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PARTE I
ANTÍA (1955)
ОглавлениеLa felicidad es más rara que un cuervo blanco. Eso es lo que decían en el pueblo, pero aun así, desde que era una niña, Antía siempre miraba al cielo con la esperanza de divisar alguno. Según fue creciendo dejó de buscar cuervos blancos por todas partes y cuando menos se lo esperaba, por ser el día más triste de su vida, vio uno.
Eso no sucedió hasta muchos años después, justo uno antes de su muerte.
Ahora Antía tiene veintisiete años y está junto a la ventana, en camisón y con el pelo suelto, sin recoger. Faltan muchas horas para que amanezca. La luna está llena y su luz es tan intensa que clarea toda la habitación, caldeada por la respiración tibia y el sueño que nunca llegó. Vuelve a tomar la carta y mira de nuevo la fecha.
En los cinco años que Xaime llevaba en Argentina, le había escrito muy pocas veces. La primera carta la recibió unos meses después de irse y así se enteraron ella, su familia y el resto del pueblo de que había llegado a tierra sano y salvo; pero cuando recibió las siguientes, Antía las fue rompiendo una por una en mil pedazos e imaginó no haberlas recibido jamás. Sin embargo, esta última carta no la ha podido romper. Está sobre el aparador y en ella su marido escribe, con letra temblorosa, que por fin regresa a su hogar, aquel del que nunca debió haberse marchado.
Las gentes de Cambados, extrañadas ante la falta de noticias, inventaron toda clase de historias acerca de la suerte que Xaime pudo haber corrido allá, en Buenos Aires. Como la fama de pendenciero le precedía desde bien joven, eran muchos los que rumoreaban que habría acabado muerto en una trifulca de borrachos en algún bar porteño. Otros, que se había hecho rico y había desaparecido con su dinero y el de los otros dos hombres de O Grove con los que había embarcado en el puerto de Vigo. Y un tercer rumor decía que había formado su propia familia allí y no quería saber nada de la que dejó en tierra gallega. Ahora, Antía mira la carta en medio de la oscuridad, como un lobo a su presa, y hubiera preferido cualquiera de las tres historias a la real: su marido volvía a casa y, por la fecha del matasellos, su llegada era inminente.
A Antía le viene a la cabeza la poesía que cantan las mujeres en la playa mientras cosen las redes por las tardes, cuando los barcos vuelven de faenar:
«Este se va y aquel se va,
y todos, todos se van.
Galicia, sin hombres quedas
que te puedan trabajar».
Como si no fueran suficientes todos aquellos rumores, Antía comenzó a vivir con Zaquiel al año escaso de la partida de Xaime, quien, vivo o muerto, decían, a los ojos de Dios aún seguía siendo su marido. ¡Y encima en su propia casa! ¡Y además con sus hijas delante! Así que el marido ausente se convirtió en un mártir y ella no se libró del escarnio y la humillación por parte de los vecinos de Cambados: unos apenas le dirigían la palabra, otros le volvían la cabeza cuando pasaba, negándole el saludo, y las mujeres callaban sepulcralmente en cuanto ella se acercaba. Pero se vivían tiempos de penuria, por lo que los cambadeses tenían otras cosas mucho más importantes en las que pensar, sobre todo en cómo sobrevivir, y eso, la supervivencia, los igualaba a todos, por lo que, pasados unos meses, el agravio de Antía se transformó en indulgencia.
—Pois ¿qué va a hacer la mujer si el otro se ha ido y la ha dejado sola con duas fillas pequenas? —decía una en un corrillo de la plaza de Abastos.
—Antía é fermosa e xoven aún —respondía otra.
—E traballa como unha mula, a pobriña —añadía una tercera.
—Zaquiel é um bo home —sentenciaba la última, y el grupillo se dispersaba y emprendía la vuelta a casa, siempre con prisas, para hacer la comida porque la hora se les había echado encima.
