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3. UNA SOLA TARDE

Unn debía de estar esperándola vigilando tras la ventana, pues salió antes de que Siss llegase a la puerta.

—Está muy oscuro, ¿verdad?

—¿Oscuro? Sí, pero no importa —contestó Siss, a pesar de haberse sentido más que tensa en la oscuridad del bosque.

—Y frío también hace, ¿no? Hace un frío horrible esta noche.

—Tampoco importa —contestó Siss.

—¡Qué bien que hayas venido a vernos! —exclamó Unn—. Mi tía dice que solo has estado aquí una vez, cuando eras pequeña.

—Sí, me acuerdo. Entonces yo no sabía nada de ti.

Mientras conversaban medían sus fuerzas. Salió la tía, con una sonrisa amable.

—Es mi tía —dijo Unn.

—Buenas tardes, Siss. Entra deprisa, hace mucho frío para quedarse en la puerta. Ven a calentarte y quítate el abrigo.

La tía de Unn hablaba con cordialidad y sosiego. Entraron en la pequeña y caldeada sala. Siss se quitó las botas cubiertas de escarcha.

—¿Te acuerdas de cómo era esto antes? —preguntó la tía.

—No.

—No ha habido ningún cambio, todo está como entonces. Viniste con tu madre, lo recuerdo bien.

La tía parecía tener muchas ganas de hablar, seguramente no era algo que hiciese a menudo. Unn se mostraba impaciente por tener a su invitada para ella sola. Pero su tía no estaba dispuesta a dejarla aún.

—Desde entonces, solo te he visto en otras partes, Siss. Claro que tampoco tenías ningún motivo para venir a verme, hasta ahora, que Unn está aquí. Eso lo cambia todo. Ha sido una suerte para mí que haya venido.

Unn seguía esperando, impaciente.

—Ya te veo, Unn —prosiguió su tía—. Pero tómatelo con calma. Ahora vamos a servirle algo a Siss para que entre en calor.

—No tengo frío.

—Se está calentando en la cocina —dijo la tía—. Me parece que hace demasiado frío y es demasiado tarde para estar fuera a estas horas. Deberías venir un domingo.

Siss miró a Unn y contestó:

—Tenía que ser hoy.

La tía se echó a reír. Estaba de buen humor.

—Bueno, si tú lo dices...

—Y me dará tiempo a volver a casa antes de que mis padres se acuesten —dijo Siss.

—Muy bien, bébete esto.

Se tomaron la sabrosa bebida de la tía. Entraron en calor. La expectación envolvía a Siss con un velo fino y tentador. Pronto se quedarían solas.

—Tengo mi propia habitación —dijo Unn—. Vamos.

Siss se estremeció. Todo estaba a punto de empezar.

—Tú también tienes una habitación para ti sola, ¿verdad, Siss?

Siss asintió con la cabeza.

—Ven.

La amable y locuaz tía de Unn parecía querer entrar con ellas en el pequeño cuarto. Era evidente que no la dejarían. Unn la atajó con tanta firmeza que la tía se quedó sentada en su silla.

La habitación de Unn era minúscula, y Siss tuvo de inmediato la sensación de que había algo raro en ella. Dos pequeñas lámparas la iluminaban. En las paredes había muchos recortes de revistas y la fotografía de una mujer tan parecida a Unn que no hacía falta preguntar quién era. Al poco rato, Siss advirtió que la habitación no era en absoluto rara, sino, por el contrario, más o menos como la suya.

Unn la miró, interrogante.

—¡Qué habitación tan acogedora! —dijo Siss.

—¿Cómo es la tuya? ¿Es más grande?

—No, más o menos como esta.

—Tampoco hace falta que sea más grande.

—Es verdad. No hace falta.

Hablaron un poco de todo y de nada mientras entraban en calor. Siss, que ocupaba la única silla que había, estiró las piernas. Unn estaba sentada en el borde de la cama, con las piernas colgando.

Se miraban de reojo, estudiándose la una a la otra. Por alguna extraña razón, todo aquello no resultaba nada fácil. Además, se sentían molestas por necesitar su mutua compañía. Se observaban con complicidad, como añorando algo, y al mismo tiempo se sentían profundamente cohibidas.

Unn se levantó y comprobó si la puerta estaba cerrada. A continuación hizo girar la llave en la cerradura.

Siss se estremeció al oír el ruido y se apresuró a preguntar:

—¿Por qué haces eso?

—Mi tía podría entrar.

—¿Tienes miedo de que entre?

—¿Miedo? Claro que no. No es por eso. Pero había pensado que estaríamos mejor solas. ¡Ahora nadie va a entrar aquí!

