Читать книгу Saudade - Susana García Nájera - Страница 10

Madrid, miércoles, 6 de abril de 2009

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Esa misma mañana, Estrella vuelve a casa con su marido, al que había abandonado una semana antes; mil veces hubiera preferido volver por miedo, por comodidad o por simple cobardía, y no porque el nombre de su hija Patricia hubiera pasado a formar parte de una lista de desaparecidos.

En su vida había hecho y deshecho muchas maletas y ahora se encontraba delante de la más difícil. Llevaba horas haciéndola y apenas había metido nada. El terremoto ya había pasado, pero aún se sentían fuertes réplicas, por lo que el espacio aéreo italiano no se abriría hasta el día siguiente. Ella y Teresa, su otra hija, volarían a Roma entonces; allí, una persona del Consulado de España las estaría esperando. El secretario consular les pidió que fueran preparadas. ¿Preparadas para qué?, preguntó Estrella ensimismada. Al principio, pensó que se refería a la ropa, para que fueran abrigadas, pero en cuanto vio la cara desencajada de su marido supo al instante que no se refería al abrigo y se sintió a tan solo un paso de caer al abismo. ¿Cómo haces una maleta cuando vas a buscar a una hija que no sabes si está viva o muerta?

Estrella vuelve a marcar la tecla de rellamada en su móvil. Patricia sigue sin responder. Que no conteste a las llamadas, le había dicho el cónsul, no significaba nada, las comunicaciones se habían caído. Estrella trata de concentrarse en la maleta, pero lee en la televisión nuevos titulares del Canal 24 horas que vuelven con la noticia del terremoto. Sube el volumen. «Según los últimos datos oficiales, más de 150 personas han perdido la vida, cerca de 1.500 han resultado heridas y más de 50.000 han perdido sus casas. Los cuerpos de rescate buscan supervivientes bajo los escombros». Estrella baja el volumen todo lo rápido que le permite el machaque constante de su dedo pulgar contra la tecla de goma del mando y le da la espalda a la televisión. Le falta el aire. Esto, se dice, no le puede estar pasando a ella.

Suelta el mando sobre la cama y se dirige apresurada a la cocina. Sigue sin poder respirar. Se arrodilla deprisa frente al armario de la esquina, introduce el brazo y alcanza sin mirar un paquete de seis berlinas de azúcar rellenas de chocolate que comienza a devorar, casi sin masticar. Tarda muy poco en comerse la mitad y, aún con restos de chocolate en las comisuras de la boca y azúcar en los dedos pegajosos, se levanta agarrotada del suelo, sube despacio las escaleras hasta el último piso de la casa y entra al baño. Dentro, se encierra echando el pestillo y se arrodilla junto al váter. Solo cuando ha vaciado por completo su estómago, tira de la cadena y, mientras la cisterna se rellena, apoya la frente en la taza del inodoro y comienza a llorar.

Una hora más tarde, Estrella se ha duchado y se ha cambiado de ropa. Busca en uno de los cajones el libro de familia que le han pedido que lleve y, entre todo el papeleo, encuentra el pasaporte. No le hace falta para viajar a Italia, lo sabe, pero se sienta, abatida, en una esquina de la cama y hojea las páginas, casi todas selladas. Ha perdido la cuenta de los países a los que ha viajado con su marido, primero como su secretaria y después como su esposa.

Ricardo tiene una empresa que diseña y fabrica componentes para sistemas ferroviarios. Al principio, ella lo acompañaba a todos los lugares a los que iba a firmar los contratos y aquellos viajes eran como lunas de miel para ambos, pedazos de paraíso donde se bebían la vida uno en la boca del otro. Luego ella se quedó embarazada y a los pocos meses abortó; era un varón. Al año siguiente, embarazada de nuevo y para evitar otro aborto, guardó reposo absoluto hasta que, por fin, dio a luz a ese hijo tan deseado. A los cuatro días, falleció. Muerte súbita, dijeron los médicos. Le tuvieron que poner un nombre para el acta de defunción y le llamaron Jaime, como su padre. Le enterraron en una tumbita en el cementerio de la Almudena. Pasaron los años, años en los que evitó quedarse embarazada y en los que salía huyendo cada vez que veía aparecer un carrito de bebé. Tras una larga depresión, retomó su vida, volvió a trabajar y a viajar con su marido, pero ya no era igual. Nada volvió a ser igual que antes. Por insistencia de Ricardo, de nuevo se quedó embarazada y esta vez no tuvo una, sino dos hijas: Teresa y Patricia. Dos niñas por sus dos niños muertos.

