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El fin de la ciencia no es abrir la puerta al conocimiento infinito, sino fijar un límite al error infinito.
bertolt brecht, vida de galileo (1939)
Estábamos por sentarnos a cenar cuando mi padre, con un guiño cómplice, dijo que tenía algo que mostrarme. Abrió su portafolios y de él extrajo una caja de madera grande y evidentemente pesada.
Era una tarde de invierno londinense de mediados de los cincuenta, seguramente penosa, fría y envuelta en un esmog amarillento. Yo tendría unos diez años y había llegado a casa de la escuela donde me hallaba interno para pasar las vacaciones de Navidad. Mi padre acababa de regresar de su fábrica en el norte de Londres, sacudiéndose copos de la gris nevisca industrial de los hombros de su abrigo de oficial del ejército. Estaba de pie delante de la estufa de carbón para calentarse, con la pipa entre los dientes. Mi madre se atareaba en la cocina y pronto llevó al comedor lo que había preparado para cenar.
Pero primero estaba el asunto de la caja.
La recuerdo muy bien aún hoy, pasados más de sesenta años. Tenía unas diez pulgadas de ancho y tres de altura, más o menos del tamaño de una lata de galletas. Era claramente un objeto de cierta calidad, de madera de encino barnizada, en el que se advertían el uso y el cuidado. En la tapa, sobre una placa de latón, estaba grabado el nombre y el tratamiento de mi padre, “b. a. w. winchester esq.”. Igual que en el estuche de madera de pino –mucho más humilde– donde yo guardaba mis lápices de colores, la tapa estaba asegurada con un pequeño broche de metal y tenía una muesca que permitía abrirla con un solo dedo.
Fue lo que hizo mi padre para descubrir el interior, forrado de grueso terciopelo rojo oscuro, con una serie de concavidades o ranuras anchas. Bien sujetas dentro de las ranuras había un gran número de piezas de metal muy pulidas, algunas en forma de cubo, las más de prisma rectangular, como pequeñas tablillas, fichas de dominó o tejas. Pude ver que cada una tenía un número grabado en la cara superior. Casi todos incluían una coma decimal, como 0,175 o 0,735 o 1,300. Mi padre dejó cuidadosamente la caja en la mesa para encender su pipa; sobre aquellas más de cien piezas misteriosas brillaba el reflejo de las llamas de la estufa de carbón.
Tomó dos de las piezas más grandes y las puso sobre el mantel de lino. Mi madre, con la justificada sospecha de que, como muchas de las cosas que mi padre se traía del taller a casa para enseñarme, estarían cubiertas por una delgada película de aceite de maquinaria, dejó escapar una exclamación de fastidio y volvió corriendo a la cocina. Mi madre era una señora belga, de Gante, algo puntillosa, una mujer muy de su época, y por eso daba mucha importancia al hecho de que los manteles y las alfombras estuviesen siempre inmaculados.
Mi padre me acercó las piezas para que las mirara. Precisó que estaban hechas de acero inoxidable alto en carbón, o cuando menos de una aleación especial, con algo de cromo y quizá un poquitín de tungsteno que las hacía especialmente duras. No estaban imantadas en absoluto, añadió, y para demostrarlo acercó una a la otra sobre el mantel, dejando un visible rastro de aceite que enfadó aún más a mi madre. Estaba en lo cierto: las piezas de metal no mostraban ninguna inclinación por unirse ni por repelerse. Cógelas, me dijo, una en cada mano. Puse una en cada palma, como para medirlas. Eran pesadas y frías al tacto. Se sentían macizas y su exacta manufactura les otorgaba no poca belleza.
Mi padre cogió enseguida de nuevo las piezas y las volvió a poner sobre la mesa, una encima de la otra. Ahora, dijo, coge la de encima. Solo la de encima. Procedí según sus indicaciones y la cogí con una mano, pero resultó que, junto con la de encima, levanté también la otra.
Mi padre sonrió. Trata de separarlas, me dijo. Cogí la de abajo y tiré de ambas. No se movieron. Más fuerte, dijo. Lo intenté de nuevo. Nada. Ni el menor movimiento. Las dos piezas rectangulares parecían estar sólidamente unidas, como si las hubiesen pegado o soldado o se hubiesen convertido en una sola, porque ya no pude distinguir la línea donde terminaba una y comenzaba la otra. Parecía como si una de las piezas de acero se hubiese fundido en la estructura de la otra. Seguí intentando separarlas una y otra vez.
Para entonces el esfuerzo me había hecho sudar y mi madre, de vuelta de la cocina, comenzaba a impacientarse, así que mi padre dejó a un lado su pipa, se quitó la chaqueta y comenzó a servir los platos. Junto al vaso de agua de mi padre reposaban las piezas, símbolo de mi pobre musculatura, de mi derrota. ¿Puedo intentarlo de nuevo?, le pregunté mientras cenábamos. No hace falta, dijo tomándolas con una mano y separándolas con un giro de la muñeca, deslizando una sobre la otra. Se separaron enseguida, con gracia y soltura. Me quedé boquiabierto frente a aquello que, para un chico de primaria, parecía un acto de magia.
No hay magia alguna, dijo mi padre. Lo que pasa es que las seis caras son perfecta, impecablemente planas. Las hicieron con tal precisión que no existe la menor aspereza en ninguna de las superficies que deje entrar el aire en la unión entre ambas y debilitarla. Eran tan perfectamente planas que las moléculas de sus caras se ligaban unas con otras al ponerlas en contacto y se volvía prácticamente imposible separarlas, aunque nadie sabe muy bien por qué. Solo podían separarse deslizando una sobre la otra, no había otra manera. Había una palabra para esto: zafar.
Mi padre se arrancó a hablar animadamente, emocionado, con una intensa pasión que siempre le admiré. Estas piezas de metal, decía con un orgullo muy ostensible, son probablemente los objetos más precisos que se fabrican. Se llaman bloques patrón, o bloques Jo, en recuerdo de quien los inventó, Carl Edvard Johansson. Se usan para medir cosas con la tolerancia más extrema y quienes los fabrican trabajan en la cúspide más alta de la ingeniería mecánica. Son objetos preciosos y yo quería que los conocieras, ya que en mi vida son muy importantes.