Y eso era verdad: Zaquiel era un buen hombre. Además, era el maestro del pueblo y, para muchos, la persona más culta que conocían, un hombre de letras. En poco tiempo, enseñó a todos los chavales a leer y a escribir y ya solo con eso los chicos habían alcanzado y sobrepasado de lejos la formación de sus propios padres y generaciones previas, la mayoría analfabetos. Las madres, como todas las madres, deseosas de un futuro mejor para sus hijos, habían acogido de buenas maneras las enseñanzas de Zaquiel:
—¡Que nuestros muchachos aprendan ahora! Ya tendrán tiempo para echarse a la mar —se decían las unas a las otras.
Tienes, en cambio, huérfanos y huérfanas
y campos de soledad,
y madres que no tienen hijos
e hijos que no tienen padres.
Aparte, por todos era sabido que Zaquiel era también quien escribía y entregaba las cartas a los maquis, la guerrilla antifranquista que se había echado al monte y desde allí resistía, que no era poco.
—¡Alguien lo tiene que hacer! La mayoría no sabe ni leer ni escribir —exclamaba Zaquiel.
—¿Y tienes que ser tú? —le recriminaba Antía en voz baja—. La Guardia Civil no deja de merodear por el pueblo haciendo preguntas. Un día, te llevan preso. A la gente le gusta hablar.
—Con ellos no.
—Si se enteran...
—¡Qué se van a enterar! Estate tranquila, mujer. Además, esos hombres no durarán mucho en el monte, huirán lejos. Ya nadie los apoya, ni el partido. No te preocupes tanto, por Dios.
Pero demasiado bien sabían Dios y todos los habitantes de Cambados que, como la Guardia Civil diera con el enlace que escribía y llevaba el correo, el maestro iba a tener un problema muy gordo, tan gordo como ser fusilado por traición.
Y tienes corazones que sufren
largas ausencias mortales,
viudas de vivos y muertos
que nadie consolará.
Antía se pasea a oscuras por la habitación como el lobo hambriento que esta noche es. La única carta que ahora le importa de verdad es la que está sobre el aparador y que ha leído tantas y tantas veces. ¡Qué error tan grande había cometido al haberse ido!, escribe Xaime. Las cosas no habían sido como le prometieron, pero, aunque vuelve sin dinero, tiene que dar gracias al Señor porque está vivo y eso es más de lo que muchos pueden decir, refiriéndose a aquellos que perecieron durante la singladura en barco o los que encontraron la muerte en alguna de las esquinas del barrio de las Barracas, el distrito donde vivían entre ladrones y maleantes. Pero vuelve. Vuelve, al fin y al cabo. Y lo hace con dos manos, le pone en la última línea de la carta; dos manos para trabajar y sacar a su familia adelante.
Ante la llegada de Xaime, Antía le rogó a Zaquiel que volviera a su casa, a la casa del maestro que era propiedad del pueblo, y él así lo hizo. Solo por eso, porque ella se lo pidió, porque haría todo lo que le pidiera, como si le pide la luna, pero él, que es un hombre de bien, quiere hablar con Xaime y explicarle la situación. Decirle que, aunque nunca buscó enamorarse de Antía, simplemente ocurrió y ninguno de los dos pudo evitarlo por mucho que lo intentaron. Zaquiel quiere, por encima de todo, estar con ella y las niñas, a las que quiere y ha criado como si fueran hijas suyas en estos últimos años. Vivir en Cambados o en cualquier otro lugar, mientras estén los cuatro juntos. Antía piensa que Zaquiel es un iluso, un parvo, y por mucho que ella se encomiende día y noche a san Antonio, a san Benito y a la Virgen del Carmen, no puede evitar tener el peor de los presentimientos.
Parece que la noche no tuviera prisa por escabullirse y, sin embargo, aunque todavía falta alguna hora para que salga el sol, el alba ya despunta con sus tonos rojizos y anaranjados.
—Ojalá el tiempo se detuviera justo en este preciso instante —susurra Antía deleitándose en los colores mientras se acaricia la tripa que, en breve, se comenzará a abultar.
