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ОглавлениеCAPITULO 2
Verificación clínica de una descomposición elemental del reconocimiento en las psicosis: el ejemplo del transexualismo.
Acabamos de exponer de qué manera el síndrome de Frégoli permite descomponer en sus elementos el campo que designamos como del reconocimiento. Se trata tanto del registro de la imagen, entendido como eso que se deja reconocer y toma habitualmente sentido para el sujeto a título de la “realidad”. Esta dimensión del reconocimiento o de la imagen se encuentra, como se sabe, radicalmente insuficiente en la psicosis, de manera tal que la presentación de una imagen o de un sentido resulta ser ahí siempre precaria y amenazada. La falta no es aquí del orden del más o del menos, ella es estructural. Es por esto que en una psicosis –cualquiera sea la solidez aparente de ciertos edificios delirantes donde intenta suturarse esa falta– puede producirse siempre un derrumbe completo de las coordenadas imaginarias del sujeto, es decir, de lo que llamamos el reconocimiento12.
Nos proponemos indicar ahora cómo es posible reencontrar la descomposición elemental que permite el análisis del síndrome de Frégoli en otro síndrome psicótico. Tomaremos el ejemplo del transexualismo, que nos parece prestarse particularmente bien a esta prueba. Podemos efectuar la misma verificación apoyándola en otros síndromes psicóticos en los cuales una identificación del objeto viene en primer plano de modo suficientemente articulado, entiéndase sistematizado. Pensamos en el síndrome de sosias y en el síndrome de Inter.-metamorfosis ya mencionados13, pero también en el síndrome de Cotard, el síndrome de automatismo mental, o aún en la erotomanía, para no dar sino así algunos ejemplos en una dirección de investigaciones que todavía quedan, en gran parte, por explorar14.
El síndrome de Frégoli se presenta, lo hemos visto, como un disturbio del reconocimiento de las personas: el sujeto ya no identifica por su nombre propio, a los otros con los que se encuentra, sin tratarse en este caso, de un déficit de la memoria o de un falso reconocimiento en el sentido clásico. A estos nombres propios, él les sustituye siempre, idénticamente, un mismo nombre, el de un perseguidor al que atribuye los fenómenos de desmembramiento y xenopatía del que su cuerpo es objeto. En el caso princeps, la paciente indica que ese perseguidor, como el actor Frégoli, puede revestir el aspecto de cualquiera, sustituyéndose a los otros y actuando así sobre ella con apariencias prestadas.
Así, en el lugar de la imagen, de la apariencia o de la ropa de esos otros con los que él se encuentra, el sujeto es llevado a identificar siempre el mismo. El mismo objeto x, dijimos, recurrente bajo la diversidad de envolturas y que el sujeto va a designar por un solo y mismo nombre propio. En el caso princeps es casi siempre la actriz Robine, que a menudo la paciente fue a ver actuar, que toma prestado esas imágenes que vienen a atormentarla.
Agreguemos que la imagen de su propio cuerpo, según las palabras de la paciente, está modificada por ese x e identificada a él: los fenómenos sensoriales que afectan a ese cuerpo, se encuentran en relación con ciertas modificaciones del cuerpo de la actriz, modificaciones en los ojos y sus párpados. Dicho de otra manera, el nombre de Robine designa algo cuyos efectos actúan sobre un cuerpo que no es exactamente un cuerpo propio, individualizado y particular, puesto que está parcialmente distribuido entre el de la paciente y el de Robine.
Tenemos que vérnoslas entonces con un cuadro clínico en el cual la imagen, aquella que es del otro, la de Robine, la del sujeto –se encuentra parcialmente o totalmente desprendida del nombre propio, para ser remitida a un mismo nombre cada vez. Ese nombre, por ese hecho, ya no es un nombre propio, sino que está proyectado sobre un estatuto de nombre común: ya no tiene la función de excepción individualizante del nombre propio.
En cuanto a la imagen, ella, en este caso, reenvía completamente a otra cosa de lo que caracteriza en principio su función y noción. Cuando hablamos, por ejemplo, de la imagen de nuestro cuerpo, –incluso cuando el estatuto de esta imagen no está determinado como unidad formal de un cuerpo, sino que desarticulado en diversos soportes. La imagen, tampoco admite la dimensión del “semblant”, es decir, de posibles variaciones o de una diferenciación de sí en los límites que permite esta unidad formal15. Esta imagen, al contrario, reenvía siempre al principio real de los fenómenos que padece la paciente: xenopatía, desmembramiento. Como lo hemos señalado, no es entonces a la imagen como tal que se refiere el nombre que designa a las imágenes de semejantes para la paciente16, sino, remite a ese x con modalidades reales, actuantes y esparcidas a través de los otros con los que ella se encuentra también en su propio cuerpo.