Dicho esto, se calló, guardó cuidadosamente los bloques de calibración en su caja de madera forrada de terciopelo y se quedó dormido junto a la estufa.
Mi padre trabajó como ingeniero de precisión durante toda su vida. En los últimos años de su carrera diseñó y fabricó motores eléctricos minúsculos para los sistemas de guía de los torpedos. La mayor parte de su trabajo era secreto, pero de vez en cuando me colaba en alguna de sus fábricas, donde yo veía con admiración o perplejidad máquinas que cortaban y entallaban los dientes de pequeñísimos engranajes de latón o pulían vástagos de acero que parecían no más gruesos que un cabello humano, o bien enredaban alambres de cobre alrededor de imanes que parecían no más grandes que la cabeza de los fósforos con que mi padre encendía su pipa.
Recuerdo con gran cariño el tiempo que pasaba con uno de los trabajadores más apreciados por mi padre, un hombre mayor enfundado en una bata de laboratorio marrón que, al igual que él, sostenía una pipa entre los dientes, sin encenderla cuando estaba trabajando. Tenía el ceño permanentemente fruncido mientras permanecía sentado frente al árbol de una fresadora especial –de fabricación alemana, decía mi padre; muy cara–, con la mirada fija en el filo de una herramienta de corte que giraba a una velocidad invisible, enfriada por un chorro constante de una mezcla de aceite y agua con aspecto de crema para las manos. La máquina cortaba con un movimiento de vaivén un pequeño cilindro de latón y sacaba microscópicos tirabuzones de metal amarillo conforme este rotaba lentamente. Yo no podía dejar de mirar la hilera de minúsculos dientes que iba apareciendo tallada en la superficie del metal, como si se tratara de un curioso proceso mágico.
La máquina se detuvo un momento, se hizo de pronto un silencio y enseguida, mientras yo trataba de escudriñar la inquieta masa de confusión alrededor de la pieza, un nuevo conjunto de herramientas más finas de carburo de tungsteno apareció en mi campo de visión y fue prontamente asegurado en su sitio; los buriles empezaron a girar y a cortar de manera que los dientes recién creados ahora eran modelados, curvados, ranurados y achaflanados. A través de una lente de aumento instalada en la máquina, podía verse exactamente cómo cambiaba la forma de los bordes cuando pasaban bajo las cuchillas hasta que, con el roce de algo que se desacoplaba, la cabeza de la fresadora dejó de girar, el cilindro fue rebanado como un salchichón, aflojaron las mordazas y en un colador que emergió del baño del aceite-crema se alzó una confección chorreante de engranajes terminados, con un brillo inverosímil; serían unos veinte, de un milímetro de grueso y quizá un centímetro de diámetro.
Un brazo mecánico oculto a mi vista los retiró del torno y los volcó sobre una bandeja, donde esperarían a ser deslizados en sendos ejes e incorporados de manera misteriosa a los motores que hacían girar una aleta, los unos, o modificar la inclinación de un tornillo, los otros, cumpliendo la intención, regida por un giróscopo, de mantener el rumbo recto y franco de un potente proyectil explosivo submarino hacia el blanco enemigo, en medio de los vaivenes impredecibles de un mar frío y agitado.
Solo que, en este caso, el veterano maestro decidió que la Armada Real bien podía prescindir de uno de los engranajes de este lote recién terminado. Tomó unas pinzas de punta fina y extrajo una pieza de entre el líquido cremoso, la enjuagó bajo un chorro de agua limpia y me la tendió con una expresión de triunfo y orgullo. Se dejó caer en su asiento, sonrió anchamente frente al trabajo bien hecho y encendió una pipa muy merecida. El diminuto engranaje era un regalo para mí, diría luego mi padre, un recuerdo de tu visita. Difícilmente volverás a ver un engranaje tan preciso.
Al igual que a su colaborador estrella, a mi padre su profesión lo hacía sentirse particularmente orgulloso. Le parecía algo profundo, importante y valioso transformar barras de metal duro en objetos útiles y bellos, cada uno finamente cortado y limpiamente terminado y ajustado a propósitos de todas las clases imaginables, exóticos y prosaicos. Porque, además de armamento, las fábricas de mi padre producían dispositivos que formaban parte de automóviles, calefactores de convección y tiros de mina; motores que cortaban diamantes o molían granos de café, que se alojaban en las entrañas de microscopios, barógrafos, cámaras fotográficas y relojes; no relojes de pulso, decía mi padre con desconsuelo, pero sí relojes de mesa, cronómetros de navíos y relojes de péndulo, en los que sus engranajes seguían con paciencia las fases de la Luna y las mostraban en lo alto de la carátula en miles de vestíbulos.
Otras veces traía a casa piezas más elaboradas, aunque no tan mágicas como los bloques de calibración con sus caras maquinadas ultraplanas. Las traía básicamente para despertar mi interés y las exhibía en la mesa del comedor, para aflicción de mi madre, pues invariablemente estaban envueltas en un papel de estraza encerado y aceitoso que dejaba una mancha en el mantel. ¿Podrías ponerla encima de un periódico?, clamaba mi madre, casi siempre inútilmente, pues ya la pieza estaba desenvuelta, brillando bajo las luces del comedor, con sus ruedas listas para girar, sus manivelas listas para ser accionadas, su óptica (pues a menudo había una o dos lentes o un espejito montados en el dispositivo) lista para mostrar su funcionamiento.
