Читать книгу Los perfeccionistas - Simon Winchester - Страница 9
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estrellas, segundos, cilindros y vapor
Es propio del hombre instruido buscar la exactitud en cada materia en la medida en que la admite la naturaleza del asunto.1
aristóteles (384-322 a. c.),
ética nicomáquea
El hombre a quien por consenso de la fraternidad ingenieril se considera el padre de la auténtica precisión fue un caballero inglés que vivió en el siglo xviii, de nombre John Wilkinson, cuya fama pública era la de ser un loco entrañable, especialmente debido a su pasión, rayana en la obsesión, por el hierro metálico. Construyó un barco de hierro, su escritorio de trabajo era de hierro, levantó un púlpito de hierro, quiso ser enterrado en un ataúd de hierro que guardaba en su taller (y dentro del cual gustaba esconderse y aparecer de pronto para diversión de sus visitantes femeninas más codiciables) y su recuerdo se preserva en un pilar de hierro que él mismo mandó erigir antes de su tránsito postrero en un pueblo remoto del sur de Lancashire.
Sin embargo, puede también argüirse que el ampliamente conocido Iron-Mad Wilkinson tuvo predecesores que pueden competir con él en su reivindicación de la paternidad de la precisión. Uno de ellos fue un infortunado relojero de Yorkshire, llamado John Harrison, que unas décadas antes se afanó en crear mecanismos para llevar casi a la perfección la cuenta del tiempo; el otro, y esto sorprenderá a quienes suponen que la precisión es de creación más o menos moderna, fue un artífice de nombre desconocido que ejerció en la antigua Grecia, unos dos mil años antes que Harrison, y cuyo pináculo en la hechura de precisión fue descubierto en el fondo del Mediterráneo a comienzos del siglo pasado por unos pescadores de esponjas.
Un grupo de pescadores griegos que buceaba en las tibias aguas al sur del Peloponeso, cerca de la isla de Anticitera, halló una serie de esponjas, como solía pasarles, pero también algo más: las cuadernas y mástiles dispersos de un barco hundido, muy probablemente un buque de carga de la época romana. Entre la pedacería de madera se toparon con el sueño de todo buzo, un cuantioso tesoro de maravillosos objetos de arte y ornato entre los cuales se hallaba algo de aspecto misterioso: un bloque de bronce y madera, corroído y calcificado, del tamaño de un listín telefónico, en el que nadie reparó al principio; a punto estuvo de ser descartado como algo de escasa importancia arqueológica.
Ignorado durante dos años en el fondo de un cajón en Atenas, donde sin embargo había ido secándose pacientemente, aquel objeto amorfo se deshizo. Se partió en tres pedazos para revelar, ante el asombro general, un revoltijo compuesto por más de treinta engranajes, ingeniosamente endentados. El diámetro de uno de aquellos engranajes era casi tan largo como el objeto entero y había otros no mayores de un centímetro. Todos tenían dientes triangulares cortados a mano, los más pequeños tan pocos como 15 y el mayor la cantidad entonces inexplicable de 223. Todos los engranajes parecían haber sido cortados de una misma placa de bronce.
El asombro que produjo este descubrimiento entre los científicos pronto se transformó en incredulidad, en escepticismo, en una suerte de temerosa perplejidad. Simplemente era inconcebible que aun los ingenieros helenos más sofisticados hubiesen sido capaces de fabricar un objeto así. De manera que esta máquina amenazante –suponiendo que en efecto se tratase de una máquina– fue encerrada bajo llave, confinada y resguardada como si fuese un patógeno letal. Se lo bautizó como “el mecanismo de Anticitera”, por la isla a mitad de camino entre Creta y los zarcillos meridionales de Grecia continental cerca de cuyas costas fue hallado. Luego, calladamente y como quien no quiere la cosa, fue casi borrado de los registros de la historia arqueológica griega, mucho más a sus anchas entre el surtido habitual de vasijas y joyas, ánforas y monedas, estatuas de mármol o del más reluciente bronce. Se publicaron cuatro o cinco opúsculos o cuadernillos, según los cuales se trataba de una suerte de astrolabio o planetario, pero fuera de eso el hallazgo fue acogido con una indiferencia casi universal.
No sería hasta 1951 cuando Derek Price, un joven estudiante inglés interesado en la historia y la función social de la ciencia, obtuvo un permiso para examinar más de cerca el mecanismo de Anticitera. Durante las dos décadas siguientes, expuso la reliquia despedazada, de la que encontró más de ochenta piezas y partes adicionales, además de los tres grandes fragmentos originales, a ventiscas de rayos X y brisas de radiación gamma, explorando los secretos que permanecieron dos mil años escondidos. Finalmente, Price estableció que el artefacto era mucho más complejo e importante que un simple astrolabio. Se trataba más bien del corazón, que alguna vez había latido, de un misterioso ordenador de insólita complejidad mecánica, que evidentemente había sido fabricado en el siglo ii a. C. y era la obra de un genio colosal.
El estudio de Price de los años cincuenta se vio limitado por la tecnología entonces disponible para realmente asomarse dentro del artefacto. Veinte años después, la cosa cambió con la invención de la imagen por resonancia magnética, o IRM, que condujo en 2006 –más de un siglo después de que los pescadores de esponjas lo encontraran– a la publicación en la revista Nature de un estudio más profundo y pormenorizado.
El equipo de investigadores, repartidos por distintas partes del mundo, que escribió el artículo de Nature concluyó que lo que habían sacado del fondo del mar los buzos griegos eran los restos de un dispositivo mecánico en miniatura, muy bien armado; era esencialmente un ordenador analógico, con cuadrantes y punteros, y con unas rudimentarias instrucciones de uso. El dispositivo “calculaba y representaba información astronómica, particularmente fenómenos cíclicos como las fases de la Luna y un calendario solar-lunar”. Pero hacía algo más: una leyenda minúscula grabada en griego corintio en el armazón de latón de la máquina –hasta ahora se han identificado un total de 3.400 letras de cuerpo milimétrico– parece indicar que el engranaje, una vez puesto a girar con la ayuda de una manivela situada en un costado de la caja, podía también predecir el movimiento de los cinco planetas conocidos de los antiguos griegos.2
Un pequeño pero devoto grupo de este compacto instrumento extraordinario ha fabricado recientemente con entusiasmo modelos para replicar el mecanismo, de madera y latón y en un caso con diagramas con el despiece de las tripas de bronce, como si se tratara de un tablero de damas en 3D, en hojas de acrílico transparente. Las primeras pistas sobre cómo habían combinado los distintos engranajes los fabricantes originales de la máquina estaban en el número de dientes de cada uno. El hecho de que el engranaje más grande tuviese 223 dientes, por ejemplo, hizo gritar “¡Eureka!” a los investigadores, cuando recordaron que los astrónomos babilonios, los más asombrosamente avezados observadores del cielo, calcularon que el tiempo habitual entre dos eclipses lunares sucesivos era de 223 plenilunios. Este engranaje en particular habría permitido al dueño de la máquina predecir la ocurrencia de los eclipses lunares (así como otros engranajes o combinaciones de ellos habrían girado los punteros sobre los cuadrantes para representar fases y perturbaciones planetarias) y las fechas, en un uso más trivial, de los próximos eventos deportivos, destacadamente los antiguos Juegos Olímpicos.
Los investigadores actuales han concluido que el artefacto está muy bien hecho, “algunas de sus partes fueron construidas con la precisión de pocas décimas de milímetro”. Con esta sola medida, parecería que el mecanismo de Anticitera puede ufanarse de ser un instrumento sumamente preciso y, crucialmente para los efectos de este arranque de nuestro relato, quizá el primer instrumento de precisión fabricado en la historia.
Pero hay un defecto inherente a esta presunción: el artefacto, en las pruebas que a través de sus modelos han hecho las legiones de modernos estudiosos, resulta ser lamentable, vergonzosa e inútilmente inexacto. Uno de los punteros, el que presuntamente indica la posición de Marte, queda en muchas ocasiones apuntando 38º alejado de la posición correcta. Alexander Jones, profesor de Antigüedades de la Universidad de Nueva York y quizá quien más ha escrito sobre el mecanismo de Anticitera, se refiere a su sofisticación como “propia de una tradición artesanal joven y en rápido desarrollo” y señala “opciones de diseño discutibles” de los fabricantes, quienes en resumidas cuentas produjeron un artefacto “notable, pero lejos de ser un milagro de perfección”.
