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ОглавлениеCAPÍTULO 1
La descomposición de las coordenadas del reconocimiento: estructura y valor elemental del síndrome de ilusión de Frégoli
La escuela francesa de psiquiatría aisló en 1927 un síndrome de gran alcance clínico y teórico, concerniente a la cuestión de la identidad. Se trata del síndrome de ilusión de Frégoli, cuyos rasgos principales y valor analítico1 hemos mostrado en otra parte. Recordaremos al respecto solamente lo que es útil para nuestra exposición, para dar a la pregunta por la identidad su inicio y sus primeros elementos. Digamos entonces que ese síndrome permite despejar algunos rasgos fundamentales de lo que Jacques Lacan pudo llamar el conocimiento especular, debido al estado elemental en que su descomposición los libra en la psicosis: designando con esto una estructura formal de reduplicación de la que el psicoanálisis mostró su incidencia y función matricial en el orden de la representación humana2. Esos rasgos elementales de la descomposición especular, netamente aislados en el síndrome de Frégoli, no aparecen sino de una manera mucho más contorneada y latente en la clínica simple y pueden, por esta razón, ser fácilmente desconocidos o ignorados.
Este síndrome denomina un disturbio del reconocimiento y de la identificación de las personas, es decir, de lo que está en juego cuando reconocemos la imagen de alguien y lo llamamos por su nombre. Uno de sus rasgos esenciales es que el enfermo evoca el nombre y la imagen separadamente, como si estuvieran desunidos.
Tales hechos interesan especialmente al campo de lo que llamamos el reconocimiento. El reconocimiento reenvía a todo lo que puede presentarse, en nombre de la realidad. La realidad puede estar definida de manera general, condición suficiente para nuestro propósito por el simple hecho de que es reconocida sin más. Si ella cesa de serlo, si algo se desprende, esto ya no será reconocido, entonces encontramos un orden de hechos que la realidad desconocería: se trata de esos fenómenos que la clínica clásica aisló bajo el nombre de sentimiento de extrañeza, donde estaban reagrupados disturbios muy diversos, yendo desde una molestia fugaz apenas colorida de angustia –como el hecho de ya no reconocer exactamente, al leer, una palabra banal– hasta un borrado completo de la realidad3.
El síndrome de Frégoli nos introduce de entrada en lo más vivo de la clínica de los disturbios del reconocimiento y nos lleva a interrogar muy especialmente las condiciones de la identificación subjetiva. Esta clínica, que el campo de las psicosis ilustra bajo numerosas otras formas, detenta su valor en tanto obliga a tomar en cuenta los fenómenos cuyo abordaje comportan cierta dificultad por el hecho de que ellos interrogan el marco mismo de lo que constituye –para nosotros– el reconocimiento. Estamos aquí en lucha con un tipo de preguntas que nuestras referencias habituales impiden articular: esto es lo que crea el interés, la dificultad, pero también el valor de enseñanza de este campo para el abordaje de la clínica en general –más allá de la clínica de las psicosis. Como se sabe, el riesgo más común que encontramos en este campo, es no reconocer en éste nada más que lo que ya sabemos –en otras palabras, no distinguir nada ahí4. Ahora bien, la clínica que evocamos aquí no se deja articular en el orden de este reconocimiento, no se encuentra sino a sí misma en lo que aprehende.
Para ilustrar lo que pone en primer plano el síndrome de Frégoli, tomemos el ejemplo del primer caso que encontramos en una presentación de enfermos del Dr. Czermak en el hospital Henri Rousselle en 1994. Se trataba de una mujer que comenzó a desarrollar un delirio en una coyuntura en la que, habiéndose divorciado, ella ya no podía llevar el apellido de su marido. Después de ese acontecimiento se instalaron los elementos del delirio: ella identificaba a las mujeres con las que se encontraba como siendo su propia hija, y a los hombres, como siendo, en realidad, su marido.
