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Capítulo I

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Martes

La primera vez que lo vi era una cosa redonda como un cesto de la ropa cubierto con arpillera. Sin embargo, era tumultuoso y amenazador, repulsivo de la misma forma en que las serpientes resultan amenazadoras para quienes no las conocen, o peligroso como el movimiento súbito de un sapo cerca del umbral cuando uno sale de noche al rocío con una linterna. La arpillera se había cosido con cuerda, y él golpeaba contra ella desde abajo: golpe, golpe, golpe, incesantemente, con claros indicios de locura. El cesto latía como un gran corazón febril. Profería extraños gañidos de protesta, histérico, aterrorizado, aunque furioso y autoritario. Se habría comido vivo a cualquiera.

Cómo habría sido su vida hasta entonces. Cuando era una cría, todavía incapaz de volar y cubierta de plumón, todavía esa especie de sapo moteado, móvil y boquiabierto que encontramos al mirar en los nidos de los pájaros en mayo; cuando, además, era ciudadano de Alemania, tan lejana; entonces, un hombre de mirada penetrante llegó al nido de su madre con un cesto como este y lo metió dentro. Él nunca había visto a un ser humano, nunca lo habían encerrado en una caja parecida, que olía a oscuridad, manufactura y al hedor del hombre. Tuvo que sentir que era como la muerte (aquello que nunca podemos conocer de antemano), cuando, mientras sus garras torpes tanteaban en busca de un asidero antinatural, encogieron y empaquetaron su consciencia de polluelo dentro de aquel entorno oblongo y extraño. Las voces guturales, la guarida inadecuada a la que lo llevaron, las manos escamosas que lo aferraban, el segundo cesto, el olor y el ruido del automóvil, el estruendo insoportable y regular del aeroplano que llevó hasta Inglaterra aquellas garras que botaban y patinaban sobre el traicionero suelo tejido; calor, miedo, ruido, hambre, lo opuesto a la naturaleza: habiendo tenido que soportar esto, aterrorizado, pero todavía noble y locamente desafiante, el azor niego llegó a mi pequeña casa en el campo en su cesto maldito. Era una criatura adolescente y salvaje cuyos padres lo habían alimentado en nidos de águila con carne sangrienta aún temblorosa de vida, un extranjero de lejanas colinas de pinos negrales, donde un puñado de ramas empinadas y algunos excrementos blancos, junto a unos pocos huesos y plumas esparcidos a los pies del árbol, habían sido su herencia ancestral. Había nacido para volar, ladeándose, libre sobre el verdor de aquellas tierras altas teutonas, para asesinar con sus patas feroces y para devorar con ese pico persa curvado, él, que ahora saltaba arriba y abajo en el cesto de la ropa con una cierta precocidad imperiosa, con la impaciencia de un mimado pero noble heredero natural del Sacro Imperio Romano.

Recogí el cesto con cuidado y lo llevé al granero. La casa en la que vivía se construyó durante el reinado de Victoria, con granero, pocilga y tahona, y en ella vivió una vez un guardabosque. Allí, en el bosque, hace mucho tiempo, cuando los ingleses vivían una vida en la que el deporte era algo intrínseco, en vez de competir en juegos con tediosos y abstractos bates de tenis, palos de críquet y mazas de golf, como hacen hoy, el guardabosque que vivía en la casa había criado faisanes. No había alambradas en su época, y las ventanas del bajo granero estaban cerradas con listones de madera, clavados de forma entrecruzada, una celosía de rombos. Dejé a Gos allí, en su cesto, y estaba abriendo la cabeza de un conejo para coger el cerebro, cuando dos amigos a los que había acompañado recientemente en su triste ocupación vinieron para llevarme a un pub por última vez. El azor salió del cesto volando con fuerza y voló hacia las vigas mientras su amo, armado con dos pares de guantes de cuero en cada mano, se encogía de miedo cerca del suelo; y entonces ya no hubo tiempo. Había pretendido ponerle un par de pihuelas de inmediato, pero se elevó antes de que hubiese recobrado la compostura; y solo cuando el gran puñado de plumas jóvenes se posó en las vigas vimos que ya las tenía puestas. Pihuelas era como se llamaban las correas que le guarnecían las patas. Dejé el azor para que se acomodara, aún sin los cascabeles, posado en la parte de arriba del viejo granero del guardabosque, siniestro y extraordinario; y nosotros tres salimos al pub para celebrar una especie de Última Cena, en la que ninguno estuvo más impaciente por irse que el invitado al que se despedía.

Me trajeron de vuelta sobre las once, y para la medianoche ya les había dado algo de beber y deseado buena suerte. Eran buena gente, tanto como su raza lo permitía, pues eran de los pocos miembros de esta de corazón amable, pero me alegré de que se fueran; me alegré de sacudirme con su marcha el último vestigio de una antigua vida humana y volver al edificio anexo lleno de telarañas donde Gos y un nuevo destino esperaban juntos con obstinada arrogancia.

El azor estaba en la viga más alta, fuera de alcance, mirando hacia abajo con la cabeza ladeada y un leve aire a Lars Porsena.1 La humanidad no podía llegar allí.

Afortunadamente, mis movimientos humanos perturbaron a la criatura y la hicieron abandonar la elevada percha que le pertenecía por naturaleza y a la que no estaba habituada, porque sí lo estaba a que llegaran a por ella sin miramientos con ruidos mecánicos, la agitaran con sacudidas industriales y le doblaran las plumas caudales de forma que parecieran la parodia de una mopa.

Aturdido por tantas experiencias, el pájaro abandonó la percha en la que habría sido inexpugnable. Había tristeza en aquella evasión inapropiada. Un azor, demasiado grande para una especie británica, y solo ocho centímetros más pequeño que el águila real, no debería huir, sino perseguir. Como resultado de estar en ese momento aprisionado entre paredes de ladrillo desconocidas, voló torpemente en todas direcciones en aquella habitación inhóspita, hasta que, tras algunas vueltas, lo cogí por las pihuelas y me vi, estupefacto ante tal temeridad, con el monstruo en el puño.

Noche

Las plumas amarillentas del pecho, de un amarillo Nápoles, tenían largas manchas verticales en forma de flechas de color tierra de sombra tostada; sus garras como cimitarras se aferraban al guante de cuero sobre el que estaba posado de forma convulsa. Por un momento, me miró fijamente con ojos enloquecidos, de color caléndula o diente de león, con todo el plumaje alisado y la cabeza agachada como la de una serpiente cuando odia o tiene miedo, y entonces empezó a debatirse salvajemente.