Hay otro asunto inexplicable del mecanismo que no deja de intrigar a los historiadores de la ciencia hasta nuestros días: aunque el artefacto contiene lo que no es sino un complicado mecanismo de relojería, a ninguno de sus fabricantes aparentemente se le ocurrió darle un uso de reloj.
Es la visión retrospectiva lo que nos provoca perplejidad, naturalmente, y nos entran ganas de ir a buscar a esos griegos y zarandearlos un poco por haber pasado por alto lo que a nosotros nos parece obvio. En la antigua Grecia ya medían el tiempo con ayuda de toda suerte de artefactos. Los relojes de sol eran los más socorridos, pero los había de gotas de agua, de granos de arena (como los que miden el tiempo para cocer un huevo), lámparas de aceite con depósitos graduados por el tiempo que tardaban en consumirse y cirios de combustión lenta con marcas incisas para registrar el tiempo. Y a pesar de que los griegos tuvieron (como ahora sabemos por la existencia del mecanismo) los medios para aprovechar los engranajes y fabricar medidores de tiempo, nunca lo hicieron. No se les encendió la bombilla. No se les encendió a los griegos ni después a los árabes ni, antes de ellos, a ninguna de las venerables civilizaciones orientales. Pasarían muchos siglos más antes de que se inventase en cualquier parte del mundo un reloj mecánico, aunque cuando ocurrió la precisión fue su componente más esencial.
Aunque la función asignada al reloj mecánico, de cuya invención en el siglo xiv varios contendientes se atribuyen la primicia, fue indicar las horas y los minutos al paso de los días, no deja de parecer una excentricidad de la época (desde nuestro actual punto de vista, claro) que al principio el papel del tiempo en estos mecanismos haya sido relativamente subordinado. En sus más tempranas materializaciones, los mecanismos de relojería representaban información astronómica cuando menos a la par que la información horaria, por medio de complicados juegos de engranajes del estilo de los del mecanismo de Anticitera y con ayuda de cuadrantes y ornamentos rebuscados y hermosamente ejecutados. Como si el paso de los cuerpos celestes cruzando la bóveda fuese considerado más importante que el incansable tictac del pasar de los instantes, de esa flecha unidireccional del tiempo a la que Newton tan célebremente llamó duración.
Había una razón detrás de esto. La aurora, el mediodía y el ocaso que nos regalaba la natura ya proveían un marco temporal para las actividades mundanas: cuándo había que levantarse para trabajar, cuándo tomar un descanso, secarse el sudor y beber un trago de agua, y cuándo llegaba el momento de alimentarse y prepararse para dormir. Los detalles más puntillosos del tiempo (una invención del hombre, a fin de cuentas), si eran las 6:15 de la mañana o faltaban diez minutos para la medianoche, eran forzosamente de importancia secundaria. El comportamiento de los cuerpos celestes, en cambio, era dispuesto por los dioses y, por ende, se trataba de un asunto de importancia para el espíritu. En esta calidad era mucho más digno de la atención humana que nuestras construcciones numéricas de horas y minutos, y merecía sobradamente dedicarle una representación mecánica más fastuosa.
Al cabo del tiempo, sin embargo, la reputación y el predominio de las horas y los minutos en sí mismos consiguieron mejorar su posición hasta llegar a acaparar para sí el uso de los mecanismos de relojería, que terminaron por llamarse genéricamente, cronómetros. Los antiguos alzaban la vista al cielo para establecer el momento del día o la noche, pero una vez que apareció la maquinaria para realizar esa misma tarea, un vasto repertorio de aparatos se hizo cargo de ella y ha seguido haciéndolo desde entonces.
Los primeros cronómetros se emplearon en los monasterios, por la necesidad de los monjes de estar pendientes de las horas canónicas, desde los maitines hasta las completas, pasando por la tercia, la nona y las vísperas. Y a medida que otras profesiones y oficios empezaron a aparecer en la sociedad (tenderos, oficinistas, hombres de negocios interesados en reunirse, maestros obligados a seguir un horario rígido, obreros pendientes del cambio de turno), la necesidad de un conocimiento mejor medido del tiempo numérico se iba imponiendo cada vez con mayor firmeza. En el campo, los labradores podían siempre mirar o escuchar la hora en el reloj de la iglesia lejana, pero los urbanitas a quienes se les hacía tarde para llegar a una reunión necesitaban saber cuántos minutos faltaban para la “hora convenida” (frase cuyo uso se generalizó apenas en el siglo xvi, cuando ya podían verse por doquier, colocados en edificios públicos, relojes mecánicos, etcétera).
En tierra, tocó a los ferrocarriles mostrar de manera más prolija –cabría decir definir– cómo se empleaba el tiempo. El enorme reloj de la estación atraía más miradas que cualquier otro detalle del edificio; la imagen del conductor de tren consultando su reloj de bolsillo (Elgin, Hamilton, Ball o Waltham) sigue siendo icónica. El folleto con los horarios volvióse un volumen de importancia bíblica en algunos hogares y en todas las bibliotecas. El concepto de las zonas horarias y su aplicación a la cartografía se derivó de la manera de llevar la cuenta del tiempo que los ferrocarriles implantaron en la sociedad.
Pero aún antes de la influencia cronológica de los ferrocarriles, existía otra profesión que, más que ninguna otra, tenía una verdadera necesidad de medir el tiempo con la mayor precisión. Esta había estado creciendo rápidamente desde el descubrimiento de América por los europeos en el siglo xv y tras la posterior consolidación de las rutas de comercio con Oriente. Se trata, sí, de la industria naviera.
La navegación a través de vastas y desiertas extensiones del océano era esencial para el negocio del comercio marítimo. Perderse en el mar era en el mejor de los casos gravoso y en el peor, mortal. El conocimiento exacto de dónde podía hallarse un navío en cualquier momento determinado era esencial para navegar una ruta y, como una parte de ese conocimiento depende crucialmente de saber a bordo de la nave cuál es la hora exacta y, todavía más crucialmente, de conocer la hora exacta en otro punto de referencia fijo en el globo terráqueo, eran los artífices que fabricaban los relojes marinos quienes tenían que hacer los aparatos más precisos.3
Nadie se aplicó con mayor perseverancia para conseguir este grado de exactitud que ese carpintero y ebanista de Yorkshire, que con el tiempo se convertiría en el más respetado relojero de Inglaterra y quizá del mundo: John Harrison, el hombre cuya más célebre aportación fue dar a los marineros una manera fiable de determinar la longitud. Lo consiguió fabricando afanosamente una familia de relojes extraordinariamente precisos, tan exactos que en varios años perdían o ganaban unos cuantos segundos, sin importar cuánto los maltratase el mar durante sus viajes en el puente de mando. En 1714 se creó oficialmente en Londres un Consejo de la Longitud y se ofreció un premio de veinte mil libras esterlinas a aquel que lograra determinar la longitud con una diferencia no mayor a treinta millas náuticas. Fue John Harrison quien, tras empeñar heroicamente su vida en el diseño de cinco cronómetros distintos, se embolsó la cantidad ofrecida.
El legado de Harrison es apreciadísimo. El curador del Real Observatorio de Greenwich, trepado en una colina panorámica encima del National Maritime Museum, al este de Londres, se persona diariamente al despuntar el día para dar cuerda a tres grandes relojes que él y sus colaboradores tienen a bien llamar simplemente “los relojes de Harrison”. Se planta con toda ceremonia para darles cuerda, sabedor de la inmensa significación histórica encerrada en esos tres cronómetros y en su hermano descompuesto. Cada uno de ellos fue un prototipo para el moderno cronómetro marino que, al permitir a los barcos fijar con precisión su posición en medio del mar, ha salvado incontables vidas (antes de existir los cronómetros marinos, antes de que los capitanes tuviesen la posibilidad de determinar exactamente dónde se encontraban, los navíos solían encallar con incómoda frecuencia en islas o cabos que surgían de pronto bajo la proa. El catastrófico accidente del hundimiento de la flota de navíos de guerra del almirante sir Cloudesley Shovell en la costa de Cornualles en 1707 –en el que él y dos mil marineros murieron ahogados– fue, de hecho, lo que obligó al Gobierno británico a pensar seriamente cómo hacer para calcular la longitud, a fundar el Consejo de la Longitudy a ofrecer un premio en efectivo; eso condujo, al cabo, a la fabricación de la exclusiva familia de relojes a los que se les da cuerda cada amanecer en Greenwich).