Se trata aquí de una forma muy caracterizada de lo que se llama la ilusión de Frégoli, y es también una forma muy pura de pasión de la identidad: el sujeto tiende efectivamente a identificar siempre al mismo en los diversos otros que encuentra. Es en esto que el apellido y la imagen están disjuntos. La imagen puede cambiar, el sujeto afirma: “Yo sé bien que la apariencia no es la misma, pero en realidad es Fulano, es él, siempre el mismo, quien me persigue”.
A partir de este material, reducido y relativamente simple, disponemos de un hilo que permite abordar la pregunta por la identidad y precisar los primeros elementos, apoyándonos en una clínica donde esos elementos fundamentales son los más legibles y los observamos de mejor manera. Se trata de la clínica de las psicosis, como vamos a mostrarlo.
Para descubrir y seguir ese hilo hay que recordar muy brevemente en qué condiciones ha sido aislado el síndrome de Frégoli y lo que le confiere su valor clínico y doctrinal. En el campo de las psicosis es más bien escaso, pero esto se debe, pareciera que sobretodo, a que generalmente no es identificado. Los hechos que aísla fueron catalogados por los psiquiatras franceses en los años 1920 bajo la denominación genérica de “ilusión de falso reconocimiento de los alienados” para distinguirlos del falso reconocimiento simple –tomar por equivocación o distracción a alguien por otro– y de los disturbios de orden deficitario, especialmente de la memoria. Joseph Capgras, a quien debemos las primeras observaciones que han despejado los elementos de esta clínica, los nombró también “desconocimientos sistemáticos”, aunque la expresión que prevaleció fue la de “falso reconocimiento”. Es probable que esta no fuera la manera más apropiada de llamarle, puesto que el reconocimiento es justamente lo que, en este tipo de disturbios, se encuentra profundamente alterado, al punto que ya no se puede hablar de reconocimiento, aún si se agregara el adjetivo “falso”. Se trata entonces de otra cosa y este es precisamente el mérito de los primeros clínicos que prestaron atención a estos hechos, el de haber comenzado a distinguir que se trataba de otra cosa.
Hemos mostrado cómo esta clínica de los falsos reconocimientos en las psicosis ha sido elaborada por la escuela francesa de psiquiatría en los años 1920 y 1930 con el descubrimiento de tres síndromes suficientemente bien delimitados como para adquirir valor de referencias nosográficas: el síndrome de ilusión de sosias (Capgras y Reboul-Lachaux, 1923), el síndrome de ilusión de Frégoli (Courbon y Fail, 1927), y finalmente el síndrome de Inter-metamorfosis (Courbon y Tusques, 1932)5.
Aunque los fenómenos descritos en esos síndromes no eran, hablando con propiedad, ignorados anteriormente. En las Memorias de un neurópata del presidente Schreber, se encuentran ejemplos decidores, muy próximos al síndrome de Frégoli y al síndrome de Inter-metamorfosis, especialmente en el capítulo VIII. En la obra, se da también cuenta de una descripción de hechos del mismo orden que en Fragmentos psicológicos sobre la locura de François Leuret (1834). La enferma de la que trata la obra ataca a un médico, y otras veces a Leuret –“Usted se transforma”, le dice ella– y éste le pregunta a cual de los dos se refiere con sus reproches. “A usted”, responde ella, eso no hace sino uno, es la misma persona. “Ella confundía a todas las personas que veía”, escribe Leuret, “aunque esas personas le parecieran diferentes las unas de las otras”. “Cuando le hacía mis observaciones sobre esto, ella me respondía: “ustedes se cambian como quieren […] Ustedes no hacen sino uno”6.
No obstante, hasta en los trabajos de la escuela francesa que acabamos de señalar, esos fenómenos no fueron descritos y aislados con la preocupación de indicar los rasgos distintivos y el valor significativo de ello.