Estrella se dedicó exclusivamente a las gemelas. Dejó el trabajo y de acompañar a Ricardo en sus viajes y en su vida, y él, centrado en la empresa, dejó de contar con ella y pasar, por motivos laborales o no, más tiempo en hoteles que en su propia casa. Y así, mes a mes, año tras año, fue como se rompió la relación entre ambos. No hubo terceras personas, y cuando las hubo ya no importó. Tampoco hubo dramas ni gritos. Solo ocurrió la nada.

Estrella se tumba en la cama de matrimonio y piensa en su hija Patricia y en la última vez que hablaron por teléfono. Recuerda la conversación perfectamente porque la llamó para decirle que se separaba de su padre y que abandonaba la casa familiar de Aravaca para irse a vivir al centro, al piso de la calle Alcalá esquina Goya. Sabía que no sería una conversación tan enrevesada como la que mantuvo con Teresa, pero tampoco imaginó que al colgar se pudiera sentir mejor o, al menos, no tan culpable. Patricia no se extrañó de su decisión, pues sabía de la nada alrededor de su cuello en los últimos años. Quizá antes que ella misma:

—Lo extraño, mamá, es que no lo hicieras antes.

Y luego le restó importancia:

—Una etapa nueva de tu vida. Es normal.

Se preocupó por su padre:

—Se volcará en el trabajo aún más.

Prometió mediar con su hermana:

—Hablaré con Teté más adelante. Se le pasará. Dale tiempo.

Y colgó. ¿A quién de su familia habría salido esta hija suya?

Estrella no puede imaginar que a Patricia le haya podido suceder algo malo. La naturaleza humana, se consuela, sigue un orden natural: primero mueren los padres y luego los hijos, ¿no? Mientras hojea el pasaporte, mira los sellos estampados de los países en los que ha estado: Vietnam, Filipinas, Japón... Vuelve a pensar en la nada y en cómo tiempo atrás se fue instalando poco a poco en su matrimonio y en su vida arrasando con todo.

Cuando las gemelas eran pequeñas, la nada se disfrazaba de cumpleaños, de comidas con los abuelos, de viajes en familia a Eurodisney o de cansancio por las noches cuando las niñas se quedaban dormidas y no había excusa para no abandonarse el uno en el otro. Pero cuando Teresa se casó y Patricia se fue a vivir a Italia, la nada lo invadió absolutamente todo: se desparramó por la casa y la vida, por los libros y las tazas de té, por los recovecos del jardín y los de la piel. Se mezcló con la colada demasiado austera de camisas blancas de él y faldas godet de ella. La nada estaba en la sopa fría de su restaurante favorito y hasta en la cena más informal los viernes por la noche, cuando ambos se preparaban sendas bandejas con bocadillos y cerveza en la mesa de la cocina, pero, a diferencia del pasado, sin mantener una conversación amena, sin mirarse a los ojos; apenas un par de palabras y algún que otro monosílabo.

