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1 LA MIGRACIÓN MASIVA

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No llegaste a este mundo; saliste de él, como una ola del mar. No eres ningún extraño aquí.

—Alan Watts

········

Las plantas son hermosas y únicas. Crecen como quieren, sin presionarse por crecer como alguien más quiere que crezcan. Utilizo mis plantas para ver la vida con mayor claridad. Para entender que puede ser sencilla.

—Sarah Solange


Resultaba absurdo pensar que algún día viviría en una ciudad. Todo ese concreto y vidrio apilado, los ruidos fuertes, el cielo sin estrellas. Apuesto a que las ranas que dispuse cuidadosamente en cubetas para llevar a casa cuando era niña tampoco habrían imaginado que algún día abandonaría el campo.

Caminé por el sendero del bosque con paso ligero y rápido. Leí en alguna parte o tal vez escuché de un amigo de la infancia que los nativos americanos que vivían y cazaban en Pennsylvania eran tan silenciosos que cuando corrían por el bosque, apenas podían ser detectados por cualquier animal o enemigo. Me maravillé ante esta idea y aspiré a ser igualmente silenciosa.

Resultaba más fácil viajar en silencio por la mañana, después de un fuerte rocío o de una lluvia. Entonces los sonidos del lecho forestal se atenuaban y con frecuencia era el momento en que el canto de las aves llegaba a su punto máximo. Pasé zumbando por las cicutas, inhalando su aroma a pino y limón. Los helechos húmedos me hacían cosquillas en las espinillas con su tacto plumoso. El lecho forestal centelleaba con esteras de musgo color esmeralda y las hojas cerosas y perennes de las enredaderas: la baya de perdiz (Mitchella repens) y la gaulteria (Gaultheria procumbens). De vez en cuando, algo llamaba mi atención, lo cual requería una mayor inspección: una flor que no había notado antes, un insecto bañado en el rocío matinal arrastrándose por el envés de una hoja o un hongo de gelatina color naranja brillante que supuraba de la herida de la rama caída de un árbol. Si quería continuar estudiándolos, entonces los recolectaba. Luego escalaba el muro de piedra que separaba el bosque de nuestro césped recién podado.

A menudo conservaba plantas entre las páginas de un libro, las colocaba en pequeños hábitats interiores parecidos a un diorama y me apropiaba de algunas secciones del refrigerador para mis experimentos científicos. Antes de cumplir cinco años, desaparecí con un regalo de cumpleaños para mi hermano que nunca utilizó, un hermoso microscopio elaborado en Alemania que venía equipado con cautivadoras diapositivas de vidrio que contenían finas rebanadas de piel de cebolla, células de una hoja de musgo y diatomeas, así como una caja con portaobjetos vacíos que podía llenar con mis propias muestras. Le saqué todo el provecho posible a lo largo de una década durante mi infancia. Incluso ahora desearía tener un microscopio de buena calidad, ya que ofrece una oportunidad única de acercarse a la naturaleza —en sentido literal y figurado.

Aprendí a amar el bosque y todo lo que se hallaba en su interior. Tanto así que mis padres a menudo batallaban para hacerme volver a casa. Durante mi adolescencia, disfrutaba pasar casi todos los días del verano en el bosque y rara vez veía a mis amigos de la escuela. Pero nunca me sentí sola.

Además de aprender a amar la cualidad salvaje de la naturaleza, crecí observando la hermosa comunión que ocurre cuando los humanos y las plantas colaboran. Fuera del bosque, mi madre se enorgullecía del mantenimiento de sus inmaculados jardines florales. Las forsitias (Forsythia × intermedia) color amarillo brillante, que resplandecían como rayos solares en primavera, bordeaban nuestro terreno; las alceas (Alcea sp.) biflorales en tonos blancos, rosas y borgoñas aparecían erguidas como la guardia real de una reina y emergían de los suelos más rocosos; los tulipanes (Tulipa sp.) ataviados alegremente y las azucenas (Hemerocallis sp.) —portando los colores del atardecer africano— abundaban; el aroma almizclado de las flores de cempasúchil (Tagetes sp.) y zanahoria silvestre (Daucus carota) era notorio al agacharse para deshierbar; y el olor de los jacintos, las lilas y las peonias suaves como una almohada (Hyacinthus sp., Syringa sp., Paeonia sp.) y del tamaño de coles moradas llenaba el aire y se adhería al fondo de la garganta con los perfumes más embriagadores.