Hoy en día, esos síndromes ya no son muy conocidos en Francia, a pesar de que el síndrome de Capgras suscita y genera interés desde hace algún tiempo, aunque desde una perspectiva casi exclusivamente neurobiológica. En los países de tradición anglosajona son regularmente citados, es decir, continúan refiriéndose a ellos por lo menos nominalmente. Pero se hace en contextos donde dominan las referencias comportamentales y neurobiológicas que dejan de lado, en este caso, lo que por otra parte es el valor de esos síndromes y que preocupaba principalmente a sus inventores –quienes, antes que nada, tomaban en cuenta el lenguaje de sus enfermos. Este apoyo tomado en el discurso de los pacientes ha desaparecido prácticamente de la literatura contemporánea, excepto por algunas escasas excepciones7.
Lo que aparece en primer plano en esos síndromes es una descomposición de las coordenadas del reconocimiento de las personas y también, a veces, una de los objetos y lugares. Esta descomposición se efectúa de tal modo que podemos dar cuenta ahí, de manera precisa, de las diferentes coordenadas del reconocimiento en estado separado: se trata del nombre, de la imagen y de algo, de una x que el sujeto designa como siempre el mismo, y como estando a la base de lo que desune el nombre y la imagen. La primera evidencia de esta suerte de menoscabo del reconocimiento ha sido el descubrimiento que hace Capgras de un síntoma en una enferma perseguida-megalómana. Confrontada a algún personaje próximo, su hija por ejemplo, ella declaraba: “no es ella, ella se le parece, pero hay pequeñas diferencias”; lo que es en realidad un sosias. Capgras caracterizó esto con una expresión nueva, que no fue utilizada fuera del contexto donde había sido inventada: agnosia de identificación. El sujeto reconoce la forma, la imagen, pero no puede decidirse a identificarla en el sentido simple del término, dándole el nombre que la individualiza: su nombre, o lo que sería un nombre propio (“mi hija”, por ejemplo). Este síntoma, discutido en 1920, ha sido considerado bastante importante por los hechos que pone de relieve y las preguntas que esos hechos permiten plantear para tomar valor de síndrome. Es en referencia a este acontecimiento que han sido descubiertos primero el síndrome de ilusión de Frégoli, y luego el de ilusión de Inter metamorfosis.
El nombre del síndrome de Frégoli le ha sido dado en referencia a las palabras de la paciente del caso princeps. Ésta decía que su perseguidora, la actriz Robine, era capaz de encarnar ella sola –como el actor italiano Frégoli–, una multiplicidad de personajes diferentes. Se trata aquí del cuadro de un delirio que se puede considerar como una variación lógica de la ilusión de sosias. Digamos que en la ilusión de sosias, lo mismo es siempre otro. El sujeto reconoce a alguien, pero no puede concluir sobre su identidad: en realidad no es exactamente él, es un sosias. A la inversa, en la ilusión de Frégoli, el otro es siempre el mismo. La paciente de la observación princeps identifica a su perseguidora en las personas que ella encuentra, de las que recibe “influjos” y diversos fenómenos sensoriales impuestos. Esas personas con las que ella se cruza son Robine disfrazada, transformada, bajo la variedad de los oropeles. Ella los reconoce por cierto como de apariencia diferente, pero los identifica como siempre el mismo.
Se ve aquí que, en efecto, es una problemática en la cual la imagen y el nombre están desunidos. El nombre nombra algo que la imagen fracasa en vestir, en representar en una palabra que la imagen no permite reconocer: es otra cosa. Es por esto que los psiquiatras después de Capgras se complicaron para dar cuenta de ese hecho según las coordenadas del reconocimiento: el objeto privilegiado del reconocimiento es una imagen –ahora bien, de lo que se trataba en estos casos no era manifiestamente de este orden. Es por ello que llegaron a intentar asir esos fenómenos bajo el término de identificación –Capgras: agnosia de identificación (1923), Courbon y Tusques: identificación delirante (1932)– buscando así calificar lo que estaba en juego en toda la serie de estos síndromes. Poco importa en definitiva el sentido, mal afirmado, que ellos daban a ese término. Lo esencial es que hacían de eso un apoyo útil. Lo que supieron descubrir muy bien, y que se expresa mejor en el síndrome de ilusión de Frégoli, es que esos fenómenos no podían ser elucidados solamente como falta en el orden del reconocimiento, ni tampoco como falta en el orden del reconocimiento del cuerpo. En efecto, si el reconocimiento y especialmente el reconocimiento de la imagen del cuerpo, estaba fragmentado, descompuesto, era en beneficio de algo que el paciente identificaba positivamente, en el sentido en que él lo nombraba.
