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Capítulo II
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Cuando sumergimos la cola del azor en agua hirviendo y fuimos capaces de observarla mejor, descubrimos un hecho doloroso. Gos tenía una banda de estrés. Si a un niego en crecimiento se le priva de la comida necesaria durante uno o dos días, las plumas desarrollan una sección débil durante ese tiempo. Podría recuperar fuerzas, y las plumas podrían continuar alargándose, sanas y fuertes; pero siempre, hasta la muda del año siguiente, la pluma completamente desarrollada estaría atravesada por un tajo semicircular que revelaba la sección débil.
No es que tuviese importancia desde el punto de vista de las apariencias, pero tenía las plumas débiles a lo largo de la banda de estrés, y probablemente se romperían por ella una a una. En el caso de Gos, ya faltaban dos, una de ellas ya de antes de que llegara a casa.
Un pájaro con plumas dañadas es lo mismo que un aeroplano con una estructura defectuosa: a medida que más y más plumas se rompen, el pájaro es cada vez más incapaz de volar de forma eficiente. Y, dado que las plumas descansaban una sobre otra, tan pronto como se rompía una la siguiente estaba en riesgo. Por este motivo, las plumas rotas tenían que repararse mediante un proceso conocido como «injertar». La mayoría de la gente a la que han obligado a leer a Shakespeare para examinarse conocerán la palabra. «Injertad en nuestras imperfecciones vuestras ideas» o «injertar una pluma en el ala rota de nuestro país marchito».
La parte de la pluma que seguía en el ave se recortaba; se seleccionaba de una reserva de la muda del año anterior una parte de una pluma que correspondiese con la faltante; se sumergía una aguja de injerto, afilada por ambos extremos y de sección triangular, en pegamento o salmuera; y, por último, se unían ambas partes.
Gos tenía una banda de estrés, una visible amenaza de que tarde o temprano tendría que practicársele al pájaro vivo el arte del injerto. El efecto de esta imperfección fue que me asustara provocarle otra mientras las plumas seguían creciendo (ninguna, salvo las dos cobertoras de la cola, estaba ya en sangre); y el resultado de este miedo fue que mi objetivo principal consistiera en atiborrarlo de comida. No me percaté de ello durante varios días, pero quizá lo estaba alimentando demasiado bien. Los problemas que surgieron durante las semanas previa y posterior se debieron al hecho de que, ignorante de su capacidad normal, había provocado en el irritable principillo un estado de repleción aguda que había afectado al hígado. Yo, por mi parte, trataba de enseñarle a volar uno o dos metros hacia mí sosteniendo un pedazo de carne, y él, por la suya, de algo estaba seguro: aborrecía su mera visión.
Al principio, no se me ocurrió sino continuar con el tratamiento antiguo. Daba vueltas con él, sosteniendo una pata de conejo, mientras se debatía cada vez que se la acercaba demasiado; y después me iba sin haberlo alimentado. Los libros no decían nada sobre ello. Poco a poco, se hizo más evidente que algo iba mal. Defecaba con pesadez y esfuerzo, sin esparcir las heces con un chorro orgulloso como lo había hecho habitualmente frente a mí, y estas eran de un color verde brillante. Me pregunté inocentemente si quizá habría ingerido algo de bilis con el hígado la noche anterior. ¿Causaba su humor la bilis o la bilis el humor? Los libros no decían nada acerca de heces esmeralda, así que no podía hacer nada. De todas formas, Gos no había comido en todo el día y estaba en un estado de nervios terrible. Decidí irme a la cama, levantarme a la una de la madrugada y pasar la noche con él; me daba al menos la sensación de estar haciendo algo concreto. «Comerá cuando salte al puño a por la comida, no antes», escribí con esperanza en el dietario. «El hambre es la única cura para los problemas de estómago; no obstante, quizá debería darle mañana algo de huevo».
«Comerá cuando salte al puño a por la comida, no antes». Si tan solo me hubiese guiado por ese sensato enunciado habría acortado su adiestramiento tres semanas. Pero mi mente era la de un lento aventurero que palpaba su camino solo en la oscuridad; la de un aficionado, cuatrocientos años tarde para recibir ayuda; la de un novicio en tan curiosos menesteres, aterrorizado por la banda de estrés y la necesidad cierta de tener que injertar.
Miércoles
Así pues, pasamos la noche en vela de nuevo, en silencio, rodeados por los quehaceres nocturnos del mundo. Gos estaba demasiado cansado, a la una y media, como para debatirse cuando entré. Saltó obedientemente al puño y lo llevé fuera, bajo la brillante luz de la luna, sobre cuya pálida y llena faz se desplazaban rápidamente estratocúmulos propulsados por un viento del noroeste. El Carro estaba escondido detrás de un banco de nubes, pero Casiopea presidía fielmente la Estrella Polar, y podían verse algunos destellos de la Osa Menor colgada de su cola. Los fantasmas de la solitaria carretera a Selston, Adams y Tyrell, se volvieron tímidos bajo la luz de la luna y no nos molestaron. Brownie, mi setter irlandesa, una sombra azul oscura, hizo debatirse a Gos al salir corriendo a través del mundo silencioso en busca de conejos. Evans, en la casa grande venida a menos, dormía en una paz galesa, soñando quizá con Owen Glendower.5 Chub Wheeler junto al lago conocido como el Foso Negro se hallaba en un sueño profundo, guardado por perros de sueño profundo. La luna se reflejaba calma sobre el agua agitada. Una motocicleta nocturna, probablemente la de algún cazador furtivo decidido a llevar a cabo alguna misión ilegal a kilómetros de distancia, murmulló en el silencio justo cuando paró la brisa. De pie sobre la hierba densa, con la noche tranquila haciendo que mi corazón latiese lentamente, expulsé cuidadosamente una ventosidad: los cuernos de la tierra de los elfos que sonaban débilmente.