El jardín y el huerto, cuidados tanto por mi madre como por mi padre, eran igualmente impresionantes. Con poco más de dos mil metros cuadrados, este terreno poseía suficientes maravillas para complacer los sentidos, como la profunda acidez de los tallos de ruibarbo (Rheum rhabarbarum) y las brillantes grosellas rojas (Ribes rubrum) que mi madre utilizaba para preparar tartas y crepas. Cómo olvidar mi sabor preferido —la grosella (Ribes hirtellum), cuya piel rojiza y sabor a pectina se asemeja a una uva dulce pero agria. Fue en este espacio cultivado que aprendí a ser paciente, respetar y confiar en el reloj interno de otros seres vivos. Las plantas se desarrollan cuando se les proporcionan las condiciones adecuadas para alcanzar su potencial a su propio tiempo. Al inicio de la temporada, transportábamos estiércol de vaca compostado de la granja de mi tía, ubicada a un costado de casa, y lo esparcíamos generosamente por el terreno hasta que prácticamente nos cubría las espinillas. Las fresas, calabacitas, pepinos, espárragos, lechuga, melones, chícharos, frijoles y jitomates amaban este fertilizante natural y siempre obteníamos muchas más frutas y verduras de las que podíamos comer los cuatro integrantes de la familia. Siempre resultaba divertido esperar a que la próxima cosecha estacional rindiera frutos o preguntarse si habría más frambuesas que en la temporada anterior. Anticipar su recompensa parecía aumentar mi curiosidad por las plantas que cosechábamos.

Quizás esta dulce anticipación es la razón por la cual aún me alimento de manera estacional lo más posible, algo que implica hacer una peregrinación al mercado local todos los sábados para comprar frutas y verduras frescas para las comidas de la semana (y para desechar los restos de comida compostada, producto de las compras de la semana previa). De cierta manera, la intencionalidad de este ritual me conecta con un eje de tiempo más amplio y menos apresurado que el horario de veinticuatro horas al que todos estamos sujetos.

En mi departamento tapizado de plantas me encanta preparar la comida entre el abundante follaje, pues me da la sensación de “acampar” al interior. Incluso en los meses invernales en el frío noreste, cuando todo al exterior parece gris y austero, la mayoría de mis plantas de interior aún exhiben mucha energía y vida —incluso ostentan alguna que otra flor clandestina, lo cual siempre es un regalo. El invierno pasado, mi Kleinia fulgens, también conocida como senecio coral o kleinia escarlata, me sorprendió gratamente con copiosos pompones color carmín, un contraste deslumbrantemente hermoso contra sus hojas de tenues tonos grises y verdes, y las ventanas congeladas detrás de ella. Una vez que empiezas tu travesía con las plantas, te das cuenta de que esta afirmación entre botón y flor te ayuda a saborear la relación de largo plazo que estableces con tu planta, sobre todo después de meses de darle una dosis diaria de cuidado, amor y atención.

Hablando de cuidado, amor y atención, mis padres pasaban mucho tiempo en el jardín; limpiando las malas hierbas, recolectando las calabacitas o cortando los espárragos o el ajo, dos plantas que parecían extenderse de forma espontánea una vez establecidas. Al ver a mis padres me daba la impresión de que había muchas cosas por hacer, pero no era un trabajo oneroso. En todo caso, pasar tiempo en el jardín y comer los frutos de nuestra labor durante la cena era lo más natural. De hecho, todo el proceso parecía ser de lo más placentero. Ensuciarse las manos de tierra era una forma de vida y había mucho que saborear en esos rituales sin adornos.