Es este rasgo propiamente gramatical –a saber, el hecho de que lo que estaba nombrado ahí era bajo un nombre propio y regularmente el mismo. Esto llevó a Courbon y Fail a concluir en la primera observación del síndrome que Frégoli era un solo ser, proponiendo entonces formular la problemática de la siguiente manera: ese nombre en Frégoli designa en las palabras de la paciente un objeto, lo que hemos llamado una x, siempre la misma, cuya llegada al primer plano revela una inconsistencia, incluso el derrumbe de la imagen y del imaginario en el campo del reconocimiento.
Agreguemos, a propósito de este aspecto gramatical de la cuestión, que los psiquiatras a quienes debemos el descubrimiento y el primer esbozo de análisis de estos síndromes nos han dejado observaciones escritas de casos, lo que escribieron a partir de lo que escucharon, como era la costumbre de los psiquiatras hasta un periodo bastante reciente. Ellos escribieron lo que sus pacientes decían, este punto nos parece de primera importancia, puesto que en ese cambio de registro, en ese recurso escritural, observamos una forma de pasar del reconocimiento –de lo que se cree escuchar o comprender– a lo que se escucha a algo diferente y que precisamente es del orden de una identificación absolutamente distinta del reconocimiento. Es probable que dado a que escribían sus observaciones, haya podido identificar los rasgos distintivos de esos síndromes. Ya que llevando a cabo ese ejercicio, estos psiquiatras mostraban también –y este recordatorio interesa con seguridad a la clínica contemporánea– que el abordaje de los hechos clínicos encuentra su soporte y sus referencias efectivas en otra parte que en las premisas del reconocimiento, que lo cognitivo-conductual tiende hoy a traer lo esencial de la observación, reduciendo la clínica a diversos modos de la imagen (scanner, IRM y rayos x) y/o a formas de comportamiento escritas en un repertorio. Los hechos, tanto en clínica como en toda práctica de espíritu y de método científico, se ordenan más bien a través de una seriación de rasgos distintivos de los que no es en absoluto requisito que sean reconocibles para el observador –es decir, homogéneos a su campo de conciencia– para poder dar cuenta de ellos. Por el contrario, serán mejor identificados mientras el soporte de su distinción sea materialmente tributario de coordenadas independientes del reconocimiento, como podía serlo en este caso, el apoyo encontrado por esos psiquiatras en el lenguaje de sus pacientes, su lógica gramatical y la lectura articulada que permitía su trascripción. Es en esto que la clínica que evocamos aquí, tal como ella ha sido progresivamente elucidada e ilustrada en la escuela francesa –por Cotard, Séglas, Clérambault y Capgras, entre otros, merece volverse a ver por lo que ella vale, como habiendo contribuido a dar a la psicopatología un alcance auténticamente científico en su destino y siempre atento, en cada caso, a la problemática y al lenguaje singular del sujeto.
Volvamos ahora al síndrome de Frégoli y precisemos lo que la paciente princeps designa con el nombre de Robine. Ella admite que hay una diversidad de imágenes: son los otros, con los que se cruza, con los que se encuentra en la calle. Pero estas imágenes se le imponen por todo tipo de fenómenos: influjos, crisis delirantes, órdenes obscenas, etc. Y todos esos fenómenos son para ella, Robine. Dicho de otra forma, ella identifica ahí cada vez una x que ella nombra diciendo: “Es Robine”. Por otra parte, ella menciona que percibe su propio cuerpo como fragmentado entre su propia imagen descompuesta y lo que llama Robine. También existen otros actos que le son impuestos, ella debe masturbarse, mientras que son los ojos de Robine los que tienen armoniosas ojeras. Así la belleza de lo que ella llama Robine y que la persigue, está ligada a la destrucción y a la fragmentación de su propio cuerpo.