—Es verdad. Ahora nadie va a entrar —convino Siss, y notó que por fin iba sintiéndose feliz, que los lazos entre Unn y ella empezaban a estrecharse. Guardaron silencio de nuevo, cada una en su sitio.

—¿Cuántos años tienes, Siss? —preguntó Unn al cabo.

—Un poco más de once.

—Yo también tengo once —dijo Unn.

—Somos más o menos igual de altas.

—Sí, casi iguales —señaló Unn.

Aunque se sentían atraídas la una por la otra, les costaba iniciar la conversación. Se pusieron a juguetear con lo que tenían a su alcance, mientras miraban a diestra y siniestra. El cuarto estaba agradablemente caldeado. Sería por la estufa encendida, pero no solo por eso. Una estufa de leña habría servido de poco si ellas no hubieran congeniado.

—¿Estás a gusto en nuestro pueblo? —quiso saber Siss.

—Sí, estoy muy bien aquí con mi tía.

—Ya, pero no me refería a eso; quiero decir en la escuela, y ¿por qué nunca...?

—Ya te dije que no me preguntaras por eso —la interrumpió Unn con un hilo de voz, y Siss se arrepintió al instante de habérselo preguntado.

—Entonces, ¿te quedarás aquí para siempre? —se apresuró a añadir, convencida de que pretender saberlo no sería peligroso. Pero ¿había algo peligroso en todo aquello? No, seguramente no; y aun así no se sentía del todo segura, pues parecía muy fácil meter la pata.

—Sí, me quedaré —respondió Unn—; solo me queda mi tía.

Callaron de nuevo. Finalmente, dijo:

—¿Por qué no me preguntas por mi madre?

—¿Qué? —Siss apartó la mirada y la clavó en la pared, como si la hubieran pillado en falta—. No lo sé —añadió.

Volvió a mirar a Unn. Era inevitable, al igual que la pregunta. Habría que responderle, puesto que se trataba de cosas importantes.

—Porque ya me habían dicho que murió esta primavera —balbuceó.

—Mi madre no estaba casada —dijo Unn en voz alta y clara—. Por eso no tengo a nadie más. —Se calló.

Siss asintió con la cabeza.

—Esta primavera se puso enferma y murió —prosiguió Unn—. Solo estuvo enferma una semana y después murió.

—Ya.

Menos mal que al fin estaba dicho; se sintió una especie de alivio en el cuarto. El pueblo entero sabía lo que Unn acababa de contar, su tía había hablado de ello, y de otras cosas, cuando su sobrina llegó en primavera. ¿Unn no lo sabía? Y, sin embargo, era necesario que en ese momento se mencionara el tema, al comienzo de esa amistad que estaba a punto de entablarse. Aún quedaba algo.

—¿Sabes algo de mi padre? —preguntó Unn.

—¡No!

—Yo tampoco, excepto alguna cosa que me contaba mi madre. Nunca lo he visto. Tenía coche.

—Supongo que sí.

—¿Por qué lo supones?

—Bueno, mucha gente lo tiene.

—Sí, es verdad. Yo nunca lo he visto. Solo tengo a mi tía. Me quedaré con ella para siempre.

¡Sí!, pensó Siss. Unn se quedará aquí para siempre. Desde la primera vez que la vio, Siss se sentía hechizada por los ojos claros de Unn. Con eso, ya no se habló más de padres. Los de Siss ni se mencionaron. Siss estaba convencida de que Unn lo sabía todo acerca de ellos: que vivían en una bonita casa, que el padre tenía un buen puesto de trabajo, que no les faltaba de nada, y no había nada más que comentar. Unn tampoco preguntó. Fue como si Siss tuviera menos padres todavía que Unn.

Pero sí se acordó de preguntar por los hermanos.

—¿Tienes hermanos, Siss?

—No, soy hija única.

—Entonces encajamos bien —dijo Unn.

Siss se dio cuenta de lo que entrañaban las palabras de Unn: ella estaría siempre allí. Su amistad se desplegaba delante de ambas como un camino maravilloso. Algo grande acababa de suceder.

—Claro que sí. Así podremos seguir viéndonos.

—De todos modos, nos vemos en la escuela.

—Sí, es verdad.

Rieron. En adelante todo sería más fácil. Todo estaría bien. Unn descolgó de la pared un espejo que había junto a la cama, se sentó y se lo puso sobre las rodillas.

—Ven aquí.

Siss no sabía qué pretendía, pero se sentó a su lado en el borde de la cama. Cogieron el espejo cada una de un lado, lo levantaron hasta sus caras y se quedaron inmóviles, mejilla contra mejilla.

