente para referirse peyorativamente a quienes se resisten al canto de sirena de la tecnología. Este hecho sirve para recordar que, desde su mero comienzo, el mundo de la ingeniería basada en la precisión tuvo implicaciones sociales que no fueron necesariamente aceptadas ni bienvenidas por todos. Tuvo entonces sus críticos y sus Casandras; los tiene aún hoy día, como veremos.

Henry Maudslay estaba lejos de abandonar su carrera como inventor. Una vez que sus 43 máquinas para hacer cuadernales trabajaban con su feliz soniquete en Portsmouth, cuando su contrato con la Marina se dio por concluido y se hubo asegurado su reputación (“el creador de la era industrial”), hizo todavía dos aportaciones más a la historia de la complejidad y la perfección. Una de ellas fue un concepto; la otra, un aparato. Ambas son esenciales, aun a esta distancia de dos siglos, muy especialmente el concepto.

Se trata de la noción de lo plano, de que puede crearse una superficie, como lo formula el Oxford English Dictionary, “sin curvatura, cavidad o protuberancia”.9 Se refiere a la creación de una base a partir de la cual efectuar toda medición o manufactura precisas. Porque, como Maudslay bien se percató, una máquina-herramienta solo puede ser exacta si la superficie en la que la herramienta será montada es perfectamente llana, plana y horizontal, es decir, si su geometría es enteramente exacta.

La necesidad para un ingeniero de contar con una superficie de referencia plana es muy parecida a la de un navegante de contar con un cronómetro preciso, como el de John Harrison, o la de un agrimensor de contar con un meridiano preciso, como el que se trazó en Ohio en 1786 para dar comienzo a la cartografía formal de Estados Unidos. Para el asunto, más prosaico, de fabricar una superficie perfectamente plana, componente crítico del mundo hecho a máquina, bastó un poco de ingenio y un golpe de intuición. Ambos concurrieron a finales del siglo xviii en el taller de Henry Maudslay.

El proceso es la sencillez misma y la lógica que hay detrás, impecable. El Oxford English Dictionary la ilustra atinadamente con una cita del clásico de James Smith The Panorama of Science and Art [Panorama de la ciencia y el arte], publicado por primera vez en 1815: “Para tallar una superficie perfectamente plana es necesario tallar tres al mismo tiempo”. Aunque debe asumirse que este principio básico se conocía desde hacía siglos, la creencia general es que Henry Maudslay fue el primero en ponerlo en práctica, creando un estándar para la ingeniería que persiste hasta nuestros días.


Tan exacto es el micrómetro de Maudslay que se le dio el mote de “lord chancellor”,10 pues nadie se habría atrevido a discrepar de él

Tres es el número clave. Pueden cogerse dos placas de acero, tallarlas y pulirlas hasta creer que se ha alcanzado el plano perfecto. Luego, untando cada una con una pasta coloreada se tallan una contra la otra y revisando dónde se ha perdido el color y dónde no, como lo hace el dentista, un ingeniero puede comparar cuál de las dos es más plana. Pero esta comparación no es siquiera útil; no garantiza que ambas serán perfectamente planas, pues los errores en una de las placas pueden compensarse con errores en la segunda. Digamos que una de ellas es ligeramente convexa, que en el centro se abomba cosa de un milímetro. Bien puede ocurrir que la otra placa sea cóncava en ese mismo lugar y ambas se empalmen sin resquicios, dando la impresión de que una es tan plana como la otra. Solo comparando estas dos placas con una tercera, y volviendo a tallar, bruñir y pulir para eliminar todas las protuberancias, puede alcanzarse el plano absoluto (con las propiedades casi mágicas que tenían los bloques de calibración de mi padre).

Queda para el final la máquina de medir, el micrómetro. A Henry Maudslay, por lo general, también se le acredita haber fabricado el primero de estos instrumentos, sobre todo porque el suyo tenía el aspecto y la utilidad de un instrumento moderno. En honor a la verdad, es preciso decir que un astrónomo del siglo xvii, William Gascoigne, había construido un instrumento de apariencia muy diferente que hacía prácticamente lo mismo. Había insertado un calibrador en la mirilla de un telescopio. Con un tornillo de rosca fina, el usuario podía ajustar los extremos del calibrador para encerrar la imagen de un cuerpo celeste (la Luna, casi siempre) en el ocular. Un cálculo rápido, en el que intervenían el paso del tornillo en fracciones de pulgada, el número de giros necesarios para colocar el objeto entre las mordazas del calibrador y el largo focal de la lente del telescopio, permitían al observador calcular el “tamaño” de la Luna en segundos de arco.