A mi padre le fascinaban y reverenciaba los autos bien hechos, muy especialmente los de la armadora Rolls-Royce. Eran días, hace muchos años, en los que la altanería de estas máquinas representaba no tanto la alcurnia de sus dueños como la destreza de sus hacedores. A mi padre lo habían invitado una vez a visitar la línea de montaje en Crewe y había pasado un rato conversando con el equipo que hacía los cigüeñales. Lo que más lo había impresionado es que aquellos cigüeñales, que pesaban varias decenas de libras, eran terminados a mano y estaban tan bien balanceados que una vez puestos a girar en un banco de pruebas, no parecía que fueran a detenerse nunca, pues cada uno de los lados no pesaba un ápice más que el otro. Si no existiese el fenómeno de la fricción, decía mi padre, el cigüeñal de un Phantom V, una vez puesto a girar, podría seguir haciéndolo a perpetuidad. Como resultado de aquella conversación, me retó a diseñar mi propia máquina de movimiento perpetuo, sueño al que dediqué –dados mis muy vagos conocimientos de las dos primeras leyes de la termodinámica y, por ende, de la imposibilidad de hacerlo– muchas horas de mi tiempo libre y varios cientos de cuartillas.
Aunque ha transcurrido más de medio siglo de aquellos días felices de mi niñez pasados entre máquinas, el recuerdo aún me llama. Pero nunca tanto como una tarde de primavera en 2011, cuando recibí, inesperadamente, un correo electrónico de un perfecto desconocido que vivía en la ciudad de Clearwater, en Florida. El asunto decía simplemente “Sugerencia” y en el primer párrafo (de tres) me preguntaba, sin rodeos ni reticencias: “¿Por qué no escribe un libro sobre la historia de la precisión?”.
Mi corresponsal era un hombre llamado Colin Povey y su principal actividad había sido la confección de recipientes de vidrio para uso científico.1 La razón que aducía era convincente por su sencillez: la precisión, decía, es un componente esencial del mundo moderno y, sin embargo, es invisible, está oculta a plena vista. Sabemos que todas las máquinas tienen que ser precisas; nos damos cuenta de que aparatos importantes para nosotros (nuestra cámara, nuestro teléfono móvil, nuestro ordenador, nuestra bicicleta, nuestro coche, nuestro lavavajillas, nuestro bolígrafo) tienen partes que se acoplan con precisión y funcionan casi a la perfección, y probablemente todos damos por hecho que cuanto más precisas son las cosas, mejores son. Al mismo tiempo, este fenómeno de la precisión, como el oxígeno o el lenguaje, es algo que damos por sentado, que pasa casi siempre desapercibido, sobre el que muy raras veces reflexionamos, al menos nosotros los legos. Y, sin embargo, allí está siempre, es un aspecto esencial de la modernidad que hace la modernidad posible.
No siempre ha sido así. La precisión tuvo un comienzo. La precisión tiene una fecha de nacimiento establecida e incontrovertible. La precisión es algo que se desarrolló con el tiempo, aumentó, cambió, evolucionó y tiene un futuro para algunos muy obvio y, extrañamente, para otros más bien incierto. La existencia de la precisión, en otras palabras, goza de una trayectoria narrativa, aunque esta quizá resulte más parecida a una parábola que a una excursión recta hacia el infinito. Comoquiera que se haya desarrollado la precisión, empero, tiene una historia; tiene, como dicen en el mundo de las películas, una continuidad.
Así, decía el señor Povey, es como él entendía la teoría del asunto. Pero tenía además una razón personal para sugerir esa idea, y para ilustrarla me contó la historia siguiente, que refiero sumariamente, en una mezcla de concisión y precisión.
Povey sénior, el padre de mi corresponsal, fue un soldado británico, un personaje más bien excéntrico por donde se lo vea que, entre otras cosas, se declaró hindú para escapar de la exigencia, de aplicación general, de asistir a la misa dominical anglicana. Sin interés por pelear en las trincheras, se alistó en el Royal Army Ordnance Corps (RAOC), el cuerpo del ejército que tiene bajo su responsabilidad proveer de armamento, munición y vehículos acorazados a los soldados que los necesitan en el campo de batalla (las funciones del RAOC se han ampliado desde entonces y ahora incluyen las menos glamurosas de servicio de lavandería, baños portátiles y fotografía oficial).
Durante el entrenamiento, Povey aprendió los rudimentos de cómo desarmar bombas y otros asuntos de carácter técnico, y se destacó en los aspectos ingenieriles del oficio. Por su desempeño, en 1940 fue destinado a la Embajada británica en Washington DC (en secreto y vestido de civil, pues Estados Unidos aún no estaba en guerra). Su misión principal era establecer contacto con los fabricantes de municiones para adecuar los cartuchos a las especificaciones de las armas fabricadas en Inglaterra.
En 1942 recibió un encargo especial: averiguar por qué solo algunos proyectiles antitanque se encasquillaban al ser disparados con armas británicas. De inmediato tomó un tren para las fábricas en Detroit y pasó semanas midiendo arduamente lotes de munición para descubrir con desazón que cada cartucho encajaba perfectamente en el arma para la que estaba hecho y cumplía con las especificaciones con precisión absoluta. El problema, reportó a sus superiores en Londres, no se hallaba en la planta. Recibió entonces instrucciones de Londres de acompañar a los cartuchos todo el camino hasta donde los comandantes sufrían las frustrantes fallas, que resultaron ser los campos de batalla del desierto norafricano.
El señor Povey, con la enorme maleta de cuero del equipo de medición a rastras, partió rumbo a la costa atlántica. Viajó primero a bordo de varios trenes de municiones, atravesando lentamente las sierras y ríos del este de Estados Unidos hasta llegar a Filadelfia, donde iba a embarcarse el armamento. Cada día que pasaba, medía los proyectiles y encontraba que los casquillos conservaban perfectamente su diseño en su integridad y encajaban tan bien en la recámara del fusil tanto en cada vía donde aguardaban los vagones como al salir de la línea de montaje. Después abordó el buque de carga.
