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EL LEGADO 1. Una sociedad organizada en torno al proyecto de la libertad

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¿Cómo es Norteamérica? le preguntó [Paine] a Franklin.

Como una promesa…

Howard Fast, El ciudadano Tom Paine

La historia de la fundación de Estados Unidos es, en muchos sentidos, la historia de una sociedad que en un momento dado decidió tomar el destino en sus manos, decidió llevar a cabo un proyecto político sustentado en la libertad. Con ello, dieron forma a la primera sociedad política propiamente moderna en el sentido de una sociedad producto de la voluntad humana, es decir, no impuesta o resultado de la violencia. Pero con lo anterior no nos referimos sólo al proceso de independencia, sino sobre todo también a lo que vino después: el esfuerzo por construir un orden jurídico-político conforme a la libertad. Alexander Hamilton, en su defensa del proyecto constitucional, expresa de manera elocuente lo que queremos decir:

se ha dicho con frecuencia que parece haberle sido reservado a este pueblo el decidir, con su conducta y ejemplo, la importante cuestión relativa a si las sociedades humanas son capaces o no de establecer un buen gobierno, valiéndose de la reflexión y porque opten por él, o si están por siempre destinadas a fundar en el accidente o la fuerza sus constituciones políticas.3

La búsqueda de libertad y de felicidad impulsó a los primeros colonos a emprender la travesía desde el Viejo Mundo. Poco más de ciento cincuenta años después, con el logro de la independencia, el problema principal consistió en establecer un nuevo orden constitucional que fundara, a su vez, la libertad, es decir, que diera lugar a una República. Se trataba del proyecto de todo un pueblo de fundar un cuerpo político nuevo, un orden político para la libertad, en un mundo nuevo.

En torno a este proyecto de fundación de un orden para la libertad en Estados Unidos contamos no sólo con los testimonios referentes a los inicios de estos esfuerzos. Contamos también, como se sabe, con el invaluable estudio de Alexis de Tocqueville La democracia en América en el que recogió los logros de la ya para entonces sociedad democrática en marcha. Lo que para Tocqueville era un viaje con el objetivo de conocer el sistema penitenciario de Estados Unidos se convirtió en la experiencia inigualable de un mundo social y político nuevo. En su conocida obra, Tocqueville logra sin duda transmitirnos dicho entusiasmo y las expectativas que se abrían así para el resto del mundo.

En el contexto de nuestra reflexión, conviene destacar aquí como aspecto central del testimonio de Tocqueville el carácter rector del principio de “soberanía popular” que encontró en todo el sistema político norteamericano. Se trataba, entonces, de la realización de una forma de gobierno novedosa y, para Tocqueville, contrastante con las formas de gobierno de rasgos aristocráticos aún presentes en Europa:

En nuestros días, el principio de la soberanía del pueblo ha tomado en Estados Unidos todos los desarrollos prácticos que la imaginación puede concebir. Se halla desligado de todas las ficciones de que se ha tenido buen cuidado de rodearlo en todas partes. Se le ve revestirse sucesivamente de todas las formas, según la necesidad de los casos. Unas veces el pueblo en masa hace las leyes como en Atenas; otras los diputados elegidos por el voto universal lo representan y actúan en su nombre bajo su vigilancia casi inmediata... La sociedad obra allí por sí misma y sobre sí misma. No existe poder sino dentro de su seno...4

Una primera manera en que dicho principio se manifiesta es en la organización de la vida pública desde la comuna o municipio; es decir, desde el espacio de gobierno más cercano a los habitantes de un territorio: “la vida política ha nacido en el seno mismo de las comunas”.5

Tocqueville encontró en Estados Unidos una sociedad de ciudadanos, no de súbditos: una sociedad de ciudadanos activamente comprometidos con la vida pública. Encontró, también, el imperio de la ley, un Poder Judicial como guardián de la Constitución, la identificación del ciudadano con su patria, el impulso de la iniciativa individual y, al mismo tiempo, la acción conjunta de fuerzas individuales y sociales. Él, no obstante, da cuenta también de elementos propios de una sociedad de propietarios: es en Estados Unidos, afirma, donde el amor al dinero tiene el más amplio lugar en el corazón de los hombres. La legislación en ese país, señala unas páginas más adelante, atiende sobre todo al interés particular.