Un micrómetro de banco, por otro lado, debía medir la dimensión real de un objeto físico: exactamente lo que Maudslay y sus colegas tenían la necesidad de hacer una y otra vez. Necesitaban cerciorarse de que los componentes de las máquinas que estaban fabricando encajarían unos con otros, serían hechos con tolerancias exactas, con las características precisas para cada máquina y apegados al estándar de diseño.

Al igual que el invento de Gascoigne de un siglo atrás, el mecanismo de medición del micrómetro de banco estaba basado en un tornillo largo y de hechura impecable. Recurría al principio básico para el funcionamiento de un torno, salvo porque en lugar de tener un carro con herramientas de corte u horadación montadas en él, lo que había eran dos bloques perfectamente planos, uno en lugar del cabezal y el otro en el de la contrapunta, y el espacio entre ellos se ensanchaba o estrechaba dando vueltas al husillo.

El ancho de ese espacio, y el de cualquier objeto que se colocara entre los dos bloques planos, podía medirse con mayor precisión si el husillo mismo había sido fabricado de manera consistente en todo su largo, y con mayor exactitud si el husillo había sido roscado con esmero y podía acercar el bloque móvil hacia el bloque fijo pausadamente, desplazándose por los mínimos incrementos medibles.

Maudslay puso a prueba su tornillo de bronce de cinco pies de largo en su nuevo micrómetro y lo encontró deficiente: en ciertos tramos tenía 50 roscas por pulgada; en otros, 51, y en los restantes 49. En conjunto, las variaciones se compensaban y, como husillo, era funcional, pero Maudslay era tan obsesivamente perfeccionista que lo rehízo decenas de veces hasta que se convenció de que era correcto y consistente en toda su interminable longitud.

El micrómetro que realizó todas estas mediciones resultó ser tan exacto que alguien –el propio Maudslay, quizá, o alguno de su pequeño ejército de operarios– lo llamó “Lord Chancellor”. Pura burla decimonónica: nadie se atrevería a desafiar o a discutir con el más alto funcionario del Gobierno. Era una forma simpáticamente tajante para sugerir que Maudslay tenía la última palabra en cuestiones de precisión. Su invento podía medir cosas con una exactitud de una milésima de pulgada, y aún había quien decía que de una diezmilésima de pulgada: una tolerancia de 0,0001.

Con el nuevo husillo, que presumía de tener consistentemente cien roscas por pulgada, podían realmente medirse cantidades que hasta entonces ni se habrían soñado. De hecho, si se hiciera caso del siempre entusiasta colega de Maudslay, el ingeniero-escritor James Nasmyth, cuya devoción por él llegó al punto de dedicarse a escribir una biografía suya acaso en exceso admirativa, el legendario micrómetro quizá podía medir con la exactitud de una millonésima de pulgada. Exageró un poco: un análisis menos partidario realizado muchos años después en el Science Museum de Londres no le concede más allá de la diezmilésima.

Pero apenas estamos en 1805. Las cosas hechas y medidas serían cada vez más precisas, a un grado tal que Maudslay (cuya más grande invención fue quizá una abstracción: el ideal de precisión) y sus colegas no habrían podido imaginar. Pero hubo cierta reticencia. Una efímera hostilidad hacia las máquinas, que es al menos en parte lo que representó el movimiento ludita; un talante sospechoso, escéptico, que atoró brevemente a los ingenieros y a su clientela.

Y también se hizo presente ese otro defecto humano tan conocido: la codicia. Fue esta la que a comienzos del siglo xix hizo estragos en los vacilantes primeros pasos de la precisión al otro lado del charco, adonde esta historia ahora se traslada: a Estados Unidos.

1 Una suma que alcanzaría hoy para comprar un Mercedes pequeño.

2 Entre quienes premiaron el talento del joven de Yorkshire estaba un cirujano de nombre John Sheldon, experto embalsamador, que presumía de haber sido el primer londinense en ascender en un globo aerostático y que viajó a Groenlandia para experimentar una nueva técnica para cazar ballenas con arpones de punta envenenada con curare.