Hay otras razones que otorgan mucha importancia a los relojes de Harrison. Al permitir a los barcos conocer su posición y trazar su rumbo con eficiencia, exactitud y precisión, estos relojes y sus descendientes favorecieron la acumulación de enormes fortunas comerciales. Y aunque hoy pudiera no sonar muy decente afirmarlo, el hecho de que los relojes de Harrison se hubiesen inventado en Gran Bretaña y sus vástagos se hubiesen fabricado primeramente ahí le permitió al país en el apogeo del imperio convertirse durante más de un siglo en dueño indiscutible de los mares y océanos del mundo. La relojería precisa propició la navegación precisa; la navegación precisa trajo consigo el conocimiento y el control de los mares, así como el poder imperial.
Entonces el conservador se calza sus guantes blancos y, con un único par de llaves de bronce para cada caso, abre las cerraduras de las alargadas vitrinas que encierran los cronómetros. Cada uno de los tres está allí en calidad de préstamo, prácticamente sin fecha de vencimiento, del Ministerio de Defensa británico. Para dar cuerda al más antiguo, terminado en 1735 y conocido hoy como H1, hay que dar un único tirón hacia abajo a una cadena de eslabones de latón. Para los otros dos, H2 y H3, que son más tardíos, de mediados de siglo, basta un rápido giro de llave.
El último artefacto, el magnífico “reloj marino” H4 con el que Harrison se alzó finalmente con el premio, permanece sin cuerda y silente. Alojado en un estuche de plata de cinco pulgadas de diámetro y del grueso de una galleta, lo que le da la apariencia de una versión agrandada del reloj de bolsillo del abuelo, ha de ser lubricado y, si anduviera, iría perdiendo precisión a medida que pasara el tiempo y el aceite se espesara; perdería el paso, como dicen los relojeros. Pero, además, si al H4 se lo mantuviera andando, la gente vería que únicamente se mueve el segundero, de manera que daría un espectáculo bien poco interesante. Retrasar el inevitable desgaste y deterioro que causan los movimientos internos dejando solamente a la vista el segundero a nadie le pareció una buena idea. Así que, desde hace años, la decisión de los encargados del observatorio ha sido preservar esta obra maestra en su estado casi virginal, así como nadie toca el violín Stradivarius propiedad del Ashmolean Museum de Oxford, que permanece como un testimonio intacto del arte de su fabricante.4
¡Y vaya piezas sublimes del arte mecánico las que hizo John Harrison! Cuando decidió lanzarse al ruedo en pos del premio al cálculo de la longitud, tenía ya en su haber la fabricación de numerosos cronómetros de fina calidad y gran precisión, en su mayoría relojes de péndulo de uso normal, muchos de ellos de caja larga; cada nuevo reloj era mejor que el anterior. La destreza de Harrison no se advertía tanto en la belleza ornamental que dio fama a muchos de sus contemporáneos dieciochescos como en su imaginación para mejorar sus mecanismos.
Le fascinaba, por ejemplo, el problema de la fricción. Distanciándose radicalmente de lo acostumbrado fabricó todos sus primeros relojes con engranajes de madera, que no requerían ninguno de los lubricantes disponibles entonces, aceites cuya viscosidad aumentaba notoriamente con el tiempo y provocaban el exasperante efecto de retrasar casi todos los movimientos de la maquinaria. Para resolver este problema, Harrison fabricó todos sus engranajes en un principio con madera de boj (Buxus sempervirens) y después de guayacán (Lignum vitae), una madera del Caribe tan densa que no flota, en ambos casos combinados con ejes de latón. Además, diseñó un extraordinario mecanismo de escape –el que está en el corazón del reloj haciendo tictac–, que no tenía partes deslizantes (y por ende no estaba sujeto a la fricción), que a la fecha se conoce como escape saltamontes, porque uno de sus componentes se desacopla con un salto de la rueda de escape, como un saltamontes que brinca entre la hierba.
Un reloj de precisión portátil diseñado para funcionar a bordo de un barco que se mece en el mar difícilmente puede funcionar por el efecto de la gravedad en un largo péndulo, así que los primeros tres cronómetros que Harrison diseñó animado por el concurso hacían uso de sistemas de pesas de aspecto muy diferente a las pesadas plomadas que cuelgan en un reloj de péndulo convencional. En su lugar encontramos varias mancuernas de latón, colocadas verticalmente en los costados del mecanismo y sus engranajes y unidas en los extremos superior e inferior por sendos resortes cuya tensión aporta al reloj una suerte de gravedad artificial, como el propio Harrison lo describió. Estos resortes provocan que los brazos de las balanzas oscilen en vaivén, acercándose y alejándose sin detenerse (siempre y cuando el conservador de guante blanco, sucesor en tierra del capitán en altamar, dé cuerda al reloj diariamente), mientras el reloj se dedica a contar los segundos.
Los tres relojes, H1, H2 y H3, cada cual sutilmente mejor que su predecesor, cada uno fruto de años de paciente experimentación –Harrison tardó diecinueve años en construir el H3–, emplean esencialmente el mismo principio de las mancuernas y, cuando se los ve funcionando, son máquinas de una belleza asombrosa e hipnótica, y de complejidad aparentemente increíble. Muchas de las mejoras que el antiguo carpintero y violista, afinador de campanas y maestro de coro –porque los sabios en el siglo xviii eran sabios de verdad– incorporó en sus relojes son hoy día componentes esenciales de la moderna maquinaria de precisión: Harrison creó el rodamiento de rodillos confinado, por ejemplo, antecesor del rodamiento de bolas, lo que dio pie a la aparición de gigantescas compañías modernas como Timeken y SKF. Y la tira bimetálica, que Harrison inventó sin ayuda de nadie al tratar de compensar los efectos de los cambios de temperatura en su cronómetro H3, se emplea aún hoy día en docenas de aparatos esenciales: termostatos, tostadoras de pan, teteras eléctricas y cosas semejantes.
Y, sin embargo, ninguno de estos tres fantásticos artefactos, con su belleza aparente y su revolucionario diseño, resultaron exitosos. Cada uno de ellos fue llevado a bordo de un barco y puesto en marcha por la tripulación como cronómetro y, en cada ocasión, aunque el cronómetro mejoró la aproximación a distintas posiciones del barco, la exactitud de la medida de la longitud derivada de su puntualidad tenía discrepancias mucho mayores que las exigidas por el Consejo de la Longitud, de manera que no se hicieron acreedores al premio. Pero el genio y la aplicación de Harrison sí fueron reconocidos y no dejó de recibir sumas importantes con la expectativa de que terminaría por encontrar el busilis cronológico. Finalmente lo consiguió cuando entre 1755 y 1759 construyó no otro reloj de mesa, sino un reloj de bolsillo, al que desde que fue limpiado y restaurado en los treinta se le conoce simplemente como H4.5
El reloj de bolsillo fue técnicamente un triunfo en todos los sentidos. Tras treinta años de trabajo casi obsesivo, Harrison consiguió apretujar prácticamente todas las innovaciones que había ingeniado en sus relojes de contrapesos y algunas más en una caja de plata de cinco pulgadas de diámetro, para asegurarse de que su cronómetro estaría tan cerca de la infalibilidad cronológica como fuese humanamente posible.
Las mancuernas oscilantes, ese mecanismo que daba a la mágica locura de sus grandes relojes tanta espectacularidad, las sustituyó por un resorte central en espiral controlado por temperatura y un volante de rápida oscilación que giraba en un movimiento de vaivén a la frecuencia sin precedente de cerca de dieciocho mil veces por hora. También le puso un así llamado remontoire que recargaba el resorte central ocho veces por minuto para mantener su tensión constante y la cadencia invariable. Pero no todo era perfecto: el reloj necesitaba ser aceitado. Así que, buscando disminuir la fricción y reducir al mínimo la cantidad de aceite requerida, Harrison usó, donde le fue posible, cojinetes de diamante, en uno de los primeros mecanismos de escape en usar piedras preciosas.