Se debatió. En los colegios de primaria privados seguía diciéndose que algún alumno había empezado a «debatirse» por la mañana. Era una palabra que se había utilizado desde que se empezaron a utilizar rapaces en Inglaterra, y, por tanto, desde antes de que Inglaterra fuera un país. Hacía referencia al vuelo picado de rabia y terror al que una rapaz atada se lanza desde el puño en un salvaje intento por liberarse y tras el cual queda colgada boca abajo de las pihuelas en un frenesí de alas como un pollo al que van a decapitar y que gira, lucha y arriesga dañar sus cuchillos.

Al cetrero le correspondía levantar a la rapaz de vuelta al puño con la otra mano con delicadeza y paciencia, solo para que el ave volviera a debatirse, una vez, dos, veinte, cincuenta, toda la noche, en el granero oscuro a medianoche, a la luz de una lámpara de queroseno de segunda mano.

Fue hace dos años.2 Nunca había adiestrado a una rapaz de verdad antes, ni conocido a un cetrero vivo, ni visto a una rapaz adiestrada. Tenía tres libros. Uno de ellos era de Gilbert Blaine, el segundo era medio volumen de la Badminton Library y el tercero era el Tratado sobre halcones y cetrería de Bert,3 impreso en 1619. De ellos tenía una noción teórica, bastante desfasada, de cómo adiestrar a una rapaz.

En este proceso, era inútil someter a la criatura por la fuerza. Las rapaces no tenían fama de masoquistas, y cuanto más se las amenazara o torturara, más amenazaban de vuelta. A pesar de ser salvajes e intransigentes, era necesario «someterlas» de alguna u otra forma, antes de que pudieran ser domadas y adiestradas. Cualquier crueldad, inmediatamente tomada como ofensa, era peor que inútil, ya que el pájaro jamás se plegaría o sometería a ella. Poseía el último e inviolable refugio de la muerte. La rapaz maltratada elegía morir.

Así, los antiguos cetreros habían inventado una forma de domesticarlas que no resultaba evidentemente cruel, pero cuya crueldad secreta también tenía que soportar el adiestrador: mantenían al pájaro despierto. No mediante golpecitos, ni de ninguna forma mecánica, sino andando con el pupilo en el puño y manteniéndose ellos mismos despiertos. Se «hacía guardia» con la rapaz, un hombre insomne la privaba de sueño, día y noche, durante dos, tres o incluso nueve noches seguidas. Solo los profesores ineptos tardaban nueve noches; un genio podía hacerlo en dos y un hombre normal, en tres. El cetrero trataba siempre al cautivo con total cortesía, con absoluta consideración y dulzura. El cautivo no sabía que lo mantenían despierto a propósito, sino simplemente que lo estaba y, en un momento dado, demasiado somnoliento como para importarle lo que pasara, dejaría caer la cabeza y las alas y se quedaría dormido en el puño. Diría: «Estoy tan cansado que acepto esta curiosa percha, deposito mi confianza en esta curiosa criatura, lo que sea con tal de descansar».

A esto me disponía yo ahora. Debía mantenerme despierto, si era necesario, durante tres días y tres noches durante las cuales, esperaba, el tirano aprendería a dejar de debatirse y aceptaría mi mano como percha, aceptaría comer allí y se acostumbraría un poco a la extraña vida de los seres humanos.

Era muy interesante y fruto de deleite, el deleite del descubridor; había mucho en lo que pensar y muchísimo a lo que atender. Implicaba andar en círculos a la luz de la lámpara, levantando constantemente a la víctima con una mano amable sobre el pecho, tras la centésima debatida. Implicaba tararear para uno mismo en tono desafinado, hablarle al azor, acariciar sus garras con una pluma cuando aceptaba quedarse en el guante; implicaba recitar a Shakespeare para mantenerse despierto, y pensar con orgullo y felicidad en la tradición de las rapaces.

La cetrería quizá fuera el deporte en práctica más antiguo del mundo. Había un bajorrelieve de un babilonio con una rapaz en el puño en Khorsabad, de tres mil años de antigüedad. Mucha gente no conseguía entender por qué resultaba placentero, pero lo era. Me parecía adecuado que me alegrara continuar siendo parte de un largo linaje. El inconsciente de la raza era un medio en el que el propio nadaba microscópicamente, y no solo lo hacía en el de la raza actual, sino también en el de todas las predecesoras. Los asirios habían engendrado hijos. Aferraba la huesuda mano de aquel ancestro, en la que todos los nudillos estaban tan bien definidos como la pantorrilla color nuez de su pierna en bajorrelieve, a través de los siglos.

Las rapaces eran la nobleza del aire, gobernadas por el águila. Eran las únicas criaturas que el hombre se había molestado en legislar. Aprobábamos todavía leyes para preservar ciertos pájaros o ilegalizar ciertas formas de cazarlos, pero no nos molestábamos en poner reglas para los pájaros en sí. No decíamos que un faisán solo puede pertenecer a un funcionario o una perdiz a un inspector financiero. Pero antaño, cuando conocer el manejo de una rapaz era el criterio por el que se reconocía a un caballero (y, entonces, ser un caballero era un concepto definido y, por tanto, ser declarado «plebeyo» por el College of Arms era el equivalente de no ser designado «piloto» por el Royal Aero Club o «automovilista» por las autoridades competentes), el Boke of St. Albans había especificado con precisión los miembros de la familia Falconidae adecuados para cada persona. Un águila para un emperador, un halcón peregrino para un conde; la lista clasificaba de forma meticulosa en sentido descendente hasta llegar al cernícalo, el cual, como insulto supremo, le correspondía a un simple sirviente, ya que era inútil adiestrarlo. Bien, pues el azor era el siervo adecuado para un terrateniente, y a mí me bastaba así.

Había dos clases de rapaces, las de alto vuelo y las de bajo vuelo. Las de alto, cuyo primer cuchillo era el más largo, eran los halcones, de quienes se ocupaban los halconeros. Las de bajo, cuyo cuarto cuchillo era el más largo, eran varias especies distintas, y de ellas se ocupaban los azoreros. Los halcones volaban alto y se lanzaban sobre su presa; las segundas volaban bajo y mataban con sigilo. Gos era un jefe tribal entre estas últimas.

