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PREFACIO POR WADE DAVIS

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Este libro es una historia de amor que nos invita a adoptar las maravillas del reino botánico —todas las gloriosas especies de orquídeas y begonias, aráceas y fucsias, los delicados helechos y las fantásticas bromelias que florecen en la naturaleza y que pueden aparecer en nuestros hogares y vidas con tanta facilidad. Al compartir la forma en que las plantas transformaron su vida, Summer Rayne Oakes ofrece una guía práctica que te permitirá descubrir, al igual que ella, una relación que es a la vez gratificante y reveladora.

A medida que Summer Rayne narra su encantadora travesía —que la condujo de ser una excéntrica activista ambiental y modelo internacional que trabaja y vive en su departamento urbano a convertirse en una gurú de la horticultura inspirada por las plantas—, nos confronta con una paradoja fundamental: todos amamos la naturaleza. Las plantas representan 80 por ciento de la biomasa del planeta y, sin embargo, la mayoría de nosotros sabe relativamente poco sobre botánica. Podemos conocer cientos de nombres populares, pero somos incapaces de nombrar una sola especie de plantas florales.

Las plantas son la base de toda existencia sensible. El milagro de la fotosíntesis permite a las hojas de color verde aprovechar la energía del sol para producir alimento y liberar oxígeno a la atmósfera, sin la cual ninguno de nosotros podría vivir. Se alienta a los niños de todas las naciones a recitar eslóganes patrióticos, versos, plegarias y cancioncillas populares; no obstante, ni a uno en un millón se le pide comprometerse con la fórmula de la vida: el ciclo metabólico mediante la cual el dióxido de carbono y el agua, estimulados por los fotones de luz, se transforman en carbohidratos y oxígeno.

Con esto no pretendo emitir un juicio, ya que yo también fui educado sin conciencia del profundo significado que tienen las plantas. Al igual que Summer Rayne, crecí con un gran aprecio por la naturaleza y pasé muchas horas explorando los bosques y las montañas de mi hogar. Sin embargo, aunque con el tiempo haría un doctorado en biología con especialidad en etnobotánica, no fue sino hasta mi tercer año en la universidad que tomé una clase de botánica. Durante mi juventud, y sobre todo en mis años de preparatoria, asociaba la biología académica con el formaldehído, ratas en formol y técnicos con batas blancas en laboratorios escolares que olían a químicos. Sólo con el tiempo descubriría que mientras algunos profesores de biología pueden resultar aburridos, las plantas nunca lo son, y el estudio de la botánica es en realidad una ventana que se abre de par en par para revelar la esencia sagrada de la vida.

A los veinte años viví la abrumadora grandeza de la selva tropical del Amazonas por primera vez. Es algo sutil. Se avistan pocas flores y prácticamente ninguna cascada ni orquídea, sólo cientos de tonos verduzcos; una infinitud de figuras, formas y texturas. Sentarse en silencio implica escuchar el zumbido constante de la actividad biológica —la evolución, por así decirlo, trabajando a toda marcha. Desde el borde de los senderos las enredaderas azotan la base de los árboles y las heliconias y calateas dan lugar a las aráceas de hojas anchas que se trepan por las sombras. Por lo alto, las lianas cuelgan de inmensos árboles uniendo el tapiz del bosque en un solo tejido vivo.

En un inicio, dado que sabía muy poco sobre plantas, la selva tropical me pareció una maraña de formas, figuras y colores sin significado ni profundidad: hermosa en su conjunto pero, en última instancia, incomprensible y exótica. No obstante, bajo una lente botánica, los componentes del mosaico de pronto tenían nombre, los nombres sugerían relaciones y las relaciones adquirían significado. Esto, para mí, fue la gran revelación de la botánica.