Fue en esos tiempos también cuando comenzó a notar que, aun comiendo lo mismo de siempre, estaba engordando y que ni haciendo dieta o deporte conseguía adelgazar. «Es el cambio —le decían sus amigas—, a todas nos ha pasado. Acéptalo». Ella no lo iba a hacer. No iba a asumir los kilos ni los años de más. Por eso, se apuntó a un gimnasio al que asistía religiosamente cada día y comenzó a saltarse las cenas. Sin embargo, no le parecía que aquello fuera suficiente, por lo que una tarde de sobremesa, tras una comida copiosa, no sabe por qué pues no fue premeditado, se encerró en el baño, se metió los dedos en la boca tanto como pudo y vomitó. Sin más. ¡Así de sencillo! Como una adolescente cualquiera, solo que ella tenía cincuenta y cuatro años. Lo peor no fue esa primera vez ni las veces siguientes. Lo peor no fueron las excusas para escabullirse al baño después de comer. Lo peor fue ver su cara en el espejo tras tirar de la cadena del váter.

Sin ella sentada a la mesa por las noches, el matrimonio dejó de hacer lo único que hacían juntos por aquel entonces, el último atisbo de pareja que les quedaba: cenar juntos y conversar sobre sus cosas, las hijas o el trabajo. Al final, se convirtieron en dos bultos a cada lado de una cama cada vez más ancha, dos sombras que coincidían en un pasillo demasiado largo. Era ella viendo las noticias sentada sola en el sofá del salón. Era él comiendo un bocadillo de pie en la cocina con la vista fija en un azulejo de la pared.

Uno de esos días, harta de tanto hastío, para distraerse, Estrella reformó el piso que tenían en la calle Alcalá esquina Goya con la intención de alquilarlo. Aquel piso lo compraron cuando las niñas empezaron la universidad, para que no tuvieran que trasladarse desde Aravaca al centro todas las mañanas. El último día, cuando Estrella hacía la supervisión final de la reforma y la decoración, alineando los cuadros a su paso y estirando las alfombras con la punta de su zapato hasta quedar perfectamente cuadradas, se dejó llevar por el sonido de sus propios tacones sobre la tarima recién pulida y pensó que ese repique era lo que quería escuchar todos los días al entrar en casa, en esa casa, en su casa. Quizá la nada, allí, no la siguiera. Decidió, plantada allí mismo, en mitad del salón del piso de la calle Alcalá esquina Goya, que se iba a separar de su marido, de la colada austera de dos, de la casa vacía y grande y de la sopa fría. En cuanto tomó conciencia de la vida nueva que se abría ante ella, la nada dejó de pesarle como una losa sobre su espalda, los tacones aplaudieron con descaro y la casa, como la de Cortázar, fue tomada.

Esa misma noche esperó a que llegara su marido de trabajar. Estaba nerviosa. No dejaba de mirar el armario de la esquina donde escondía los dulces, pero se contuvo. Se trataba de cambiar de vida y también de hábitos. Cuando Ricardo entró en la cocina ella le aguardaba sentada, bajo el plafón de luz fría. Este llevaba semanas parpadeando, habría que llamar a alguien para que lo arreglara, aunque en ese instante Estrella decidió, del mismo modo, que ya no era su problema. Y le dejó; dejó a su marido. Fue rápido, apenas unas frases, la mitad eran hechas, de relleno; nada que ver con el discurso firme pero también conmovedor que había estado ensayando unas horas antes. Él no habló mucho y cuando lo hizo apenas le tembló la voz: un par de preguntas y un silencio por respuesta. En la cabeza de Estrella, él la chillaba y luego le pedía, casi implorando, una segunda oportunidad; ella se mostraba inflexible, pero al final hasta acababa soltando unas lágrimas. No ocurrió nada de eso porque la nada ya estaba agazapada en esa cocina mucho antes de que ellos dos llegaran, así que no hubo reproches, ni gritos, ni puntos suspensivos. Solo un único y rotundo punto final.

Estrella se preguntó, mientras le daba la espalda a su marido y se alejaba por el corredor, retocándose un maquillaje que seguía perfecto, si aún le quedaría alguien por quien llorar. A veces nos hacemos preguntas aparentemente sencillas sin saber lo peligrosas que resultan las respuestas. En el mejor de los casos, es preferible no saber.

A la mañana siguiente trasladó sus cosas al piso recién reformado que olía todavía a cola adhesiva para papel pintado.