En su viaje por Estados Unidos, Tocqueville se encontró con una sociedad vital y participativa. Estados Unidos no sólo había conseguido organizar un complejo sistema legal e institucional de protección e impulso a las libertades sino que, por su experiencia heredada de la propia Inglaterra, compartían importantes prácticas democráticas. Por ejemplo, el de la asociación civil y política. Para Tocqueville, estas formas de asociación constituían un elemento crucial para contener la tiranía del poder en la medida en que éste no podía actuar entonces por sí solo y era constantemente vigilado. Se trataba, además, de una disposición ciudadana a organizarse más allá del poder, es decir, con propósitos no políticos pero a partir de fines compartidos de carácter social e incluso intelectual, por ejemplo. Así, las asociaciones contribuían también a la interacción de los hombres entre sí y, por tanto, a la civilización. Por estas razones, ya en La democracia en América se asume al “arte de asociarse” como esencial para sostener el orden democrático.

Tocqueville, en suma, se encontró una sociedad con una forma de vida democrática. Ahora bien, el francés no únicamente nos legó el retrato de un país democrático, sino que con su experiencia descubrió también los presupuestos que hacían posible la buena marcha de esa sociedad. Tocqueville, en efecto, encontró en Estados Unidos una “igualdad de condiciones” como el “hecho generador del que cada hecho particular parecía derivarse”.6 Los colonos que se establecieron en la importante región de Nueva Inglaterra7 compartían una lengua y un origen común pero, además, compartían una situación acomodada que habían dejado en su país para asentarse en una nueva sociedad en la que no se encontraban ni pobres ni ricos. Eran, también, una población educada, de religión puritana y con una experiencia política en el cumplimiento de prácticamente las mismas leyes.

Para Tocqueville, el carácter de la población angloamericana es el producto de los dos siguientes elementos que allí lograron conjuntarse: el “espíritu de religión y el espíritu de libertad”.8 La ley política en América, nos dice, es expresión del estado social de igualdad de condiciones. Pero esta igualdad de condiciones —conviene tenerlo presente— no se explica únicamente por el origen común de los colonos ingleses, sino que es también efecto mismo de las leyes entonces vigentes, como la ley de sucesión que terminaba por ser una fuente de distribución de la propiedad. Así, puede decirse que Tocqueville presenció en Estados Unidos la interacción virtuosa entre sistema político y sociedad. Encontró, allí, un estado social que propició el surgimiento de instituciones democráticas para la libertad y, al mismo tiempo, la vitalidad ciudadana que surge a partir del impulso de esa convivencia política en términos democráticos.

La experiencia europea de Tocqueville de sociedades monárquicas con la persistencia aún de rasgos fuertemente aristocráticos, lo llevó a destacar el nuevo orden político y social que suponía la igualdad de condiciones. Con el desarrollo de las sociedades modernas, lo que conviene destacar hoy en día a partir de su testimonio es la importancia que tiene el aspecto social y cultural en el sostenimiento del orden democrático. Ni la ley, ni las instituciones pueden reemplazar advertía ya Tocqueville a las costumbres. Y cuando la base social y cultural democrática se erosiona, el orden político no puede sino quedar sujeto a la arbitrariedad de los poderes fácticos capaces de irse imponiendo al conjunto de la sociedad. Éste es un riesgo que se ha vuelto particularmente importante con el grado de complejidad que han alcanzado las sociedades modernas en términos de su crecimiento demográfico, el incremento de sus necesidades y la pluralidad de formas de vida que allí conviven, por señalar únicamente los problemas más acuciantes. Pero es también un riesgo potencial que encuentra hoy condiciones propicias con la preeminencia que ha alcanzado en las sociedades contemporáneas la esfera de lo económico. Quizás la cuestión al respecto es si tendremos que conformarnos con esta preeminencia de lo económico dadas las necesidades sociales actuales o si, por el contrario, seremos capaces de repensar el desarrollo económico. Ésta es también desde luego una disyuntiva para Estados Unidos.