Mi compañero en este viaje fue el difunto Timothy Plowman, el protegido del legendario explorador de plantas del Amazonas, Richard Evans Schultes. A mediados de la década de 1970, en una travesía inspirada por nuestro gran profesor (hecha posible por su generosidad e inspirada en todo momento por su espíritu), Tim y yo viajamos a lo largo de Sudamérica, atravesando los Andes para llegar a los bosques nublados y drenajes remotos que desembocaban en el Amazonas. Tim fue un mentor iluminado, amigo entrañable y botánico brillante —uno de los pocos capaces de reestructurar las clasificaciones taxonómicas con tan sólo sostener una flor a la luz.

Incluso mientras Tim y yo nos abríamos camino hacia el sur, recolectando diversos especímenes de herbario y grandes cantidades de material vivo destinados a los jardines botánicos del mundo, apareció un libro que causó revuelo, pues hablaba de la capacidad de respuesta de las plantas caseras a la música y la voz humana. A Tim todo esto le pareció una ridiculez.

—¿A una planta por qué diablos habría de importarle Mozart? —preguntó—. Y aunque le importara, ¿por qué habría de impresionarnos? Digo, las plantas se alimentan de luz. ¿Acaso eso no es suficiente?

Tim procedió a definir la fotosíntesis como lo haría un artista al describir el color. Dijo que en el crepúsculo el proceso se revierte y las plantas en realidad emiten pequeñas cantidades de luz. Se refirió a la savia como la sangre verde de las plantas, explicando que, a nivel estructural, la clorofila es casi igual al pigmento de nuestra sangre, con la única diferencia de que el hierro presente en la hemoglobina es reemplazado por el magnesio en las plantas. Habló sobre la forma en que crecen las plantas: una semilla de pasto produce 96.6 kilómetros de pelos radiculares en un día y 9,656 kilómetros en el transcurso de una temporada; un campo de heno exhala 500 toneladas de agua al aire cada día; una flor empuja su brote a través de casi ocho centímetros de pavimento; un solo amento de abedul produce 5 millones de granos de polen; un árbol vive 4,000 años. El tronco de una cicuta occidental, un milagro de la bioingeniería, almacena cientos de galones de agua y sostiene ramas adornadas con hasta 70 millones de agujas, las cuales capturan la luz del sol. Esparcidas sobre el suelo, las agujas de un solo árbol crearían una superficie fotosintética diez veces más grande que un estadio de futbol americano.

A diferencia de todos los botánicos que había conocido, Tim no estaba obsesionado con la clasificación. Para él, los nombres en latín eran como koanes o versos. Los recordaba con facilidad y, sobre todo, disfrutaba sus orígenes.

—Cuando pronuncias los nombres de las plantas —me dijo—, nombras a los dioses.

Entre nuestros múltiples descubrimientos botánicos durante esos largos meses de trabajo de campo hubo algunos nuevos alucinógenos, revelados mediante una serie continua de autoexperimentación. El profesor Schultes una vez bromeó al decir que Tim y yo nos comimos todo lo que encontramos en los bosques y setos de los Andes y la parte alta del Amazonas. Estas curiosas sesiones me inspiraron a compartir una epifanía con nuestro adorado y conservador profesor. En un pedazo de cartón que encontré tirado en el desierto, anoté un simple enunciado que más tarde pretendía enviar a Harvard por telegrama: “Querido profesor Schultes”, decía la nota, “Todos somos plantas ambulatorias”. Tim me sugirió ser precavido y, por fortuna, nunca mandé el mensaje.

Pese a que dicha misiva era inapropiada en ese momento, aun así transmitía verdades esenciales. La vida emergía del mar. Los animales caminaban. Las plantas se enraizaban en un lugar. Los animales desarrollaban órganos que concentraban todas las funciones esenciales para sobrevivir. Por el contrario, las plantas esparcían estas funciones a lo largo de todo el organismo, valiéndose de todo su cuerpo para respirar y crear alimento mediante los procesos de respiración y fotosíntesis. Al evolucionar, las plantas no desarrollaron cerebros porque una estructura de producción tan descentralizada no requería de ello. Toda superficie verde genera alimento. La maravilla de las plantas, como solía decir Tim, no es la posibilidad de que respondan a Mozart, Beethoven o los Beatles sino más bien la forma en que existen. Sugerir que se comunican con la esfera humana bajo nuestros términos es una presunción que revela, al igual que otras cosas, una falta de apreciación de lo que las plantas han logrado como organismos vivos a lo largo de millones de años de intensa presión y competencia evolutiva.