Antía sabe que ya no va a dormir, así que, en mitad de la noche, se recoge la melena en una trenza, sale del dormitorio y se acerca al de las niñas. Arrima la oreja a la puerta y casi escucha la respiración acompasada de sus dos hijas, que duermen profundamente en medio del silencio infantil. Luego va a la cocina, se remanga, se ata el mandil que encuentra colgado del respaldo de una de las sillas y se dispone a preparar el pan. Pone agua a calentar y, en ese momento, Zaquiel abre la puerta de la entrada, asoma medio cuerpo y la busca con la mirada desesperada.
—Necesitaba verte —le dice antes de entrar.
Antía, sin hablar, corre a su encuentro y los dos se abrazan un largo rato hasta que les duele.
—Me cuesta mucho dormir sin ti —susurra él sin soltarla.
—A mí me pasa lo mismo.
Zaquiel la mira como si la viera por primera vez y Antía baja la cabeza para esconder sus ojeras. Se suelta del abrazo y vuelve al hogar para retirar el agua ya caliente.
—Tienes mala cara. ¿Te encuentras bien?
—Ya te dije que no duermo mucho —responde sin mirarle a los ojos mientras cierne la harina de maíz con la levadura y va añadiendo el agua poco a poco.
—¿Qué tal las niñas?
—Te echan de menos.
—Yo también a ellas.
—No hacen más que preguntar por ti. No entienden.
—Yo tampoco.
—Ya lo hemos hablado.
—No puedo, de un día para otro, vivir separado de ti y de las niñas.
—Xaime puede llegar en cualquier momento y es mejor que no te encuentre aquí.
—Para mí no es mejor.
—¿Y qué quieres? ¿Que no le deje entrar?
—Pero yo...
—¿Que le diga, desde la puerta, que hay otro hombre que ocupa su lugar? —le pregunta Antía elevando el tono de voz—. Te olvidas que Xaime es mi marido y el padre de mis hijas.
El agua ardiendo salpica el antebrazo de Antía provocándole una fuerte quemazón. Zaquiel se aproxima.
—¿Te duele?
—Un poco —responde ella.
Él moja un paño en agua fría y se lo pone sobre la piel roja presionando con cautela. Antía le mira con dulzura mientras lo hace. Le duele más haberle gritado que la propia quemadura. Nunca discuten. Nunca. Él es dulce y ella ha aprendido a serlo gracias a él, pero ahora trata de ofenderlo para que se mantenga alejado de la casa. De ella. Antía recuerda muy bien el carácter de Xaime y lo que le puede hacer a Zaquiel si lo descubre allí. Por eso, si tiene que gritarle una, dos y cien veces más, lo hará. Aunque en realidad lo que quiere decirle es aquello que tantas veces le ha susurrado al oído, y es que él es el único padre que sus hijas han conocido y el único hombre al que ella ha amado, ama y amará el resto de su vida.
—No quiero que te haga daño —dice ella acariciándole la cara con la otra mano.
—Por eso hay que hablar con él. Cuanto antes.
—No, hazme caso. Tú no sabes cómo es. Además, necesitará tiempo. Son muchos años los que lleva fuera. No le puedes soltar así de repente que tú y yo...
—Pero es que, si no lo hago yo, lo hará cualquier persona del pueblo. Tú lo has dicho muchas veces: a la gente le gusta hablar y yo no soy de escurrir el bulto.
—Lo sé.
—Soy un hombre que asume su responsabilidad.
—Todavía no sabe que sus padres murieron en estos años. Si además le decimos que tú has estado viviendo aquí, conmigo y las niñas, se va a volver loco e irá a por ti. Te querrá matar, y si a ti te pasara algo, yo te juro que...
—¡Antía!
—Por favor, Zaquiel, dime que no hablarás con él aún. Por favor, por favor... —suplica ella.
—Está bien, niña —le responde él viendo su cara pálida y delgada como nunca antes la había visto—. Está bien. Lo haremos como tú digas.