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Si en algún lugar del continente arraigó la idea de lo “nuevo”, del “Nuevo Mundo”, fue precisamente en los Estados Unidos. Ello ha significado que la posibilidad de un nuevo comienzo, la capacidad de renovación, ha sido puesta en práctica por la sociedad una, y otra, y otra vez. Es como si el arrojo de los peregrinos que los llevó a una tierra lejana, desconocida y promisoria, hubiera dejado como lección la posibilidad siempre de empezar de nuevo, sin lastre alguno y empeñándose más bien en la tarea de alcanzar el porvenir. Es éste el significado y sentido de la idea de “América”, también de uso generalizado en los Estados Unidos incluso hoy en día.

La nueva sociedad democrática era una sociedad abierta y con perspectiva de futuro. Se trataba de un proyecto en construcción, con un amplio territorio para extenderse y con un impulso moral de carácter universal: “Sostenemos estas verdades como autoevidentes, que todos los hombres han sido creados iguales, que han sido dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables”, se consigna al inicio de la Declaración de Independencia. Tenían, desde luego, muchos y muy graves problemas pendientes, como el de la esclavitud y aquellos otros que se derivan de la definición de una sociedad como sociedad de propietarios, pero contaban con las herramientas para enfrentarlos: un orden constitucional resultado del consenso y un espíritu de impulso a la libertad. Y, en efecto, otro aspecto que conviene destacar sobre la fundación y desarrollo de Estados Unidos se refiere, precisamente, a su Constitución, al proceso de promulgación que le dio origen, a su sentido y a lo que podríamos llamar su “estabilidad”.

Es importante señalar que la desatención de la corona inglesa respecto de sus colonias a lo largo del siglo XVII contribuyó también, en gran medida, a impulsar su organización política autónoma. Así, cuando en 1776 la independencia fue alcanzada, dichas colonias contaban ya con constituciones propias y poderes legislativos locales, en suma, contaban ya con una activa vida pública local. Posteriormente, en 1781 fueron ratificados los “Artículos de la Confederación” y el 17 de septiembre de 1787 fue aprobado el texto constitucional por la convención. Al respecto, Hannah Arendt ha destacado que buena parte del éxito de la revolución americana se debió a que a la insurrección armada y la Declaración de Independencia siguió una “pasión espontánea de constitucionalismo en las trece colonias”. De esta manera, sólo un compás de espera, no una brecha ni un vacío, ocurrió entre la guerra de liberación y la constitución de los nuevos estados.9

Este afán por la organización jurídico-política, por empeñarse en dar lugar a una forma de gobierno adecuada a la libertad, puede explicarse continúa más adelante Arendt porque los colonos habían descubierto ya el potencial de los pactos y las promesas, en otras palabras, habían descubierto ya el poder que se origina cuando los seres humanos actúan en común. Para cuando la independencia fue posible, los colonos contaban con ciento cincuenta años de pactos tras ellos y habían nacido

en un país estructurado de arriba abajo —desde las provincias o estados hasta las ciudades, distritos, villas y condados— en corporaciones debidamente constituidas, cada una de las cuales formaba en sí misma una comunidad, con representantes “elegidos libremente por el consentimiento de amigos y vecinos amistoso”, cada una de ellas, además, concebida “para la multiplicación” en cuanto descansaba sobre las promesas mutuas de hombres que habían “convivido”, los cuales, cuando “se congregaron para constituir un Estado público o comunidad”, habían hecho planes no sólo para sus “sucesores”, sino también para “todos los que puedan unírseles en el futuro”, estos hombres que, debido a la fuerza ininterrumpida de su tradición, “dieron su último adiós a Britania”, sabían cuáles eran sus posibilidades desde el comienzo; conocían el enorme potencial que puede reunirse cuando los hombres “mutuamente se hacen promesa de [sus] vidas, [sus] fortunas y [su] honor”.10

Esta experiencia se remontaba, para Arendt, hasta el momento mismo del Pacto de Mayflower y la revolución, en realidad, sólo se encargó de liberar los antiguos cuerpos civiles y políticos constituidos a lo largo y ancho de la colonia.