¿Qué vieron?

Antes de saberlo apartaron la mirada.

Cuatro ojos centelleantes bajo las pestañas. Sus rostros ocupan todo el espejo. Las preguntas asoman y vuelven a esconderse. No lo sé: centelleos y rayos, centelleos de ti a mí, de mí a ti, y de mí a ti solo hasta ocupar el espejo y de vuelta, y nunca una respuesta a lo que es esto. Jamás una solución. Tus labios, rojos protuberantes; no son los míos. ¡Cómo se parecen! Y lo mismo ocurre con el pelo, centelleante. ¡Somos nosotras! No podemos remediarlo, viene como de otro mundo. La imagen empieza a volar, los contornos, a desvanecerse, vuelven a juntarse, no, no se juntan. Es una boca que sonríe. Una boca de otro mundo. No, no es una boca, no es una sonrisa, es algo que nadie sabe..., no son más que unas pestañas abiertas sobre rayos y centelleos.

Aturdidas, bajaron el espejo y se miraron, sonrojadas y radiantes. Fue un momento increíble.

—Unn, ¿sabías esto? —preguntó Siss.

—¿Tú también lo has visto? —preguntó Unn.

De repente, ya no resultaba tan fácil. Unn dio un respingo. Tras ese extraño suceso necesitaban algo de tiempo para recuperarse.

Al cabo de un rato, una de ellas dijo:

—Supongo que no fue nada.

—No, no fue nada.

—Pero raro sí fue.

Claro que había habido algo y seguía allí, pero ellas intentaron olvidarlo. Unn volvió a colocar el espejo en su sitio y se sentó con gran sosiego. Las dos permanecían calladas, esperando. Nadie llamó a la puerta o intentó entrar. La tía las dejó tranquilas.

Mucho sosiego; pero no era sosiego. Siss vigilaba a Unn, la veía esforzarse. Siss se estremeció cuando Unn dijo, con voz tentadora:

—Venga, ¡ahora vamos a desnudarnos!

Siss la miró por un instante, boquiabierta.

—¿Que nos desnudemos?

Unn daba la sensación de estar centelleando.

—Sí, nos desnudamos, eso es todo. También resulta divertido, ¿no? —Se puso manos a la obra de inmediato.

—¡Claro!

A Siss también le pareció una idea divertida, y rápidamente se puso a quitarse la ropa, compitiendo con Unn para acabar antes que ella.

Unn, que llevaba ventaja, ganó. Permaneció de pie, radiante.

Al segundo, Siss se mostraba igual de radiante. Se miraron durante un breve y extraño momento.

Siss estaba a punto de armar un gran escándalo, el adecuado, suponía, para la situación. Buscaba alrededor cualquier cosa con que empezar. No lograba ponerse en marcha. Advirtió unas rápidas miradas de Unn y notó cierta tensión en el rostro. Unn no se movía. Por un instante estaba todo, y al instante siguiente todo había desaparecido. El rostro de Unn se volvió más alegre; mirarlo resultaba mucho más fácil.

—Ay, no, Siss. Hace mucho frío —dijo Unn, contenta y un poco seria a la vez—. Creo que será mejor que volvamos a vestirnos, ahora mismo. —Cogió su ropa.

Siss permaneció inmóvil.

—¿No vamos a armar escándalo? —Estaba dispuesta a dar saltos en la cama y hacer esa clase de tonterías.

—No, hace demasiado frío —respondió Unn—. Las casas no acaban de caldearse cuando fuera hace tanto frío. Al menos esta.

—Pues a mí me parece que aquí hace calor.

—No, hay corriente. ¿No lo notas? Si lo intentas, lo notarás.

—Quizá.

Siss intentó notarlo. Quizá fuera verdad. Tiritaba levemente de frío. El cristal de la ventana estaba cubierto de escarcha. Helaba desde hacía mucho.

Siss también cogió su ropa.

—Se pueden hacer otras muchas cosas en lugar de ir por ahí desnudas —dijo Unn.

—Por supuesto —dijo Siss. Tenía ganas de preguntar a Unn por qué estaba haciendo eso, pero no sabía por dónde empezar. Lo dejó correr. Volvieron a vestirse, sin prisa. A decir verdad, Siss se sentía, de algún modo, un poco estafada: ¿eso era todo?

Volvieron a ocupar los únicos asientos que había en la habitación. Unn miraba a Siss, y Siss comprendió que a pesar de todo había algo que no había salido bien. Tal vez resultara emocionante de todos modos. De pronto, Unn no parecía tan contenta, lo de antes no había sido más que un instante pasajero.