Pero su personalidad que me daba más placer que su linaje. Tenía una cierta forma de mirar. Los gatos pueden mirar a una ratonera con crueldad, a los perros se los puede ver mirar a sus amos con amor, un ratón miraba a Robert Burns asustado. Gos miraba atentamente. Era una mirada alerta, concentrada y penetrante. Mi deber ahora era no devolvérsela. Las rapaces son sensibles a la mirada y no les gusta que se las observe. Observar es su prerrogativa. El tacto de un azorero a este respecto me parecía ahora delicioso. Era necesario quedarse quieto o andar con cuidado bajo la suave luz del granero, mirando fijamente al frente. La actitud debía ser conciliadora, complaciente, paciente, pero segura de alcanzar su firme objetivo. Debía mantenerme de pie, mirando más allá del azor hacia las sombras, haciendo pequeños movimientos cautelosos, con todo sentido alerta. Tenía una cabeza de conejo en el guante, abierta para mostrar el cerebro. Con ella debía acariciarle las garras, el pecho y el borde entrante de las alas. Si le molestaba de la manera errónea debía desistir de inmediato, incluso antes de que se molestase; si se irritaba de la correcta y empezaba a picotear aquello que le importunaba, debía continuar. Mi tarea era distinguir las molestias lenta, continua, amorosa y persistentemente; acariciar y jugar con las garras, recitar, emitir las más amables quejas y silbar de forma coqueta.

Después de una o dos horas así, empecé a pensar. Ya había empezado a calmarse y se mantenía en el guante sin debatirse mucho; pero había sufrido un viaje largo y terrible, así que quizá sería mejor no mantenerlo de «guardia» (despierto) aquella primera noche. Quizá debería dejarlo recuperarse un poco, liberarlo en el granero y solo venir a intervalos.

Fue cuando acudí a verlo cinco minutos pasadas las tres de la mañana que se posó voluntariamente en el puño. Hasta entonces, lo había encontrado en sitios inaccesibles, posado en la viga más alta o volando de percha en percha. En ese momento, al acercarme a él suavemente con la mano extendida y pies imperceptibles, fui recompensado con una pequeña victoria. Gos, con ademán seguro pero parcialmente desdeñoso, se posó en el guante extendido. Empezó no solo a picotear el conejo, sino a comer de manera distante.

Nos volvimos a encontrar a las cuatro y diez, y ya empezaba a despertar el alba. Una levísima iluminación del cielo, inmediatamente perceptible al abandonar el fuego de la cocina, un frío en el aire y una humedad bajo los pies anunciaban que ese Dios que indiferentemente administra justicia había ordenado el milagro de nuevo. Salí del fuego de la casa al aire futuro, despierto incluso más temprano que los pájaros, y fui hacia mi imponente cautivo en el granero con techo de vigas. La luz más brillante relucía en sus cuchillos, era un lustre acerado, y a las cinco menos diez el brillo de la pequeña lámpara de dos peniques había desaparecido. Fuera, en la penumbra y la tenue madrugada, los primeros pájaros se movían en sus perchas, todavía sin cantar. Un pescador insomne pasó a través de la neblina para probar suerte con las carpas del lago. Se paró fuera de la celosía y nos miró, pero se fue rápidamente. Gos lo aguantó bastante bien.

Ahora comía malhumoradamente del puño, y Roma no se construyó en un día. Roma fue la ciudad en la que Tarquinio violó a Lucrecia, y Gos era romano a la vez que teutón; era el Tarquinio de la carne que desgarraba, y entonces su dueño decidió que ya había aprendido bastante. Había conocido a un pescador extraño a través de la ventana que amanecía; había aprendido a morder patas de conejo, aunque fuese remilgadamente; ya sería más humilde cuando tuviera más hambre.

Me marché a través del rocío profundo para prepararme una taza de té. Entonces, entusiasmado, me fui a dormir desde las seis hasta las nueve y media de la mañana.

Miércoles

A las diez del día siguiente el azor no había visto a ningún humano durante cuatro horas, aunque estaba más perspicaz. Probablemente también habría dormido durante ese tiempo (a no ser que la luz del día y la incertidumbre lo hubieran mantenido despierto) así que, aunque estaba hambriento, se encontraba en parte liberado de la imposición de una personalidad humana. Ya no se posaba en el guante, como había hecho desde las tres, sino que de nuevo volaba de viga en viga como si acabase de salir del cesto. Fue un retroceso en el camino hacia el éxito, y me enfadó.

A una rapaz se la sujetaba mediante un par de pihuelas, una en cada pata, que se unían por los extremos por medio de un tornillo a través del cual se podía pasar la lonja.

Dado que el tornillo de una de las pihuelas de Gos se había desgastado, había sido imposible pasar la lonja (un cordón de cuero de una bota, en mi caso) a través de este. No podía atar el tornillo. De hecho, ni siquiera tenía tornillo, por lo que había atado las dos pihuelas entre sí y después las había anudado a un trozo de cuerda que hacía las veces de lonja. No recuerdo por qué no até la lonja a la percha, para evitar así que se escapara. Probablemente no tuviera percha y, de todas formas, me correspondía descubrir todas estas cosas mediante práctica. Nunca ha sido fácil aprender de la vida mediante libros.

Entonces, como consecuencia, al alejarse el pájaro de su torturador con silenciosas y grandes aletadas, enganchó la lonja en un clavo y colgó cabeza abajo lleno de rabia y terror. Con este ánimo habíamos de comenzar su primer día completo, y el curioso resultado de ello fue que, una vez atado, se puso inmediatamente a comer vorazmente, recto y tranquilo, hasta que hubo terminado una pata entera. Siempre se mostraba más sumiso después de montar un buen alboroto, como más tarde descubrí.


Un chico que una vez me encargó cuidar de dos gavilanes llegó a las doce y media. Durante las horas de tranquilidad, había sido posible elaborar un detallado inventario del plumaje del azor, y los resultados no habían sido satisfactorios. Las puntas de todos los cuchillos se habían partido un tercio de centímetro y la cola entera estaba doblada debido a su lucha en el cesto, hasta el punto de que no era posible distinguir ningún detalle en aquel horrendo enredo. La forma de enderezar las plumas caudales era sumergirlas en agua casi hirviendo durante medio minuto. Era necesario decidir si debía hacerse ahora o más tarde. Si lo hacía ahora y tenía lugar una riña torpe y enconada, se echaría a perder esa primera impresión amistosa considerada importante en todos los estamentos sociales y profesiones. Si lo hacía más tarde, y provocaba también un enfado, podría deshacer semanas enteras de adiestramiento. Opté por la decisión arriesgada y puse la cacerola al fuego. De perdidos, al río, pensé, así que le presentaría el azor al chico al mismo tiempo. Sería útil en la operación subsiguiente.

La primera etapa en el adiestramiento de una rapaz era «amansarla», es decir, acostumbrarla al hombre en todas sus actividades, para que ya no la asustaran. Primero hacías que se acostumbrase a ti en la oscuridad, después en una luz tenue, después de día; finalmente, la acercabas a un extraño a quien habías avisado de que se quedara sentado muy quieto sin mirarla, y así. Un azor podría tardar alrededor de dos meses en tolerar automóviles y todo lo demás. Esta era la razón por la que la visita del pescador había sido un paso interesante y por qué presentarle al chico a plena luz del día daría lugar ahora a una crisis.