El viaje resultó una auténtica serie de pruebas: el navío se averió, fue dejado atrás por el convoy y la escolta de destructores, quedó angustiosamente expuesto a un ataque de los submarinos alemanes y fue alcanzado en mitad del océano por una tormenta que dejó a toda la tripulación horriblemente mareada. Pero, al cabo, fue este conjunto de exigentes circunstancias lo que permitió al señor Povey resolver finalmente el acertijo.
Descubrió así que el fuerte bamboleo del barco había dañado algunos de los proyectiles, que estaban apilados en cajas al fondo de las bodegas del barco. Mientras el barco se mecía y cabeceaba en medio de la tormenta, las cajas situadas en las orillas de las pilas (y solamente esas) golpeaban contra el casco. Si golpeaban repetidas veces y estaban colocadas de manera que era la punta de los proyectiles lo que impactaba contra los costados del barco, toda la punta de metal –la bala, dicho en términos más simples–, era empujada hacia atrás, así fuera por una minúscula fracción de pulgada, dentro del casquillo de latón. Esta colisión, repetida muchas veces, provocaba una distorsión en el casquillo, así como que la orilla se abultara muy ligeramente, una magnitud casi invisible que solo los más sensibles micrómetros y calibradores de la colección de instrumentos del señor Povey podían medir.
Los cartuchos que habían padecido este traqueteo –que terminaban distribuidos al azar, pues una vez atracado el barco y después de que los alijadores hubieran desembarcado las cajas y la munición fuera separada en lotes más pequeños y remitida a los regimientos, nadie podía saber qué lugar había correspondido a cada cartucho– no encajaban por ello en la recámara de las armas en el frente de batalla y, como consecuencia, se producía una profusión (enteramente aleatoria) de atascos.
Fue un diagnóstico elegante con un remedio simple: bastaba con que la fábrica en Detroit reforzara el empaque de cartón y madera de las cajas de munición y –¡listo!– los proyectiles descenderían del barco sin golpes ni deformidades, quedando así resuelto el problema de los rifles antitanque encasquillados.
Povey envió un telegrama con la novedad y la sugerencia a Londres, fue inmediatamente declarado héroe y –como es típico en el ejército– con la misma prontitud todo mundo se olvidó de él y se quedó en el desierto, sin misiones y con una cantidad considerable de sueldos atrasados, ya que había estado mucho tiempo fuera de su oficina en Washington.
Caluroso debe de haber sido el trabajo en el Sahara, porque a partir de aquí la historia se tambalea un poco: el señor Povey parece haberse embarcado en una prolongada cogorza desértica. Pero tras gozar del sol durante una cantidad indecente de semanas, decidió que finalmente sí tenía que volver a Estados Unidos, así que sobornó su regreso con botellas de whisky escocés. Le costó once botellas de Johnnie Walker llegar desde El Cairo (haciendo escala en un aeródromo militar provisional nada menos que en el exótico Tombuctú) hasta Miami, a un corto y fácil salto de Washington.
Al llegar se topó con noticias desalentadoras. Había pasado tanto tiempo incomunicado en África que lo habían declarado desaparecido y dado por muerto. Sus privilegios le habían sido revocados, habían clausurado su armario y su ropa había sido adaptada para un hombre de talla mucho más pequeña.
Tardó un tiempo en desenredar este inesperado malentendido y cuando más o menos todo volvió a la normalidad, descubrió que su unidad de logística había sido transferida por completo a Filadelfia, adonde también él se trasladó de inmediato.
Allí quedó prendado de la secretaria de la unidad, una americana. La pareja contrajo matrimonio y el señor Povey, que aparentemente nunca practicó el hinduismo como rezaba su placa de identificación del ejército, permaneció tranquilamente en Estados Unidos por el resto de sus días.
Antes de meternos de lleno en esta historia, hay dos aspectos particulares de la precisión que quisiera abordar. En primer lugar, su ubicuidad en la conversación contemporánea: la precisión es un componente integral, indiscutible y aparentemente esencial de nuestro moderno horizonte social, mercantil, científico, mecánico e intelectual. Permea completamente nuestras vidas. Y, sin embargo –y esta es la segunda cosa que quiero destacar, una ironía muy sencilla–, la mayor parte de nosotros, cuyas vidas están sazonadas y perfumadas por la precisión, no estamos enteramente seguros, cuando nos detenemos a pensar en ello, de qué es, qué significa y cómo se distingue de conceptos semejantes como la exactitud, que es el más obvio de ellos, o sus primos hermanos léxicos: la perfección y el cuidado y de ¡justo ahí!
La omnipresencia de la precisión es lo más fácil de ilustrar.
Basta una rápida ojeada para demostrarla. Considera, por ejemplo, las revistas que están sobre la mesa del café, en particular las páginas de anuncios. En apenas unos minutos podrías, pongamos por caso, construir a partir de ellos un horario para gozar de un día rebosante de precisión.
Comenzarías por la mañana, usando un cepillo de dientes Colgate Precision Toothbrush; luego, si has estado lo suficientemente atento como para mantenerte al día con las múltiples líneas de productos Gillette, podrías beneficiarte de sufrir menos raspaduras en las mejillas y en la barbilla afeitándote con las “cinco navajas de precisión” de su rastrillo desechable Fusion ProShield Chill y después acicalar tu mostacho y tu perilla con una rasuradora de precisión Braun. Antes de tu primera cita con esa chica que acabas de conocer, asegúrate de borrar sin dolor de tus bíceps toda manifestación de arte corporal relacionada con tu exnovia con esa exclusiva maquinilla del anuncio que ofrece “eliminación de tatuajes con láser de precisión”. Una vez purificado y adecentado, cántale una serenata a tu nueva novia con una melodía tocada en un bajo Fender Precision, y quizá luego puedas llevarla a pasear en tu coche –sin riesgo en este frío invierno– con un nuevo juego de llantas radiales para la nieve Firestone Precision, garantizadas por escrito. Impresiónala con tu habilidad al volante, primero en la autopista y después al aparcar con tu dominio de la tecnología para aparcamiento asistido Volkswagen Precision. Invítala a pasar y escuchar música suave en una radio Scott Precision (un aparato que añade “laureles de dignidad magnificente a los de las hazañas mundiales”, de Scott Transformer Company, con sede en Chicago –no todas las revistas sobre una mesa típica son necesariamente recientes–). Luego, si la nevada ha cesado, prepara la cena en el jardín trasero con una estufa para exteriores Big Green Egg, equipada con “control de temperatura de precisión”. Deja pasear la mirada soñadora por encima de los cultivos recién sembrados con equipos de Johnson Precision y, por último, despreocúpate sabiendo que, si tras las tensiones de la noche te despiertas con resaca o malestar, puedes aprovechar la medicina de precisión que recientemente te ofrece el NewYork-Presbyterian Hospital.