—¿No vamos a inventarnos algo que hacer? —preguntó Siss, nerviosa, al ver que Unn no tomaba la iniciativa.

—¿Qué podría ser? —dijo Unn, como ausente.

—Si no, me iré a casa.

Sonó más bien como una amenaza. Unn se apresuró a exclamar:

—¡No tienes que irte a casa todavía!

No, Siss no quería irse. Al contrario, estaba deseando quedarse.

—¿No tienes un álbum con fotos de donde vivías antes?

Había dado en el clavo. Unn se acercó a toda prisa a la estantería y sacó dos álbumes.

—En uno de ellos solo estoy yo. Soy yo desde siempre. ¿Cuál quieres ver?

—Los dos.

Se pusieron a hojearlos. Las fotos eran de un lugar muy lejano y Siss no conocía a nadie, excepto cuando aparecía Unn, lo que ocurría en casi todas. Unn no daba muchas explicaciones. Era un álbum como los demás. En una hoja emergió una joven radiante.

—Es mi madre —anunció Unn con orgullo.

La miraron durante un buen rato.

—Y este es mi padre —dijo Unn poco después. Era un chico normal, que se le parecía un poco, junto a un coche—. El coche es suyo —agregó.

—¿Dónde está ahora?

—No lo sé —contestó Unn en tono de rechazo—. Da igual.

—Sí.

—Nunca lo he visto, como ya te he dicho, ¿recuerdas? Solo lo conozco por foto.

Siss asintió.

—Si hubieran encontrado a mi padre —añadió Unn—, a lo mejor yo no estaría aquí con mi tía.

—Claro.

Miraron una vez más el álbum en el que solo aparecía Unn. Siss decidió que Unn siempre había sido una chica muy guapa. Por fin, también acabaron con lo de las fotos.

Y, a continuación, ¿qué?

Estaban expectantes ante algo que emanaba de Unn, de su forma de comportarse. Siss esperaba con tanta emoción que se sobresaltó cuando por fin llegó. Salió como de un saco. Tras un largo silencio, Unn dijo:

—Siss.

Siss se estremeció.

—¿Sí?

—Hay algo que quiero... —dijo Unn, sonrojándose. Siss estaba preparada.

—¿Sí?

—¿Me notaste algo... antes? —se apresuró a preguntar Unn, mirándola fijamente.

Siss se sintió aún más apurada.

—¡No!

—Hay algo que quiero contarte —dijo Unn con una voz irreconocible.

Siss contuvo el aliento.

Unn guardó silencio. Por fin, añadió:

—Nunca se lo he dicho a nadie.

—Se lo habrás dicho a tu madre, supongo —balbuceó Siss.

—¡No!

Silencio.

Siss vio el desasosiego en los ojos de Unn. ¿No iba a contárselo?

—¿Quieres contármelo? —susurró.

Unn se enderezó un poco.

—No.

—No.

De nuevo el silencio. Deseaban que la tía hubiera acudido a tirar la puerta abajo.

—Pero si... —dijo Siss.

—¡No puedo, y basta!

Siss se apartó. Un sinfín de pensamientos acudieron sin orden a su mente y todos fueron rechazados.

—¿Era esto lo que querías? —dijo, desamparada.

Unn asintió con la cabeza.

—Sí, sólo era esto.

Unn compuso una expresión de alivio, como si de alguna manera todo hubiera acabado ya. Para siempre. Siss también se sintió súbitamente aliviada.

Aliviada, pero, al mismo tiempo, en cierto modo defraudada por segunda vez esa tarde. Y, sin embargo, era mejor que tener que escuchar algo que quizá la hubiera asustado.

Permanecieron un rato sin hacer nada, como si estuvieran descansando.

Ahora preferiría marcharme, pensó Siss.

—No te vayas, Siss —dijo Unn.

De nuevo se hizo el silencio.

Pero ese silencio no era creíble, no lo había sido desde el principio. El viento allí dentro era una caprichosa ráfaga que cambiaba de dirección y que venía de otros lados. Se había apaciguado, pero ahora entraba con fuerzas renovadas, inesperado e inquietante.

—Siss.

—¿Sí?

—No sé si voy a ir al cielo.

Unn lo dijo mirando a la pared; mirar hacia otro lado habría sido imposible.

Siss se estremeció.

—¿Cómo?

No podía seguir allí; ¿y si Unn decía más cosas?

—Has oído, ¿no? —preguntó Unn.

—¡Sí! —respondió Siss, y se apresuró a añadir—: Ahora tengo que irme a casa.

—¿A casa?

—Sí, porque si no llegaré tarde. Tengo que estar en casa antes de que ellos se acuesten.