Esta se resolvió de forma exitosa. Pensando en ello de antemano, dado que uno ha de planear improvisadamente cada paso en el adiestramiento de una rapaz, me había guardado el hígado del conejo, una picada, como soborno similar a la mermelada con la que solían darnos la medicina. Le conté al chico mis planes, fui a por Gos y le di la mitad del hígado. Cinco minutos después, dejé pasar al muchacho; esperé a que el azor lo evaluase; me acerqué a Gos tres veces al pecho con la mano izquierda, cada vez más cerca hasta que llegó a tocarlo, y, a la cuarta, le pasé la mano derecha cariñosamente por la espalda y lo sujeté con suavidad y firmeza en un solo movimiento. Mientras le hablaba y lo apretaba de forma que, dado que no podía pelear, no pudiera recordar luego el episodio como un conflicto, le sumergimos las plumas caudales en la cacerola, le cambiamos la pihuela desgastada por una nueva y el trozo de cuerda por una lonja de cuero de verdad, y lo volvimos a poner con dulzura en el guante, sin recuerdo amargo alguno. Inmediatamente, a pesar de que el chico estaba allí, Gos se abalanzó sobre lo que quedaba del hígado y lo engulló como si siempre hubiese comido sobre aquel guante, con la postura recta y las garras asiendo el puño con fuerza, cerniéndose sobre los pedazos sangrientos y desgarrándolos como el águila de Prometeo.

—¡Es precioso! —dijo el chico, con asombro, reverencia y verdadero deseo de tener él uno también.

Jueves

A un cuidador de rapaces de alto vuelo se lo solía llamar halconero; a uno de las de bajo, azorero. El término en inglés, austringer, derivaba de la raíz de ostrich, que significaba «avestruz», el más grande de los pájaros. El adiestramiento de un azor, la rapaz europea de bajo vuelo más grande, podía esperarse que durara alrededor de dos meses. En ese tiempo, una criatura ingobernable habría aprendido a hacer bajo mandato lo que instintivamente hubiese hecho en dos o tres días en estado salvaje. Dos meses era mucho tiempo.

Lo que un azor aprendía en un día rara vez podría apreciarlo nadie que no fuese su amo, pues el proceso requería mucha cautela y delicadeza, y la verdadera dificultad de escribir un libro sobre el tema sería saber qué detalle debía omitirse. Había decidido escribir uno. En el dietario donde anotaba todo sobre el azor, cada comida quedaba registrada de inmediato, detallando la hora y la cantidad, y cada paso, positivo o negativo, se anotaba con el tedio del amor verdadero. Esto debía ahorrársele al lector paciente. Sin embargo, gran parte del interés, si es que había alguno, de un libro sobre cetrería obviamente residiría en esos mismos detalles. Por otro lado, se corría el riesgo de ser didáctico o demasiado técnico, y era una locura pensar que alguien quisiera comprar un libro sobre simples pájaros, sin actrices, ni abrazo en primer plano en el último capítulo. De todas formas, tenía que escribir algún tipo de libro, porque solo tenía a mi nombre cien libras y mi casa del guardabosque me costaba cinco chelines a la semana. Parecía lo más adecuado escribir acerca de aquello que me interesaba.

Mis amigos intelectuales de aquella época, de entreguerras, solían decirme: «¿A santo de qué malgastas tu talento en alimentar pájaros salvajes con conejos muertos?». ¿Era hoy oficio ese para un hombre? Me recordaban con insistencia que era un tipo inteligente, y por tanto debía ser serio. «¡A las armas!», gritaban. «¡Abajo los fascistas, y larga vida al pueblo!» Así, como hemos podido comprobar desde entonces, todo el mundo acabó por tomar las armas y por disparar a la gente.

Era inútil decirles que prefería disparar a conejos que a gente.

¿Pero de qué diantres trataría el libro? Trataría de los esfuerzos de un filósofo de medio pelo que vivía solo en el bosque y que, cansado de la mayoría de los humanos, intentó adiestrar a una persona que no era humana, sino un pájaro. Dichos esfuerzos podrían tener algún valor dado que se enfrentaban continuamente con dificultades que debían resolverse con ingenio, dado que la cetrería era un deporte tradicional aunque en declive y dado que todo el asunto era inefablemente difícil. Había dos hombres a quienes conocía por correspondencia a los que podía pedir consejo. Tenían sus propias ocupaciones y quizá tardaran quince días en responder a una carta. Con la ayuda de sus respuestas y de tres libros, me disponía a tratar de reconquistar un territorio sobre el cual los contemporáneos de Chaucer habían divagado libremente.

Abajo los conejos, pues, y larga vida al pueblo. Si mis lectores querían ir de tranquila excursión por el campo y por el pasado, que así fuera; si no, bueno, al menos no dispararía a aquellos que no me leyeran.

Lunes, martes y miércoles

Tendría que empezar por el sueño. Tuvo que haber muchos miles de personas vivas por aquel entonces que no hubieran dormido durante tres días y tres noches, debido a la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, la cuestión era que el azorero, dado que iba a la batalla con el séquito de Guillermo, se había acostumbrado a realizar esta hazaña durante tres noches cada vez que adquiría un pasajero. Hombre contra pájaro, con Dios como árbitro; ambos se habían aguantado durante tres mil años. Si el azorero estaba casado o tenía ayudantes, sin duda habría sido fácil hacer trampas en el gran combate. Habría hecho la guardia a ratos, mientras otro continuaba la batalla. Pero si estaba soltero, si era pobre y no tenía ayuda, entonces él solo habría agotado la resistencia del rey de los pájaros, enfrentándola con la de un sirviente entre los hombres.

Desde aquella mañana de lunes hasta las cuatro de la mañana del jueves, dormí irregularmente seis horas y media. Era agradable. Hacer guardia con la rapaz, triunfar sobre ella, hombre contra hombre (por decirlo de algún modo), las experiencias extremadamente bellas de la noche que se le niegan a un porcentaje tan alto de la civilización, el sentimiento de triunfante resistencia que surge de tantos infiernos en los que se desea dormir, la cansada alegría con la que se iban anotando las sucesivas capitulaciones del enemigo una tras otra: estas eran las cosas que, anotadas en su día respectivo, debía tratar de recordar.

Sería mejor dejarlas como el revoltijo al que la codicia por dormir las había reducido, simplemente aportando coherencia a ese laberinto de entradas casi sonámbulas del dietario, escritas de forma desordenada con una mano mientras el azor estaba posado en la otra. Eran un grito desde el infierno, pero de los condenados triunfantes y contentos. «Si puedes aguantar la incomodidad de trasnochar con ella durante tres noches», decía mi autoridad, Gilbert Blaine, «se puede domesticar a la rapaz en tres días». ¡Meiosis magnífica! ¡Mártir invencible de la noble ciencia!