3 Cubría sus apuestas, sin embargo, porque inventó un dispositivo que podía cortar varios puntos de un solo cálamo de pluma de ganso. Si su flamante pluma con punto de metal y depósito exprimible de caucho no ganaba adeptos, podía siempre recurrir a una versión producida en serie del tradicional instrumento para escritura.

4 Los dos, Bentham y Brunel, tuvieron parientes cercanos mucho más célebres. El hermano mayor de Samuel fue Jeremy Bentham, el destacado filósofo, jurista y reformador del sistema de prisiones cuyos restos completamente ataviados, su autoícono, permanecen sentados en una silla en el University College de Londres. El hijo de Brunel fue el inolvidablemente bautizado Isambard Kingdom Brunel, constructor de mucho de lo más espectacular que aún queda de la era victoriana en la Gran Bretaña de hoy y aún héroe popular, a la altura, para el entusiasta pueblo británico, de Nelson, Churchill y Newton.

5 Un cuadernal tiene básicamente cuatro partes: la carcasa de madera, la polea de madera dura, un eje para sujetar la polea dentro de la carcasa y un buje (el coak mencionado en la patente) para minimizar el desgaste del eje. Las cuatro partes eran sometidas a una gran exigencia, naturalmente, cada vez que una cuerda era pasada por la polea para una de las múltiples operaciones para las que un marino requería de un cuadernal. Solamente construir la carcasa requería siete operaciones distintas: del tronco de un olmo se cortaban tablas de madera; estas se cortaban en rectángulos; en cada uno se perforaba un agujero para el eje; se cortaban muescas para permitir la inserción de las poleas; se cortaban las esquinas del cuadernal y las aristas se achaflanaban; a las caras de la carcasa se les daba forma curva y se lijaban; finalmente, se le hacían ranuras a las caras, por donde pasarían las cuerdas que sujetaban el conjunto. La confección de las poleas requería otras seis operaciones distintas; la de los ejes, cuatro, y dos más eran necesarias para el buje. Y después había que armar el cuadernal, volverlo a lijar y almacenarlo.

6 Maudslay admiraba a Napoleón como al “héroe ideal” y coleccionaba cualquier pieza artística donde se lo representara. Según John Nasmyth, un colega ingeniero, él mismo muy destacado, Maudslay admiraba especialmente al emperador por la obra pública (caminos, canales, edificios monumentales, bancos, la bolsa francesa) que promovió.

7 El hecho de que el primer ministro cuyo Gobierno promovió la ley, Spencer Perceval, fuera asesinado un par de meses después de que se aprobara fue una mera coincidencia. También lo fue que el rey Jorge III, en cuyo nombre fue promulgada, fuese declarado loco y temporalmente retirado del mando. Que las máquinas de precisión empezaran a conocerse por esas fechas, que a consecuencia de su adopción algunos obreros hayan perdido su trabajo y que simultáneamente hayan cundido los motines en el reino, hizo del comienzo del siglo xix una época inusualmente agitada, pero no puede culparse de esos disturbios a las nuevas tecnologías. El asesino del primer ministro, por ejemplo, le tenía ojeriza por una deuda contraída en Rusia; su crimen lo llevó a la horca y Perceval es el único primer ministro víctima de un asesinato.

8 Este uso metafórico de la palabra vapor no aparecería en la lengua inglesa sino diez años más tarde, cuando Benjamin Disraeli, entonces un joven de veintitrés años, lo usó en su primera novela, Vivian Grey. Que fuera empleada en las creaciones literarias de la época es un recordatorio de su uso literal en la aún joven Revolución Industrial, de la que con justicia puede decirse que Disraeli fue beneficiario, aunque se dedicara a escribir para hacer dinero –que luego perdió lamentablemente al invertirlo en ferrocarriles en Sudamérica–.

9 N. del T.: En el Diccionario de la Real Academia Española, plano, en su primera acepción, es “Llano, liso, sin relieves”.

10 N. del T.: El lord chancellor es el funcionario permanente de mayor rango en Reino Unido.

Los perfeccionistas

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