A partir de estos elementos, podemos precisar a qué reenvía la x que evocábamos más arriba. Aparece como un objeto autónomo, obedeciendo solo a sus propias determinaciones; xenopático, imponiendo diversos fenómenos sensoriales a la paciente; causante de una desintegración de la imagen del cuerpo; en fin, que este objeto es Uno en esto, que es siempre el mismo, es siempre Robine la que persigue a la paciente.
En otras palabras, en el lugar y sitio de la imagen, el sujeto identifica siempre lo mismo. Si nos preguntamos de qué “mismo” se trata, no podemos sino constatar nuestra dificultad para intentar especificarlo más precisamente, de hecho es fácil percibir cómo es que pensar ese “mismo” como la misma persona, el mismo nombre, la misma imagen, la misma cosa, etc. es inadecuado o por lo menos está retocado en su valor y sus sentidos simples.
Pero también es esto lo que constituye el interés y alcance de esta clínica, en tanto lo que ella nos permite interrogar e incluso esclarecer respecto a la pregunta por la identidad. Ella vuelve especialmente sensible de qué manera la incidencia y los efectos más puros de la identidad, como nos lo revela la clínica de las psicosis, deben buscarse del lado del objeto –de ese objeto autónomo y xenopático que acabamos de mencionar– y no, como toda nuestra tradición nos acostumbra a pensarlo, del lado del sujeto. Se distingue también aquí, que la pregunta por la identidad para un sujeto puede conducir a respuestas que jamás serán más adecuadas a las que se producen bajo el modo persecutorio –entiéndase, cuando es el otro el que viene a dar respuesta, como en el síndrome de Frégoli, siempre el mismo, a esta pregunta del ser– al precio de la propia exclusión del sujeto puesto que no hay ahí lugar sino para el Uno, siendo por esta razón, que la identidad más pura y simple es absolutamente persecutoria8.
La dificultad que opone la clínica de la que hablamos, a toda reflexión en términos del reconocimiento –“reflexión” que tiende cada vez más a ser el único criterio de admisibilidad de los hechos, y como ya mencioné, propia de un círculo que aprende lo que ya se sabe– explica sin duda que esos trabajos, después de haber sido desarrollados por los psiquiatras más o menos hasta los años 50`s, hayan sido abandonados, o peor, retomados de una manera degradada: la precisión de las descripciones, la importancia dada al lenguaje de los pacientes, la preocupación del análisis y del aislamiento de los rasgos elementales fue desapareciendo progresivamente, y cedió lugar a otros abordajes –especialmente a la presunción de una causalidad de carácter neurobiológica.
Hemos mostrado en otra parte cómo ellos han sido continuados, en algunos de sus aspectos, en el campo de la neurología9. Sin embargo, es sobre todo el psicoanálisis el que retomó el hilo de estas investigaciones, aportándoles importantes desarrollos y una elaboración propia, renovando de esta manera profundamente su abordaje. Pensamos principalmente en las concepciones de Schilder, quien mostró que la imagen del cuerpo da cuenta de una complejidad que liga registros muy diferentes –por ejemplo, él distingue al lado del esquema corporal de los neurólogos, la incidencia de una estructura libidinal inspirada en la doctrina de Freud, una imagen que se encontraría determinada por las relaciones sociales– así como también contribuyó a demostrar la crucial importancia de esto.