Seis días más tarde ocurrió el terremoto que cambiaría su vida para siempre.

***

La felicidad es más rara que un cuervo blanco, decía su abuela. Y Teresa piensa que esa frase no tiene ningún sentido porque los cuervos blancos no existen y, además, no sabe por qué se ha acordado de esa tontería en ese preciso momento. Supone que, una vez más, es a causa del embarazo. Su médico dice que es normal.

Está de pie frente a una maleta vacía y la mira como si esa puñetera tuviera la culpa de todo. No consigue comunicarse con su hermana. Ni le coge el teléfono ni es capaz de devolverle todas las llamadas que le ha hecho desde que ocurrió el terremoto. Y es que su hermana es un caso. Es increíble lo egoísta que puede llegar a ser, piensa Teresa mientras abre y cierra cajones sin coger nada de nada. Vuelve a la cómoda, donde está el móvil, y marca el número que ya se sabe de memoria. En cuanto escucha el mensaje de apagado o fuera de cobertura, una punzada de angustia le taladra el estómago.

Menuda semana que lleva: su madre, que insiste en no volver a casa, que se queda en el piso, que ahora ese es su hogar; su padre, que no quiere ni hablar del tema, solo trabajar y trabajar..., cualquier día le da un ataque al corazón; Jorge, que no hace más que preguntar: ¿qué tal estás, mi amor? ¿Qué tal estás, mi cielo?; y ella que no es capaz de entender lo que está pasando a su alrededor y, ni mucho menos, lo que le está pasando a ella misma. Ayer, sin ir más lejos, le chilló a una dependienta del Zara y acabó llorando dentro del probador. No podía dejar de llorar, pero es que ninguna prenda de toda la ropa que se probó le sentaba bien. Hoy le parece una exageración. No se siente a gusto con nada. No se siente a gusto con nadie. Su médico dice que es normal, lo del mal humor y lo de la tristeza. Mientras mira la maleta aún vacía, piensa que ya podría haberse esmerado más y haber comprado alguna prenda, porque ahora mismo todo lo que tiene le queda estrecho. Vuelve a llorar. Su médico dice que es normal. Llora porque piensa que el terremoto ha sido por su culpa, como un castigo de Dios, como les solía decir la abuela Antía a su hermana y a ella. Un castigo que tiene bien merecido por ser tan banal, porque siempre lo ha sido y siempre lo será, porque, a su pesar, sigue pensando en la ropa que descartó y dejó hecha un gurruño en la esquina del probador y no en su hermana.

Patri sigue sin responder, vete tú a saber dónde estará. Y ella que pulsa rellamada de nuevo y de nuevo le salta el mensaje del contestador en italiano.

En algún momento descolgará el teléfono, piensa Teresa. Es imposible que no lo haga.

Responderá.

Es Patricia.

Y otra vez llora. Su médico dice que es normal. Como también sus largos soliloquios que no le llevan a ninguna parte y en los que se lía y al final se olvida de qué estaba hablando al principio. Cierra los ojos, se tapa la cara, quiere quitarse de la cabeza las imágenes del terremoto que hace unos minutos ha visto por televisión. Son terribles. No se imagina que su hermana pueda estar en medio de todo ese caos. Eso pasa en otros sitios, a otra gente, se dice, pero, claro, Patricia está en esos otros sitios y Patricia, desde hace mucho tiempo, forma parte de esa otra gente.

Es normal el corte de comunicaciones, porque las señales se caen por la acción del terremoto, como la rotura de las tuberías, los tendidos eléctricos y las cañerías de gas. Por eso ocurren los fuegos que vemos por la televisión cuando sucede algo así. Se lo ha dicho por teléfono un tal Enzo, el secretario consular en Roma. Le ha resultado un hombre pretencioso pero con bastante seguridad. Nadie tiene cobertura, les ha contado, pero en cuanto se restablezcan las líneas comprobarán que, al igual que ustedes tratan de hablar con su hermana, ella está intentando, con el mismo afán, comunicarse con ustedes.