Sigue siendo un misterio cómo, sin el auxilio de máquinas o herramienta de precisión –cuyo desarrollo es primordial para la historia–, Harrison logró todo esto. Es un hecho que todos aquellos que han construido copias del H4, y de su sucesor, el K1 (el que llevó a bordo en sus viajes el capitán Cook), tuvieron que usar máquinas o herramienta para fabricar las partes más delicadas de los relojes: la idea de que piezas así hayan podido ser hechas a mano por el sexagenario John Harrison sigue siendo inverosímil.
Terminada su tarea, Harrison entregó el reloj al Almirantazgo para su prueba de fuego. El instrumento (custodiado por William, el hijo de Harrison, en calidad de chaperón) fue embarcado en el HMS Deptford, un desvencijado navío de cuarta clase de cincuenta cañones, en un viaje de cinco mil millas náuticas desde Portsmouth a Jamaica.6 Una cuidadosa inspección al llegar a puerto reveló que el reloj había acumulado un error de cronometraje de solo 5,1 segundos, muy dentro de los límites establecidos para el premio a la longitud. Al cabo de los 147 días de viaje, sumado un regreso difícil y accidentado arrostrando varias tormentas (durante el cual William Harrison tuvo que arropar el cronómetro entre unas mantas), el error en el reloj era apenas de un minuto 54,5 segundos, un nivel de exactitud jamás imaginado en un instrumento para medir el tiempo que hubiese cruzado el mar.
Y aunque sería grato informar que con esto la maravillosa obra de John Harrison ganó el premio, el hecho de que no lo recibiera ha dado mucho que decir. El Consejo de la Longitudprevaricó durante años, después de que el astrónomo real declarara que había un método mucho mejor para determinar la longitud, el de la distancia lunar, que estaba siendo perfeccionado y que por lo tanto no había necesidad de fabricar relojes marinos. El pobre John Harrison se vio obligado a solicitar una audiencia con el rey Jorge III (que resultó ser su gran admirador) y pedirle que intercediera por él.
Siguió un rosario de humillaciones. El H4 fue una vez más puesto a prueba y registró un error de 39,2 segundos en un viaje de 47 días de duración, de nueva cuenta muy dentro de los límites fijados por el Consejo de la Longitud. Luego Harrison tuvo que desarmar su reloj frente a un panel de observadores y hacer entrega de su precioso instrumento al Real Observatorio para una prueba de su exactitud durante diez meses (otra vez más, esta en un emplazamiento estable). Fue tortuoso y vejatorio para un ya viejo Harrison, que a sus setenta y nueve años se encontraba explicablemente cada vez más amargado por el maltrato.
Por fin, y gracias en buena parte a la intervención del rey Jorge, Harrison cobró casi todo su premio. La gente lo recuerda como un genio agraviado. Sus tres relojes y los dos relojes marinos de bolsillo, H4 y K1, son poderosos testimonios, tres de ellos marcando firme e incesantemente el tiempo, de cómo su hacedor, artífice devoto de la precisión y la exactitud en su trabajo, contribuyó de manera tan honda a cambiar el mundo.
El mecanismo de Anticitera es un artefacto notable por la precisión de su hechura y apariencia, pero por su inexactitud y su construcción de principiantes, como no pudo ser de otra manera, es poco confiable y, para todo propósito práctico, poco menos que inútil. Los cronómetros de Harrison, en cambio, son precisos y exactos, pero tardó años en construirlos y perfeccionarlos y son el resultado de una artesanía inmensamente cara, así que sería ocioso proponerlos como paradigma o fuente de una auténtica precisión que revolucionaría al mundo. Más aún, sin querer menoscabar un logro técnico permanente, cabe señalar que los cronómetros de Harrison tuvieron una utilidad práctica a lo sumo de tres siglos. Hoy día, el reloj de latón en el puente de mando de un navío, al igual que el sextante guardado en su estuche de piel impermeable, es un objeto más decorativo que esencial. Señales de tiempo de exactitud impecable llegan hoy por la radio. Los valores digitales de las coordenadas de latitud y longitud llegan al puente después de que un Sistema de Posicionamiento Global (GPS, por sus siglas en inglés) procese los datos de satélites lejanos. Las máquinas de relojería, no importa cuán bellamente tallados y montados hayan sido sus engranajes, cuán delicada e intrincadamente grabadas sean sus carátulas, son creaciones de tecnologías pretéritas y hoy subsisten principalmente por su valor preventivo: si un barco en altamar pierde sus generadores de energía, o si el capitán es un purista desdeñoso de la tecnología, entonces los relojes de John Harrison cobran realmente un valor práctico.
Fuera de esos casos acumulan polvo y salitre, o se guardan bajo capelos de vidrio, y su nombre comenzará a resbalar poco a poco hacia popa para desaparecer pronto e inevitablemente entre la niebla de la historia, como escalas sin importancia al comienzo de un viaje.
Para que la precisión sea un fenómeno que altere radicalmente la sociedad de los hombres, como innegablemente ha ocurrido y ocurrirá en el futuro previsible, debe poder replicarse: tiene que ser posible fabricar el mismo artefacto preciso una y otra vez con relativa facilidad y con una frecuencia y un coste razonables. Cualquier artesano auténtico y conocedor de su oficio (como John Harrison) puede, provisto de suficiente destreza, mucho tiempo y herramientas y materiales de buena calidad, fabricar una cosa elegante y de precisión evidente. Puede incluso hacer cuatro o cinco de esas mismas cosas. Serán todas hermosas, muchas de ellas admirables.
Los amplios gabinetes de los museos dedicados a la historia de la ciencia (los más notables están en Oxford, Cambridge y Yale) están hoy llenos de tales objetos. Hay astrolabios y planetarios, esferas armilares, cuadrantes, octantes y sextantes formidablemente complejos, tanto de pared como de mesa, particularmente abundantes estos últimos, casi todos exquisitos en grado sumo, intrincados y armados con la destreza de un joyero.
Al mismo tiempo, cada uno de estos instrumentos fue por fuerza hecho a mano. Cada engranaje tallado a mano, como cada uno de los restantes componentes (cada madre y cada araña y cada tímpano y cada alidada, por ejemplo –los astrolabios tienen un léxico propio bastante nutrido–), cada tornillo tangente y cada espejo principal (los términos específicos de los sextantes son también numerosos). Además, el ensamblaje de las diferentes partes entre sí y el ajuste de todo el conjunto tenían que ser resueltos literalmente con la punta de los dedos. Estas circunstancias producían instrumentos de gran calidad e impresionante apariencia, sin duda, pero dada la forma en que eran hechos y armados, los tiene que haber habido en un número más bien escaso y a disposición de una élite de compradores. Habrán sido precisos, pero para unos cuantos solamente. Fue solo cuando la precisión pudo ser puesta al alcance de todos cuando empezó a tener, como un concepto, la profunda influencia en el conjunto de la sociedad de la que hoy goza.
Y el hombre que logró esta única hazaña, la de crear algo con gran exactitud y fabricarlo no a mano, sino con una máquina y, más aún, con una creada expresamente para fabricarlo –e insisto en la palabra creada con toda intención, porque una máquina que hace máquinas, llamada hoy máquina-herramienta, fue, es y será por mucho tiempo parte esencial de la historia de la precisión– fue aquel inglés dieciochesco a quien acusaban de lunático por su desmedida afición al hierro, el único metal del que por entonces podían fabricarse todos sus notables y novedosos ingenios.
En 1776, con cuarenta y ocho años cumplidos, John Wilkinson, quien habría de acumular una fortuna considerable durante sus ochenta años de vida, se hizo retratar por sir Thomas Gainsborough, así que está lejos de ser un ilustre desconocido, aunque tampoco es exactamente célebre. Es de destacar que este gallardo retrato de un notable ha estado colgado desde hace décadas no de manera prominente en Londres o Cumbria, donde Wilkinson nació en 1728, sino en un salón silencioso de un museo en el lejano Berlín, junto con otros cuatro cuadros de Gainsborough, entre ellos Study of a Bulldog [Estudio de un bulldog]. Esta distancia sugiere que pocos sienten añoranza por él en su natal Inglaterra. Y la sentencia del Nuevo Testamento de que nadie es profeta en su tierra parece venirle como anillo al dedo, porque hoy casi nadie lo recuerda. Lo eclipsa casi totalmente la sombra de su colega y cliente, el mucho mejor conocido escocés James Watt, cuyas primeras máquinas de vapor fueron posibles, básicamente, gracias a la excepcional destreza técnica de John Wilkinson.