En lo que se refiere más específicamente a la clínica que nos interesa, anotemos que en esta, x siempre es la misma aún en la diversidad de los envoltorios, de los que brevemente hemos resumido los rasgos, podemos considerar una articulación precisa en Jacques Lacan a partir de lo que designaba como objeto a. Lacan hacía observar que si la palabra autonomía tiene algún sentido cuando se le relaciona con la realidad humana, no es del lado del sujeto, sino más bien del lado de este objeto en tanto éste determina fundamentalmente todo lo que para el sujeto toma valor de realidad10. Esta autonomía del objeto es particularmente reconocible en el campo de las psicosis, lo vimos, detenidamente bajo la forma del objeto persecutorio. Sin embargo ella se observa igualmente en otras modalidades, según las diversas estructuras clínicas.
El objeto a, como se sabe, no es por eso algo que se pueda indicar en la realidad. Es este objeto que Freud llama objeto de la represión, y que a ese título determina el deseo del sujeto, sin poder jamás ser directamente identificado. El objeto orienta lo que busca y apuntala al sujeto a través de sus demandas, sus actos, sueños, síntomas, lapsus, chistes, etc. Pero este objeto no es nunca asible como tal. Es definido como objeto perdido en la doctrina del psicoanálisis, puesto que está directamente ligado a la represión que emplaza, para un sujeto, el acceso al lenguaje. Si Lacan lo designa simplemente con una letra “a”, es para subrayar que éste resulta de la pérdida que supone el lenguaje, de toda relación “directa” a lo que apuntala el deseo. Este objeto no es entonces objetivamente definible: no tiene más sentido reconocible que una letra del alfabeto.
Después de su análisis del “estadio del espejo”, Lacan pudo demostrar de manera muy articulada cómo la imagen del cuerpo –la imagen especular– para cada cual, no podía tomar una forma y una consistencia reconocibles, sino a condición de representar la pérdida, la ausencia en la realidad del objeto a. Estos análisis nos parecen constituir un preámbulo necesario al abordaje de la cuestión de la identidad en psicopatología. Consideremos su resultado: para que un sujeto pueda reconocer su propia imagen o la de otro, debe poder recibirla como un símbolo, es decir, como indicando la pérdida, la ausencia de algo. Un símbolo no vale efectivamente sino porque este indica la ausencia de algún objeto. Es en este sentido, para indicar brevemente de qué se trata todo esto, que no podemos reconocer nuestra imagen sino según esta condición previa de la represión del objeto a.
Lacan subrayaba esto escribiendo la fórmula de la imagen del cuerpo: i(a). Ésta fórmula designa la imagen i en tanto obtiene su consistencia de un objeto, anotado a, del que viste su ausencia. Para ilustrar de manera inmediata posible lo que indica esta noción, basta dar cuenta cómo, para cada cual, la imagen del cuerpo y la apariencia pueden ser el objeto de una atención inquieta y nunca satisfecha: como si faltara siempre algo. Esto que se observa fácilmente tanto en la clínica como en la vida cotidiana. Es porque la imagen del cuerpo representa una falta, falta que puede ser vivida de forma insatisfactoria, incompleta, o incluso como extrañeza.
Esta estructura de la imagen del cuerpo se revela de manera muy pura, y separada en sus elementos, en el síndrome de ilusión de Frégoli. Los elementos aparecen claramente disjuntos: la imagen, por un lado, deshecha y desarticulada mientras que por el otro lado, el retorno recurrente de un objeto que no está reprimido o “perdido”, no falta, sino que se encuentra identificado y nombrado por el sujeto como siempre lo mismo.
Es en esto que podemos observar como esta fórmula anotada i(a) reenvía concretamente a la ligazón de elementos que los trabajos que evocábamos más arriba habían revelado en la psicosis como en estado aislado. Esta fórmula indica cómo Lacan pudo retomar –insistiendo en ello mucho antes de la formalización– el estudio de estos fenómenos de descomposición especular y de desdoblamiento bajo sus diversas modalidades. La escuela francesa por otra parte había comenzado a señalar estos fenómenos de reduplicación de la clínica de las psicosis, primero aislado bajo la forma del “eco del pensamiento” por Séglas, y después situado por Clérambault como principio del síndrome de automatismo mental11.