Me interesaba el cultivo de flores y verduras, pero me atraían más las plantas silvestres que se encontraban esparcidas por el césped y el bosque —e incluso como migrantes indeseadas en el jardín. Ellas parecían ser las intrusas: desenfrenadas y descuidadas, prolíficas y poco pretenciosas. Cada una era tan diferente de la otra y, sin embargo, todas parecían cohabitar inesperadamente bien. En retrospectiva, éstas son las plantas que me gustan incluso cuando las llevo al interior de mi casa —silvestres, desenfrenadas, un poco desaliñadas y colaborativas. Me han enseñado mucho sobre cómo aquellas personas que en un principio parecen escandalosas, molestas y caprichosas pueden ser apreciadas por su vitalidad, vigor y persistencia si se entiende su naturaleza, se las trata con amabilidad y se les imponen límites amorosos.

También aprendí, luego de estudiar las anchas y amarillentas páginas del ejemplar de 1974 que mi madre tenía del The Rodale Herb Book, que prácticamente todas las plantas a mi alrededor podían utilizarse para curar, calmar y nutrir. Plantas como el tusilago (Tussilago farfara), la verdolaga (Portulaca oleracea) y la jabonera (Saponaria officinalis) ya no sólo eran hierbas que arrancar, sino plantas que estudiar. Jugaba a ser farmacéutica, cocinera y química; hervía hojas de tusilago, comía verdolagas y trituraba las hojas de la jabonera para liberar las saponinas burbujeantes de las cuales toma su nombre. Incluso antes de que existiera equipo de laboratorio de lujo para aislar alcaloides y esencias de plantas, alguien lo notó; alguien observó y experimentó con plantas para revelar sus propiedades únicas. Los secretos de la sanación y otros poderes potenciales de la naturaleza están al alcance de nuestras manos. Sólo tenemos que estar dispuestos a buscarlos.

Fue difícil dejar atrás esos hermosos bosques, campos, huertos y jardines. Me mudé a la ciudad de Nueva York para trabajar. Es el lugar donde me imaginaba experimentando con la vida y alcanzando mi “máximo potencial” —al menos desde el punto de vista profesional. Además, el trabajo que he realizado aquí hubiera sido más difícil de lograr viviendo en el campo de mi infancia. Pasé alrededor de quince años en el mundo de la moda, produje películas e incursioné en la escena de las startups con mis propios negocios. Al trabajar con otros creativos y emprendedores, viviendo una vida acelerada en la ciudad, descubrí que alcanzar tu “máximo potencial” a menudo conlleva sacrificios.

Cuando era niña, en la década de los noventa, recuerdo haber escuchado un reporte en la radio que decía que dentro de poco tiempo las personas que vivían en ciudades superarían en número a aquellas que residían en áreas rurales y suburbanas. En efecto, hace unos diez años esa predicción de migración masiva se hizo realidad: en Estados Unidos casi 81 por ciento de la población ahora vive en zonas urbanas, incluyéndome.¹ Y de la población general, 66 por ciento de nosotros, los millennials —o gente nacida entre 1980 y 2000, de acuerdo con muchos psicólogos, se ha mudado a las ciudades y áreas metropolitanas periféricas como insectos que revolotean alrededor de faroles de la calle al anochecer.² Como resultado, por primera vez desde la década de 1920, el crecimiento en las ciudades estadunidenses supera el crecimiento de las zonas rurales. En la actualidad, 55 por ciento de la población mundial considera los centros urbanos su hogar,³ una estadística que crecerá 13 puntos porcentuales para 2050. Esto significa que tanto las ciudades pequeñas como las de mayor tamaño se expanden con rapidez, al menos parcialmente, debido a que la gente de mi generación se ha mudado a ellas.

Un sinnúmero de estudios y opiniones ha circulado sobre las tendencias de los millennials. Vivimos de forma distinta a las generaciones previas. Solemos posponer el matrimonio porque queremos permanecer en la bienaventuranza de la soltería. También postergamos las hipotecas; no porque no queramos ser dueños de nuestro propio hogar, sino porque no podemos pagarlas, sobre todo si estudiamos la situación de los bienes raíces en nuestras amadas ciudades. Sin embargo, ninguna de estas tendencias explica el éxodo desde nuestras espaciosas e idílicas tierras natales.

