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Los sobrevivientes se ponían tristes por el recuerdo de los compañeros muertos y ocultaban la alegría de estar aún vivos. Era la cortesía de los vivos frente a los muertos. Sin embargo, esa cortesía era invención de los propios vivos, por lo que en cualquier momento podía ser rota. En el mundo de los hombres el licor servía para romper esa costumbre.

El campamento Sotogomi estaba apenas a unos doce kilómetros de la frontera. Por esa razón, la disciplina era rigurosa. Todas las mañanas tenían entrenamiento en el cuartel y prácticas al aire libre, y en las tardes hacían reparaciones o aseaban el campamento. Para ellos no había domingos, pero, desde mediados de septiembre, cuando terminó el intercambio de rehenes según el Acuerdo de Armisticio, les daban permiso de salir los domingos a quienes lo solicitaban.

Los que tenían permiso de salida iban, en general, a la cantina o al prostíbulo, según les alcanzara el dinero.

Apenas firmado el Acuerdo, aparecieron los activos comerciantes alrededor de los campamentos. Instalaron cantinas ­atendidas por chicas, y prostíbulos cuyos clientes, naturalmente, eran los soldados. En esos días ya había varios de estos negocios, y los padrotes tenían unas cuantas prostitutas.

Los soldados, como vertían el licor en el estómago vacío, por quítame allá esas pajas armaban broncas o iban a desfogarse con las putas. Querían sentir la alegría de vivir mediante el trago y el sexo.

—¿Vamos? Todavía me queda dinero del que me mandó mi viejo —dijo Jyonte preparándose para salir. Cada domingo Jyonte traía permisos no sólo para él, sino también para Tongjo y Yungu.

Su padre le mandó dinero cuando estuvo internado en el hospital militar. Antes de la guerra, su negocio andaba bien. Importaba grasa de res, materia prima para fabricar jabón. La guerra arruinó el negocio y ahora se recuperaba con otro en Pusan, a donde había llegado huyendo de la guerra. Esta vez tenía que ver con el azúcar.

Cuando se le subió la bebida en aquel tenderete humilde, Jyonte sacó dinero de su bolsillo, lo llevó a su nariz y lo olió.

—¡Ah!, este dinero huele a azúcar. No está bien usarlo para tomar algo agrio —y agregó dirigiéndose a Yungu—: Bueno, a pasar lista a las chicas.

Luego miró a Tongjo y le alcanzó unos billetes.

—Cómprate unos caramelos y vete a escribir unos poemas románticos.

Cuando esto ocurría, Yungu se ponía detrás de Jyonte sin decir ni pío. No tenía por qué rehusar la oportunidad de gozar sin gastar su dinero.

Jyonte se burlaba de Tongjo por sus principios morales respecto a las mujeres, pero no le exigía que los acompañara, lo que éste agradecía.

Tongjo se compró una cajetilla de cigarrillos y, como otras veces, subió la colina detrás del campamento. Allí había pinos talados para reparar las instalaciones y para leña. Sentado sobre un tronco cubierto de hierbas para protegerse de la resina, se sumergía tranquilamente en su propio mundo. Ese día, sin duda, recordaría a su enamorada Sugui.

Junto al campamento, debajo de la colina, había terreno yermo con rastros de haber sido campo de cultivo. En esos tres años la tierra, que ignoraba pala y azada, mostraba manchas amarillas y toscas en varios lugares llenos de hierbas silvestres que estaban más amarillas que la vez pasada. Sobre ellas caía el pleno sol de aquel 10 de octubre que maduraba toda clase de frutos.

Aunque en comparación con Jyonte y Yungu había bebido la mitad, sentía que le quemaba la cara. Quizás era por estar observando un otoño de cosechas. El viento lo refrescaba. En su memoria, Sugui era un fruto: durazno. No el que tiene cáscara lisa. Tampoco el durazno muy blando. No se acordaba del nombre de ese durazno, aunque podía describirlo: blanco, de piel no tan lisa y un poco durito.