Había dos lugares: uno era una cocina pequeña, con un fuego y un sillón, y el otro, el granero iluminado por la lámpara. El viento entraba a través de las rendijas del entablado de un lado y salía por el otro a través de la celosía a la noche que la lámpara tornaba negra. Unos cuantos palos, botellas, ladrillos rotos, telas de araña y parte de un horno oxidado adornaban el interior propio de un cuadro de Rembrandt. Esta era la cámara de torturas, la mazmorra medieval en la que se iba a atormentar al saqueador. Se sentía uno como si fuese un verdugo, como si la máscara negra tuviera que haberle ocultado el rostro, mientras trabajaba a la tenue luz de una mecha solo entre los chillidos de su víctima. Como una liebre, como un niño agonizante, como un enloquecido cautivo de los horrores de la Bastilla, Gos gritaba mientras se debatía y colgaba retorciéndose boca abajo sin parar de chillar. Y de pronto, súbitamente, apareció un búho fuera. Los gritos obtuvieron respuesta. «A moi! A moi! Aiuta! Hilfe!», gritaba Gos, y el búho respondía: «¡Ya va! ¡Ya va! ¡Sé fuerte, vamos en tu ayuda, resiste!». Era espeluznante, casi aterrador, encontrarse en medio del intercambio de chillidos del mártir y su compatriota, en la mazmorra silenciosa y víctima de la noche.

El dietario contiene escenas olvidadas. Estaba el hombre balanceándose lentamente de pie hacia delante y hacia atrás, como un péndulo. Sostenía al azor en un puño y una pata de conejo en el otro, y recitaba. Tenía los ojos cerrados, como el pájaro. Ambos estaban dormidos. Estaba el hombre que contaba el número decreciente de debatidas tras cada visita; estaban los paseos por senderos solitarios durante el día, los cálculos mentales ante cada avance, las medias horas junto al fuego de la cocina en las que la estilográfica y el whisky trataban de seguirle el ritmo al sueño, los dedos que dolían por los picotazos, la búsqueda de carbón a través de la hierba nocturna cubierta de rocío bajo una enorme luna naranja en su último cuarto; había niebla, botas mojadas, silencio, soledad, estrellas, éxito y obediencia.

La última noche se llegó a un punto crítico. La resistencia del hombre había resultado insuficiente contra la del azor, así que me había convencido ahora de que podría hacer la guardia en la cocina. Tenía un embaldosado que no se mancharía con sus heces, un fuego, un quinqué y un sillón. Mi querida perra Brownie se sentaba en una silla a la derecha del fuego, yo a la izquierda y el azor en medio, sobre una percha improvisada. Ya sin chillar, piando como un petirrojo, Gos no sabía hacia dónde mirar. Cuando aumenté la intensidad de la potente lámpara la miró atentamente, pues era mágica. El haz se elevó hasta el techo y él lo siguió con la mirada hasta el círculo de luz. Aumentaba y disminuía la cantidad de esta para mantenerlo despierto, y su cabeza se movía con ella. Levantó la cola, expulsó un chorro de heces sobre el suelo y miró alrededor con cansado orgullo de creador. Las horas pasaban y se le agachaba la cabeza, parpadeaba y se le cerraban los ojos. Me levanté para llevarlo en el puño de forma que no se durmiera, pero también estaba atontado por la guardia y no cogí las ataduras con fuerza. Las alas batieron en el momento erróneo, la lonja se me escapó y de pronto la rapaz exhausta estaba posada sobre una fuente sopera de porcelana de Sèvres, la única pieza de vajilla valiosa que había. El hombre machacado por el sueño afiló su ingenio para afrontar la nueva crisis. Ambos, pájaro y hombre, estaban demasiado cansados para causarle problemas al otro; pero, justo cuando estaba atando de nuevo al azor a la percha, mi perra se implicó como tercera parte. Brownie, que había sido durante dos años a menudo mi única y siempre mi principal y más querida compañera, había pasado días y noches sin recibir atención. Su cara ansiosa frente a esta deserción incomprensible se había vuelto cada vez más y más lastimosa al no recibir compasión y, de pronto, le fue imposible soportarlo. Vino humildemente, con el corazón roto, a pedir consuelo con miedo y desolación. Estaba incluso asustada de este nuevo amo, ausente y de ojos enloquecidos, y se acercó de una forma dolorosa de describir. Me dijo: «¿Me rechazas para siempre?». Así, en ese momento el hombre tuvo que reunir fuerzas para afrontar una nueva exigencia, para consolar a la pobre criatura con un corazón al que no le quedaban energías. Su cara confusa y afligida pudo incluso con el agotamiento.

Cuando Gos finalmente se rindió, la conquista fue visible. Posado en el puño, dejó caer la cabeza y recogió las alas, ya no firmes y bien colocadas a la altura de los hombros, sino colgadas ahora a cada lado del cuerpo con los bordes humildemente apoyados sobre el brazo. Los párpados se le caían irresistiblemente sobre los ojos rendidos y la cabeza se le inclinaba del sueño que su amo, cansado como estaba, se veía forzado a negarle con un movimiento suave. Se había establecido un vínculo entre los dos protagonistas, de piedad por un lado y de confianza por el otro. Habíamos esperado pacientemente setenta y dos horas este momento; el momento en el que el azor, no coaccionado por alguna crueldad sino solo por el deseo de dormir (que no relacionaba conmigo), pudo decir por primera vez con confianza: «Tengo tanto sueño que confiaré en este guante como percha en la que dormir, a pesar de que me acaricias, a pesar de que no tienes alas y tu pico es de cartílago flexible».

Jueves

Un azorero solitario y económicamente independiente tenía poco tiempo para vivir una vida propia; de hecho, no podía vivir en absoluto, ya que su vida era su trabajo. En este aspecto, se parecía al jornalero del siglo pasado. Cada vacación que se tomaba del azor, este retrocedía en su adiestramiento el doble de rápido de lo que se podía esperar avanzar. Teóricamente, debería haber llevado a la criatura consigo dondequiera que fuese, desde el amanecer hasta la noche, y solo haber visitado sitios que convinieran al azor. Ahora lo estaba amansando y lo exponía sucesivamente a una conmoción tras otra. Debía planear sus excursiones en base a esta idea, de forma que se encontrase progresivamente con un extraño que se mantuviera quieto, con un extraño que anduviera y corriera, con dos extraños, niños, grupos, un ciclista, un automóvil, tráfico, y así sucesivamente. En todo momento el pájaro debería haber vivido, y haberse alimentado, exclusivamente en el guante. Tendría que haber aprendido a considerarlo su percha y hogar natural, de forma que cuando llegase el grandioso y lejano día en que volase libre, volviera a este automáticamente, al no tener vida fuera de él. La forma más rápida de adiestrar un azor habría sido levantarse a las seis de la mañana y llevar al pájaro consigo durante doce horas diarias, uno o dos meses, sin pausa.4 De esta forma, incluso un azorero con servicio habría sido un hombre ocupado.

