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1.2 Y la romanización llegó a México

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El fortalecimiento del ultramontanismo en México se desarrolló, por un lado, a partir de una reforma educativa de los seminarios, dirigida tanto al clero secular parroquial como a la jerarquía eclesiástica y, por el otro, con la celebración del Concilio Plenario Latinoamericano en 1899.

Era central para el proceso de romanización formar cuadros intelectuales que desde el interior de la Iglesia defendieran la religión frente las diversas aristas de la modernidad. Así, se educó al clero secular bajo la litúrgica de la renovación tomista y se les preparó como promotores de las devociones del Sagrado Corazón de Jesús y la Virgen de Guadalupe.31 En cambio, la educación de una jerarquía eclesial romanizada quedó a cargo de tres instituciones: la Universidad Pontificia de México, el Colegio Pio Latinoamericano y la Universidad Gregoriana, estos dos últimos ubicados en Roma. El Colegio Pio Latinoamericano estuvo dirigido por jesuitas y tenía la intención de “formar según los designios papales a la élite del clero que habría de constituir una parte importante del episcopado latinoamericano”.32 A él asistieron como estudiantes un grupo de jóvenes mexicanos quienes, como se verá en el capítulo siguiente, se convirtieron en los principales dirigentes del catolicismo social mexicano y al mismo tiempo ocuparon cargos sumamente importantes al interior de la jerarquía eclesiástica mexicana.33

En 1899, León XIII convocó a obispos y sacerdotes de América Latina a participar en el Concilio Pio Latinoamericano, que tuvo el objetivo de “consolidar en esas naciones, […] el Reino de Cristo”,34 se dio pie al incremento del control de la Santa Sede sobre la Iglesia mexicana reforzando la estructura eclesial centralizada y vertical.35 La intención última fue redefinir los espacios de acción de la autoridad episcopal pues en la cotidianidad existía un cierto grado de desorden así como una evidente falta de control eclesiástico. No se respetaba la jerarquía piramidal de la estructura de la Iglesia, por el contrario, en muchos casos, los nexos entre párrocos locales, obispos, autoridades gubernamentales federales, así como alianzas con ciertos sacerdotes romanos, limitaban el poder político y económico de las diócesis lo cual fomentaba prácticas clientelares y corruptas que viciaban el juego político al interior del episcopado mexicano.36

Las resoluciones del Concilio Plenario Latinoamericano imponían normas generales encaminadas a centralizar y normalizar las relaciones de poder entre el clero, reafirmando la autoridad de Roma por encima de la política interna de la Iglesia mexicana. Este proceso comenzaba por el eslabón más básico e importante de la organización eclesial: la parroquia. De acuerdo con O’Dogherty, el fortalecimiento de la vida parroquial y la primacía del párroco resultaban sumamentes importante, pues la parroquia era el “espacio natural de relación entre la ‘potestad eclesiástica’ y los creyentes”.37

La parroquia fue uno de los pilares que dieron estructura y orden al espacio urbano. Durante el periodo colonial, la Ciudad de México contaba con dos clases de demarcaciones del espacio urbano: la eclesiástica y la civil, cada una de ellas regulaba parte de la vida cotidiana de la capital. La división eclesiástica quedó delimitada por medio de jurisdicciones parroquiales, quienes se encargaban de ofrecer y llevar un riguroso registro de los servicios correspondientes a los sacramentos: el bautizo, el matrimonio, los enfermos y los entierros.38 Entre 1768 y 1772, la estructura parroquial novohispana basada en el principio de la separación étnica, que dividía a la “república de españoles” de la “república de indios”, desapareció para dar paso a un nuevo orden ilustrado cimentado en la evolución demográfica, social y económica de la Ciudad de México. A partir de este momento, el arzobispo Antonio de Lorenzana erigió 13 parroquias para atender las necesidades espirituales de los habitantes de la capital, como se muestra en el Plano 1.39

Plano 1

Orden Parroquial de la Ciudad de México a partir de la reestructuración de 1772 hasta 1902


Plano 2

Estructura parroquial (1902)


Entre 1772 y 1902 la estructura parroquial no tuvo cambios importantes, sino hasta este último año, el arzobispo de México, Prospero María Alarcón y Sánchez de la Barquera (1891-1908), reestructuró el espacio parroquial. Tal y como se muestra en el Plano 2, se amplió el número de parroquias de 13 a 1740 y se incorporaron cinco vicarías.41 El objetivo era refuncionalizar el espacio para adecuarlo al crecimiento urbano y para tener mayor control sobre las actividades pastorales42 y así cumplir con los compromisos adquiridos durante su asistencia al Concilio Plenario Latinoamericano. La intención fue convertir a la parroquia en un espacio que permitiera la construcción de una identidad social, política y urbana entre los distintos grupos sociales que a ella asistían. La parroquia se convirtió en un centro para la sociabilidad de la población local.

El párroco adquirió la responsabilidad de crear espacios de interacción entre sus congregados, así como moralizar a los pueblos e “instruir a los fieles en todo lo que tenga que ver con la fe y la moral”;43 llevar a la práctica el desarrollo de las doctrinas eclesiásticas, la instrucción del catecismo, la educación de la juventud, el socorro de los pobres y enfermos; así como defender los bienes y derechos de sus templos. Las mujeres que participaron en alguna asociación católica entre 1870 y 1910 acompañaron al sacerdote en estas labores, se convirtieron en su mano derecha, a través de la vida asociativa femenina que el párroco encaminó siguiendo la dirección de su superior inmediato, el obispo de su diócesis, quien a su vez cumplía los designios establecidos por la Arquidiócesis y la Santa Sede. Si tomamos en cuenta que las mujeres dominaban las actividades realizadas al interior de las parroquias, entonces podemos decir que ellas se convirtieron en las aliadas idóneas del párroco y en las principales promotoras de la sociabilidad que giraba en torno de la vida parroquial.