Mis amigos citan algunas razones clave para su migración: más gente, más ideas, más innovación. En la ciudad puedes crear y reinventarte una y otra vez. Es un ecosistema antropocéntrico vivo. Las oportunidades, por lo general, se presentan por estar en el lugar indicado, conociendo gente y exponiéndote. Teóricamente, esto ocurre más en las ciudades porque, al igual que los electrones del sol, nos encontramos con mayor frecuencia. Y quieres tener más oportunidades de este tipo porque cuando entras en la edad “productiva” se vuelve un mandato “ganarte la vida” (en vez de sólo “vivirla”), necesitas claridad para decidir en qué lugar encontrarás empleo. Si tienes que hacer algunas concesiones en el camino, que así sea.

Con frecuencia digo que sería maravilloso tener un patio trasero otra vez. ¿O acaso me atrevería a soñar con un bosque en donde pasear? Me detuve en una tienda de plantas de mi localidad y compartí la noticia de que buscaba un terreno a las afueras de la ciudad. La joven cajera detrás del mostrador suspiró y dijo:

—Ése es el sueño de todos los que trabajan aquí.

Claro que me encontraba con personas que seguro amaban convivir con la naturaleza, y aunque sé que mucha gente no siente lo mismo, también sé que otra sí lo hace. Nunca pensé mudarme a la ciudad antes de entrar a la universidad, y una vez que lo hice, nunca preví que permanecería ahí durante tanto tiempo. Pero mi anhelo de espacio, de naturaleza y de esas bendiciones silenciosas que la acompañan tuvieron que ser relegadas por otros proyectos que consideré de mayor importancia que un huerto.

Los sacrificios no siempre terminan con una mudanza. La búsqueda de la satisfacción laboral y la satisfacción personal son metas que muchos perseguimos, vivamos en una ciudad o no. Muchos de mis compañeros han abandonado sus empleos porque el trabajo no era suficientemente satisfactorio o atractivo. Una encuesta de 2016 de Gallup lo confirma: 71 por ciento de los millennials se siente desconectado o desmotivado en el trabajo, lo cual nos convierte en la generación más desmotivada de Estados Unidos.⁴ Esta falta de motivación se traduce en la búsqueda y cambio frecuente de trabajo. Los millennials cambian de trabajo mucho más que las generaciones previas y un reporte muestra que son tres veces más propensos a renunciar a su trabajo que los empleados de otras generaciones. Pese a que otros reportes muestran que la diferencia no es tan dramática, la tendencia a largo plazo revela que en definitiva cambiamos de trabajo mucho más de lo que nuestros padres y abuelos lo hicieron a nuestra edad, aunado a las presiones de una menor seguridad laboral y jornadas más largas de trabajo.

Estas estadísticas podrían sugerir que los millennials dejan su trabajo con gran facilidad, pero en mi experiencia no es el caso. El “cambio de carrera” es uno de los principales temas de estudio en grupos de meditación y discusión con amigos. Casi todos mis amigos que cambiaron de trabajo —o dejaron su trabajo en busca de una nueva carrera— sienten inquietud, incertidumbre, estrés e incluso culpa.

A esto hay que agregar el hecho de que la mayoría de nosotros tiene una vida ajetreada; estamos tan ocupados que apenas nos damos permiso de tomar una pausa. Cuando lo hacemos, socializamos sobre la marcha y no necesariamente en persona. Hemos reemplazado nuestro tiempo de convivencia social con las redes sociales —más del 90 por ciento de nosotros las utiliza y algunas investigaciones muestran que pasamos horas al día revisando, comentando y dando “likes”. Sí, las redes sociales pueden resultar útiles (mi consejo es involucrarte únicamente con grupos enfocados en cosas que te gustan —como las plantas— y dejar de revisar tu feed), pero también pueden causar depresión. En 2016, un estudio de gran escala en adultos jóvenes de entre diecinueve y treintaiún años reveló que los participantes que utilizaban múltiples redes sociales eran mucho más propensos a desarrollar un aumento en los síntomas de depresión y ansiedad.⁵ Nunca antes en la historia de la humanidad habíamos sido capaces de ver y conocer tantas cosas. Eso es maravilloso cuando se trata de investigar sobre tu materia favorita, pero no a nivel emocional. Lo que es más, el “miedo a perderse de algo” o FOMO (fear of missing out) nos lleva a expandir el círculo de personas que nos ofrecen un vistazo a su vida, lo cual provoca que sintamos que la nuestra de alguna manera es inferior. Las imágenes curadas y poco realistas asociadas con las redes sociales pueden derivar en lo que mi amiga Nitika Chopra llama “síndrome de la comparación y desesperación”.