Me desperté de nuevo al mediodía, puesto que ahora el problema de la comida se tornaba urgente. No solo debía, idealmente, llevar a Gos conmigo todo el día, sino que también estaba la necesidad de cazar su comida y prepararme la mía. Esto trae a colación el siguiente factor importante, no el de la resistencia nocturna o de el de la incesante fuerza de voluntad diaria implícita en este tipo de existencia de colonizador, sino el del clima y la estación. Nada estaba más entretejido en la esencia de la cetrería que el sol y el viento. Tanto tiempo al aire libre le aportaba un cariz peculiar al asunto, un trasfondo vital muy diferente al trasfondo local de un árbol o una casa. El mismo campo o el azor eran diferentes bajo la lluvia, las mismas circunstancias eran alegres o tristes dependiendo de si brillaba el sol. Cuando ya llevaba en el oficio un mes o dos, los granjeros me preguntaban si haría bueno por la mañana de la misma forma en la que se supone que ha de preguntársele a un marinero. No confiaban mucho en mi juicio, es cierto, pero de vez en cuando se molestaban en preguntar y valorar la respuesta, ya que sabían que miraba al cielo asiduamente. Me equivocaba tan a menudo como ellos, es decir, generalmente.

Así que debería dar una idea del clima cuando empezamos. Era a finales de julio, y aunque la primavera y el verano habían sido horribles en Inglaterra, justo entonces tuvimos algunos días buenos. Esto confirió un tono alegre a las primeras jornadas con Gos, así que las recuerdo como días de largas caminatas. Por las tardes solía principalmente salir a por su comida, ya que era preferible que se le diera fresca cada día. Di largos paseos, muy contento de encontrarme solo al fin, con el cañón de la escopeta caliente al sol; los setos estivales rezumaban vida, y estuve al acecho durante largos periodos y cacé sin problemas a conejos que estaban quietos. No disparaba en absoluto por deporte, sino por necesidad, y era esencial que volviese con el azor lo antes posible. La exigencia de no perder el tiempo y matar con convicción me afectaban terriblemente a la hora de disparar y me provocaban una terrible ansiedad, y me preguntaba qué pasaría cuando la siguiente guerra mundial nos hubiera reducido al salvajismo y a cazar para comer. El arte de la caza al salto caería en desuso entonces, cuando los cartuchos que hubieran sobrado del combate fuesen escasos y la comida muy preciada. Cuando se acabasen los cartuchos del todo, el azor sería una verdadera bendición. Los franceses lo llamaban cuisinier, aquel que proveía de vianda en el comedor.

Después estaba la imagen extrañamente salvaje del hombre asado por el sol que, después de haberse acercado con sigilo al conejo y haberlo matado golpeándolo rápidamente en la cabeza, lo pone boca arriba e inmediatamente empieza a pasar la afilada hoja del cuchillo por la piel del estómago. La tranquila elegancia con la que el cazador suele arrastrar el cadáver y lo lanza por encima de la hembrilla de una puerta como algo ya sin importancia había desaparecido. Suponía que un observador escondido habría pensado que me había vuelto un animal de nuevo, como un aborigen o un zorro, o incluso como el azor mismo. La soleada imagen era primero una en la que había movimiento sigiloso, tornado de golpe actividad súbita por el fuerte estallido, la carrera y el golpe de gracia; y luego, de nuevo, se volvía estática, una corta confusión de pequeños movimientos inclinada sobre la presa. Era necesario eviscerar a esos conejos lo más rápidamente posible, dado que así se mantenían frescos.

Fue ese día que vi lo que entonces pensé que era una pareja de gavilanes. La mayor parte de los cazadores de Inglaterra se fijan en un tipo de rapaz, el cernícalo, y dispararán a cualquiera de las rapaces bajo la suposición de que este grupo de aves es hostil al desarrollo de la caza. Pero ahora que estaba sumergido de golpe por primera vez en su mundo, y había entrado, por así decir, en otro estrato de la vida o capa del aire, empecé a ver rapaces por donde iba, y era asombroso ver cuántas había, previamente insospechadas, en tan solo un pequeño recorrido de unos cuantos kilómetros. Era su recelo lo que las hacía evitar ser vistas, a no ser que se las buscara.

Empezaba a acostumbrarme al tipo de voces que emitían las rapaces. Gos tenía diversas variedades, desde sus chillidos hasta sus pequeñas notas infantiles de irritación, piriripí, pipío, pío-pío; y cada tipo de ave rapaz, incluido el mochuelo, tenía un reclamo especial que lo distinguía de sus congéneres. Sin embargo, el modelo genérico se mantenía constante en todos ellos, un deje picudo de música que no venía de la garganta. Así, me di cuenta de que había rapaces alrededor en cuanto entré en el bosque de Three Parks. Hubo un chillido, y otro le respondió. De pronto, como si viniese de todo el bosque, las pequeñas voces chillaron y respondieron. Pi-pi-pi-pi-pi. Sería una familia, los padres y dos o tres niegos ya bastante crecidos pero todavía en el nido. Tuve la suficiente suerte como para ver a dos de ellas de cerca. Vinieron persiguiéndose mutuamente en un juego furioso, moviéndose rápidamente entre las ramas hasta que estuvieron casi sobre mí; entonces giraron alrededor del tronco de un árbol, enseñando su vientre listado formando dos patrones perfectamente verticales, como si estuviesen rodeando una torre del aeródromo de Hatfield, y desaparecieron entre el sombrío follaje del exuberante bosque estival.

Viernes, sábado y domingo

Había días de ataques y contraataques, una especie de avance y retroceso sobre campos de batalla en disputa. Gos había vuelto en gran parte a un estado salvaje tras dormir en el puño por primera vez. Cada día, las interminables obligaciones del hogar y la despensa requerían que Crusoe lo dejase solo, para luego volver debido a la necesidad de educarlo, y, por tanto, todo el rato había progreso y regresión. A veces se posaba en el guante después de dudar, pero con buen carácter, y otras volaba y se alejaba de mí como si hubiese ido a matarlo. Caminábamos solos durante horas cada día, y a veces Gos conversaba emitiendo sonidos amigables pero confusos, mientras que otras agitaba las alas y se debatía dos veces por minuto. En todo momento no había sino un mandamiento que tener en cuenta: paciencia. No había otra arma. Frente a cualquier revés, cualquier estupidez, cualquier fracaso, riña o golpe irritante que propinaba con las alas en la cara mientras se debatía, solo había una cosa que podía hacerse. La paciencia dejaba de ser negativa y pasaba a ser una acción positiva, dado que tenía que ser benevolencia activa: uno podía torturar al pájaro simplemente con una mirada dura e implacable.