La historia mostrará que la ventura de estas máquinas, que jugaron uno de los papeles centrales en la mecánica de la Revolución Industrial del siglo siguiente, está inextricablemente imbricada con la de la manufactura de cañones, y no solamente por el hecho de que ambos hombres utilizaran como componentes pesados trozos de hierro. Puede hallarse otro eslabón entre el armero Wilkinson y Watt, de un lado, y el relojero John Harrison, del otro, si recordamos que los relojes de Harrison fueron puestos a prueba al principio a bordo de buques de guerra de la Armada Real, que iban erizados de cañones. Eran los maestros herreros ingleses quienes fabricaban aquellos cañones, entre los cuales era prominente, y también resultaría el más ingenioso, John Wilkinson. Así que nuestra historia propiamente comienza aquí, con la fabricación del tipo de armamento pesado que requería la Marina británica a mediados del siglo xviii, una época en la que los marinos y soldados de aquella nación tenían muchísimo que hacer.7
John Wilkinson nació en pleno comercio del hierro. Isaac, su padre, originalmente un pastor de la Región de los Lagos, en Inglaterra, descubrió de manera fortuita la presencia tanto de mineral de hierro como de carbón mineral en sus pastizales y se convirtió en maestro fundidor, un negocio muy de la época. El término describe al dueño de una batería de hornos de fundición, que usaba para fundir y forjar hierro a partir de arrabio. Los hornos se alimentaban con carbón vegetal (lo que arrasó grandes extensiones de bosques en Inglaterra) o con carbón parcialmente quemado y transmutado en coque (una alternativa más responsable con el medio ambiente). El propio John, de quien se decía que había venido al mundo en medio de incomodidades, dando saltos encima de un carretón pues su madre iba de camino a una feria del condado, pronto se vio fascinado por el blanco incandescente y el metal fundido, y por el proceso de extraer simples piedras del subsuelo y crear cosas útiles con solo calentarlas violentamente y golpearlas con un martillo. Aprendió el oficio en distintos lugares del centro de Inglaterra y las Marcas Galesas, donde su padre se estableció. Para comienzos de 1760, casado con una mujer rica y dueño de una fundición considerable en la villa de Bersham, en la frontera entre Gales e Inglaterra, era ya tan diestro que comenzó de inmediato a producir, de acuerdo con el primer libro de asientos contables de la compañía, “rodillos de presión, rodillos para molinos de grano y de azúcar, tuberías, casquillos, granadas y armas”. Fue el ítem al final de esta lista el que daría a la pequeña villa de Bersham, junto con el hombre que se convirtió en su residente más próspero y su más importante empleador, su distinción como un lugar único en la historia del mundo.
Asentado en la vega del río Clywedog, Bersham tuvo un papel indiscutible, si bien algo olvidado, tanto en los fundamentos de la Revolución Industrial como en la historia de la precisión. Fue allí, el 27 de enero de 1774, donde John Wilkinson, cuya fundición de hornos alimentados con carbón producía semanalmente la nada despreciable cantidad de veinte toneladas de hierro de buena calidad, inventó una técnica para la manufactura de armas. La técnica tuvo un efecto inmediato de cascada, mucho más profundo de lo que Wilkinson hubiese imaginado nunca y de mayor importancia a largo plazo –yo estaría dispuesto a argumentarlo– que el mucho más famoso legado de su amigo y rival, Abraham Darby III, quien levantó el gran puente de hierro de Coalbrookdale, que permanece incólume, atrae a millones de turistas aún hoy día y para los británicos actuales es el símbolo más poderoso y reconocible de la Revolución Industrial.
Wilkinson registró una patente, la 1.063 –estamos aún en los comienzos de la historia de las patentes en Gran Bretaña, que se expidieron por primera vez en 1617– con el título “A New Method of Casting and Boring Iron Guns or Cannon” [Nuevo método para fundir y horadar armas de hierro o cañones]. Para los estándares de hoy, su “nuevo método” parece casi pedestre, una mejora más que obvia en la fabricación de cañones, pero en 1774, cuando la artillería naval en toda Europa pasaba por un momento de rápido avance científico, tanto en la técnica como en el equipamiento disponible, las ideas de Wilkinson parecieron caídas del cielo.
Antes de Wilkinson, los cañones navales –muy especialmente el cañón largo de 32 libras, un armamento estándar en los navíos de línea de primera clase de la Armada Real, de los que a menudo se ordenaba fabricar un centenar cuando un nuevo buque iba a ser botado– se fundían huecos, con el ánima, a través de la cual se cargaba la pólvora y el proyectil para luego disparar el cañón, preformada mientras el hierro se enfriaba en un molde. Después se montaba el cañón en un soporte y se introducía una herramienta de corte afilada, colocada en la punta de una pértiga, para eliminar cualquier rebaba en la superficie interior del tubo.
El problema con esta técnica es que la herramienta de corte seguía naturalmente el interior del tubo, que para empezar podía no haber sido fundido perfectamente recto. Este procedimiento de terminado y pulido causaba excentricidades en el tubo y el adelgazamiento en las partes de la pared interior del cañón donde la herramienta de corte se desviaba del eje del tubo. Y esos adelgazamientos eran peligrosos: implicaban explosiones, tubos reventados, cañones destruidos y lesiones a los marineros que tripulaban las probadamente peligrosas cubiertas de artillería. La mala calidad de las piezas de artillería de principios del siglo xviii provocaba fallas en tal cantidad que causaron alarma entre los amos de los mares en el cuartel general del Almirantazgo en Londres.
Fue entonces cuando apareció John Wilkinson con su novedosa idea. Decidió que no fundiría cañones huecos, sino sólidos. Con ello, para empezar, se aseguraba la integridad de la pieza de hierro –por ejemplo, había menos partes susceptibles de enfriarse antes de tiempo, como ocurría si se había insertado una pieza para formar el ánima del tubo–. Con el debido cuidado, de los hornos de Bersham podía salir un cilindro macizo de hierro, aun cuando fuera muy pesado, sin las burbujas de aire y las secciones esponjosas (“problemas de panal” se las llamaba) que eran comunes en los cañones de fundición hueca.
Pero el verdadero secreto yacía en la horadación del ánima del cañón. Los dos extremos de la operación, la parte que taladraba y la que iba a ser horadada tenían que mantenerse rígidos e inmóviles. Esto es una verdad establecida, tan cierta hoy como lo era en el siglo xviii: para cortar o pulir un objeto con medidas de entera precisión, tanto este como la herramienta tienen que estar tan sujetos y fijos como sea posible para asegurar su inmovilidad. Además, en el caso particular de las horadaciones de los cañones, no podía haber margen para que el barreno deambulara durante la perforación. De lo contrario, el riesgo era una explosión catastrófica.
En la primera instalación del proceso patentado por Wilkinson, el cilindro sólido del cañón se ponía a girar (se rodeaba de una cadena y esta se conectaba a una rueda hidráulica) y un barreno muy afilado para perforar el hierro, fijo en el extremo de una base rígida, se hincaba directamente en la cara de la pieza cilíndrica mientras esta giraba. Esto creaba un agujero, recto y preciso, a medida que la herramienta se iba adentrando en la pieza de hierro. “Con un barreno rígido y un soporte seguro –escribió un biógrafo reciente de Wilkinson, tomándose una licencia poética– tenía que lograrse la exactitud”. En versiones posteriores era el cañón lo que permanecía fijo y el barreno conectado a la rueda hidráulica lo que giraba. En teoría, si el fuste del barreno giratorio era rígido, si estaba soportado en los extremos para mantener su rigidez y, si al adentrarse en el agujero que estaba perforando, la cara del cilindro no se torcía ni giraba ni trastabillaba ni se pandeaba, podía conseguirse un agujero de gran exactitud.