Cuando volvimos dentro, a la luz del quinqué, Gos empezó a debatirse. Las patas, que fuera habían estado frías, se calentaron de nuevo, y la mano que acariciaba las suaves plumas de su pecho las encontró cálidas y húmedas. Volvió a defecar con esfuerzo sobre el embaldosado unas heces de color verde; ¿sería un cálculo? Me senté en el sillón, sosteniéndolo en la mano izquierda mientras hacía ruiditos y piaba, a la vez que escribía sobre la rodilla con la derecha. Cada vez que se debatía, me daba con las alas en la cabeza. Se escuchaba el tictac del reloj de pulsera que llevaba en la muñeca derecha. La piada, el tictac y el rasgar de la pluma en la soledad crepitante se deslizaban como cucarachas sobre el tambor del silencio, mientras bajando por mi columna vertebral la vida zumbaba profundamente como una marea; bramaba en grandes olas en rompientes lejanas o, como una dinamo enterrada, expresaba su poder con un zumbido, gastaba su fuerza constante y lentamente perdía eficiencia debido a las roturas y el desgaste, para un día agotarse.
Al amanecer salimos al rocío, para brindar con un vaso de cerveza al sol. Su divina majestad Mitra, ya sin adoradores, se alzó con el viento de la mañana y tintó la parte inferior de nubes de color gris paloma de otros tonos aviares. Un búho, camino a acostarse, se despidió con un grito, e hizo que Gos mirase hacia arriba en busca de su primo. La primera torcaz empezó con su consejo atemporal, cuyo canto es interpretado desde antiguo en Gales como una incitación al robo del ganado del vecino, y una vaca resopló con fuerza.
Apareció entonces otro color en el extraordinario dibujo. El tenso equilibrio y la manía serena de la satisfecha soledad acababan teniendo sed, por así decirlo, de compañía humana después de una o dos semanas. Entonces, nada era suficiente salvo la celebración de la bebida; no las horas vespertinas con la sutil filosofía de la malvasía o el madeira, sino la jarana de la cerveza bebida a grandes tragos rodeado de locuaces camaraderías, el ruido, el tintineo, las manchas circulares, el golpe seco de los dardos y las caras sonrientes. Durante largo tiempo no había sido lo que podría llamarse un hombre abstemio.
Esta necesidad empezaba a correr de forma insospechada por mis venas ahora junto a Gos. Para él, su necesidad era un largo paseo en el puño, como siempre. La principal arma en el adiestramiento de una rapaz de bajo vuelo era el acarreo continuo. Para el acarreador, no obstante, el problema era el destino; después de caminar todo el día, uno se preguntaba: «¿Dónde deberíamos ir ahora?». Mucho antes de las seis habíamos llegado al límite del condado.
Timmy Stokes, el peón caminero del condado de Buckingham, había cortado la hierba justo hasta el final del territorio que le correspondía a su ronda. El césped estaba corto y arreglado, y las zanjas habían sido cuidadosamente despejadas. Northampton estaba descuidado y salvaje, algo que provocaba orgullo local. Allí, de pie, con la felicidad matinal, el cielo azafranado al este y la luna todavía de color amarillo limón al suroeste, junto a un campo en el que ya había empezado la cosecha, uno veía con el ojo de la mente las líneas imaginarias que recorrían toda Inglaterra. Los caminos macadamizados que llegaban hasta hilos invisibles donde se tornaban de piedra, las zanjas que súbitamente pasaban de cuidadas a descuidadas, las parroquias, los territorios y los hitos de los vecinos; todo dormía entonces en paz, todo ese precioso logro de la planificación y la cooperación entre nuestros padres, también en paz, convertidos en polvo. La reina de los prados que llevaba en el ojal difundía de forma penetrante su aroma al viento temprano.
Mientras caminaba de vuelta a casa por la noche, todo se había vuelto indistinguible: el pub a ocho kilómetros de distancia al que había llegado mucho antes de que nadie se despertase; el azor sumiso que comía sin problemas, incluso en el salón principal rodeado de hombres curiosos; la ansiedad y el escándalo al toparse con tráfico por primera vez; las heces de aspecto más sano; la cerveza lenta que se expandía por la garganta; la gente afectuosa; el cuerpo rígido que intentaba enderezar su indirecto rumbo; la reina de los prados marchita; y la luna roja que se alzaba perceptiblemente, la misma que había visto desaparecer amarilla al amanecer.
Jueves y viernes
Había curado al pájaro de su repleción mediante el ayuno en el que él mismo había insistido, y nuestra larga guardia y aún más larga caminata nos habían devuelto una relación amistosa como la existente tras la primera noche en vela. Procedí entonces, inocentemente, a atiborrarlo de nuevo, haciéndole comer mucho más de lo que hubiese bastado para alimentar a un gerifalte, a la vez que continuaba con mis esfuerzos para que saltase al puño a por comida. Cada vez que se posaba siquiera en el guante lo alimentaba, temeroso todavía de la banda de estrés.
Estos dos días se caracterizaron por la caza más que por pasear con el azor. Dado que se me había metido en la cabeza que no comía tanto como parecía necesario porque estaba cansado de los conejos, le compraba filetes de ternera al carnicero y pasaba las tardes generalmente lluviosas o de fuerte viento tratando de cazar una paloma para él.