Esto no quiere decir que la ciencia haya esclarecido todo lo relativo al reino botánico. Como escribe Summer Rayne en este libro extraordinario, las plantas nunca dejan de maravillarnos debido a las inexplicables habilidades que poseen y a que desafían los límites de nuestra imaginación. Por ejemplo, está el caso de la Mimosa pudica, que comúnmente se ubica en las orillas de los caminos, conocida por muchos como “la planta sensible”. Al tocar sus hojas, éstas se cierran como mecanismo de defensa y sólo retoman su apertura original en superficies fotosintéticas totalmente expuestas al sol. Sin embargo, si se establece contacto físico con la planta varias veces, entonces en algún punto dejará de responder a los estímulos táctiles. Podríamos concluir que, de manera inherente, ya no percibe ningún peligro en ese tacto, lo cual sugiere cierto tipo de capacidad de memoria.

Otra señal de una intención deliberada por parte de las plantas se halla en las selvas tropicales templadas del noroeste pacífico. La base de estos bosques se compone de los micelios de cientos de especies de hongos. Los micelios constituyen la parte vegetativa de un hongo y son pequeños filamentos parecidos a un cabello que se esparcen a través de la capa orgánica en la superficie de la tierra, absorbiendo alimento y precipitando la descomposición. Un champiñón no es más que la estructura fructífera, el cuerpo reproductivo. A medida que crecen los micelios, constantemente se encuentran con raíces de árboles. Si la combinación de especies es la correcta, entonces ocurre un asombroso acontecimiento biológico. Hongo y árbol se unen para formar micorrizas, una relación simbiótica que beneficia a ambos seres. El árbol le proporciona al hongo azúcares creadas a partir de la luz solar. A su vez, los micelios aumentan la capacidad del árbol de absorber nutrientes y agua de la tierra. También producen sustancias químicas que regulan el crecimiento y que promueven la producción de nuevas raíces y mejoran el sistema inmunológico. Ningún árbol podría prosperar sin esta unión. Las cicutas occidentales dependen tanto de los hongos micorrízicos que sus raíces apenas perforan la superficie de la tierra, incluso aunque sus troncos se eleven hasta el cielo. Y la historia no hace más que seguir: en los últimos años, los investigadores han descubierto que algunos árboles individuales esparcen azúcares de forma selectiva a través de la red de micelios, asegurándose de que las plántulas del árbol madre sean prioridad; luego, en orden descendiente, proveen a las plántulas de la misma especie y finalmente a otros moradores botánicos del bosque. El árbol reconoce a los suyos, al igual que una madre puede detectar la presencia de su propio hijo.

Las plantas también pueden ver —o al menos así parece en un sentido de adaptación botánica. La Boquila trifoliolata es un género monotípico de plantas florales en la familia Lardizabalaceae, nativa de los bosques templados del centro y sur de Chile y Argentina. La enredadera produce un brote de hojas que imitan la silueta, tamaño y forma del follaje del árbol huésped. No obstante, si por casualidad los zarcillos se extienden para obtener el sostén de una segunda especie distinta, la misma vid de boquila individual producirá hojas que simularán la apariencia del segundo huésped. Para lograr tal prestidigitación, la enredadera debe poseer algún tipo de noción sobre la apariencia de sus vecinos, y la tiene: las células exteriores actúan como una lente rudimentaria que enfoca la morfología de ambas plantas huésped.

Todo esto es para decir que no hace falta invocar lo místico —o, en nuestra arrogancia, dotar a las plantas de atributos humanos— para apreciar su grandeza. Como expresa Summer Rayne en esta divertida e inspirada guía, con sólo plantar una semilla podemos asistir al desarrollo de todo el milagro de la vida botánica.

Cómo despertar el amor de una planta

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