El proceso constituyente supuso la elección de delegados estatales para una convención especial cuya tarea específica fue la de analizar y en su caso aprobar el proyecto presentado. Con lo anterior, se buscaba no sólo el acuerdo de los distintos estados para ligarse en una Unión bajo un poder común, sino también dar expresión a la voluntad libre del pueblo. De aquí la importante frase con la que se abre el texto constitucional:

Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer la Justicia, afianzar la Tranquilidad interior, proveer a la Defensa común, promover el Bienestar general y asegurar para nosotros mismos y para nuestros descendientes los beneficios de la Libertad, estatuimos y sancionamos esta CONSTITUCIÓN para los Estados Unidos de América.11

A este esfuerzo por dar expresión a la voluntad libre del pueblo contribuyó también la publicidad de que gozó el proceso mismo de ratificación. De acuerdo con Paul Johnson, se trató del debate público hasta ese momento más importante de la historia: “Tuvo lugar en las plazas públicas, en reuniones locales, en las calles de los pueblos pequeños y las grandes ciudades, en las regiones remotas de los Apalaches, en los bosques y los rincones más apartados del país. Sobre todo tuvo lugar en la prensa”.12 El federalista, que recoge este debate y llega hasta nuestros días como testimonio invaluable de dicho proceso público, se integró a partir de una serie de artículos periodísticos publicados por algunos de los más importantes autores de la Constitución como A. Hamilton, J. Madison y J. Jay. De manera significativa, los artículos iban dirigidos al “Pueblo del Estado de Nueva York” y estaban firmados por “Publio”. Representaban una defensa de la Constitución, de un gobierno común bajo los términos de una “Unión” frente a quienes privilegiaban el poder de los estados.

Como Arendt destacó también de manera adecuada, otro aspecto fundamental en el proceso organizativo de los Estados Unidos fue que los constituyentes se identificaran con el principio de que “el pueblo debía dotar al gobierno de una Constitución y no a la inversa”. Thomas Paine en particular, en su Rights of Man, sostuvo que una constitución no es el acto de un gobierno, “sino de un pueblo que constituye un gobierno”. Lo anterior explica el esfuerzo de los padres fundadores por defender el proyecto elaborado, debatirlo y someterlo a consenso público. El federalista es se ha dicho la primera gran obra de teoría política norteamericana. Pero es además un instrumento de interpretación de la propia Constitución y también, finalmente, un modelo vigente de debate público constitucional para sociedades con niveles cada vez más altos de educación y que demandan mayores espacios de participación pública, una forma útil de legitimar cualquier proceso de reforma constitucional.

La nueva Constitución contaba con tan sólo siete artículos y, posteriormente, diez enmiendas que en 1791 consagraron la Carta de Derechos (Bill of Rights). Con relación a sus contenidos, la Constitución consagraba la soberanía popular (We the people...) y daba lugar a un gobierno republicano, representativo y con división de poderes. Para los padres fundadores y la nueva sociedad democrática, estas características no podían dejar de ser contrastadas con la realidad política inglesa de una monarquía “parlamentaria”, pero monarquía al fin. En este sentido, en El federalista encontramos también un testimonio de la conciencia que tenían en torno a las virtudes que suponía el proyecto constitucional con respecto a la tradición anglosajona que le dio origen y a los gobiernos entonces existentes en el mundo. Los padres fundadores, como hemos dicho, tenían conciencia de la relevancia que para el mundo de entonces tenía su proyecto de una sociedad política libre. Así lo muestra la expresión de Hamilton al inicio del documento,13 pero en el mismo sentido se expresaría el presidente Washington en 1789 al afirmar que la preservación de la libertad y el destino del gobierno republicano se jugaban en el experimento puesto en las manos del pueblo americano. Él mismo iba a encabezar una empresa que, de ser exitosa, probaría al mundo entero (y quedaría para el futuro), la falsedad de la afirmación de que los hombres eran incapaces de gobernarse a sí mismos y necesitaban, por tanto, un amo.14 Posteriormente, personalidades destacadas como Longfellow y Lincoln habrían de pronunciarse también en torno a la relevancia del proyecto de sociedad americana. Puede decirse que, de alguna manera, Estados Unidos ha tenido conciencia de la envergadura de su proyecto para la época moderna.