Teresa se toca el bajo vientre porque le duele. Es un dolor agudo, raro. Es como si le estiraran de una piel que no tiene, de unos huesos que no tiene y de unas ganas que tampoco. Está en ese momento del embarazo en el cual la gente no se atreve a preguntar, por si no lo estuviera, pero lo está. Vaya que sí lo está. Y mucho, como de cuatro meses, y ha engordado ocho kilos. Si se tratara de unos kilitos de más, tendría fácil solución, pero esto, ¡esto!... No sabe qué hacer con esto y de nuevo llega la culpa.

Teresa sale del dormitorio y se dirige a la cocina, cierra la puerta despacio, como para no ser oída, aunque está sola en la casa. Abre la ventana para evitar que el humo se extienda por la estancia y se enciende un pitillo. Le quedan dos en la cajetilla. Aspira la primera calada.

—Cuando me fume estos dos pitillos, no volveré a fumar más —promete a pesar de que no hay nadie que la escuche, pero Teresa siente que, al decirlo en voz alta, su nivel de compromiso es más real.

Segunda calada.

—O quizá sí lo haga, es peor la ansiedad; me lo ha dicho el doctor Bernal: «Es mejor fumar tres o cuatro cigarrillos al día que la misma abstinencia» —dice imitando la voz ronca y canalla de su ginecólogo.

—Demasiada abstinencia en mi vida. —Y esta última frase la dice sin darse cuenta, con una risa que acaba en mueca, y escupe hacia el patio una hebra de tabaco demasiado seca.

Tercera calada.

—Cuando termine estos dos cigarros ya no compro más. O quizá me compre una nueva cajetilla y fume en ocasiones especiales. Fumar tres o cuatro al día no es malo. Me lo ha dicho el doctor Bernal.

Cuarta calada.

—Fumaré a escondidas, no quiero que Jorge se entere.

Su hermana vuelve a su cabeza y se le instala otra vez ese nerviosismo que por unos minutos el tabaco había calmado. Ahora no desea ser Patricia por nada en el mundo. Sería la única vez.

Quinta calada.

—Cuando todo esto pase, habrá que prepararse para la gran epopeya de cómo la gran Patricia sobrevivió al terremoto y, conociéndola, no se habrá salvado porque no llegara el terremoto a su casa. Seguro que sí, que sí llegó, pero logró librarlo y, a su paso, salvar a una decena de ancianos despeinados y niños en pijama. Es Patricia.

Sexta y última calada.

Mejor no, séptima calada y otra última hasta apurar el cigarrillo ya sintiendo el filtro arder en sus labios. Envuelve la colilla apagada en papel de cocina y la empuja hasta el fondo del cubo con los restos de la basura. Cierra la ventana y pulveriza la estancia con el ambientador olor «ropa planchada». Se lava los dientes durante tres minutos, que es el tiempo de cepillado que recomienda su dentista. Patricia, un minuto; Patricia, dos minutos; Patricia, tres minutos.

Vuelve al dormitorio y se enfrenta de nuevo a la estúpida maleta. Se mira en el espejo de cuerpo entero. Le han desaparecido las curvas. No está aún gorda, pero no tiene cintura. El pecho le ha crecido demasiado, igual que el culo y las piernas. Y los mofletes. Dios, ¡cómo los odia! Cuanto menos come, más le crecen, y no sabe cómo pararlo. Si pudiera hacerlo, si pudiera evitar que aquello creciera más, lo haría. Lo intentó en una ocasión, pero sin darse cuenta, y Jorge se volvió loco. Fue un accidente, le dijo a su marido. ¿Fue un accidente?, le respondió él con otra pregunta. ¿Fue un accidente?, se preguntó ella a solas. No supo qué responderse.

Vuelve a pulsar otra vez la tecla de rellamada y a escuchar el estúpido mensaje: «Il numero selezionato è sbagliato oppure la linea è fuori servizio».

Saudade

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