Vayamos ahora del síndrome de ilusión de Frégoli al transexualismo y a la clínica que este representa.
Se sabe de la importancia de la imagen para los sujetos transexuales. Pero, contrariamente a la dimensión de apariencia o de “semblant” que en principio comporta y que mencionamos más arriba, la imagen es para ellos el modo electivo según el cual intentan asegurar un ser que sea absoluto, es decir: libre de toda división y específicamente de aquella ligada a la diferencia de los sexos. Esta división encuentra en este síndrome la angustia de un desmembramiento del cuerpo emplazado en la clínica, que es tanto más radical y difícil de soportar, ya que en principio no puede ser designado en el registro simbólico, a saber, nombrado. Es por esto que estos sujetos están atados sin recurso al goce de una imagen de la que hablan con gusto, como de un envoltorio, de una vestimenta o de cualquier otro tipo de completitud. Esta completitud, buscada encarnizadamente corresponde muy exactamente a lo que llaman frecuentemente “la mujer”. No son las mujeres las que les interesan, tampoco los hombres, sino el designio de una imagen por fin asegurada en una identidad sin diferencia, fuera del sexo.
Tomemos como ejemplo una observación de Krafft-Ebbing, donde encontramos descrito de manera muy fina y precisa, por el propio sujeto, uno de los primeros casos confirmado de lo que llamaríamos hoy un síndrome transexual17: “pudiese ser sin sexo”, dice ese sujeto. Es patente que cuando él menciona la apariencia femenina que logra revestir, los vestidos o esa piel “femenina” de la que habla como de un doblez que lo envuelve no designa para nada una apariencia o una imagen en el sentido corriente, a saber, en el sentido en que la imagen participa de un cierto “semblant”. Él apuntala más bien a un ser que estaría fuera de la contingencia. La feminidad es así el nombre que él da a una substancia absolutamente real y no sexuada. Es en lo que no puede apaciguar el aislamiento y el desamparo que él describe, sino llevando sobre sí un pedazo material de esta substancia, ein Stück Weiblichkeit18, según sus términos, “un pedazo de feminidad” –como una joya o una prenda íntima–, que se preocupa de poder llevar permanentemente.
Esta función de la imagen para los transexuales esclarece lo que ellos buscan cuando piden –es muy a menudo el caso– ser declarados como mujer, en el registro civil. Cuando el transexual quiere ser dicho mujer, o nombrado mujer, su demanda no tiene, evidentemente, ninguna relación con la manera en que una mujer puede anhelar, en algún momento, ser tranquilizada a través del deseo de su pareja. Si ella solicita que le digan “mujer”, es porque ella sabe que ninguna imagen, ningún semblant, va a dar en este caso una identidad perfectamente segura, como lo avocábamos más arriba. Mientras que cuando un transexual lo pide, es en nombre de un ser que no participa, él, de ninguna manera del “semblant”, y que reenvía a lo imposible de una imagen a la cual realmente nada le faltaría. Es justamente por esto que puede parecer imprudente o poco informado de la investigación clínica dejar creer a alguien que esta demanda es sostenible –léase autorizar o realizar la operación reclamada.
Si el transexual pide que se le modifique su estado civil y el nombre que lleva –sea que se trate del apellido o solamente del nombre, siendo en todos los casos el nombre el que se apuntala en su principio y su función–, lo hace en referencia a algo del orden de una identidad absoluta, que él designa por el nombre de la mujer, y que encarna generalmente, según él, de manera incluso más real que las mujeres. Aunque reclama de una imagen femenina y a menudo la reivindica, a lo que apuntala el transexual es más bien a lo que él identifica en esta imagen, y que menciona regularmente cuando se lo interroga: es el real de un goce que llama y que siente a veces, un goce cutáneo de envoltura, de matriz, de completitud19.
El transexual aspira a un ser real, al cual junta la imagen. Este estatus de la imagen, como en el síndrome de Frégoli, nos reenvía a otra cosa de la que escuchamos en principio en ese registro. La imagen está identificada en los dos casos a una x de la que recibe sus determinaciones reales, al mismo tiempo que la destrucción de su consistencia de imagen. En el síndrome de Frégoli, lo que viene a ese lugar es un cuerpo xenopático y desmembrado, debido al perseguidor, donde el nombre, es la única isla identificable de ese desmoronamiento del registro imaginario. Mientras que en el síndrome transexual se trata de un cuerpo desmembrado, a menudo xenopático, que encuentra en el real del goce del envoltorio, el soporte de una identificación reivindicada a este goce.