Entresacar estos ejemplos particulares de un montón de revistas elegidas al azar tomó apenas unos minutos. Y hay muchísimos más. Descubro, por ejemplo, que la novelista inglesa Hilary Mantel recientemente describió a la futura reina de Inglaterra –de soltera, Kate Middleton– como tan perfecta en su apariencia externa que se diría “hecha con precisión, como por una máquina”. El comentario no cayó bien ni a los devotos de la familia real ni a los ingenieros, pues lo que es perfecto en la duquesa de Cambridge, y sin duda en cualquier ser humano, es precisamente la imprecisión que necesariamente resulta de los genes y la crianza.
La precisión puede presentarse peyorativamente, como en este caso. Pero también se le erigen altares por doquier en los nombres que se dan a los productos y se encuentra entre las principales cualidades de su forma o su función; con demasiada frecuencia es parte del nombre de las compañías que los fabrican. Se emplea también para referirse a cómo hace uno uso del lenguaje, cómo organiza sus pensamientos, cómo se viste, cómo escribe, cómo se anuda la corbata, confecciona ropa o inventa cócteles, cómo corta, rebana y trocea la comida –se venera a un maestro en hacer sushi por la manera precisa en que adereza su toro–, con qué puntería uno chuta un balón, se maquilla, lanza bombas, resuelve acertijos, dispara armas, pinta retratos, escribe en un teclado, gana una discusión o presenta propuestas.
QED, podríamos decir: precisamente.
Precisión es un término mejor, una elección más adecuada en todos los ejemplos citados, que su más próximo rival, exactitud. “Eliminación de tatuajes con láser exacto” suena menos convincente y efectivo. Cabría pensar que un auto provisto de “tecnología de aparcamiento exacta” no está exento de abollar ocasionalmente algún guardafango. “Siembra exacta” suena, en el mejor de los casos, algo aburrido. Y ciertamente sería condescendiente y quedaría mal decir que te anudas exactamente la corbata; anudarla con precisión es mucho más sugerente y estiloso.
La palabra precisión, un vocablo atractivo y suavemente seductor (gracias, en buena medida, a la sibilancia al comienzo de su tercera sílaba), es de origen latino, se empezó a extender su uso en el francés y apareció por vez primera en el habla inglesa a comienzos del siglo xvi. Su sentido original, “el acto de separar o cortar” –piense en otra palabra para el acto de recortar: resumir– casi no se usa hoy día.2 El sentido en el que tan a menudo se usa actualmente, al grado de haberse vuelto casi un cliché, se relaciona, como lo registra el Oxford English Dictionary, con “exactitud y certeza”.
En lo que sigue, usaré las palabras precisión y exactitud de manera casi –pero no enteramente– intercambiable, porque convencionalmente significan más o menos lo mismo, aunque no exactamente lo mismo: no precisamente.
Dado el tema particular de este libro, es importante explicar la diferencia, porque para quienes verdaderamente persiguen la precisión en la ingeniería, la diferencia entre las dos palabras es importante, un recordatorio de que la lengua inglesa no tiene prácticamente sinónimos, de que todas las palabras del inglés son específicas, sirven a un sentido y un significado muy acotados. Precisión y exactitud tienen, para algunos hablantes, una diferencia importante de sentido.
El origen latino de las dos palabras apunta a esta diferencia fundamental. La etimología de exactitud está muy cerca de palabras latinas que significan ‘cuidado’ y ‘atención’. Precisión, por su parte, se origina en una cascada de significados antiguos que giran alrededor de la idea de separación. Cuidado y atención parecerían en principio tener algo en común, aunque muy poco, con el acto de separar una parte de algo mediante un corte. La precisión, empero, goza de una asociación más próxima con significados tardíos de ‘minuciosidad’ y ‘detalle’.3 Si se describe algo con gran exactitud, se lo describe tan cercanamente como es posible a lo que es, a su valor verdadero. Si se describe algo con gran precisión, se lo describe con el mayor detalle posible, aun cuando ese detalle no sea necesariamente el verdadero valor de lo que se describe.
Se puede describir la proporción constante entre el diámetro y la circunferencia de un círculo, pi, con una gran precisión, como 3,14159265358979323843, digamos. O pi puede felizmente expresarse con exactitud hasta siete cifras decimales como 3,1415927, y esto es estrictamente cierto porque la última cifra, 7, es la manera aceptada por las matemáticas para redondear el valor de un número (como acabo de escribirlo y señalarlo dejando un espacio inmediatamente después) cuyo verdadero valor termina con 65.
Un modo un poco más simple de explicar más o menos lo mismo es mediante un blanco para tiro con pistola formado por tres círculos concéntricos. Supongamos que usted dispara seis veces al blanco y los seis tiros yerran por mucho, no impactan siquiera en el blanco. Sus disparos en este caso no son ni precisos ni exactos.
Quizá todos los disparos han caído en el círculo interior, pero en distintas partes alrededor del blanco. Esta vez ha disparado usted exactamente, porque están todos cerca de la diana, pero con escasa precisión, pues los disparos han impactado en distintos puntos del blanco.
Acaso los disparos están todos en alguno de los anillos exteriores, muy cerca unos de otros. Aquí hace usted gala de una gran precisión, pero no es lo suficientemente exacto.