A lo largo del desarrollo de Estados Unidos como nación, una suerte de estabilidad constitucional ha prevalecido en el país en la medida en que se ha mantenido el texto original y el espíritu de libertad que lo orienta. Ante distintos problemas que han enfrentado históricamente, como el de la esclavitud (lo veremos más adelante), las enmiendas añadidas se han encargado de tratar de especificar la promesa original de libertad e igualdad entre los hombres. La enmienda XV de 1870, por ejemplo, hizo posible el voto de la población afroamericana y de quienes habían sido esclavos. La XIX consagró en 1920 el derecho al voto de las mujeres. La XXII en 1951 limitó las posibilidades de reelección del presidente a un período constitucional más y, para terminar con los ejemplos, la enmienda XXVI estableció en 1971 el derecho a votar a quienes tienen dieciocho años o más. En buena medida, estas enmiendas han promovido cambios democráticos y en favor de los derechos políticos.

La conciencia de la libertad que dio lugar a la independencia hizo posible un orden constitucional en el que las libertades individuales encontraron un impulso. Quizás el mayor impulso que cualquier sociedad les podía haber dado. En los primeros años de vida independiente, el propio presidente Washington consideraba que dada la riqueza de los recursos del país, sólo era necesario remover los obstáculos que impedían la libre iniciativa: la prosperidad sería el “fruto natural del buen gobierno”.15 Se organizaron como una República, es decir, su decisión en torno a la organización política fue en favor de un gobierno de las leyes y no de los hombres, mientras que la metrópoli y buena parte del mundo vivían bajo las condiciones de la monarquía constitucional. Con el tiempo, quienes habían sido súbditos del rey habrían también de prescindir de las pelucas empolvadas. Anarquía y tiranía fueron los principales riesgos que tuvo que sortear este primer proyecto moderno de la libertad. Después vendrían el esclavismo, la ampliación de los derechos civiles e, incluso, la pobreza. Puede decirse entonces que si bien el nacimiento de la República en este caso fue consecuencia de un “acto deliberado: la fundación de la libertad”,16 lo cierto también es que este proyecto de fundación de la libertad ha buscado ser preservado e impulsado a lo largo de la historia de Estados Unidos. De alguna manera puede afirmarse incluso que la principal preocupación de los padres fundadores fue asegurar el ejercicio de las libertades más que organizar una nación homogénea. Ello explica, por ejemplo, que luego de la independencia no se consignara un idioma oficial para el nuevo país y terminara por aceptarse más bien una suerte de identidad nacional abierta, basada en principios como el respeto a la ley y la libertad individual, lo que a su vez habría de ser clave para permitir la inmigración.

Una característica en la que conviene insistir con relación a la historia política de Estados Unidos se refiere a su capacidad para encontrar en el orden legal los instrumentos necesarios para afrontar los nuevos retos. En este sentido, Estados Unidos no sólo logró organizar un régimen jurídico de instituciones y reglas comunes para dirimir conflictos, sino que la estabilidad de este orden pudo generar también una convivencia con base en los derechos humanos y la confianza mutua. Pudo constituirse así un orden jurídico que no sólo se manifiesta de manera extraordinaria y ante conflictos graves, que no sólo se encarga de establecer límites estrictos al ejercicio del poder, sino que incluso penetra incluso socialmente promoviendo el respeto entre los ciudadanos. También a esto nos referimos cuando señalamos que Estados Unidos logró constituirse como una sociedad democrática: a una ciudadanía que ha logrado interiorizar un orden legal público; a una sociedad cuya convivencia cotidiana está permeada por los derechos humanos y el imperio de la ley.

Para las sociedades modernas, configuradas conforme al principio de la libertad, esta estabilidad constitucional resulta importante en la medida en que consolida un marco legal común de referencia que puede entonces arraigarse en el seno mismo de la sociedad, en sus prácticas incluso cotidianas. Los ciudadanos pueden contar así con las seguridades de un Estado de derecho y con el impulso que supone una sociedad ordenada legalmente. Otros países, como Francia por ejemplo, han experimentado con 15 constituciones en casi 180 años (de 1789 a 1970).17 Y otras sociedades más han dado lugar a textos constitucionales de contenidos radicalmente distintos en periodos de tiempo relativamente cortos. No ha sido éste el caso de Estados Unidos.

Después de la independencia, y con el paso de los años, terminó por forjarse lo que el mundo conocería como el carácter específicamente norteamericano: la idea del esfuerzo individual que merece ser recompensado (self-made man), el empeño en el trabajo, la búsqueda denodada del desarrollo económico y el progreso, el espíritu empresarial, el optimismo frente al futuro e, incluso, la realización de las grandes hazañas como la investigación espacial y la construcción de rascacielos desafiando la ingeniería, como buscando alcanzar el cielo.