Es este soporte el que el transexual invoca con el nombre de la mujer: nombre común al que viene a reducir su propio nombre, pero también sustancia real, por decirlo así, de la prueba a la cual se deshace toda imagen como tal. Es por esto, lo dijimos, que la demanda de estos sujetos de ser transformados en mujer –para referirnos a los casos más frecuentes de los transexuales masculinos– no estaría apaciguada por lo que se cree a veces poder proponerles, una rectificación de su cuerpo “que corresponda” a la imagen que se hacen de ese cuerpo, puesto que esta imagen, no es tal. En vez de representar, como lo hace una imagen, otra cosa, es decir, tener un valor diferencial, inscribirse en una escala de posibles variaciones y en fin, no terminarse en una significación que la volvería idéntica a sí misma, ella está tomada aquí en un valor de identidad no diferencial, exactamente como en el síndrome de ilusión de Frégoli. Esto lleva a decir de nuevo, que ella da cuenta de otro registro, y no del de la imagen.
Hemos recordado que Lacan da de la imagen del cuerpo, tal como ella se constituye en la dialéctica especular, en relación a la del semejante, una fórmula que escribe: i(a). Esta fórmula indica que la imagen i se produce de la puesta entre paréntesis de algo, anotado a, que es sustraído de su campo, y que el psicoanálisis aisló bajo el concepto de objeto. La “belleza” de la imagen, principalmente de la imagen del cuerpo, su poder intrínsecamente cautivante, al mismo tiempo que su variabilidad y su diferenciación en los límites de una forma, lo obtiene de ese objeto al cual se refiere, pero porque representa así la ausencia.
Provistos de esta escritura lógica mínima, i(a), volvamos a la comparación del síndrome de Frégoli y del transexualismo.
Observamos en estos un reparto homólogo entre el nombre y la imagen, sus funciones respectivas se encuentran retocadas por el efecto que hemos designado como una x identificada por el sujeto, causa del desmoronamiento de la imagen. El nombre propio es proyectado en los dos casos al nivel de un nombre, que es al mismo tiempo común y único. En el síndrome de Frégoli, como hemos visto, es el nombre del perseguidor, identificado a través de las imágenes de los otros con los que el sujeto se encuentra y también a través de las manifestaciones xenopáticas de su propio cuerpo20. En cambio en el transexualismo, es el nombre “la mujer” el que viene a designar una identidad ante la cual la del nombre propio se borra y no se sostiene más, puesto que ella debe ser modificada en el sentido comandado por ese: “la mujer”.
Lo que nombra el nombre –único– que comanda la función del nombre propio en los dos síndromes y la vuelve inoperante, tiene por propiedad volver al sujeto en forma de una identidad real y unívoca, la de una significación impuesta. Esta x designa lo que está anotado a en la fórmula de la imagen i(a), es decir el objeto, en tanto que este objeto, siempre el mismo, no es, en principio en la neurosis, identificado jamás por el sujeto, como lo señaláramos más arriba. Aquí este está identificado en los dos casos y constituye el pivote de una sistematización articulada del delirio.
Destaquemos sin embargo, a modo de diferencia que en el síndrome de Frégoli el sujeto concluye modificaciones de su cuerpo sólo a nombre del objeto que las causa, mientras que en el transexualismo, las cosas son en parte invertidas desde ese punto de vista: el sujeto concluye sólo a nombre del objeto que él identifica (la mujer) y con el cual él está identificado (como goce de envoltorio) a las modificaciones de su cuerpo, que él llama, en el sentido de una identificación a este objeto.
En los dos casos el nombre propio se reduce a un nombre común y ese nombre común, al objeto, el nombre revelando en sus equivalencias el carácter en este caso inoperante de la función simbólica que se supone debe inscribirse y representar. Él está adjunto al real que él nombra, es decir, que este identifica –puesto que es aparente, según las palabras de esos pacientes, que “Robine” en Frégoli o “la mujer” en el transexualismo, identifican alguna cosa.
De esta manera, la demanda del transexual de ser “nombrado mujer” encuentra en esta nominación el último término de su significación, en una tentativa de realización del sujeto. Esta realización debe entenderse literalmente, como una conjunción acabada del objeto: modalidad pura de la identidad, ya hemos tenido ocasión de destacarlo, que causa regularmente la desaparición del sujeto, en el sentido de su muerte subjetiva –en la medida misma en que la identificación del objeto ocupa, a partir de ahí, todo el campo.
