Читать книгу Auméntanos la fe - Tadeusz Dajczer - Страница 8

El «sí» colmado de alabanza

Оглавление

Si la Eucaristía es sacramento de la fe, si supone la fe y Dios ha de edificarla en mí, significa que Él, que consuma para mí el Sacrificio redentor sobre el altar, quiere que perciba el mundo de manera diferente, como si lo hiciera con sus ojos. Él quiere que al mirar el mundo vea el poder de Dios, su señorío amoroso.

Cuando esto sucede, cuando veo así el mundo, no me estoy sirviendo a mí mismo sino a Él, porque incluso el cuidar de mí mismo y todas mis acciones cotidianas pertenecen al mundo de la voluntad de Dios, son un servicio a Dios. También es su voluntad que yo cuide de mí.

Se trata de una forma tal de ver el mundo que percibo que Dios está presente en todas partes, y que en todo puedo descubrir su santa voluntad. Esto me hace recordar que, para Jesús, hacer la voluntad de Dios-Padre era su alimento (cf Jn 4,34).

El mundo material depende de Dios precisamente porque en aquel se realiza su santa voluntad. Ese mundo material siempre le da gloria a Dios, obviamente sin consciencia de ello. Solamente el ser humano, como ser libre, puede darle gloria a Dios de manera consciente. La gloria de Dios, el culto que rindo a Dios en la cotidianidad, puede consistir, por ejemplo, en que la actividad que realizo la impregne de oración, incluso sin utilizar palabras, sino con mi voluntad: Sí, quiero; porque Tú lo quieres, porque es tu santa voluntad.

Con seguridad a veces pasa que no comprendo esta voluntad. «Si lo comprendes, entonces no es Dios», destaca Benedicto XVI citando a san Agustín1. Puede ser que aparezca un obstáculo mayor, una dificultad mayor; sin embargo, lo que la conciencia descubre como voluntad de Dios, aunque no lo comprenda, sigue siendo su santa voluntad. Se trata de que procure cumplirla y que sirva a Dios de esta manera. Esta es justamente mi liturgia de la vida.

Tal vez llegará el tiempo en el que percibiré el sinsentido de lo que hago, y ese sinsentido puede incluso intensificarse tanto que comenzará a superarme. Debo no buscar comprender esas experiencias. Solo una cosa es importante: que mi vida se vuelva, cada vez más, una liturgia, un servicio a Dios; que se vaya volviendo, cada vez más, una participación en la liturgia eterna ante el Señor.

¡Es verdad! ¡Él me amó tanto! ¡Con un amor tan maravilloso! ¡Pagó por mí un precio tan alto! ¡Murió por mí! Por eso es digno de que le rinda homenaje, alabanza, adoración con mi «sí». Si hasta el presente he acentuado más la oración de petición –la cual, como acto de fe, también es capaz de conducirme a la unión con Dios–, no debo olvidar que existe la oración de alabanza, la oración de adoración, que justamente hace referencia a la liturgia eucarística.

Al procurar vivir de esta forma, tarde o temprano probablemente experimentaré mi propia imposibilidad e indignidad, que no son obstáculos; todo lo contrario: sirven para que mi corazón se abra a la inconcebible misericordia que se derrama desde el altar eucarístico, a la misericordia que busca precisamente a los miserables, ineptos, e incluso indignos, pero colmados de contrición, para inundarlos con su gracia.

La Eucaristía es acción de gracias y alabanza al Padre. La Iglesia ora en toda santa Misa así: Bendito seas, Señor, Dios del universo… Cuando junto con el sacerdote le digo a Dios que sea bendito, puede parecer algo extraño. ¿Yo bendigo a Dios? ¡Si el acto de bendecir es siempre un acto de Dios! Todo lo que he recibido se lo debo a su bendición. Gracias a la Iglesia, sé que tengo que darle gracias a Dios y alabarlo por lo que me da. De esta forma, según el pensamiento del Antiguo Testamento, le devuelvo a Él lo que he recibido de Él. Dios me bendice, pero yo puedo corresponderle con una bendición, que es oración de acción de gracias y alabanza. Con esta alabanza expreso mi certeza de que Dios me concederá lo que le pido. Por esto puedo, ya desde ahora, bendecirlo, es decir, alabarlo.

El Antiguo Testamento está lleno de este tipo de oración-bendición. En el libro de Tobías leemos que, cada vez que experimenta dificultades –y al mismo tiempo la comunicación de la omnipotencia de Dios–, de sus labios se escapan palabras de alabanza por las grandes obras que Dios realiza (cf Tob 13,2; 8,15-17; 11,14-17; 13,18). Si por medio de un acto de acción de gracias-alabanza, de alguna manera devuelvo a Dios lo que he recibido como don, todo se vuelve eucarístico; porque la Eucaristía es acción de gracias-alabanza2.

«La fe es [...] alabanza», y la Eucaristía, como sacramento de la fe, es «el sacrificio de alabanza»3. Si procuro realizar alguna actividad como alabanza a Dios, mi vida se vuelve eucarística, se vuelve alabanza a Él. La finalidad definitiva de mi vida es ser una ofrenda permanente para Él, que me abra tanto a la gracia redentora de la Eucaristía, que toda mi vida sea para la gloria de Dios; que vaya volviéndose, cada vez más, un acto de acción de gracias y alabanza.

He de vivir para el Señor. La Iglesia es la que me enseña este sentido y finalidad de mi vida. La Iglesia me muestra la Eucaristía como esa santísima realidad que aprendo, para que cada instante de mi vida se convierta en Eucaristía: acción de gracias-alabanza a Dios.

«Eres digno, Señor y Dios nuestro, de recibir hoy la gloria, y la sabiduría, y la gratitud, la alabanza y la fuerza...» (cf Ap 5,9.12-13).

Auméntanos la fe

Подняться наверх