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Si tratamos de reconocer los frutos del ideal democrático que ha impulsado a la sociedad estadounidense a lo largo de la historia, podemos reconocer varios momentos importantes. Por ejemplo, la abolición de la esclavitud en el siglo XIX y la ampliación de las libertades individuales en el país. Pero también el proyecto del New Deal en el siglo XX y por el cual, tomando como punto de partida nuevamente el orden legal vigente y su orientación normativa, el Estado asumía un papel activo en la economía corrigiendo los excesos del capitalismo y promoviendo la equidad y la justicia social. Así, después del importante desarrollo económico que llevó a Estados Unidos a convertirse en potencia mundial ya desde finales del siglo XIX, fue posible la organización de un Estado de bienestar que buscaba enfrentar la pobreza de grandes masas de la población luego de la Gran Depresión de 1929.

Por lo que se refiere al lugar de Estados Unidos a nivel internacional —algo particularmente importante a lo largo del siglo XX—, debe reconocerse allí su papel en la liberación de Europa del fascismo y su impulso a la reconstrucción luego de la Segunda Guerra Mundial. Hace unos años, en 1995, el intelectual italiano Umberto Eco rememoraba en la Universidad de Columbia su experiencia de los últimos días del fascismo. Siendo él entonces un niño, la caída del fascismo y el arresto de Mussolini le descubrieron un mundo totalmente distinto: de la noche a la mañana se derrumbaba ante sus ojos el mundo de la política monopolizada por el partido único y descubría no sólo el pluripartidismo que había sido sofocado, sino sobre todo el regreso de la libertad, de la libertad de palabra, de prensa, de asociación política. “Estas palabras, ‘libertad’, ‘dictadura’ —Dios mío— era la primera vez en mi vida que la leía”, comentaba Eco al recordar sus impresiones ante la lectura del periódico del 27 de julio de 1943. Por estas palabras, continuaba, “yo había renacido hombre libre occidental”. El testimonio de Eco buscaba alentar en su audiencia la defensa permanente de la libertad y en él evocaba también a un afroamericano culto como su “primera imagen de los liberadores norteamericanos, después de tantos rostros pálidos con camisa negra”18

Con la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos mostró un compromiso amplio y generoso con la libertad. Como acabamos de señalar, contribuyeron militarmente a liberar a los países europeos bajo la dictadura fascista. También, idearon e implementaron el llamado Plan Marshall que impulsó la reconstrucción de países como Alemania, Italia y Francia. Primero F. D. Roosevelt, y posteriormente Harry S. Truman, contribuyeron además al nacimiento de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) buscando reestablecer condiciones de legalidad y cooperación entre los países del mundo luego de tan traumática experiencia. El 25 de abril de 1945, el presidente Truman inauguraba en San Francisco un encuentro internacional al que asistieron 1 200 delegados de 46 naciones. De su discurso cabe destacar lo siguiente: “Los miembros de esta conferencia han de ser los arquitectos de un mundo mejor. En vuestras manos descansa nuestro futuro. Por vuestros trabajos en esta conferencia sabremos si la humanidad que sufre habrá de lograr una paz justa y perdurable. Trabajemos para lograr una paz que sea en verdad digna de los grandes sacrificios”.19 La ONU finalmente adquirió existencia oficial el 24 de octubre de 1945 y entre sus principios básicos se consignó la igualdad soberana de todos sus miembros, así como el compromiso entre los mismos de resolver las controversias internacionales de manera pacífica y sin poner en peligro la paz, la seguridad o la justicia, y el de abstenerse de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra otros Estados.