La articulación de estos hechos da los medios para despejar en términos estructurales las coordenadas de la clínica de los falsos reconocimientos psicóticos y mostrar que –el nombre, el objeto y la imagen– son aislables en el síndrome de ilusión de Frégoli. A continuación nosotros lo señalaremos brevemente.
En este síndrome el nombre propio está reducido a la función de un nombre común y único. Es el nombre del perseguidor, identificado en los “otros” que el sujeto se encuentra y en los elementos desunidos de su propio cuerpo. Lo que nombra el nombre único que comanda y prevalece sobre la función simple del nombre propio tiene por propiedad volver al sujeto bajo la forma de una identidad real y unívoca, aquella de una significación impuesta. Esta x designa así, en la psicosis, lo que es anotado como a en la fórmula de la imagen i(a), es decir el objeto. Pero, si bien este objeto no es en principio nunca identificado por el sujeto en la neurosis, está identificado y hasta constituye el pivote de una sistematización articulada en el delirio.
La reducción del nombre propio a un estatuto de nombre común se duplica entonces de una reducción del nombre común al objeto. Al hacerse esto, el nombre pierde lo que está en el fundamento de su operación –a saber, una identificación, pero en tanto esta identificación es siempre diferencial, en el orden del lenguaje. Un nombre solo identifica por diferencia de otros nombres. No se junta al real que nombra –salvo eventualmente en la psicosis, como es el caso aquí. Esto también es, desde un punto de vista clínico, uno de los rasgos más observables de este síndrome, a saber, que el nombre se junte con el objeto, identificándolo.
El síndrome de ilusión de Frégoli ilustra de manera precisa los efectos que derivan en la psicosis del fracaso de la operación de nominación, en tanto que ésta no permite designar bajo un símbolo, sino que identifica igualmente al propio sujeto de un modo simbólico, es decir, diferencial. La nominación se encuentra entonces comandada por un nombre único que identifica al objeto, el cual se reduce a un solo nombre subsistente: un nombre que es siempre el mismo.
Señalemos final y brevemente, a lo que de la imagen este síndrome nos revela. La imagen con la que tenemos que vérnosla está desligada de su consistencia y de su identidad de forma, para ser referida a determinaciones que son las del objeto, según modalidades que van de la conjunción unificadora con el Uno (el perseguidor), a la disyunción de este Uno en un desmembramiento del cuerpo del que solo las palabras de esos pacientes pueden permitirnos seguir las líneas de división.
La imagen no consiste aquí en una forma determinada por la puesta entre paréntesis del objeto: ella no es i(a). Se trata más bien de una estructura en la cual, habiendo fracasado el nombre en sostener su función de símbolo y de metáfora, deja a la imagen, ya sea junto al objeto, lo que se observa en los momentos de sistematización delirante, o separada de este, en el desmembramiento.
Bajo una u otra de estas dos modalidades, es el objeto quien toma todas las determinaciones de la imagen.
Se ve así como este pequeño síndrome, que le debemos al último periodo de la psiquiatría clásica francesa, prueba tener un gran valor clínico y doctrinal, no solamente en el campo de las psicosis. Ya que nos presenta en estado separado, como si se tratase de un análisis químico, dos elementos, i y a, elementos que nunca encontramos aislados de manera tan clara en la clínica de las neurosis.
Este síndrome saca también a la luz, exponiéndolo de manera muy pura, un hecho que testimonia igualmente la neurosis, pero de forma más oscura y difícil de cernir, debido a la represión: a saber, que es siempre el mismo objeto el que conduce, de manera repetitiva, la búsqueda del neurótico. Pero él, en principio, no puede nunca identificarlo, fuera de la angustia que le indica eventualmente su incidencia. Es a ese precio –no poder identificar el objeto de su deseo– que se mantiene corrientemente el campo del reconocimiento para un neurótico, es decir, lo que llamamos la “realidad” y nuestra propia imagen en la realidad.