Si sustituimos a nuestros amigos de carne y hueso por las redes sociales y alternamos entre múltiples plataformas —durante nuestro horario de trabajo o al pasar tiempo con nuestra familia—, ¿realmente es de sorprender que estemos más ansiosos que nunca? Nuevas investigaciones sugieren que mi generación pasa prácticamente dos meses al año con estrés. Además, alrededor del 67 por ciento de los millennials —un porcentaje muy superior al de las generaciones anteriores— reporta que el estrés económico no sólo interfiere con su capacidad de concentración y productividad en el trabajo, sino que además afecta su salud.⁶

En Estados Unidos, el estrés producto del estado de nuestras finanzas puede deberse, en parte, al hecho de que aunque somos una generación más educada, hoy en día los egresados de las universidades cargan con deudas de casi 37,000 dólares en préstamos estudiantiles. Una encuesta de Gallup en 2014 mostró que los egresados que poseen una deuda de más de 50,000 dólares tienen menos posibilidades de desarrollo que los estudiantes sin préstamos en cuatro de cinco áreas, incluyendo propósitos, bienestar financiero, comunitario y físico.⁷ Por si esto fuera poco, 33 por ciento de los adultos jóvenes en Estados Unidos, sobre todo aquellos que rondan los veinte años de edad, vive con sus padres o abuelos en gran medida para “ahorrar” porque su trabajo es mal remunerado o aún está en busca de uno. Resulta difícil saber si estas deudas tienen consecuencias emocionales o si estos retos simplemente coexisten, pero a partir de reportes anecdóticos con pares y aquellos que están a punto de graduarse, el dolor —o más bien el estrés— es real.

Encontrar el equilibrio en medio del caos es esencial. Por fortuna, muchos hemos desarrollado estrategias saludables y sensatas para reducir el estrés y la ansiedad, desde meditación hasta rutinas de ejercicio. Aunque ejercitarse o meditar puede hacerse de forma individual, los entrenamientos y las sesiones de meditación en grupo se han vuelto cada vez más populares, lo cual nos permite empezar a crear una comunidad fuera del trabajo.

Todos éstos son avances positivos. Sin embargo, aunque somos expertos en conectarnos a través de nuestros dispositivos y redes, estamos desconectados del mundo natural, a pesar de que a nivel intuitivo sabemos que pasar tiempo de calidad al aire libre y estar en presencia de plantas brinda equilibrio, energía y tranquilidad. Existe evidencia de que estamos tratando de remediar esta situación. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Jardinería 2016, 6 millones de personas comenzaron a realizar actividades de jardinería dentro y fuera de sus hogares ese año.⁸ De esos individuos, 5 millones eran millennials. En mi caso, el hecho de que mi propia predilección por las plantas haya generado tanto interés entre diversos grupos me da la esperanza de que estamos tomando las medidas necesarias para traer más equilibrio a nuestras vidas al incrementar nuestra conexión con la naturaleza. Sin importar la edad que tengas o la etapa de vida en que te encuentres, este libro te ayudará a conseguir esa meta.

Te aseguro que no tendrás que renunciar a tu trabajo, empacar tus maletas y mudarte al bosque, aunque tampoco estoy en contra de ello, ¡sobre todo si ahí es donde se encuentra tu verdadera vocación! Existen múltiples maneras prácticas de conectarse con el mundo natural, así como de enriquecerse y conectarse con el momento presente. Dedicar una pequeña porción del día a reconocer y observar plantas, por ejemplo, es una manera simple pero poderosa de hacerse más centrado y consciente —una técnica que compartiré dentro de poco. Además, como aprendí a través de la intuición, el interés y la experiencia, incorporar plantas a mi vida me permitió vincularme con una ciudad que en un inicio no era un hogar para mí. Al cultivar mi propio espacio verde, convertí la ciudad de Nueva York en mi hogar. Mi deseo es que experimentes la belleza, la tranquilidad y la alegría que resultan de la cercanía con las plantas —ya sea una pequeña pero encantadora suculenta que te saluda con sus brazos regordetes desde el alféizar de la ventana de tu departamento; una pandilla heterogénea de hierbas de cocina que te provea hojas frescas de albahaca para realzar tus ensaladas, ramitas de romero para sazonar papas rostizadas y menta para tu té que alivia el estómago; o quizá, si estás preparado para hacerlo, crear tu propia versión del hogar selvático que amo.

