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1. Definición de las instituciones

Antes de conceptualizar la debilidad institucional, debemos establecer qué son las instituciones. La mayoría de los institucionalistas toman como punto inicial la definición de North (1990: 3, 4) que las caracteriza como “los límites concebidos por los seres humanos que moldean la interacción humana [de maneras] perfectamente análogas a las reglas del juego de un deporte de competición por equipos” (véase, por ejemplo, Peters, 1999: 146). En trabajos anteriores (Brinks, 2003; Helmke y Levitsky, 2006), hemos argumentado que las instituciones están constituidas por reglas y, al definir las instituciones informales, hemos buscado diferenciar las reglas de las afirmaciones puramente descriptivas o las expectativas de comportamiento. Aquí tomamos el mismo punto de partida: la noción de que las instituciones (formales) están constituidas por reglas (formales). Esto nos permite enfocarnos en los límites formales “concebidos por los seres humanos” y aceptados como obligatorios dentro de un sistema de gobierno. Como veremos, estas restricciones formales interactúan de maneras complejas con reglas sociales y otras instituciones informales, lo que afecta tanto el trabajo que hacen las instituciones como su potencial fortaleza o debilidad. Sin embargo, en la instancia de las definiciones, podemos acotar nuestro alcance a las reglas formales.

Muchas definiciones se detienen allí, pero para nuestros propósitos debemos llevarla más allá de la ecuación implícita de las instituciones con reglas individuales y autónomas. En todos los casos, nos interesan la efectividad de conjuntos de reglas (antes que la de reglas individuales aisladas) y los actores cuya conducta afectan estas reglas, pese a que una regla individual a veces puede ser el resumen de una institución como un todo.

Por lo tanto, definimos una institución formal como un conjunto de reglas sancionadas oficialmente que estructuran el comportamiento y las expectativas humanas en torno a una actividad o meta particular. Elinor Ostrom (1986: 5) definió inicialmente las instituciones como

resultado de esfuerzos implícitos o explícitos de un conjunto de individuos para alcanzar el orden y la predictibilidad en situaciones definidas por: 1) la creación de cargos; 2) la especificación de cómo los participantes asumen o abandonan los cargos; 3) la especificación de qué acciones se exigen, permiten o prohíben a los participantes y 4) la especificación de qué resultados se exige, permite o prohíbe que afecten a los participantes.

Más tarde, Ostrom, con Crawford, agregó reglas que especifican: 5) las consecuencias de la violación de las reglas, que en la mayoría de los casos esperamos que estén asociadas a determinada sanción (Crawford y Ostrom, 1995).[8] Simplificamos un poco la “gramática” de Crawford y Ostrom para definir una institución formal como un conjunto de reglas formales que estructuran el comportamiento y las expectativas de los seres humanos en torno a un objetivo estatutario al

1 especificar a los actores y sus roles;

2 exigir, permitir o prohibir determinados comportamientos y

3 definir las consecuencias de cumplir o no cumplir las demás reglas.

Nuestro esquema conceptual se basa sobre la identificación del objetivo estatutario de las instituciones formales: el segundo elemento en nuestra definición anterior. Como veremos en el próximo capítulo, una institución fuerte es aquella que establece un objetivo valioso y lo alcanza, mientras que una institución débil logra poco o nada, ya sea porque no alcanza un objetivo ambicioso o porque nunca se propuso lograr cosa alguna. Establecemos como referencia los objetivos estatutarios en lugar de las metas (expresas o implícitas) de las políticas establecidas por los creadores de las instituciones, porque reconocemos que el principal fin de las instituciones –a menudo, producto del consenso entre intereses diversos e incluso contrapuestos– bien puede ser ambiguo o controvertido (Moe, 1990; Schickler, 2001; Streeck y Thelen, 2005; Mahoney y Thelen, 2010). Al tomar como punto de partida el objetivo estatutario, nos resulta más fácil detectar cómo operan las preferencias y las estrategias de los actores para debilitar o fortalecer las instituciones. El hecho de que la institución alcance el objetivo de sus políticas o produzca consecuencias generales no deseadas es analizable por separado de acuerdo con escalas más convencionales de efectividad. En este esquema conceptual, es absolutamente posible que incluso una institución fuerte no logre alcanzar los objetivos de las políticas que motivaron su creación o que cause más daño que bien en el esquema general de las cosas.