Fue esto efectivamente lo que se obtuvo. Un cañón tras otro rodaba de la máquina, cada cual con las medidas exactas solicitadas por la armada, cada uno, una vez desmontado de la máquina, idéntico al anterior, cada uno con la certeza de ser igual al que enseguida iba a montarse en la máquina. El nuevo sistema funcionó de manera impecable desde el principio, lo que animó a Wilkinson a solicitar su famosa patente que, desde luego, le fue concedida.
En lugar de una versión taladrada excéntricamente en el ánima previamente fundida de un cañón, de antemano mechado de imperfecciones y puntos débiles y que, si llegaba a dispararse, escupía por el aire la bala o la bala encadenada o la granada en trayectorias impredecibles, la Armada Real recibía ahora, procedentes de Bersham, carretadas de cañones de mucha mayor vida útil y que disparaban metralla o balas de fragmentación o bombas que impactaban exactamente en el blanco. El crédito de todas estas mejoras correspondía a los empeños de John Wilkinson, maestro fundidor. Aunque ya era un hombre acaudalado, Wilkinson prosperó mucho, su reputación aumentó y se vio inundado de pedidos. Pronto su fundición daba abasto para producir la octava parte de todo el hierro fabricado en el país y con ello Bersham se afianzó para permanecer en el mapa por los siglos de los siglos.
Sin embargo, lo que impulsó el nuevo método de Wilkinson al rango de invención transformadora del mundo y, consecuentemente, plantó a Bersham en el escenario mundial, vendría al año siguiente, en 1775, cuando empezó a emprender negocios importantes con James Watt. Sería ese el año del casamiento de su técnica de fabricación de cañones –esta vez, empero, sin la precaución de una buscar una nueva patente– con el invento que Watt estaba a punto de alumbrar, un invento que pondría al servicio de la Revolución Industrial y de todo lo que vendría después: la fuerza motriz del vapor inteligentemente domesticado.
El principio de la máquina de vapor es conocido y se basa en el simple hecho físico de que cuando se calienta agua hasta su punto de ebullición esta se convierte en gas. Pero como el gas llena un volumen 1.700 veces mayor al ocupado originalmente por el agua, puede extraérsele trabajo. Muchos experimentaron con esta posibilidad. Thomas Newcomen, un ferretero de Cornualles, fue el primero en concebir un producto a partir de ese principio: a través de un tubo con una válvula, conectó una caldera y un cilindro con un pistón, y el pistón a una biela unida a un balancín. Cada vez que el vapor de la caldera entraba en el cilindro, empujaba el pistón hacia arriba, la biela se inclinaba y cualquier dispositivo conectado a la biela podía efectuar cierta cantidad de trabajo (muy pequeña).
Pero Newcomen pronto se dio cuenta de que podía incrementar esa cantidad de trabajo inyectando agua fría dentro del cilindro, para provocar la condensación del vapor que lo llenaba y volverlo a la fracción 1/1.700 de su volumen; en esencia, crear un vacío que permitía a la presión atmosférica empujar el pistón hacia abajo. Este fuerte impulso hacia abajo podía alzar el extremo opuesto del balancín y efectuar en ese curso un trabajo real. El balancín, por poner un ejemplo, podía extraer el agua que inundaba el tiro de una mina de estaño.
Así nació una máquina de vapor muy rudimentaria, casi inútil para cualquier otra aplicación como no fuera bombear agua. Pero como resulta que al comienzo del siglo xviii Inglaterra estaba inundada de minas someras, que a su vez estaban inundadas de agua, el mecanismo ganó aceptación rápidamente por su utilidad para la comunidad de mineros del carbón mineral. La máquina de Newcomen y sus imitaciones siguieron fabricándose por más de setenta años y su popularidad comenzó a menguar hacia mediados de la década de los sesenta del siglo xviii. Por esas fechas, James Watt, que trabajaba a mil kilómetros de Cornualles fabricando y reparando instrumentos científicos en la Universidad de Glasgow, estudió concienzudamente un modelo de la máquina de Newcomen y decidió, en una sucesión de epifanías del genio más puro, que podía mejorarse sustancialmente. Podía hacerse más eficiente, según pensó. Hasta podía hacerse extremadamente poderosa.
Y fue John Wilkinson quien ayudó a que así fuera –después, claro está, de los arrebatos geniales de Watt–. Es bastante simple resumir dichos arrebatos. Watt pasó semanas encerrado en sus aposentos estudiando intrigado un modelo de la máquina de Newcomen, famosa por inoperante e ineficiente, por derrochar todo el calor y la energía que se le suministraba. Se dice que mientras probaba pacientemente variantes para mejorar el invento de Newcomen, Watt observó fatigado que “la naturaleza tiene un punto débil, solo nos falta encontrarlo”.
Terminó por hallarlo, según cuenta la leyenda, un domingo de 1765, durante un paseo para reponer energías por un parque del centro de Glasgow. Cayó en la cuenta de que la principal ineficiencia de la máquina que había estado estudiando era que el agua fría que se inyectaba al cilindro para lograr la condensación del vapor y producir un vacío también enfriaba al cilindro mismo. Pero para mantener la máquina funcionando eficientemente era preciso mantener todo el tiempo el cilindro lo más caliente posible. ¿Y si la inyección del agua fría para condensar el vapor tenía lugar no en el cilindro, sino en un recipiente por separado, manteniendo el vacío en el cilindro? Así, el cilindro conservaría el calor y admitiría de inmediato un nuevo flujo de vapor. Más aún: para hacer el proceso todavía más eficiente, el vapor nuevo podría ingresar al pistón por la cabeza, en lugar de hacerlo por la parte inferior, asegurándose de colocar alguna suerte de empaque alrededor del émbolo del pistón que impidiera fugas de vapor.
Estas dos mejoras (añadir un condensador de vapor por separado y modificar los conductos del vapor para que este fuese inyectado en la parte superior del cilindro en lugar de por la parte de abajo) –tan sencillas que desde nuestra perspectiva actual parecen obvias, aun cuando para James Watt no lo fuesen en modo alguno–, transformaron la llamada máquina de fuego de Newcomen en una auténtica y funcional máquina propulsada por vapor. Instantáneamente se convirtió en un ingenio que podía producir cantidades casi ilimitadas de fuerza motriz.
Sección transversal de una máquina de vapor de Boulton y Watt de finales del siglo xviii. El cilindro principal (C) fue seguramente horadado por Wilkinson. El pistón (P) encaja ceñidamente en el interior, con holgura del canto de un chelín inglés, una décima de pulgada
Al comienzo de lo que resultaría ser una década entera de construir prototipos y ponerlos a prueba, exhibirlos en funcionamiento y buscar fondos (época durante la cual se mudó del sur de Escocia a los alrededores en vías de rápida industrialización de las regiones centrales de Inglaterra), Watt solicitó una patente que le fue rápidamente otorgada: la número 913 de enero de 1769. Tenía un título engañosamente inocuo: “A New Invented Method of Lessening the Consumption of Steam and Fuel in Fire-Engines” [Método de nueva invención para reducir el consumo de vapor y combustible en las máquinas de fuego]. La discreta redacción falsifica la importancia del invento: una vez perfeccionado, se convertiría en la principal fuente de potencia en casi todas las fábricas, fundiciones y sistemas de transporte, en Gran Bretaña y el resto del mundo, durante todo el siglo siguiente y algunos años más.
Lo más especialmente notable, además, es que se fraguaba una convergencia histórica. Vecino y activo en el centro del país, y pronto dueño él mismo de una patente (la ya mencionada patente número 1.063 de enero de 1774, separada de la de James Watt por exactamente 150 patentes y cinco años), había otro inventor, ni más ni menos que el maestro fundidor John Wilkinson.
Para entonces, la afable locura de Wilkinson empezaba a manifestarse en medio de la comunidad del negocio del hierro: todos se enteraron de que había construido un púlpito de hierro desde el que peroraba sus sermones, un barco de hierro que había echado a navegar en varios ríos, un escritorio de hierro y un ataúd de hierro dentro del cual se escondía de vez en cuando para dar sustos con su travesura. Muchas mujeres gustaban de visitarlo, a pesar de ser un hombre poco atractivo, con el rostro enteramente picado de viruelas. Tenía un apetito sexual vigoroso. A los setenta y ocho años engendró un hijo con una sirvienta, ímpetu del que estaba extraordinariamente orgulloso. Durante una época, mantuvo un serrallo con tres mujeres del servicio, cada cual ignorante de las otras dos.
