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La vida interior entrelazada con la Eucaristía
ОглавлениеLa Eucaristía es sacramento de la fe1. Esta fe, como en el caso de Abrahán, ha de crecer. Cuando Abrahán salió de Ur, de Caldea, su fe era distinta de la que tenía cuando Dios le exigió ofrecer a su único hijo, y durante esa terrible prueba alcanzó su cúspide.
Es imprescindible que una a mi vida eucarística una auténtica vida interior. La fe y su crecimiento generan una adhesión a Dios cada vez más profunda. No se limita al conocimiento de su ser. La fe creciente genera esperanza. En el caso de Abrahán, por ejemplo, que «esperó contra toda esperanza» (cf Rom 4,18), lo condujo a una adhesión tan grande, que era ya una forma de amor: «Este es mi Dios, Él me conduce». Esta fe se convierte tanto en apertura como en sentido y, cuando esto sucede, ya puede hablarse de que existe vida interior.
El medio efectivo gracias al cual puedo abrirme a la gracia que fluye de la Eucaristía, a su acción salvífica, santificadora, es precisamente la vida interior: una vida de fe, esperanza y amor, desarrollada en el terreno de la humildad. La vida en estas tres virtudes teologales le permite a la gracia, recibida en la santa Misa, modelar mi mundo interior: mis pensamientos, sentimientos, voluntad, memoria. Cuando estoy bajo el influjo de esta gracia, sencillamente comienzo a pensar y a sentir de manera diferente; a querer y a ver a Dios y lo que me rodea de manera diferente. Comienzo a percibir toda la realidad como impregnada por Él.
La vida interior conduce a la adhesión a Cristo; y en este sentido, vivir la Eucaristía ha de conducir a la adhesión a Cristo eucarístico. Él ha de convertirse para mí en Alguien vivo. Él no ha de ser para mí «algo»; ni la Eucaristía, la celebración de algo que hace referencia más a un objeto que a una Persona. El acto de fe me da la posibilidad de «tocar» sobre el altar a Dios mismo. Entonces, algo sucede en mí, algo crece. Si mi participación en la Eucaristía va unida a actos de fe, puede enriquecerse continuamente en mi camino a la santidad. Si la Iglesia dice que todos estamos llamados a la santidad, yo debería tomar conciencia de que a la santidad se llega únicamente por el camino de la vida interior. No existe otra manera de llegar, a menos que sea mediante el martirio por la fe.
El camino a la santidad lleva de la Eucaristía a la vida interior y de la vida interior a la Eucaristía. La vida interior se refleja en acciones concretas, porque el bien es extensivo por naturaleza. La primacía de la gracia y de la vida interior sobre la acción, significa que en la vida activa tengo que descubrir algún día que la gracia siempre precede a la acción.
Su Santidad Juan Pablo II me invitaba a la oración profunda. La oración profunda es la oración hecha desde la profundidad de la fe, es la que hace que sea transformado por Dios, en virtud de las gracias derramadas desde el altar del santísimo Sacrificio. Es la oración que no pretende cambiar el designio de Dios –convencerlo, a fuerza de súplicas, de que desista de una decisión o de que me dé algo– sino que ha de cambiarme a mí. Esta oración será buena cuando, al levantarme del reclinatorio, yo sea diferente, al menos un poco: más contrito, más creyente, más agradecido..., aunque no necesariamente consciente de ello. Lo mejor sería que el juicio sobre mí mismo no cambiara, porque de otro modo, fácilmente me apropiaría de la gracia que fluye de esa oración, como si fuera mía.
Precisamente la oración profunda, expresión de la fe humilde, es capaz de labrar nuestros tercos corazones. Ella es la que «nos recuerda constantemente la primacía de Cristo y, en relación con Él, la primacía de la vida interior y de la santidad»2.
Aceptar la primacía de la gracia sobre la acción me irá abriendo a Dios realmente presente sobre el altar. Cuanto más se arraigue en mí esta verdad, tanto más receptivo estará mi corazón a la acción santificadora de la Eucaristía.