Por ejemplo, Amengual y Dargent (2020) analizan el marco regulatorio en torno a la minería, la construcción y la agroindustria en la Argentina, Bolivia y Perú. Las regulaciones de la minería que estudian tienen el fin de reducir los riesgos ambientales para la población local, y su objetivo estatutario expreso es exigir o prohibir determinadas prácticas. La motivación de las compañías mineras para colaborar con la aplicación de estas reglas podría ser acceder a los mercados internacionales o inhibir la competencia de mineros informales que carecen de la tecnología para cubrir esos estándares, más que proteger el ambiente. De hecho, estas motivaciones suelen ser cruciales para entender los intereses de las compañías para hacerse corresponsables de la aplicación de la ley. Pero para medir la fortaleza de una institución, debemos analizar si las prácticas exigidas o prohibidas se están realizando, no si las metas de las políticas se están alcanzando o si las compañías mineras están logrando sus objetivos. Entonces, al evaluar la fortaleza institucional, el foco debería ponerse sobre el objetivo ostensible de la institución, no sobre los motivos (públicos o privados) de los políticos y otros actores sociales que están detrás de ella.

Las metas institucionales pueden ser transformadoras, si buscan alejar del statu quo los resultados, o conservadoras, si buscan preservarlo de cambios potenciales. En este libro nos ocupamos sobre todo de las instituciones transformadoras porque son tema más usual de debate político y de políticas públicas en América Latina, y porque suele considerárselas frágiles. Sin embargo, las instituciones conservadoras o preservadoras del statu quo pueden ser muy importantes. Algunos ejemplos son las leyes de propiedad y los códigos civiles y penales que consagran roles de género y estructuras familiares tradicionales. El trabajo de Albertus y Menaldo (2018) sobre la persistencia de constituciones autoritarias que, al limitar a los gobiernos democráticos, protegen a las élites adineradas de la redistribución demuestra que las instituciones conservadoras son endémicas. El esquema conceptual que proponemos funciona en uno y otro caso. Ya sean conservadoras o transformadoras, las instituciones están pensadas para que sea más probable que los resultados sociales, económicos o políticos se acerquen más a un objetivo estatutario definido que a un resultado alternativo menos preferido (por los creadores de la institución).

Las instituciones formales frágiles no deben confundirse con las reglas informales ni con aquellas “creadas y aplicadas fuera de los canales sancionados oficialmente” (Helmke y Levitsky, 2006: 5). Las instituciones informales pueden coexistir con instituciones formales fuertes y débiles. Cuando coexisten con instituciones formales débiles, pueden fortalecerlas proporcionándoles un segundo mecanismo que promueve el comportamiento esperado (“sustitutivo”) o debilitarlas promoviendo un comportamiento alternativo (“competitivo”; Helmke y Levitsky, 2006: 14). Si bien reconocemos (y comentamos más adelante) la importancia de las reglas informales en la generación de fortaleza o debilidad institucional, aquí nuestro foco está puesto sobre las instituciones formales.

Por último, es importante distinguir entre las instituciones o reglas formales y las organizaciones que o bien son destinatarias de esas reglas (los partidos políticos, los grupos de interés, los actores económicos), o bien se dedican a aplicar o implementarlas (las burocracias). Al mantener diferenciadas conceptualmente las reglas y las organizaciones, podemos evaluar si fortalecer los organismos estatales –contratar a más inspectores, invertir más en la capacitación del personal burocrático, comprar más vehículos o fijar criterios meritocráticos– efectivamente mejora el cumplimiento de las políticas de la institución, como hacen Ronconi (2010), Amengual (2016) y Schrank (2011) en su trabajo sobre las regulaciones laborales y la función pública.

[8] En otras definiciones, se identifican reglas que especifican los roles, y de ese modo constituyen a quienes toman las decisiones; reglas que permiten, prohíben o exigen determinado comportamiento; y reglas que determinan consecuencias (Hart, 1961; Ellickson, 1991).

La ley y la trampa en América Latina

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