El proceso de secularización modificó igualmente el papel de las parroquias como parte central de la estructura urbana, acto que materialmente se observa en la pérdida de sus atrios y otras propiedades, así como en la prohibición del culto y la manifestación religiosa en el espacio público. Estos cambios se dieron de la mano con el aumento del número de habitantes y del ensanchamiento urbano de la Ciudad de México que comenzó a transformar el espacio a partir de la década de 1880 en dos sentidos. Por un lado, la llegada de nuevos vecinos produjo un hacinamiento y proliferación de colonias ilegales y desorganizadas donde no se contaba con agua corriente, ni pavimento, ni alumbrado público, sino que serían levantadas por los propios migrantes sin autorización previa del ayuntamiento. Por el otro lado, se fundaron nuevas áreas urbanizadas gracias a la innovación del transporte lo cual permitió un reacomodo geográfico de las clases sociales mejor acomodadas que cambiaron su lugar de residencia del centro hacia el poniente, convirtiendo al casco histórico de la capital en “un espacio de comercio y viviendas subdivididas y arrendadas para alojar a familias de bajos recursos”.44

La Iglesia no fue ajena del crecimiento de la ciudad. Conforme se expandieron los límites la ciudad [ver Plano 2],45 el arzobispado de México tuvo que ir reconfigurando la distribución espacial de las parroquias para adecuar el servicio eclesiástico a las trasformaciones urbanas.46 Para 1904, las parroquias ubicadas en la periferia extendieron sus límites hacia las colonias que estaban planificadas pero todavía no establecidas y hacia las zonas más marginales. Así, la parroquia de la Concepción Tequipechuca y la vicaría de San Francisco Tepito ubicadas en los dos primeros cuarteles, la parroquia de Santa Ana en el tercer cuartel y la vicaría de San Miguel Nonoalco en el quinto cuartel, ejercieron su influencia en el norte de la ciudad, justo donde se establecieron algunas colonias obreras. Al sur extendían sus límites la vicaría del Campo Florido ubicada en el sexto cuartel, la parroquia de Salto del Agua y la parroquia de Santa Cruz Acatlán ubicadas en el segundo cuartel.47

En este sentido, el papel de párroco como guía de la vida asociativa católica femenina fue clave, incluso, una de las funciones centrales de las mujeres era “extender” la presencia pública del párroco. Las actividades que se promovían al interior de las asociaciones como la organización de peregrinaciones, fiestas parroquiales y kermeses, la instrucción del catecismo, la visita a hospitales, hospicios y cárceles para atender las necesidades espirituales de enfermos, moribundos y criminales, eran esenciales para ampliar el espacio de acción parroquial y dichas actividades fueron realizadas por mujeres.

Obispos y arzobispos latinoamericanos decidieron, a partir del Concilio Pio Latinoamericano, poner en marcha una campaña publicitaria de defensa de la Iglesia y de la fe. El instrumento central de esta campaña fueron los católicos seglares; sin embargo, las mujeres no actuarían como electores y aspirantes a puestos públicos, tampoco divulgarían la postura política de la Iglesia en periódicos católicos48 como hicieron otras asociaciones masculinas. La participación femenina quedó constreñida a las actividades filantrópicas. Las mujeres tuvieron un papel fundamental en unificar la instrucción de la doctrina social y la educación religiosa, por ejemplo, impartir el catecismo, el cual tenía la función de ofrecer a los niños y jóvenes un sumario de todos los valores morales por medio de los cuales debían regir su vida.49 Las mujeres se convirtieron en las principales promotoras de nuevas devociones como el Sagrado Corazón de Jesús, las devociones marianas, el rezo del Rosario50 y la devoción a la Virgen de Guadalupe.

Las resoluciones del Concilio Pio Latinoamericano rigieron la vida pastoral de las primeras décadas del siglo XX, pero además regularizaron, unificaron y centralizaron la defensa de la Iglesia frente al proceso de secularización, el liberalismo, la educación laica y la tolerancia de cultos. A partir de este momento, se reforzó la intervención directa del párroco, quien organizó el asociacionismo femenino a nivel local para sostener y fomentar el culto, la educación y la moral católica en su parroquia. Asimismo, se impulsó, a través de la militancia católica femenina, la intervención indirecta de los preceptos eclesiásticos en la vida pública.

Durante las siguientes décadas, la Iglesia mexicana descubrió en las mujeres a sus más fieles “soldados” y aprovechó la influencia doctrinal que el párroco tenía sobre ellas para obtener una base de influencia social basada en el fomento de vínculos de sociabilidad horizontal de mujer a mujer. Se impulsó, mediante el asociacionismo católico femenino, un sistema de valores cuyo aspecto central era el modelo de mujer católica, abnegada, devota, defensora de su lugar en la vida doméstica, de su maternidad, de su necesidad de proteger a la infancia y así asegurar la formación de futuras generaciones de católicos comprometidos con la Iglesia. Al mismo tiempo, las mujeres adquirieron una identidad pública y un espacio de acción, la parroquia.

Entre la filantropía y la práctica política

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