Finalmente, está el caso anhelado, merecedor de un redoble de tambor: los disparos forman un grupo compacto y han impactado la diana. Este es el desempeño ideal, pues usted ha conseguido ser muy preciso y exacto.
El dibujo de un blanco permite fácilmente diferenciar la precisión de la exactitud. En A, los disparos están agrupados y cerca de la diana: hay precisión y exactitud. En B hay precisión, sí, pero como los disparos han caído lejos del blanco no son exactos. En C, los disparos están muy dispersos, no exhibe precisión ni exactitud. Y en D, donde se observa cierto agrupamiento y una mayor proximidad a la diana, hay cierto grado de precisión y de exactitud, pero muy moderado
En estos dos casos, al escribir el valor de pi o tirar al blanco, la exactitud se logra cuando la acumulación de resultados se acerca al valor deseado, que en estos ejemplos es el verdadero valor de la constante o el centro del blanco, respectivamente. La precisión, en cambio, se alcanza cuando los resultados acumulados son cercanos entre sí, cuando el intento de dar en el blanco varias veces tiene exactamente el mismo resultado, aun cuando este no se acerque necesariamente al valor verdadero buscado. En suma, la exactitud se cumple en la intención; la precisión, en sí misma.
Hay una última definición que agregar en esta confusa madeja: el concepto de tolerancia. La tolerancia es un concepto particularmente importante para nuestro propósito por razones tanto filosóficas como organizativas: este es el principio alrededor del cual está organizado este libro. En vista de que el anhelo creciente de una precisión cada vez mayor parece ser un leitmotiv de la sociedad moderna, he dispuesto los capítulos a continuación en orden ascendente de tolerancia, comenzando la historia con tolerancias bajas, del orden de 0,1 o 0,01, para terminar con las tolerancias absurdas, casi imposiblemente altas, con las que hoy día trabajan algunos científicos –hay reportes recientes de mediciones de diferencias tan minúsculas como 0,00000000000000000000000000001 gramos, 10 a la -28 gramos, por ejemplo–.4
Y, sin embargo, este principio también motiva una pregunta filosófica más general: ¿Para qué?, ¿cuál es la necesidad de estas tolerancias?, ¿acaso la carrera por alcanzar cada vez mayor precisión que sugieren estas mediciones ofrece un beneficio real para la sociedad?, ¿no habrá un riesgo de convertir la precisión en un fetiche, de fabricar objetos dentro de tolerancias cada vez más extraordinarias simplemente porque lo podemos hacer o porque nos parece que deberíamos poder hacerlo? Dejaremos estas preguntas para después, pero por lo pronto imponen la necesidad de definir qué es la tolerancia, para que sepamos tanto de este aspecto particular de la precisión como de la precisión misma.
Aunque he dicho que puede uno ser preciso en la forma de emplear el lenguaje, o exacto a la hora de pintar un cuadro, en la mayor parte de este libro examinaré esas propiedades en su aplicación a objetos manufacturados y, en la mayoría de los casos, a objetos manufacturados por maquinaria a partir de materiales duros: metal, vidrio, cerámica, etcétera. No de madera, sin embargo. Si bien puede ser tentador observar un ejemplo exquisito de mobiliario de madera o el retablo de un templo, admirar la exactitud del cepillado y la precisión de los ensambles, los conceptos de precisión y exactitud nunca pueden estrictamente aplicarse a los objetos hechos de madera, porque la madera es flexible; se hincha y se contrae en formas impredecibles y no puede tener nunca unas dimensiones verdaderamente fijas porque por naturaleza es una materia que aún pertenece al mundo natural. Cepillada o unida, ensamblada o torneada o barnizada hasta brillar, es fundamentalmente inherentemente imprecisa.
Una pieza de metal trabajada en varias máquinas, una lente de vidrio pulido, un filo de cerámica de alta temperatura, en cambio, pueden fabricarse con precisión auténtica y definitiva, y si el proceso de manufactura es impecable, pueden fabricarse una y otra vez, cada una igual a la otra, cada cual potencialmente intercambiable por otra cualquiera.
Cualquier pieza de metal (o vidrio o cerámica) manufacturada tiene por fuerza propiedades químicas y físicas: tendrá masa, densidad, un coeficiente de expansión, un grado de dureza, calor específico, etcétera. Posee por fuerza características geométricas: debe tener grados medibles de rectitud, llanura, circularidad, cilindricidad, perpendicularidad, simetría, paralelismo y posición en el espacio, entre otras cualidades aún más esotéricas e ignoradas.
Para cada una de estas dimensiones y geometrías, la pieza manufacturada debe tener lo que hoy ha llegado a conocerse como tolerancia.5 Tiene que tener cierto grado de tolerancia si ha de formar parte de una máquina, sea esta un reloj, un bolígrafo, una turbina de jet, un telescopio o el sistema de guía de un torpedo. Hay una ínfima necesidad de tolerancia si el objeto manufacturado va a colocarse aislado en medio de un desierto. Pero si tiene que acoplarse con otra pieza de metal de manufactura igualmente fina, tendrá que cumplir con un grado de variación en sus dimensiones y geometría especificado o previamente acordado que asegure la posibilidad de su acoplamiento. Esa variación permitida es la tolerancia, y cuanto más precisa sea la pieza manufacturada, mayor será la tolerancia requerida y especificada.