En una época, para ver su perfil, cambiaba de asiento. Entonces aparecía su rostro mirándole de frente, y cada vez era diferente, según la dirección de la luz y el ángulo de la mirada. Cuando la luz le llegaba desde atrás o desde arriba, todo quedaba en sombras, excepto la línea de la nariz donde resaltaba la punta. Alrededor de la punta, y encima de las fosas nasales, aparecía algo blanco envolviéndola. Eran las finas pelusas que comúnmente no se le notaban; semejantes al polvo blanco que aparece en las uvas o en los caquis, pero era más suave y le daban muchas ganas de borrarlo con su aliento en vez de limpiarlo con la mano.

Hace dos años fueron al hotel de Jeunde, la noche anterior a su ingreso en el ejército. Ella le propuso una despedida sólo de los dos, y entonces juntaron todo su dinero para ir al hotel. Esa noche cayó mucha nieve y trasnocharon allí. Se besaron incansablemente; Tongjo la besó toda, hasta la punta de la nariz y encima de las fosas nasales. A la mañana siguiente habían aumentado a tres las líneas de uno de los párpados de ella. Los dos, al ver los párpados dispares, rieron como niños. En ese momento, brillantes rayos solares entraban por la ventana y alumbraban un lado de su cara; entonces apareció ese algo blanco alrededor de su nariz. Tongjo habló para sí: “Pelusas tan finas y tan suaves; difíciles de quitar”.

Bajó de la colina y entró a la tienda grande frente al campamento.

El dueño, un cuarentón que sacudía el polvo de sus mercaderías, le saludó:

—Buenas tardes, ¿en qué le puedo ayudar?

Tongjo dirigió su mirada hacia las frutas amontonadas: manzanas, peras y caquis.

—Disculpe, hay varios tipos de durazno, ¿verdad?

El dueño quedó un poco perplejo ante pregunta tan inesperada y lo observó.

—Es que tengo una curiosidad. Fuera de los duraznos blandos y de cáscara lisa, ¿qué clases de duraznos hay?

—Pues… —el dueño, desilusionado, no respondió gustoso—. Hay más variedad de manzanas que de duraznos —agregó. Seguramente pensó que los soldados eran la mayoría de sus clientes.

—Uno que no es tan blando y que no tiene la cáscara lisa…

—Pues… que no sea blando… Hay uno que se llama durazno celestial. La cáscara y la pulpa son rojas. Tiene punta aguda y hendiduras como líneas.

—Algo blando… cuya cáscara es blanca y con pelusa.

—¡Ajá! Ése es el durazno blanco. Tiene pelusas muy finas, su pulpa es dura y blanca. Es rico. Aquí tengo una lata de ese durazno.

El hombre sacó del estante una lata, le quitó el polvo y se la alcanzó.

—Es de ese durazno blanco.

En la lata había una imagen descolorida de dos duraznos redondos, uno casi encima del otro. Tenía escrito en rojo: “durazno blanco”.

Tongjo le devolvió la lata. No porque no tuviera dinero, sino porque se le fueron las ganas al pensar en el durazno pelado y partido por la mitad. Preferible imaginárselo con la descripción del dueño y el recuerdo que tuvo en la colina hacía un rato. En la época de la cosecha de durazno del año entrante se fijaría mejor en su figura.

Volvió al campamento, ya estaban allí Jyonte y Yungu.

Yungu no le preguntó nada y se dirigió al pozo con su ropa interior y sus calcetines. Jyonte, que estaba echado, sí le preguntó:

—Oye, poeta, ¿por dónde anduviste tanto tiempo? ¿Tienes algún problema serio? Aguanta un poco más. Pronto te darán de baja, entonces verás a tu querida.

Luego se arremangó para mostrarle los brazos.

—Mira, la chica insistió en verme estas heridas, y cuando las vio, se enamoró de ellas. Dice que la carne que nace aquí es rojiza y suave. La besó, succionó, y no sé cuántas cosas más… Me dio asco. Le dije que si tanto le gustaban las heridas, le podía hacer una. ¿Sabes qué me contestó? Que ya tenía muchas. Heridas incurables. Y agregó que los dos heridos podríamos vivir juntos como una pareja ideal. ¡Dios mío! Esa maldita hablaba sin parar. Hasta que me hartó. Nunca más volveré allí.

Tongjo esperó que se durmiera Jyonte para escribirle a Sugui sobre el durazno. Le dijo que esperaba ver el durazno Sugui antes de la próxima cosecha del durazno blanco.

Los árboles en la cuesta

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