Ambos permanecen en silencio, demasiado cansados para seguir hablando. Ella mueve y remueve la mezcla que va espesando y finamente retira la cuchara de madera. Amasa ya solo con sus manos delgadas pero fuertes. Sigue trabajando la masa, ahora con los puños, y, a cada golpe, unas cuantas lágrimas se le escurren y se ahogan en el pan, y Antía piensa que, como sigan cayendo, el sabor del pan será harto amargo. Sin dejar de amasar y con las fuerzas justas para pedirle lo que le tiene que pedir, se seca la cara con el trozo de su camisón remangado y comienza a hablar:
—Creo que deberías irte por un tiempo.
—Ya me fui.
—No a tu casa. Me refiero a irte del pueblo. Una temporada.
—Irme...
—Tengo un mal presagio.
—¿Y adónde voy a ir?
—No lo sé. Además, la Guardia Civil no hace más que preguntar por ti.
—¡Ya ves tú! Ahora les ha dado por mí, hasta que se cansen y pregunten por otro. No tienen pruebas de nada.
—Como si les hiciera falta...
A eso, Zaquiel no responde nada.
—¿Y si te vas a Francia? Allí estarías a salvo —insiste ella.
—¿A Francia?
—Sí, hasta que todo se calme.
—¿Sin ti y las niñas?
—Podrías pedir asilo.
—En este momento, los franceses solo están pendientes de no perder sus colonias. Poco caso me harían.
—Pide ayuda al partido, que te busquen un sitio. Tú llevas años ayudándoles, que ahora lo hagan ellos.
—El nuevo partido ya no apoya a la resistencia, y menos a la rural.
—Pues vete al monte, con los otros.
—El monte ya no es seguro.
—¿Qué? ¡Tú siempre me has dicho que lo era!
—Para que estuvieras tranquila, pero cada vez es más peligroso. La Guardia Civil peina todo el monte con batidas. Llevan perros de caza, queman los campos para que ya no se pueda vivir de ellos ni dar cobijo.
—¡Jesús!
—Están infiltrados con los maquis. Ya ni ellos mismos saben quién es quién. Cada vez son más las zonas en que los propios paisanos apoyan a la Guardia Civil.
—¿Los mismos vecinos?
—Es una locura, prefieren denunciar a los del monte para que estos no les roben su comida o el ganado.
—Cuando hay hambre...
—Los vecinos ayudando a las fuerzas del orden de la dictadura; es lo último que hubiera imaginado.
Antía reparte la masa en cuatro porciones más pequeñas y las deja reposar. Cuando los panes se han hinchado, los cubre con su mandil para que no se escape el calor. Fuera, el viento no deja de aullar, una corriente de frío entra sin avisar por debajo de la puerta y le congela la espalda que tenía sudada por el esfuerzo del amase. Antía toma el cuchillo más afilado que tiene, asesta a los panes diversos cortes lineales para que no queden huecos por dentro y los mete en el horno. Exhausta por la faena, se da la vuelta y se enfrenta a Zaquiel.
—No es buena idea que te quedes aquí. —Ella niega una y otra vez con la cabeza—. Somos la comidilla del pueblo. Seguro que se lo dirán sus hermanos en cuanto llegue.
—¿Y si huimos los cuatro? —le propone él buscando sus ojos—. Podríamos ir a Granada. Tengo familia allí que nos podría ayudar.
A Antía le flaquean las fuerzas.
—Y empezar de cero... —responde pensativa.
—De cero.
—¿A Granada? —pregunta ella mirándole de frente y esbozando la primera sonrisa de la mañana—. Nunca he salido de Cambados.
—Es una ciudad preciosa, Antía. Y si no es en la misma Granada, podríamos vivir en algún pueblo de la Alpujarra. Allí jamás nos encontrarían. A las niñas les encantaría. No llueve tanto como aquí, los días son siempre soleados.
—¿Y el mar?
—Me temo que está un poco lejos —le contesta Zaquiel ladeando la cabeza—, pero hay muchas montañas.
—No sé si sabría vivir sin mi mar... —suspira ella.
—Te acostumbrarás —responde él acariciándole el brazo.
—Pero es un viaje muy largo —dice Antía azorada, poniéndose las manos en la tripa.
—Lo haremos en varios días, con precaución.
—En algún momento darán con nosotros —exclama acobardada, secándose el sudor de la frente con la mano.