—Todavía es temprano.

—Tengo que irme a casa ahora mismo. —Hizo un esfuerzo y agregó—: Pronto hará tanto frío que la nariz se me helará por el camino.

En los momentos de desconcierto había que decir tonterías como esa. De un modo u otro tenía que salir de ahí. Para hablar claramente: tendría que escapar.

Unn rio, como correspondía, ante lo que Siss acababa de decir, mostrando su acuerdo.

—Pues tendrás que evitarlo. Me refiero a que se te hiele la nariz —dijo, contenta del cambio introducido por Siss.

De nuevo tuvieron la sensación de haber escapado de cosas que eran demasiado difíciles.

Unn hizo girar la llave en la cerradura.

—Quédate sentada —dijo en tono autoritario—. Iré a buscar tu abrigo.

Siss permaneció sentada, impaciente. Todo era inseguro. Unn podría decir lo que quisiera. ¡Ya estaba bien de Unn! Se lo soltaría antes de marcharse: Podrías seguir otro día. Cuando tú quieras, otro día. Por esa noche ya era suficiente, y ya era mucho. Parecía imposible continuar. A casa cuanto antes.

Si no, quizá se viese metida en algo que podía estropearlo todo. Hacía un rato se habían mirado la una a la otra con ojos centelleantes.

Unn entró con el abrigo y las botas, lo dejó todo junto a la estufa, que seguía emitiendo su sonido a madera quemándose.

—Conviene calentarlo un poco.

—No, he de irme —dijo Siss, poniéndose las botas.

Unn permaneció callada mientras Siss se abrigaba. Ya no servía de nada decir tonterías como que se le iba a helar la nariz, estaban demasiado nerviosas para eso. No se dijeron lo que suele decirse en las despedidas, como ¿volverás pronto? ¿Querrás venir a mi casa la próxima vez? No se les ocurrió. Todo era demasiado frágil y difícil. De ningún modo estaba destrozado, pero en ese momento, cara a cara, resultaba demasiado difícil.

Siss ya estaba preparada para salir.

—¿Por qué te vas?

—Tengo que irme a casa, ya te lo he dicho.

—Sí, pero...

—Lo he dicho, dicho está.

—Siss...

—Déjame salir.

La puerta ya no estaba cerrada con llave, pero Unn le impedía el paso. Las dos fueron a ver a la tía.

La mujer estaba sentada con la labor entre las manos. Se levantó, tan amable como antes.

—Bueno, Siss. ¿Ya te marchas?

—Sí, creo que es hora de que me vaya.

—Entonces, ¿ya no tenéis más secretos que tratar? —bromeó la tía.

—Por hoy no.

—No creas que no te oí cerrar la puerta, Unn.

—Claro que lo hice.

—Pues sí, nunca se tiene suficiente cuidado —dijo la tía—. ¿Pasa algo? —preguntó en un tono diferente.

—¿Qué iba a pasar?

—Parecéis un poco mustias.

—¡No estamos mustias!

—Bueno, bueno. Seré yo, que me estoy haciendo vieja y oigo mal.

—Gracias por todo —dijo Siss, deseando alejarse de la tía, que no hacía más que bromear sin entender absolutamente nada.

—Un momento —dijo la tía—. ¿No quieres tomar algo caliente antes de salir al frío?

—No, gracias, ahora no.

—¡Qué prisa tienes!

—Debe irse a casa —dijo Unn.

—Entiendo.

Siss se enderezó.

—Que les vaya bien y muchas gracias por todo.

—Lo mismo te digo, Siss. Gracias por visitarnos. Y ahora, echa a correr para no tener frío. La temperatura no para de bajar, y está muy oscuro.

»¿Qué estás haciendo, Unn? —prosiguió la tía—. Mañana por la mañana os veréis de nuevo.

—¡Es verdad! —exclamó Siss—. ¡Buenas noches!

Unn se quedó en la puerta después de que su tía hubiera vuelto a entrar en la casa. Permanecía quieta, sin pronunciar palabra. ¿Qué les había pasado? Le parecía prácticamente imposible que se separasen. Algo extraño había sucedido.

—Unn...

—Sí.

Siss se lanzó al frío. Por lo que a la hora se refería podría haberse quedado más tiempo, pero era peligroso. No debía volver a suceder.

Unn estaba en el hueco de la puerta, donde chocaban el calor y el frío. El frío pasó por delante de Unn y se metió en la casa. Unn no pareció darse cuenta.

Siss miró hacia atrás antes de echar a correr. Unn seguía en el hueco iluminado de la puerta, hermosa y tímida.

El palacio de hielo

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