Pero Wilkinson podía prescindir de tales distracciones y lo hizo. Para el año 1775, él y Watt, dueños de temperamentos muy diferentes, habían hecho amistad, si bien dicha amistad se cimentaba más en los negocios que en el afecto. No pasó mucho tiempo antes de que sus dos inventos fuesen combinados para su mutuo beneficio comercial. El “New Method of Casting and Boring Iron Guns or Cannon” de Wilkinson contrajo matrimonio con el “New Invented Method of Lessening the Consumption of Steam and Fuel in Fire-Engines” de Watt. Un matrimonio que resultaría a la postre tan conveniente como necesario.
James Watt, escocés afamado por su talante pesimista, su trato pedante, su escrúpulo en sus afectos y sus convicciones calvinistas, vivía obsesionado por lograr que sus máquinas fuesen lo más correctas posible. Mientras fabricaba, reparaba y mejoraba instrumentos científicos en su taller de Glasgow, se volvió poco menos que esclavo de su pasión por la exactitud, casi al mismo grado que John Harrison en su taller de relojero en Lincolnshire. Watt estaba bastante familiarizado con las máquinas para dividir, las terrajas, los tornos y otros instrumentos con los que los ingenieros se ayudaban en sus primeros pasos tentativos hacia la perfección de las máquinas. Estaba acostumbrado a usar instrumentos de fabricación cuidadosa y mantenimiento diligente, que cumplían la función para la que habían sido hechos. Le parecía entonces mortalmente ofensivo que las cosas no funcionaran, que las ineficiencias se multiplicaran y que las colosales máquinas de hierro que intentaba construir en la gigantesca fábrica de Boulton y Watt en el barrio de Soho tuvieran un desempeño inferior a los modelos de vidrio y latón con los que había experimentado cuando estaba en Escocia.
Sus primeros prototipos de gran escala eran leviatanes espectaculares: diez metros de altura, con un cilindro de vapor principal de más de un metro de diámetro y dos de largo, una caldera alimentada con carbón y aparte el condensador de vapor, todas piezas inmensas. Todas las partes móviles estaban conectadas por una retorcida telaraña de tubos de latón con válvulas y palancas bien aceitadas, con un regulador centrífugo de dos esferas para evitar el descontrol. Encima de todo había una pesada viga de madera que oscilaba con la regularidad de un metrónomo, haciendo girar un enorme volante de hierro que a su vez accionaba una bomba que escupía grandes chorros de agua o aire comprimido, o movía cualquier otra cosa quince veces por minuto. Una vez alcanzada la máxima potencia, la máquina producía un intenso barullo de ruido, calor, vibraciones y sacudidas que revolvía el estómago y hacía difícil creer que todo aquello fuese una mera consecuencia de calentar agua hasta su punto de ebullición.
Y, sin embargo, por todas partes, permanentemente envolviendo su máquina en una opaca niebla gris húmeda y caliente, había enormes nubes de vapor. Era este manto de miasma abrasador lo que sacaba de sus casillas al escrupuloso y pedante James Watt. Probara lo que probara, hiciera lo que hiciera, el vapor parecía fugarse siempre, no sigilosamente, sino en chorros prodigiosos y, lo más descarado de todo, se fugaba del cilindro principal de la máquina.
Trató de impedir la fuga con toda suerte de dispositivos, materiales y sustancias. La separación entre la superficie exterior del pistón y la pared interior del cilindro debería teóricamente ser mínima y más o menos la misma sin importar dónde se tomara la medida. Pero como los cilindros estaban hechos con placas de hierro forjadas a martillazos y luego selladas por los bordes, la separación en realidad variaba enormemente de un punto a otro. En algunas partes, el pistón y el cilindro se rozaban, provocando fricción y desgaste; en otras estaban separados hasta por media pulgada, así que cada vez que se inyectaba vapor ocurría una erupción en la hendidura. Watt intentó sellar esas hendiduras cerrándolas con pedazos de cuero embebidos en aceite de linaza, con una pasta hecha de harina y papel empapado, con cuñas de corcho, pedazos de hule, hasta con boñigas de caballo semisecas. Encontró algo parecido a una solución cuando decidió enredar una soga alrededor del pistón y, como esta podía comprimirse, ajustar por fuera lo que llamó un “anillo de estopa”.
Fue entonces cuando, por mero accidente, John Wilkinson, de Bersham, pidió que le fabricaran una máquina para mover el fuelle de una de sus forjas de hierro. De inmediato advirtió y reconoció el problema de las fugas de vapor de Watt y de inmediato supo que tenía la solución: aplicaría su técnica para la horadación de cañones a la fabricación de los cilindros de las máquinas de vapor.
Así que, sin tomar la precaución de tramitar una nueva patente para esta aplicación nueva en su metodología, se dio a la tarea de hacer con los cilindros de Watt exactamente lo mismo que había hecho con los cañones para la Marina. Puso a los obreros de Watt a acarrear un cilindro de hierro sólido los 120 kilómetros del trayecto hasta Bersham. Luego amarró el cilindro (en este caso el que formaría parte de la máquina que él, como cliente, había pedido, de dos metros de carrera por uno de diámetro) en una plataforma firmemente asentada y todavía lo aseguró con cadenas para tener la certeza de que no se movería ni una fracción de pulgada. Después fabricó una descomunal herramienta de corte del hierro más duro y tres pies de ancho (que en teoría habría producido un cilindro de 38 pulgadas de diámetro con pared de una pulgada de grueso) y la atornilló en el extremo de una barra rígida de hierro de dos metros y medio de longitud. Instaló la herramienta en un soporte que la sostenía por ambos extremos y lo montó todo en un pesado carro de hierro que podía proyectarse de manera gradual y sólida contra la enorme pieza de hierro.
En cuanto todo estuvo listo para empezar a cortar, Wilkinson mojó con una manguera la superficie de contacto con una mezcla de agua y aceite vegetal para enfriar los metales en choque y apartar los restos del metal cortado, abrió la compuerta del caz para la rueda hidráulica que haría girar la barra y la herramienta de corte en el extremo y, despacio pero sin detenerse, milímetro a milímetro, fue acercando la herramienta hasta que las cuchillas empezaron a morder la cara del cilindro de hierro.
Solo media hora después de empezados el calor al rojo vivo y el estrépito del frotamiento, el cilindro quedó cortado. Se extrajo la herramienta, caliente pero apenas mellada. La horadación de tres pies de diámetro lucía limpia y pulida, recta y alineada. Con ayuda de cadenas y de un polispasto, Wilkinson colocó el pesado cilindro (ahora mucho menos pesado) en posición vertical, apoyado en el extremo cerrado. El pistón, con un diámetro apenas un ápice menor que los tres pies y embadurnado con grasa lubricante, fue alzado con cautela sobre el borde del cilindro y luego dejado caer hasta el fondo.
Me gusta imaginar que se oyó una ovación, porque el pistón se deslizó sin ruido alguno y ajustadamente dentro del cilindro y podía ser movido fácilmente de arriba abajo y sin fugas aparentes de aire, grasa u otra cosa. A Watt le llevó apenas unos días, una vez que las piezas desarmadas regresaron a su fábrica en Soho, montar el cilindro en el lugar preferente de lo que ahora sería el primer motor funcional de acción simple a escala real en el mundo: su motor. Él y sus ingenieros procedieron a añadir las partes suplementarias (tuberías, el segundo condensador, la caldera, el balancín, el regulador centrífugo, el depósito de agua, el volante), luego llenaron de carbón el ténder, lo cebaron, lo encendieron y, una vez que el agua alcanzó la temperatura para empezar a soltar vapor por la válvula de seguridad, abrieron la válvula principal.
Con un potente rugido el pistón empezó a moverse de arriba abajo dentro del cilindro recién fabricado. El balancín empezó a oscilar subiendo y bajando, la biela en el extremo opuesto replicó el movimiento, el engranaje planetario en el volante comenzó a moverse y enseguida la enorme rueda, varias toneladas de hierro macizo cuya función era almacenar la fuerza motriz, dio su primer giro.