—Solo necesito un poco de tiempo... —suplica Zaquiel.
—¿Tiempo? —le pregunta Antía.
—Sí, claro; para organizar el viaje y el alojamiento, hablar con algunos contactos, preparar la ruta más segura...
—No, no, no. ¡Quiero que te vayas! Tú solo. Quizá, más adelante, nosotras podamos reunirnos contigo.
Zaquiel se queda callado unos segundos. La sonrisa que hace un rato tenía se ha convertido en una mueca apretada.
—No me voy a marchar yo solo a ninguna parte —comienza a decir despacio—. No lo he hecho antes ni lo voy a hacer ahora. Me quedaré en mi casa y que venga a buscarme allí tu marido o la mismísima Guardia Civil.
Zaquiel, ofendido, se dirige a la puerta, la abre para irse, pero cuando está a punto de salir duda unos segundos, da media vuelta y va hacia Antía. Agarra su cintura, pega su cuerpo al de ella y la besa conteniendo la respiración. La toma de la mano y la arrastra hasta el dormitorio. Ambos se desnudan con avidez mientras se comen la boca, se muerden el cuello, hunden dedos en la carne del otro y se tumban en la cama que tantas veces los acogió. Hacen el amor con prisas y mucho deseo, como lo hicieron la primera vez, como lo hacen ahora sabiendo que posiblemente sea la última. Cuando acaban, agotados y vacíos, él apoya su cabeza sobre el abdomen de Antía y ella, en su afán de protegerlo, le rodea la cabeza con sus brazos.
—Por última vez... —comienza a decir ella, pero Zaquiel la interrumpe.
—No.
—Entonces te va a matar —sentencia ella abrazándole con más fuerza aún mientras se le escurren las lágrimas.
—Me voy a morir de todos modos.
Así permanecen hasta que llega la aurora y la habitación se inunda de un color rosado. Con los primeros rayos de sol, Zaquiel se levanta y se viste. Besa a Antía en la boca y en el pelo y apoya su frente contra la de ella durante unos segundos.
—Piensa en lo que te he dicho —y le susurra—: las niñas, tú y yo.
—Empezar de cero —acaba la frase Antía cerrando los ojos, tragando saliva y asintiendo despacio con la cabeza.
—Dales un beso de mi parte.
Aquella fue la última vez que lo vio con vida.
***
Dos años antes, Antía se quedó preñada también, pero solo lo supo cuando lo parió muerto; era un varón. Hoy el techo se le antoja más cercano a su cabeza y las paredes más estrechas. Se levanta de la cama y se acerca a la ventana. Por el color del cielo, sabe que ya es hora de ir preparándose, así que se viste con la ropa de faenar y sale por la puerta de la casa cerrando despacio para no hacer ruido y despertar a las niñas. Antía corre unos metros y alcanza a un grupo de mujeres que, andando, se apresuran hacia la playa.
—Bos días, mulleres.
—Bos días, Antía.
—Hay marea viva, hay que aprovechar —dice una.
—Hoy será un buen día de marisqueo —añade otra.
Cuando llegan a la cofradía ya está dentro el patrón mayor, que las informa de lo que ya saben, que es uno de los días del año de más acusada bajamar y que por eso se puede recoger marisco en cualquier sitio de la playa donde la mayoría de los otros días no llegan.
—¡Vivan las cocas de marzo! —vitorea una mujer.
—¡Y viva san Antonio! —aplaude otra mientras el resto la sigue.
—Venga, señoras —dice el patrón, pidiendo silencio con los brazos alzados—, que no tenemos todo el día.
El hombre continúa hablando de qué marisco deben recoger ese día, molusco bivalvo exclusivamente, y luego les detalla a cuántas pesetas está en la lonja el kilo de la navaja, el del berberecho y el de las diferentes almejas: la fina, la babosa y la japónica.
—Tenéis hasta las doce del mediodía, así que ¡espabilad!, que ya sabéis el refrán.
—«El mar y la marea ni se paran ni esperan» —corean todas las mariscadoras al unísono.
—¡Pues andando! Buena jornada a todas —se despide el patrón.