Un zapato, por ejemplo, es invariablemente un objeto que requiere de muy baja tolerancia. Por un lado, una zapatilla mal hecha puede tener un grado de variación permitido en sus dimensiones especificado o convenido (que es la definición formal de tolerancia para un ingeniero) de media pulgada, es decir una holgura tan generosa entre el pie y el forro que vuelve casi irrelevante el concepto de precisión. Un zapato hecho a mano por Lobbe de Londres, por el otro, parecerá ajustarse cómodamente, perfectamente, hasta precisamente, pero aún tendrá una tolerancia de un octavo de pulgada –y para un zapato es una tolerancia aceptable y puede por supuesto lucirse con orgullo–. Pero en términos de ingeniería de precisión, su hechura es cualquier cosa menos precisa, no es ni siquiera exacta.6
Uno de los dos instrumentos más precisos construidos por iniciativa humana se ubica en la región noroeste de la costa pacífica de Estados Unidos, lejos de todo, en el interior árido del estado de Washington. Fue erigido justo fuera de las instalaciones nucleares ultrasecretas donde Estados Unidos fabricó los primeros suministros de plutonio para la bomba que arrasó Nagasaki. El plutonio fue durante décadas la materia prima del corazón de la mayor parte del arsenal de armas nucleares de ese país.
Los años de manejo de materiales nucleares han dejado una herencia de proporciones inimaginables de sustancias peligrosamente contaminadas por radiación, desde las barras de combustible hasta las prendas de vestir, que apenas ahora, tras un escándalo público, están siendo regeneradas –o remediadas, como prefieren decir los conservacionistas–. Hoy día, el Hanford Site, como se lo conoce, es oficialmente el más grande emplazamiento de limpieza ambiental del mundo, con costes por descontaminación que alcanzan decenas de billones de dólares y una tarea indispensable de reparación que probablemente no termine antes de mitad del siglo.
La primera vez que pasé por delante era muy tarde por la noche, venía conduciendo desde Seattle. Desde mi coche, que avanzaba velozmente con rumbo al sur, podía ver el resplandor de las luces en la distancia. Tras las vallas de seguridad coronadas por alambre de navajas y señales de “peligro”, custodiadas por guardias armados, unos once mil trabajadores se afanan día y noche para limpiar el terreno y las aguas de la venenosa radioactividad que tan peligrosamente los impregna. Hay quienes piensan que es una tarea tan vasta que jamás podrá ser cabalmente terminada.
Al sur del área principal de los trabajos de limpieza, justo fuera de la cerca, pero a la vista de las torres de los reactores atómicos que aún están en pie, se lleva a cabo uno de los experimentos más notables de la ciencia contemporánea. No es en absoluto un secreto, difícilmente dejará un legado en algún sentido peligroso y requiere de la fabricación y puesta en marcha de un conjunto de las máquinas y los instrumentos más precisos que la humanidad haya intentado construir nunca.
Se trata de un lugar sin pretensiones, fácil de pasar de largo. Yo llegué a mi cita con la primera luz de la mañana, cansado tras conducir toda la noche. Hacía frío, el camino estaba prácticamente vacío y la desviación principal sin señalizar. Un pequeño letrero a la izquierda apuntaba a un conjunto de edificios bajos pintados de blanco a cien metros del camino. “ligo –decía– bienvenido”. Nada más. Bienvenido a la catedral –podría además haber dicho– del culto a la ultraprecisión.
Llevó varias décadas diseñar los instrumentos científicos que están regados en medio de este polvoriento y seco lugar de nadie. “Nuestra seguridad es nuestra discreción”, es el lema de quienes se preocupan por los costosos experimentos instalados aquí, sin un pedazo de alambre de púas ni una malla metálica que los proteja. La tolerancia de las máquinas en el emplazamiento del LIGO es casi inimaginablemente inmensa y la consecuente precisión de sus componentes, de un grado y una naturaleza desconocidos e inalcanzables en cualquier otro lugar de la tierra.
LIGO es un observatorio, el Laser Interferometer GravitationalWave Observatory. El propósito de estos equipos tan extraordinariamente sensibles, complejos y costosos es tratar de detectar el paso, a través del tejido del espacio-tiempo, de esas breves sacudidas, distorsiones u ondulaciones conocidas como ondas gravitacionales, un fenómeno cuya ocurrencia predijo Albert Einstein en 1916 como parte de su teoría general de la relatividad.
Si Einstein estaba en lo cierto, entonces con alguna frecuencia, cada vez que un evento colosal ocurre allá lejos en las profundidades del espacio (el choque de dos agujeros negros, por ejemplo), las ondulaciones interestelares se extienden como un abanico, moviéndose a la velocidad de la luz, y tarde o temprano llegan a la Tierra y la traspasan. En ese tránsito provocan el cambio de su forma en una magnitud infinitesimal y durante el más breve instante de tiempo.
Ningún ser vivo podría percibir ese fenómeno y el ligero aplastamiento sería tan minúsculo, instantáneo e inocuo que no quedaría rastro de él en ninguna máquina o dispositivo conocido, con la excepción del LIGO. Y tras décadas de experimentos con instrumentos que se rediseñaban una y otra vez para alcanzar grados cada vez mayores de sensibilidad, los dispositivos instalados en el noroeste desértico del estado de Washington y en los pantanos de Luisiana –donde se construyó el segundo de estos observatorios– por fin han traído el trofeo a casa.
En septiembre de 2015, casi un siglo después de la publicación de la teoría de Einstein, en la víspera de la Nochebuena de ese mismo año y de nuevo en 2016, los instrumentos del LIGO detectaron sin lugar a dudas qué series de ondas gravitacionales, después de viajar durante billones de años desde los confines del universo, habían pasado a través de la Tierra y, en el fugaz instante de su tránsito, cambiado su forma.
Para ser capaces de detectar este fenómeno, las máquinas del LIGO tuvieron que ser construidas bajo estándares de perfección mecánica que apenas unos años atrás eran poco menos que inconcebibles, y antes de ello no era posible siquiera imaginarlos y menos alcanzarlos. Porque no siempre existió esta delicadeza, esta sensibilidad, esta forma ultraprecisa de fabricar cosas. La precisión no estuvo siempre ahí, a la sombra, esperando ser descubierta y después aprovechada para lo que sus más tempranos admiradores pensaron que sería el bien común. De ninguna manera.