A los pocos minutos, la pareja de esferas brillantes del regulador centrífugo giraba alegremente para mantener todo bajo control, la máquina rugía a plena potencia, se oían los golpes secos del pistón, los zumbidos y pujidos de la máquina, pero ahora todo a plena vista, porque por primera vez desde que Watt comenzara sus experimentos, el vapor no se fugaba por ningún lado. La máquina trabajaba a su máxima eficiencia: era veloz, poderosa y cumplía con su función. Watt no cabía en sí del gusto. Wilkinson había resuelto su problema y –hoy podemos afirmar lo que aquel par no pudo siquiera imaginar– ahora podía ponerse formalmente en marcha la Revolución Industrial.
Así surgió, pues, el número, el número esencial, la cifra que está en el centro de esta historia, la que encabeza este capítulo e irá afinándose en su exactitud en los que restan a esta historia. La cifra es 0,1 –una décima de pulgada–, porque, como más tarde lo formularía James Watt, “el señor Wilkinson ha horadado varios cilindros para nosotros casi sin error, el de cincuenta pulgadas de diámetro no tiene error mayor al grueso de un viejo chelín en ningún lado”. El grueso de un viejo chelín era de una décima de pulgada. Esta era la tolerancia con la que John Wilkinson había taladrado su primer cilindro.
Probablemente mejoró esa marca. En otra carta escrita bastante después –cuando ya Wilkinson habría horadado no menos de quinientos cilindros para las máquinas de Watt, que le quitaban de las manos las fábricas, los molinos y las minas, en el país y en el extranjero–, el escocés presumía de que Wilkinson había “mejorado el arte de horadar cilindros hasta el punto de que me puedo comprometer a que un cilindro de 72 pulgadas no se aleje de la exactitud absoluta por más del grueso de una vieja moneda de seis peniques, en el peor de los casos”. Una moneda inglesa vieja de seis peniques era aún más delgada que un chelín: la mitad de una décima de pulgada, o 0,05 pulgadas.
Pero esto es una fruslería. Si era el grueso de un chelín o la delgadez de seis viejos peniques carece de importancia. La cuestión es que nacía un nuevo mundo. Ya había máquinas que harían otras máquinas, y las harían con exactitud y precisión. De pronto surgió un interés por la tolerancia, por la holgura con la que una parte ajustaba con o dentro de otra. Eso era algo enteramente nuevo y comenzó, en esencia, con la entrega de aquella máquina, el 4 de mayo de 1776. La pieza móvil fundamental de la máquina de vapor encerraba una tolerancia mecánica nunca imaginada ni alcanzada, una tolerancia de 0,1 pulgadas, quizá mejor.
En el otro extremo del Atlántico, precisamente dos meses después de la culminación de los sucesos relatados, el 4 de julio de 1776, un mundo político completamente nuevo iba a constituirse. Nacía un nuevo país, Estados Unidos, cuyas implicaciones en la historia nadie imaginaba entonces.
Poco tiempo después, el principal representante en Europa de la nueva nación, Thomas Jefferson, oyó hablar de aquellos milagrosos adelantos mecánicos y empezó a pensar cómo su lejana patria podría beneficiarse de esos cambios que a sus ojos tenían las mayores posibilidades.
Quizá, declaró Jefferson, esos adelantos podrían formar la base de nuevos intercambios comerciales convenientes para su joven país. Quizá, replicaron los ingenieros, podemos mejorar lo que hemos logrado hasta ahora, y recurriendo a su arcano lenguaje de cifras tradujeron su ambición: quizá podamos fabricar y maquinar y manufacturar en Estados Unidos piezas de metal con una tolerancia mucho mayor que el 0,1 de John Wilkinson. Quizá podamos ser lo suficientemente duchos como para alcanzar un 0,01 o quizá algo mejor, un 0,001. ¿Quién podría adivinarlo? El futuro de la nueva nación, pensaron aquellos ingenieros visionarios, podría ser el futuro de las nuevas máquinas.
Los ingenieros –en Inglaterra principalmente, pero también, y de manera muy significativa por lo que toca a la siguiente parte de esta historia, en Francia– obtendrían resultados que superarían sus más ambiciosos cálculos. El genio de la exactitud había sido liberado de la lámpara. La auténtica precisión había saltado las trancas y echado a correr a toda velocidad.
1 N. del T.: Traducción de Julio Pallí Bonet, Biblioteca Clásica Gredos, Madrid, 1985.
2 Tanto los astrónomos de la Grecia clásica como más tarde los helenos conocían cinco planetas: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Sus nombres griegos eran diferentes: Hermes, Afrodita, Ares, Zeus y Cronos, respectivamente. La palabra planeta es de origen griego y significa ‘errabundo’. Para sus jóvenes ojos, aquellos cuerpos celestes erraban por el firmamento a diferencia de las estrellas que estaban fijas detrás.
3 Una vez que se pierde de vista la costa, la tripulación de un barco no tiene forma de conocer con precisión su posición exacta. Determinar la latitud –así se llama a la distancia al norte o al sur del ecuador medida en grados– es sencillo: basta con medir la altura del sol sobre el horizonte al mediodía o (en el hemisferio norte) la de la estrella polar por la noche. Pero determinar la longitud, es decir la distancia recorrida hacia el este o el oeste desde el puerto de partida, es mucho más difícil. Los meridianos que señalan la longitud establecen la diferencia de horas entre dos lugares. Como la Tierra da un giro de 360º cada veinticuatro horas, la distancia entre dos meridianos horarios es de 15º de longitud; pero la diferencia horaria, y con ella la longitud, solo puede calcularse si a bordo del barco, en mitad del mar, se sabe qué hora es en el puerto de partida (porque la hora local en el barco es comparativamente fácil de determinar a partir de la posición del sol o de las estrellas). Y para cualquier cronómetro (a bordo de un navío meciéndose violentamente cuando hay tormenta, cruzando regiones ferozmente calurosas o intensamente frías y sin permitir que el mecanismo se detenga nunca) mantener ese registro exacto del tiempo era, para los navegantes del siglo xviii, poco menos que imposible.
4 En Oxford circula la leyenda de que este violín, conocido como Le Messie [El Mesías], permaneció virgen, sin que nadie lo tocara, hasta que un día apareció un estadounidense suriano que insistió en que se le permitiera tocarlo y se echó a llorar desconsoladamente cuando le fue negado. El custodio finalmente se apiadó y encerró al hombre junto con el violín durante quince minutos. Para delicia de los presentes, por debajo de la puerta se alcanzó a escuchar una música de una belleza celestial, como nunca la había oído ninguno.
5 Rupert Gould, el hombre que restauró los relojes de Harrison (y les asignó sus apelativos) fue todo un personaje. Un exoficial de la Marina Real de casi dos metros de estatura, fumador de pipa, simpático locutor de programas para niños, erudito en temas esotéricos, árbitro en alguna ocasión de la cancha central de Wimbledon y experto en el monstruo del lago Ness, fue también famoso por sus violentas borracheras, salvajes accesos de locura y curiosas aficiones sexuales, un comportamiento que le acarreó, en 1927, una espectacular demanda de divorcio que mantuvo al país en suspenso. Escribió e ilustró en 1923 un libro clásico sobre los relojes marinos (que aún se puede conseguir) y poco después se dio maña para convencer al Real Observatorio de excarcelar los relojes de Harrison, que se deterioraban en un sótano casi olvidado. Él consiguió poner en marcha el H1 165 años después de haberse detenido. El trabajo de restauración consumió diez años de su vida, que fue recogida en una serie de televisión en el 2000, Longitude, protagonizada por Jeremy Irons.
6 Con una escala fuera de ruta para reponer la mermada provisión de cerveza de la tripulación.
7 A lo largo de la vida de Wilkinson, la recién creada Gran Bretaña se mantuvo de un humor belicoso, enfrascándose en conflictos como la guerra del Asiento con España, la guerra por la sucesión austriaca contra Francia, la guerra de los Siete Años contra Francia y España juntas, la revolución de independencia de las colonias americanas, la cuarta guerra anglo-neerlandesa y, después de que Irlanda se uniera a Escocia e Inglaterra para formar Reino Unido, las guerras napoleónicas. Los cañones de Wilkinson entraron en acción en casi todas las batallas importantes.