Las mujeres van saliendo de la cofradía con el sacho y la fisga en una mano y el cubo en la otra. Marisquear es un trabajo duro, pero posiblemente sea el único momento del día donde todas y cada una de las mujeres, libres del cuidado de los hijos, los maridos y los padres, y de las faenas de la casa, se muestran tal y como son, bajo el cielo del nuevo día y con el Atlántico de fondo. Mientras se dirigen en grupo hacia la playa, una cuenta algo, la otra la interrumpe y una tercera le propina un codazo en broma. El resto ríe. Luego la que encabeza la marcha canta Catro vellos mariñeiros con una voz nítida y potente y las demás, también Antía, la siguen a coro en el estribillo.
—¿Y esas ojeras? —le pregunta Nati, aparte.
—Duermo mal.
—¿Ya se fue Zaquiel?
—Sí.
—¿Y Xaime?
—A punto de chegar.
A lo lejos las embarcaciones de a flote llevan tiempo faenando en el caladero. Ya en la seca1, las mujeres se van dispersando de una en una o por parejas y el silencio va inundándolo todo. Se despliegan como hormigas hacendosas y marcan la que ellas creen su mejor zona de recogida del marisco. Nati y Antía hacen lo mismo y, alejadas del resto, buscan el sitio idóneo. Cuando lo encuentran, comienzan a trabajar rompiendo la firmeza del suelo.
—Zaquiel quiere falar con Xaime y explicarle... —dice Antía, sin dejar de rastrillar.
—Falar? Pero qué parvo. ¿Qué quiere, que le mate?
—Eso le he dicho yo.
A cada rastrillada aparecen almejas y berberechos, como si brotasen de la tierra, entre las piedras y la arena. Las mujeres no dejan de recoger y echar las piezas al cubo, que va llenándose rápidamente.
—Lo mejor es que huyáis. Lejos. Cuanto más lejos, mucho mejor.
—¿Tú crees? —le pregunta impaciente.
Antía se detiene unos segundos a descansar y apoya sus manos en el extremo del rastrillo esperando la respuesta que quiere oír de Nati, pero esta no dice nada.
—Zaquiel dice de irnos a Granada.
—A Granada, a la China... ¡Adonde sea!, pero enseguida.
—No es tan fácil.
—¿De cuánto tiempo estás?
Antía se sorprende ante la pregunta hecha así, a bocajarro, y piensa que no le puede ocultar nada a Nati.
—De poco, muy poco —responde fatigada.
—Si no lo quisieras... Ya sabes que mi madre podría solucionarlo y nadie tiene por qué enterarse. Esto es solo cosa de mujeres.
—No sé qué hacer, la verdad.
—Pues decídete rápido —le aconseja Nati y luego acaba con la frase que ya han escuchado, por desgracia, demasiadas veces—: «Cuando el viento sopla airado, no hay paz en ningún lado».
Ambas amigas siguen trabajando mano a mano, en silencio, una hora más. Antía está tan entretenida recogiendo el marisco que por un momento se le olvida todo y vuelan sus preocupaciones junto con las gaviotas. Se relaja a pesar del dolor de espalda, pese a llevar tanto tiempo agachada. Siente la brisa suave y fresca y no quiere estar en ninguna otra parte. En ese instante, piensa que todo se solucionará. Nati le dice que las almejas son tan grandes que ni hace falta usar el calibre para ver que cumplen de sobra con el tamaño permitido. Entre las dos, pasan el marisco de los cubos a las sacas y dejan estas a buen recaudo junto a las rocas. Luego, cambian el sacho por la fisga y se adentran en el agua cristalina hasta que les cubre por encima de las rodillas. Buscan a través del agua los agujeros en la arena e introducen la varilla para atrapar las navajas. Durante los pocos minutos de descanso que se permiten, las mujeres se estiran y se colocan de frente al sol. Acostumbradas al cielo enmarañado, intentan robar hasta el último de sus rayos, como si pudieran custodiarlos para cuando no haya. Saben que se les quemará la cara y que también les escocerá cuando el agua salada las salpique, pero esos momentos, tan cálidos y libres, son solo suyos y de nadie más. Ya vendrán lluvias y nubes grises y días rotos, y ellas tendrán sus rayos de sol guardados en los bolsillos.