No me extrañaba que los antiguos azoreros amaran a sus pájaros. El esfuerzo que se les dedicaba, la preocupación que causaban, los dos meses de vida humana dedicados a ellos tanto despiertos como en sueños: todas esas cosas convertían a las aves, para los hombres que las adiestraban, en una parte de sí mismos. Me asombraban las clases altas, me sorprendía el noble que permitía que otro pescara su salmón por él (pues esto hacía que el salmón fuese mucho menos suyo) y, especialmente en cuanto a la cetrería, no podía entender a aquel que tenía a un cetrero bajo su mando. ¿Qué placer obtendría al coger a ese pájaro ajeno del puño de un extraño y lanzarlo al aire? Sin embargo, para el cetrero, para el hombre que durante dos meses había creado a ese pájaro, casi como una madre que alimenta a un niño dentro de ella, pues los subconscientes del hombre y el pájaro verdaderamente se unían por un vínculo mental; para el hombre que había creado de una parte de sí vida, ¡qué placer hacerlo volar, qué terror en caso de desastre, qué triunfo en caso de éxito!

El objetivo inmediato era hacer que Gos viniera a por comida. Al final del adiestramiento debería recorrer una distancia de al menos noventa metros cuando se lo llamara, pero de momento bastaba con que no se alejara volando cuando me acercaba. Después, tenía que aprender a posarse en el puño para recibir una recompensa alimenticia (la forma de llegar al corazón de cualquier criatura era a través de la barriga; por ello habían insistido las mujeres en tener la prerrogativa de cocinar). Por último, tenía que saltar al puño con un golpe de alas, como ejercicio preliminar antes de aumentar la distancia.

Solo la paciencia podía conseguir este objetivo. Me di cuenta de que el azor tenía que estar atado a su percha con la lonja, y durante tres días me coloqué a un metro de él, con carne en la mano. Volví una y otra vez, hablándole desde fuera de la halconera, abriendo la puerta lentamente, inclinándome hacia delante con unos pies que se movían como las manecillas de un reloj.

Aquí viene (pensaba uno, al descubrirse de golpe) esa excelente pieza llamada hombre, con su capacidad para mirar al antes y al después, su habilidad para pensar sobre los enigmas de la filosofía y el rico tesoro de una educación que había costado entre dos y tres mil libras, andando de lado hacia un pájaro atado, con una mano extendida frente a sí mismo, mirando hacia otra parte y maullando como un gato.

Sin embargo, era un deleite puro y constante mantenerme absolutamente quieto durante quince minutos, o mientras uno contaba lentamente hasta mil.

Parte del deleite era que ahora, por primera vez en mi vida, era absolutamente libre. Aunque solo tuviera cien libras, no tenía amo, ni propiedad, ni grilletes. Podía comer, dormir, levantarme, quedarme o irme cuando quisiera. Era más libre que el arzobispo de Canterbury, quien sin duda tenía horarios y temporadas. Era libre como un ave rapaz.

Tenía que enseñar a Gos a reconocer su llamada. Más adelante, podría desaparecer de vista volando durante la caza, y tenía que enseñarle de forma que pudiera llamarlo de vuelta con un silbido. La mayoría de los cetreros usaban un silbato normal de metal, pero mi alma libre era demasiado poética para eso. Me pareció que Gos era demasiado hermoso como para que lo llamara con estridencia con la nota mecánica de un policía. Tenía que acudir a una melodía, y si hubiera sabido tocarla, habría comprado una flauta irlandesa; pero solo sabía silbar con la boca, y eso hice. Nuestra melodía era un himno, El Señor es mi pastor, la versión con la antigua métrica escocesa.

A las rapaces se les enseñaba a acudir a la llamada asociándola con comida, como al famoso perro de Pávlov. Cada vez que se las alimentaba, se silbaba, como una especie de gong que anunciaba la cena. Así que entonces, mientras me acercaba furtivamente a aquellos ojos fieros y desconfiados, la halconera reverberaba día tras día con esta dulce melodía de las tierras altas. Acabé por odiarla, pero no tanto como habría odiado cualquier otra cosa. Además, la silbaba de forma tan triste que siempre había un ligero aliciente en tratar de dar las notas correctas.

Lunes

Gos tenía en general una expresión pesimista e inquieta, una característica de la mayoría de los depredadores. Nosotros somos pugnaces debido a nuestro complejo de inferioridad. Incluso la boca irónica del lucio tiene un aire depresivo.

El día fue probablemente uno más en el adiestramiento de un azor, pero la mayoría de los azoreros tenían mejor carácter. Hacía ahora casi una semana que le había dedicado la mayoría de mi tiempo y mi pensamiento, hacía varios días que había empezado a posarse con bastante regularidad en el guante, y esa mañana lo había llevado conmigo durante cuatro horas; así que no fue gratificante que la extraordinaria criatura se debatiera para alejarse de mí en cuanto entré a las dos y cuarto. Me senté durante diez minutos a aproximadamente un metro de su percha, hablándole y silbando, sosteniendo un pedazo de hígado. Solo se debatía de forma distraída, así que fui a por él; y entonces se debatió de verdad, como si nunca me hubiese visto antes. Tuvo lugar una escena en la que al menos el amo se comportó bien, y por fin pude sentarme con él en el guante e intentar darle de comer. No quiso la comida. Ni las caricias, ni las ofrendas, ni las burlas surtieron efecto alguno. Me dije a mí mismo que entonces iríamos a pasear y ya comería a la vuelta; pero en el momento en que el hombre se levantó, con infinito cuidado, moviendo articulación a articulación, el pájaro empezó a comportarse como un lunático. Y lo era, ciertamente; quizá no de forma certificable, y normalmente tenía la apariencia de estar cuerdo, pero era víctima de una intermitente locura delirante. Durante los siguientes cinco minutos, dentro y fuera de la halconera (el tiempo se había estropeado de nuevo y soplaba un viento tempestuoso, una molestia que parecía atribuirme) reinó el caos. Chilló una vez, como solía hacerlo durante los primeros días; aquel era el grito de un loco torturado.