Ahora bien, Estados Unidos representó también el país de acogida de miles de europeos perseguidos, en particular de intelectuales, escritores y artistas. Como Theodor W. Adorno, quien luego de sus años de exilio afirmaría que Estados Unidos ofrecía “el amparo... lejos del fuego”. A ese país le debe, dijo también, “la salvación de la persecución por el nacionalsocialismo, lo que constituye una deuda que nunca he dejado de recordar” y encontró allí “un potencial humano real, como difícilmente puede hallarse en Europa”.20 Adorno fue declarado ciudadano estadounidense en 1943. La misma Escuela de Frankfurt, encabezada por él y por Max Horkheimer, encontró acogida y promoción —incluso financiera— en Estados Unidos, quienes también apoyaron su reinstalación en la Alemania de la posguerra contribuyendo así a la preservación de una importante tradición de pensamiento del siglo XX. Thomas y Henrich Mann, Fritz Lang, Hannah Arendt, Bertold Brecht, Arnold Schönberg, Igor Stravinski, Fred Pollock, Hermann Broch y Felix Weil, son otras de las personalidades destacadas que lograron refugiarse en el país y encontrar allí condiciones propicias para su desarrollo artístico e intelectual.

Cabe señalar aquí, no obstante, que la Segunda Guerra Mundial concluyó con lo que podríamos definir como una dolorosa demostración de fuerza: cuando el conflicto parecía llegar a su fin y, tal y como se ha estudiado, el frente japonés pronto rendiría las armas, dos bombas atómicas fueron lanzadas contra las ciudades de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945. El saldo inmediato fue de entre 70 mil y 80 mil muertos, un número similar de heridos y 81% de los edificios de la primera ciudad —Hiroshima— destruidos, mientras que en Nagasaki la bomba ocasionó por lo menos 35 mil muertes.21 Las consecuencias de ambas explosiones, lo sabemos nosotros, marcaron también la vida de otros miles con el desarrollo de enfermedades de extrema gravedad. A la humanidad entera, además, le mostraron el rostro terrible que pueden tener la ciencia y el desarrollo económico cuando éstos, lejos de servir al bienestar humano, se persiguen como fin en sí y más allá de los límites que debe marcar la racionalidad moral. Con el fin de la Segunda Guerra Mundial y la posterior carrera armamentista, Estados Unidos dejaba atrás su tradicional neutralidad y aislacionismo, se sentaban las bases para la Guerra fría y, como veremos, lo que puede considerarse como una nueva “fase” en el proyecto de la libertad.

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Podemos señalar otros aspectos que constituyen manifestaciones de la vitalidad de una sociedad que encuentra en las estructuras jurídico-políticas de su país el impulso necesario para su desarrollo. Nos referimos, por ejemplo, a su protagonismo en los deportes, la ciencia y la educación. Un informe publicado en el año 2006 concluye que de entre las veinte universidades más destacadas del mundo, diecisiete son de los Estados Unidos. Por el mismo estudio es posible reconocer que este logro debe atribuirse al esfuerzo conjunto que las esferas pública y privada han hecho por impulsar la educación.22 Sólo de entre la comunidad del Massachusetts Institute of Technology (MIT) (profesorado, investigadores, alumnos y empleados) podemos contar 61 premios Nóbel hasta el año 2005: 26 en física, 12 en química, 13 en economía, 8 en medicina y fisiología y 2 en el rubro de la paz. En particular, Estados Unidos ha sido uno de los principales promotores del avance tecnológico que caracteriza a la cultura científica de nuestro tiempo. Uno de sus últimos desarrollos al respecto es la sonda “Impacto Profundo”.

En efecto, en la madrugada del lunes 4 de julio del 2005, el proyectil de la nave “Impacto Profundo 1” (Deep Impact 1) dio en el blanco: el cometa “Tempel 1” a 134 millones de kilómetros de la Tierra. Las comunicaciones que hoy privan en la sociedad global nos permitieron acceder prácticamente de manera inmediata a las imágenes tomadas tanto por el proyectil, como por la nave misma que registró el impacto y sus consecuencias sobre el cometa. Los datos de estas imágenes habrán de servir para avanzar en el estudio de los orígenes del sistema solar y la formación de las condiciones necesarias para el desarrollo de la vida. Hace aproximadamente 4 500 millones de años una nube gigante de gas y polvo se colapsó para crear el sistema solar. Los cometas se formaron entonces, con lo que resultan una suerte de testimonio de nuestros orígenes más remotos.