Por la tarde, Antía prepara la merienda a sus dos hijas, queso fresco con membrillo, y se sienta junto a ellas. De la caja de costura, coge unas tijeras y con una de las puntas va descosiendo medio palmo del bajo de la falda de Elba, para que le dure un año más. Su hija mayor crece deprisa. Luego, mientras cose el nuevo dobladillo, escucha a las niñas hablar sobre la llegada de su padre. La pequeña, Esther, apuesta a que será esa misma tarde y en cuanto oye cualquier ruido fuera, se estremece y pone una cara muy rara, alzando mucho las cejas y abriendo desmesuradamente los ojos. Cada vez que pone esa expresión, su madre y su hermana se parten de risa y le toman el pelo continuamente. Ella se enfada, pero se le pasa al instante. Elba dice que será dentro de tres días, justo el Domingo de Ramos, a lo que Esther responde que para eso falta mucho tiempo. También imaginan que traerá un montón de regalos de Argentina y Antía les aconseja que no esperen demasiado, recordando alguno de los párrafos de la carta de Xaime donde decía que venía con las manos vacías.
—El pai2 de Blanca vino de Argentina tan rico, tan rico, que compró un castelo en Madrid con ochenta cabalos.
—No inventes, Esther. Eso no es verdad —le dice Elba.
—Sí lo es. Allí viven desde entonces —responde ella categóricamente.
—Están viviendo en Madrid, pero no porque su pai se hiciera rico, sino porque encontró trabajo allí. La nai3 de Blanca se lo dijo a la nuestra antes de que se fueran.
—¿Cuándo dijo eso? —le pregunta Esther recelosa.
—Cuando nació la hermana de Blanca y fuimos a su casa a conocerla. ¡Qué chiquitita que era Carmiña! ¿Verdad, nai?
Antía asiente divertida, sin levantar la vista de la costura.
—¿Entonces no viven en un castelo? —pregunta Esther a su madre.
—No lo creo.
—¿Y no tienen cabalos?
—Cuando se fueron de Cambados no llevaban ninguno, que yo sepa —responde su madre guiñando un ojo a Elba.
—¡Me da igual lo que digáis! Ahora son ricos, como lo seremos nosotros cuando llegue pai —dice Esther enfurruñada, pero al segundo se le ilumina la cara e improvisa—: Quizá todos nos vayamos también a vivir a Madrid, ¿verdad, nai?
—¿A Madrid? —pregunta Antía, que deja de coser y pregunta a sus hijas—: ¿Y si nos fuéramos a Granada?
—¿¿¿A Granada??? —repiten las dos niñas como si fuera la primera vez que escuchan el nombre de esa ciudad. Quizá lo sea.
—Madrid. Es mejor Madrid. —Esther asiente con la cabeza mirando a su madre y a su hermana—. ¿Verdad que la nai de Blanca te dio la dirección de su nueva casa? ¿Verdad que sí? ¿Verdad?
—Así es. Victoria me dio sus señas —dice la madre mientras remienda ahora unos calcetines—. ¡Quién sabe si algún día...!
Las niñas siguen hablando, pero ahora lo hacen sobre la Pascua y la procesión del Viernes Santo, que es la que más les gusta a todos los niños, en la cual se produce el encuentro entre Jesús y su madre, la Virgen María, en la plaza de Alfredo Brañas.
Sin embargo y pese a las predicciones, Xaime no viene ni esa tarde ni ninguna otra de la semana; tampoco el Domingo de Ramos. Lo que sí llegan son tormentas con fuertes vientos del norte que provocan lluvias persistentes, desbordamientos, goteras y cielos más negros que los mismos cuervos. Las niñas ya no hablan del padre, ni de caballos, ni de castillos. Asisten al colegio, como todas las mañanas, y por las tardes ayudan a las mariscadoras en la lonja y a las redeiras a coser y a secar las redes en el muelle de Santo Tomé.