La precisión es un concepto que se inventó, con toda deliberación, para atender una única y bien identificada necesidad histórica. Fue concebida atendiendo a razones rigurosamente prácticas, que muy poco tuvieron que ver con un sueño del siglo xxi de poder confirmar (o no) la existencia de vibraciones procedentes del choque de estrellas lejanas. Tuvo más bien que ver con el muy pragmático descubrimiento, de principios del siglo xviii, de que había un asunto urgente para la física relacionado con el poder potencialmente increíble de esa forma del agua de temperatura elevada que desde el siglo anterior se conocía y había definido con la palabra vapor.
El origen de la precisión se deriva de la posibilidad que entonces se imaginó de contener, manejar y dirigir ese vapor, esa invisible forma gaseosa del agua hirviente, para generar fuerza y pensar que esta podría ponerse a trabajar en beneficio (quizá, con algo de suerte) de toda la humanidad.
Y, todo ello, que resultó ser una de las epifanías ingenieriles más singulares, ocurrió en el norte de Gales, un día frío de mayo de 1776, incidentalmente a pocas semanas de la fundación de Estados Unidos, país que terminaría por hacer un uso aventajado de las técnicas de precisión que a su debido tiempo se desarrollaron.
Ese día de primavera se considera (aunque no de manera unánime) como la fecha de nacimiento del primer artefacto dueño de un cierto grado, patente y reproducible, de precisión mecánica; una precisión que podía medirse, registrarse, repetirse y, en este caso, creada con una tolerancia de un décimo de pulgada o, en los términos de entonces, de una moneda inglesa de plata con valor o importe de un chelín.
1 Los pocos cientos de miembros de esta vocación más bien exclusiva se especializan en fabricar instrumentos de vidrio de gran refinamiento y complejidad, principalmente para su uso en laboratorios de química. Editan una revista especializada, Fusion, se reúnen en convenciones y cuentan con un héroe, un inmigrante japonés a Estados Unidos, Mitsugi Ohno, que, hasta su muerte en 1999, a los setenta y tres años, trabajó para la Universidad Estatal de Kansas y reunió una colección de modelos de vidrio enormes y minuciosos de barcos y edificios célebres que permanece en el campus, en Manhattan, Texas. Ohno debe sobre todo su fama a que halló la forma de hacer una botella de Klein, un recipiente curvo que, como una cinta de Möbius tridimensional, tiene una sola superficie.
2 Aunque T. S. Eliot lo empleó en su “Rhapsody on a Windy Night”: “Whispering lunar incantations / Dissolve the floors of memory / And all its clear relations/ Its divisions and precisions […]”. (“Rapsodia en una noche ventosa”: “los conjuros lunares disipan con un susurro / los pisos de la memoria / junto con todas sus claras relaciones, / divisiones y precisiones) [traducción de José Luis Rivas].
3 N. del T.: En el Diccionario de autoridades de la Real Academia Española, publicado entre 1726 y 1739, las palabras preciso y exacto no tienen todavía entre sus acepciones alguna que se relacione con magnitud o medida. El Diccionario de la Real Academia Española, en su edición más reciente, en las acepciones pertinentes reza: “preciso, sa […] 3. adj. Dicho de un instrumento de medida: Que permite medir magnitudes con un error mínimo. Este instrumento es muy preciso: mide milésimas de milímetro”; “exacto, ta […] 10. Dicho de un instrumento de medida: Que se ajusta lo más posible al valor real de una magnitud. Esta regla es exacta, pero poco precisa: solo mide centímetros”. El Simon and Schuster’s International Dictionary, inglés-español/español-inglés, de la casa editorial neoyorquina, acopiado por un equipo encabezado por Tana de Gámez, traduce los términos accuracy, exactness y precision, en sus acepciones pertinentes, por ‘exactitud’ y ‘precisión’.
4 El punto crucial para la fabricación de cualquier cosa es la posibilidad de su medición. En inglés, esto por lo general supone el uso del adverbio casi invisible cómo, en su determinación interrogativa de hasta qué punto o hasta qué grado puede existir algo. ¿Qué tan largo es?, ¿qué tan masivo?, ¿qué tan recto es un borde?, ¿qué tan curva una superficie?, ¿qué tan dura?, ¿qué tan ceñido es el ajuste? Fueron los antiguos egipcios los primeros en definir estos términos con el cúbito, el largo del antebrazo del faraón, que se reconoce como el abuelo venerable de todas las medidas. A partir de ahí, otras civilizaciones recurrieron a otros atributos humanos: el largo del pulgar o del pie, la distancia medida por cien pasos o durante una jornada, como base para escalas de medición, donde la pulgada o la libra o el grave o el catty eran unidades fijas, mientras que en otros casos, como la unidad china de distancia, el li, por ejemplo, eran variables dependiendo de si el camino por recorrer era llano o cuesta arriba. Luego llegaron los franceses con su système métrique, deliciosamente pulcro y basado en los múltiplos de diez y poco más tarde el actual Sistema Internacional de Unidades, mejor conocido como SI, tenazmente elaborado y acordado internacionalmente (adoptado por todas las naciones con excepción de Birmania, Liberia y Estados Unidos), que define las siete unidades fundamentales de longitud, masa, tiempo, corriente eléctrica, temperatura, cantidad de materia e intensidad lumínica, mejor conocidas como metro, kilogramo, segundo, amperio, grado Kelvin, mol y candela. Para no hacer tropezar el ritmo narrativo de esta historia, he dejado para un apéndice final un recorrido más detallado de los multitudinarios misterios de la medición.
5 Desde su primera definición formal, en 1916, como “márgenes de error permisibles” en la calidad de la manufactura. Un informe inglés de 1868 sobre acuñación internacional de moneda anticipó este uso cuando apuntó que en lo tocante a monedas de oro “el margen de error en la acuñación […] llamado remedio o tolerancia […] es de 15 granos para el fino, más o menos 1/16 de quilate”.
6 Las hormas de precisión creadas en una máquina inventada por un tal Thomas Blanchard, en Springfield, Massachusetts, en 1817, son también parte de la historia de la precisión en Estados Unidos, como explicaré en el capítulo iii.