Este retoque de la función del nombre, en el síndrome de Frégoli como en el transexualismo, pone entonces en primer plano una invalidación del registro del nombre propio. En el Frégoli, la imagen ya no le es articulada, puesto que ella ya no es nombrada aunque tome cualquier forma, sino con un único nombre, referido directamente al objeto. Y en el transexualismo, el nombre propio está igualmente expulsado fuera del campo, no representando ya al sujeto. No es poco común que este intente reparar esta carencia viniendo a poner el enigma que lo atormenta en manos de los tribunales, es decir, de la potencia nominadora, confundida aquí con la ley real, la que expresa el juez. El sujeto transexual identifica de una manera que quisiera perfecta y completa, el nombre de un objeto, donde quisiera encontrar una identidad estable, en otras palabras, sanar de la sexuación: este objeto es el que llama la mujer. Y si a menudo su demanda toma la forma de una reivindicación, lo que él espera de la ley es que ella simplemente tome acto de lo que implica, según él, este objeto –en tanto que este comanda el nombre.
En ambos casos y de manera más inmediatamente sensible en el transexualismo, es el nombre en tanto nombre propio que es recusado, es decir, que pierde su función de nominación. Ahora bien, el nombre propio, en cuanto este es sin significación, es lo que permite precisamente a un sujeto estar representado en el orden del lenguaje, siendo primero identificado a un lugar vacío, pero nombrado, a saber, comprometido en la operación y el intercambio de la palabra. Este lugar vacío, ese simple rasgo nominal recibido de sus padres donde un niño viene a ser representado primero, es la metáfora inicial que hace posible a las que seguirán –la palabra del sujeto.
El transexualismo, así como el síndrome de ilusión de Frégoli, ilustran de manera muy precisa los efectos resultantes en la psicosis, del fracaso de esta primera metáfora del sujeto, que simboliza el nombre propio. Este es comandado en los dos casos por un único nombre que identifica el objeto, objeto que deviene de vuelta pivote o principio de la nominación: único nombre subsistente, identidad –imperativo y persecutorio.
Respecto a la imagen, en fin, ella es puesta en evidencia, de manera prevalente en los dos casos, como forma persecutoria en el síndrome de Frégoli, y como ideal de “completitud” en el transexualismo. De todas maneras estas dos modalidades son bastante próximas, en primer lugar porque ambas están asidas como modalidades de lo Uno y, segundo, porque es habitual en la clínica ver invertirse los valores de lo ideal y de lo persecutorio.
Constatamos de la misma forma cómo la imagen con la cual tenemos que vérnosla en uno y en otro caso, está desligada de su consistencia y de su identidad de forma para ser referida a las determinaciones que son las del objeto, según una serie que va de la conjunción unificadora con el Uno (el perseguidor en el síndrome de Frégoli, “la mujer” en el transexualismo) a la disyunción de este Uno, en un desmembramiento del cuerpo donde las palabras de esos pacientes nos permiten seguir las líneas de la división21 según modalidades del espacio ciertamente muy diferentes a las que estamos acostumbrados a desplazarnos.
Dicho en otras palabras, si hay en verdad una prevalencia de la imagen, es según modalidades donde esta no es identificable con una forma determinada por la puesta entre paréntesis del objeto, es decir i(a). Se trata más bien de una estructura en la cual el nombre, habiendo fracasado en venir a colocarse en el primer lugar de representación del sujeto –que es propiamente la operación metafórica que coloca aquí los paréntesis, permitiendo a la imagen constituirse también como representación distinta del objeto–, la imagen va a ser de alguna manera volteada sobre su vertiente del objeto: ya sea conjunta a él, lo que se observa principalmente en los momentos de sistematización delirante, ya sea separada de él, en el desmembramiento
Bajo una u otra de estas dos modalidades, conjunción o disyunción, el objeto comanda, en lo que nos presentan esos dos síndromes, todas las determinaciones de la imagen. Esto nos conduce a hacer la hipótesis que en ambos casos habría una posible equivalencia de la imagen y del objeto, así como de su intervención recíproca: i (flecha para ambos lados) a. (Habría que dibujarlo, no escribirlo). Agreguemos que en el transexualismo, es a título de lo que hay de imposible en juntar i y a, a la vez que conjuntivo y disyuntivo, que puede escucharse la demanda de ablación del pene. En efecto este, como puro objeto real, pero esta vez bajo el modo de la presencia intolerable, persecutoria y de desecho en la imagen, es que los transexuales solicitan se les libere de él.
Concluyamos sobre la cuestión que nos interesa, de la descomposición del campo del conocimiento en esos dos síndromes. Si retomamos el conjunto de los elementos de la estructura, tal como esta parece, en lo esencial, darnos cuenta del uno y del otro, constatamos cómo sus elementos: nombre propio, nombre común, imagen y objeto, pierden, para los tres primeros, sus determinaciones propias en provecho de una atracción identificatoria del objeto bajo una forma de unificación. El nombre y la imagen fracasan en prevenir esta unificación, al fin, en introducir una función de diferenciación y de representación en sus respectivos registros.