Antía busca en un mapa dónde está Granada. Cuando la localiza, recorre con el dedo anular la distancia que hay desde Cambados. Más tarde, subida a una escalera, esparce mortero de corcho sobre unas tejas rotas, y mientras lo hace reza a la Virgen del Carmen para que su marido no vuelva nunca más y así, de ese modo, Zaquiel pueda por fin regresar a casa con ella y las niñas, y juntos volver a ser una familia.
—Una familia —repite en voz alta.
Y por primera vez Antía piensa en un nombre bonito de niña que empiece por la letra e, mientras que se retira un mechón de pelo con la mano, dejándose la cara tiznada por la argamasa. En ese momento, una parte de la escalera se hunde en el barro y Antía pierde el equilibrio precipitándose al vacío.
Lo recuerda. Sabe que intentó apoyar los brazos mientras caía, girar los hombros, caer de espalda antes de que su cuerpo golpeara contra el suelo. Intentó proteger al bebé. Lo que no sabe ahora es si lo consiguió. Que le duela todo, especialmente el bajo vientre, no es buena señal, pero no tiene fuerzas para preguntar y menos para escuchar una respuesta. No sabe cuánto tiempo ha pasado desde la caída. Sí sabe que está en su dormitorio porque reconoce la colcha que la tapa y el tacto de sus sábanas sobre su cuerpo. Está acostada en su cama. De vez en cuando, alguien entra y le pregunta algo que ella no puede responder porque está demasiado cansada. Reconoce a Nati por su tono de voz y a Zaquiel por su olor cuando se acerca para besarle la frente. Y a las niñas cuando le llevan flores, que meten en un jarrón y que colocan sobre el aparador, y se acuestan a su lado, hechas un ovillo, y le cuentan lo que han aprendido ese día en la escuela. También le cantan canciones que les han enseñado las redeiras. A Antía le hace bien escucharlas, así que sonríe sin abrir los ojos. De noche, y a pesar de la oscuridad, ve mujeres que la vienen a visitar. Es la primera vez que las ve, pero no será la última. Ve a su madre que murió hace muchos años ya. También a sus hijas, pero no son niñas, sino mujeres adultas. Y a otras más que no reconoce, pero que tienen un gran parecido físico las unas con las otras. Quizá sean meigas y mouras.
Si lo que lleva en las entrañas es un varón, mucho se teme Antía que se lo vayan a arrebatar para siempre.
***
Hoy Antía no va a bajar a la playa porque hay marea roja y no se puede recoger marisco, así que aprovecha el buen tiempo para limpiar el gallinero y después plantar esquejes de camelia bajo la ventana que está junto a la puerta de la casa. El sol, recién estrenado, calienta su espalda. Excava un agujero en la tierra húmeda, rellena el fondo con compuesto y lo empuja hacia abajo. Luego coloca el tallo con una pequeña rama en el centro, repleta con tierra alrededor de la planta, y, por último, agrega agua a la siembra. Antía se queda mirando, orgullosa, la flor recién plantada.
El tiempo cambia con rapidez y ráfagas de viento comienzan a soplar con fuerza haciendo que los cardos y las artemisas se inclinen a su paso. Antía frunce el ceño al notar que el sol se ha escondido entre las nubes, ahora grises. Se destempla, se encoge de brazos y decide entrar a la casa, pero, aún de rodillas sobre el suelo, divisa a lo lejos una silueta que recorre el camino escarpado que discurre hasta su hogar. Agudiza la vista poniéndose la palma de la mano a modo de visera. Es un hombre delgado, un poco encorvado, con una zamarra al hombro sobre una chaqueta de pana ya desgastada que le viene grande. El cierzo despeina el cabello demasiado largo de aquel tipo que Antía no es capaz de distinguir, pero que le resulta extrañamente familiar. Según la figura se va aproximando a la casa, le da un vuelco el corazón al reconocer al hombre que se acerca con paso vacilante.
Es, sin lugar a dudas, su marido.
_____________
1 La playa en bajamar.
2 En gallego, «padre».
3 En gallego, «madre».