Entonces empecé yo también a perder la calma. La semana de trabajo incesante, el miedo que siempre había estado ahí a que enfermara (de los calambres que habían matado al gavilán niego de aquel chico, de caquexia, de vértigo o de cualquier otra enfermedad terrible y de nombre curioso de las que hablaban los libros), la culminación también de la tensión nerviosa de tres noches de guardia; fue demasiado. Probablemente mi mente insondable había tendido en primer lugar al mal humor aquel día, y sin duda, puede que eso hubiese sido la causa del estado de ánimo de Gos. Los azores leían la mente, como los setters irlandeses, y la furia era contagiosa entre corazones inconscientes. Sea como fuere, mi autocontrol empezó a desaparecer. Perdí los papeles hasta el punto en que se permitiría perderlos aquel que remotamente sueñe con autodenominarse azorero; es decir, dejé de ayudarlo a subir al guante en medio de una debatida.

Cuando el azor intenta escapar, y queda en peligro de permanecer colgando boca abajo, puedes ayudarlo a subir de nuevo al guante con un ligero giro de muñeca mientras todavía está batiendo las alas. Yo no lo hice. Con el corazón furioso, pensé: «De acuerdo, debátete, sucio desgraciado». Gos subió por las pihuelas, de peor humor que antes, pero solo para volver a debatirse. Ahora viene el pecado contra el Espíritu Santo. Después de otra media docena de debatidas, en una ráfaga casi continua, incliné la mano en contra de sus esfuerzos por trepar las pihuelas. A veces una rapaz cae y queda colgando pasivamente, con la cabeza ladeada observando el suelo mientras gira en círculos lentamente, y entonces es razonable dejarla así por un momento, mientras recuperas fuerzas, desenrollas la lonja o las pihuelas, y le das tiempo para calmarse. Este no fue el caso. Gos trataba de volverse a colocar, y era capaz de hacerlo, cuando frustré sus planes definitivamente retorciendo las tiras de cuero con la mano. Nuestros dos mundos eran bastante oscuros.

En un segundo terminó el ataque. Gos, con la boca abierta y la lengua fuera, jadeaba de asombro y me miraba fijamente de forma febril, y yo, con la misma fiebre (exacerbada por un sentimiento de culpa, ya que había estado en peligro de deshacer todo mi trabajo en un momento, por el loco impulso de tirar piedras sobre mi propio tejado), me quedé mudo de asombro también, invadido por la mayoría de los pecados mortales.

Bueno, pensé, mejor que te quedes en el arco del jardín mientras me repongo; claramente, hoy no podemos estar en mutua compañía.

Un arco era idéntico al arma que ganó la batalla de Agincourt, tanto que era imposible que el primero no se hubiese desarrollado de la segunda. Alguien con gusto por la arquería además de por la cetrería tuvo que haber clavado su arco en el suelo para que se posara su rapaz.

Lo llevé a la percha, mientras montaba un furioso escándalo, y volví a la halconera con una sierra, para hacer una modificación en la percha portátil para interiores que había colocado de forma que sus aposentos se pudiesen llevar a la cocina cuando lo estuviera manteniendo de guardia. Esta percha, que había construido de forma espontánea, estaba hecha a partir de una caja de té. Era tal que así:


Había cortado dos de los lados, de forma que si el azor estaba sentado en la percha las plumas caudales no tuvieran problemas con estos. Los otros dos estaban demasiado separados para interferir. Había una piedra pesada en medio para prevenir la posibilidad de que volcase cuando empezara a debatirse. Probablemente fuese una percha ineficiente, pero era portátil y la había inventado yo. Otro mérito era que era muy adecuada para aquellos que tuviesen cajas de té.

Para cuando hube terminado las modificaciones ya había recobrado el gobierno oficial de mi alma y podía pensar con claridad de nuevo. Estaba contento porque había inventado una buena percha. Sentí que podía presentarme frente a Gos otra vez, y volví junto a él sobre el césped de buen humor, ya que me esperaba el Paraíso. Había recobrado mi hombría, mi naturaleza ecuánime, mi actitud afable y filantrópica hacia los ineficientes productos de la evolución que me rodeaban; Gos no.

Se debatió cuando llegué y mientras lo recogía; se debatió durante todo el camino de vuelta a la halconera; se debatió en esta, hasta que le metí un riñón ensangrentado en la boca mientras la abría para maldecir. En veinte minutos, sin pausa, se había comido un hígado entero de conejo y una pata, vorazmente, como si hubiese querido comer durante todo este tiempo, junto con dos o tres pequeños trozos de mis dedos índice y pulgar, con los que había manipulado los jirones rojos y grasientos para que pudiera consumirlos más fácilmente. Bien, me alegraba este triunfo de la paciencia, y equivocadamente pensé que a Gos también. Tenía el pico decorado con pequeños pedacitos de pelaje y cartílago, y era mi tarea retirarlos. Levanté la mano para hacerlo, como lo había hecho sin protesta varias veces desde el miércoles. Se debatió. Lo intenté de nuevo, con cuidado. Se debatió. Una vez más, cautelosamente. Una debatida, peor que las anteriores. Me levanté. Intentó volar hacia su percha, fuera de su alcance. Levanté la mano. Apretó las plumas, hizo sobresalir el buche, dilató los ojos, abrió el pico, resolló un aliento cálido y maloliente, y se debatió. Me calenté y me moví demasiado rápido; al momento hubo una refriega.

En esta ocasión fui imprudente, aunque no hice nada deshonroso para la humanidad. En el fragor de la batalla con las alas, con las que me golpeaba la nariz y me tiraba los cigarrillos de la boca, y que me hacían temer todo el rato que se le rompiesen plumas, me repetía una y otra vez una frase de uno de mis libros: «Nunca debe molestarse a una rapaz después de comer». No obstante, también me veía obligado a pensar que tenía que limpiarle el pico, imponer mi autoridad, no cesar en mi perseverancia, no fuese que después la tomara por debilidad. Temía ceder y que el azor retrocediese en su adiestramiento.

Cinco minutos más tarde, tenía el pico limpio, pero Gos estaba tan furioso que se le salían los ojos de las órbitas. Era una bestia colérica. Cuando se ponía así, era posible calmarlo deslizando la mano sin el guante sobre el buche, el pecho y bajo la barriga. Entonces, con cuatro dedos entre sus patas, podía sostener el corazón palpitante que parecía llenar la totalidad del cuerpo. Hice eso entonces, y durante dos o tres minutos Gos se dejó caer exhausto sobre la mano; después, tras cerrar el pico, girar la cabeza súbitamente, recoger las alas, mover y acomodar las plumas, y colocarse más cómodamente sobre el puño, la inexplicable criatura empezó a irradiar felicidad. Guiñó un ojo como si nada de esto hubiese pasado y pasó el resto del día derrochando una primaveral confianza.

El azor

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