No obstante, cultivar tu propio espacio verde implica mucho más que sólo comprar un puñado de plantas para adornar el alféizar de tu ventana, balcón o patio trasero (¡suertudo!). Para realmente forjar una relación con las plantas que formarán parte de tu vida, el primer paso es simplemente cambiar de mentalidad. En este libro te enseñaré cómo hacer que el mundo de las plantas —que hasta ahora ha pasado inadvertido, aunque esté frente a tus narices— se abra ante ti. Este pequeño cambio puede enriquecer tu vida a medida que descubres la discreta dignidad de las plantas y sus acciones, las cuales se enraízan, crecen, brotan, florecen y marchitan con valentía, en ocasiones bajo malas condiciones; que limpian y regeneran de forma silenciosa y eficiente el aire que respiramos y crecen a tu alrededor. Te mostraré cómo desarrollar habilidades que, si practicas, permanecerán contigo para siempre y te permitirán cosechar todos los frutos que las plantas ofrecen. Cuando combinas tu capacidad de entender las necesidades de las plantas con los fundamentos que te enseñaré, no sólo tendrás plantas hermosas que enriquecerán tu vida, sino también una educación y perspectiva que podrás llevar contigo adonde vayas.

En un momento oscuro de mi vida, mi relación de siete años había terminado, había abandonado mi trabajo y me encontraba totalmente sola. Mi mejor amiga me regaló mi primera suculenta para decorar mi departamento nuevo, minúsculo y vacío. La coloqué en la ventana de mi recámara. Poco a poco comencé a aumentar mi colección de plantas, aprendí más sobre ellas, sus necesidades específicas de luz solar, agua y tierra, y me esforcé por hacer que cada una de ellas creciera. Es probable que esa pequeña y primera planta se haya propagado unas cien veces, ofreciendo pequeños brotes de suculentas a muchas personas. Me resulta de lo más terapéutico pensar que la planta que me ayudó a sobrevivir ahora comparte mucho de sí misma con otros. Me ofrece una imagen muy clara de cómo el amor y la luz pueden esparcirse a lo largo del mundo. —Sarah C.

Referirse al cuidado de las plantas como un pasatiempo minimiza lo que en realidad ofrecen estos seres. Las plantas utilizan una constelación de poderes que despiertan el intelecto e incitan el alma. A nivel superficial, pueden resultar agradables a la vista, pero debajo de su quietud ocultan una enorme profundidad y contradicción. Esperan y añoran ser comprendidas. Buscan, como cualquier otro ser vivo, desarrollarse y no sólo existir. Esta tarea no es tan sencilla como parece. Las plantas evolucionan a la par de nuestras percepciones. Cuando trabajamos para infundir vida a las plantas, ellas a su vez nos llenan de vida a nosotros. —Chris Siriphand

EJERCICIO PARA COMENZAR A SEMBRAR: REFLEXIÓN


¿Conviviste con plantas o realizaste alguna actividad de jardinería durante tu infancia? De ser así, ¿cuáles fueron algunas de tus experiencias más memorables? Si estas experiencias ocurrieron en una etapa más tardía de tu vida, reflexiona acerca de ellas. Si aún están por ocurrir, ¿qué ideas tienes para incentivar una mayor comunión con las plantas, la jardinería o la naturaleza?¿Hubo una persona o un grupo de personas en tu vida que influyeran o fomentaran tu interés por las plantas?, ¿de qué manera?¿Cómo crees que ha cambiado tu actitud respecto a las plantas a medida que has madurado?

Cómo despertar el amor de una planta

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