Esta misión representa un hito en la historia espacial: es la primera vez que se intenta un impacto deliberado contra otro cuerpo del sistema solar. Pero podemos decir algo más: es la primera vez que el ser humano interviene en el curso natural del sistema solar que, hasta ahora y a pesar de sus múltiples transformaciones, sigue haciendo posible la existencia humana. De modo que el éxito de la misión supone sin duda un paso significativo en la ciencia y tecnología contemporáneas. La información a analizarse durante los próximos años será fundamental para explicar nuestros orígenes, más allá incluso de los inicios de la vida inteligente. Pero ya la planeación, ejecución y resultados de este evento han causado un impacto profundo no sólo en los especialistas, sino en la sociedad en general.23

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En 1963, Gabriel Almond y Sidney Verba publicaron un estudio analítico sobre el estado que entonces guardaba la cultura política de la democracia —sus estructuras sociales y los procesos que la sustentan. Con este propósito levantaron una serie de encuestas en cinco países, uno de ellos Estados Unidos.24 Las conclusiones que allí consignaron son hoy en día sumamente aleccionadoras. Almond y Verba, por ejemplo, encontraron en el país un alto porcentaje de ciudadanos que se manifestaron orgullosos de su gobierno y sus instituciones políticas: 85%. De acuerdo también con los resultados del estudio, 76% de quienes creen que el gobierno nacional tiene un impacto en su vida diaria (85% respondió que el gobierno tenía gran o algún efecto), señalaron que este impacto era para mejorar sus condiciones de vida. Asimismo, 83% declaró que esperaba un trato igualitario de la burocracia ante una determinada situación, y 85% lo hizo con respecto a la policía; mientras que 80% de los encuestados dijo seguir regularmente, o de cuando en cuando, los asuntos políticos.

Otro dato importante para nuestro análisis se refiere al alto sentido de competencia cívica que Almond y Verba encontraron en Estados Unidos entonces. En efecto, 77% afirmó pensar que podían hacer algo en caso de que se presentara una regulación local injusta. Con relación a una regulación injusta de carácter nacional, 75% consideró poder hacer algo. Además, en el caso de una posible influencia en el gobierno local, 56% señaló la idea de organización un grupo informal —no político— para enfrentar una medida injusta. Este alto sentido de competencia cívica a nivel local nos remite, desde luego, a la amplia participación en política que a nivel de comuna o municipio daba cuenta ya, como vimos, Tocqueville. Estos resultados se centran en la percepción que los encuestados tienen de su papel como ciudadanos y sujetos del orden político. Pero de ellos es posible derivar además una cierta concepción del poder político que se tenía en Estados Unidos a inicios de la década de los sesenta: se trataba de un gobierno sustentado en el consenso que delega el poder a sus autoridades; de un poder, por tanto, emanado de la ciudadanía, que mantiene intacta su convicción en torno a la soberanía popular y, con ello, su derecho a participar en la configuración y toma de decisiones que ordenan su vida en común.

Ahora bien, Almond y Verba dan un paso más allá en su estudio sobre los aspectos políticos de la cultura democrática para adentrarse en un terreno que, desde nuestra perspectiva, es hoy en día fundamental para la viabilidad de la democracia: el ámbito —más amplio— de las relaciones sociales que subyacen al orden político. De aquí la idea de una “cultura cívica” que no se limita a los aspectos ciudadanos y de participación política en el orden público, sino que abarca también aspectos de carácter social, así como el papel de “sujeto” del sistema administrativo. En este aspecto la investigación arroja en Estados Unidos altos índices de confianza entre los ciudadanos. El 59%, además, responde valorar sobre todo las virtudes sociales de generosidad y consideración, siendo ésta una apreciación clave cuando se trata de tomar la iniciativa para formar grupos políticos. Entre quienes afirmaron tener “fe” en las personas, 80% señaló que trataría de formar algún grupo para influir en el gobierno local. Para Almond y Verba, esta confianza social en general se traduce en una confianza políticamente relevante.25 Por último, 57% de los encuestados señaló pertenecer a alguna asociación voluntaria, sobre todo de carácter social, religiosa, fraternal, cívico-política y sindical.26 Estados Unidos, de acuerdo con este estudio, representa el modelo más cercano a una cultura cívica propiamente democrática, es decir, a la existencia de una ciudadanía. En definitiva, lo que al inicio de los años sesenta encontraron Almond y Verba fue un país cohesionado política y socialmente.

Estados Unidos, la experiencia de la libertad

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