Si no descubro la primacía de la oración, si no me enamoro de ella, el mundo no me necesitará. La voz del papa Juan Pablo II adquiere una fuerza excepcional cuando, al hablar de la primacía de Cristo y –en consecuencia– de la primacía de la vida interior y de la santidad, utiliza palabras muy enérgicas: «No se ha de olvidar que, sin Cristo, “no podemos hacer nada”» (cf Jn 15,5)3. El mundo nos cubre con una telaraña de ilusiones. Sin embargo, gracias al desarrollo de la vida de oración, las centelleantes luces de las ilusiones y deseos tienen que palidecer, para que podamos descubrir la luz eucarística.
Al obsequiarme con la gracia, Dios confía que no la rechace, que no la desperdicie, que acepte su primacía en mi vida. La primacía de la gracia no puede ser un principio teórico. Es imposible no relacionar las enérgicas palabras del Papa con respecto al Sacramento de la Eucaristía, que es precisamente la fuente de la gracia, Sacramento de la Redención, que debe convertirse en el centro de mi vida, orientarla de manera que Dios sea para mí el único punto de referencia. También, que Él realice en mí la elección correcta, no de la temporalidad, sino de Él mismo; que Él elija en mí lo que es eterno: el amor verdadero y el bien verdadero.
Cinco años después de la carta Novo millennio ineunte, el sucesor de Juan Pablo II retorna al tema de la primacía de la gracia, recordando con fuerza (en el texto se utilizan signos de admiración) las palabras de san Bernardo de Claraval sobre la primacía de la oración y de la contemplación4. Benedicto XVI acentúa que esas palabras conciernen a todos y, por lo tanto, también a mí. El extravío en el activismo, que imposibilita la primacía de la oración y de la contemplación, con frecuencia me conduce también a mí a la «dureza de corazón» –como denomina san Bernardo este estado–, convirtiéndose en «sufrimiento para el espíritu, pérdida de la inteligencia, dispersión de la gracia». Benedicto XVI, por medio de las palabras con las que el gran santo reprendió incluso al papa Eugenio III, quiere decirnos a cada uno de nosotros: «Mira a dónde te pueden arrastrar estas malditas ocupaciones, si sigues perdiéndote en ellas»5. El santo Padre, con ocasión de la conmemoración de san Bernardo, desea recordar de esta manera lo mucho que necesitamos el recogimiento interior, para que la fe pueda crecer adecuadamente, y nos lleve a desarrollar la oración y la contemplación, es decir, a la santidad.
La profunda oración de fe debe ser la fuente de mi actividad, de mi vida activa, si quiero que la vida activa me conduzca a la santidad, a la unión con Aquel que está presente en todo lo que me rodea y, sobre todo, en mí. Está presente en mí cuando me arrodillo delante del sagrario y me abro al Dios vivo. Está presente cuando, a través de la fe, trato de «ver» sobre el altar el milagro por el cual Dios, realmente existente, verdadero, viene para transformarme y santificarme, porque me ama hasta la locura.
Vivir la Eucaristía implica colocarla en el centro de la vida, hacia el cual han de dirigirse mis pensamientos, deseos, esperanzas. La vida eucarística y la vida interior están estrechamente vinculadas entre sí y dependen la una de la otra. Gracias a la Eucaristía puedo entrar en contacto directo y objetivo con la Redención realizada por Dios una vez para siempre y que, al mismo tiempo, sigue actualizándose frente a mí, sobre el altar, durante la celebración del Misterio. Sin Redención no hay vida interior, porque todas las gracias fueron obtenidas en la Cruz; y esa redención se realiza sobre el altar porque, por encima del tiempo, siempre es actualizada de nuevo. La Redención es manifestada y puede ser experimentada por medio de la fe, precisamente en la Eucaristía, porque es Sacramento de Redención.
He de aproximarme a Dios eucarístico con humildad, porque Él «resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes» (1Pe 5,5). En la práctica, esta actitud de humildad consiste –escribe santa Teresa de Jesús– en que «lo que habemos de hacer es pedir como pobres necesitados delante de un grande y rico emperador»6.
Qué gran don –el cual tal vez no valoro– es para mí la fe. Dios es quien me da la gracia de la fe, que es el único medio para entrar en contacto con su amor infinito; el único medio directo y proporcionado para la unión con Dios7. Todo lo demás está subordinado a ella, y es precisamente la fe la que conduce a la santidad, en la medida en la que yo desee esa santidad.