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II.

ITINERARIO HISTÓRICO-AMICAL DE SAN AGUSTÍN

EN ESTE SEGUNDO APARTADO ESTUDIAMOS el recorrido histórico-amical de Agustín; un recorrido que nos llevará desde su niñez hasta los 32 años, fecha en que acontece su conversión a la fe cristiana y con ella al encuentro a la verdadera amistad y con esta la felicidad, importante objetivo de búsqueda junto con los amigos. Pero antes de llegar a este hallazgo definitivo, nos vamos a encontrar en nuestro itinerario con varias experiencias amicales en las que Agustín se irá sintiendo parcialmente feliz con los amigos, gozando con ellos al ir consiguiendo un poco de lo que buscaba con tanto afán. Bien podría decirse que para él amistad y felicidad eran términos equivalentes y tenían que correr parejos en su vida. Iniciemos, pues, nuestro recorrido.

1. LOS PRIMEROS RECUERDOS DE LA NIÑEZ

Es ya altamente revelador y significativo que entre las primeras experiencias que guarda de su niñez sea precisamente la amistad con sus compañeros de escuela y de juegos. Un recuerdo gozoso que va unido al agradecimiento al Señor; y es que, más de una vez, por aquellos días en que «toda la casa creía, excepto sólo mi padre»[1], escuchó de labios de su madre que todas las cosas buenas de que gozamos en la vida son dones que Dios nos hace y hemos de agradecérselo. Esto es lo que hará Agustín, recordando aquella amistad y todas las cosas buenas que él consideraba como preciosos regalos de Dios:

Gracias te sean dadas a ti, Señor, excelentísimo y óptimo creador y gobernador del universo, aunque solo te hubieses contentado con hacerme niño… Me deleitaba la amistad, huía del dolor, de la humillación y de la ignorancia. ¿Qué hay en un viviente como este que no sea digno de admiración y alabanza? Pues todas estas cosas son dones de mi Dios, que yo no me los he dado a mí mismo, y todos son buenos y todos ellos soy yo… Bueno es el que me hizo y aun Él es mi bien; a Él quiero ensalzar por todos estos bienes que integraban mi ser de niño… Gracias a ti, dulzura mía, esperanza mía, y Dios mío, gracias a ti por tus dones; pero guárdamelos tú para mí[2].

¿Qué más se puede pedir a la hora de escoger entre los primeros recuerdos que guarda de aquellos años tan lejanos del momento en que el Santo escribe sobre ellos? Que en esto veamos ya un rasgo revelador, una incipiente manifestación de lo que realmente fue su vida, no es, en absoluto, una mera interpretación personal, producto de un simple y superficial apasionamiento por el tema, sino un elocuente anticipo de lo que iba a ser la amistad para Agustín. Y la prueba de todo ello brotará de los numerosísimos pasajes de sus obras aquí recogidos.

2. PRIMERA ETAPA DE LA ADOLESCENCIA

Tiene esta etapa su punto culminante con los dieciséis años, en los que, acabados los estudios medios en la cercana ciudad de Madaura y habiendo tenido que interrumpir los superiores por la escasez de medios económicos, la ociosidad le iba a llevar a una vida licenciosa y nada ejemplar. Justamente, en el retrato que de ella nos haga más tarde lamentará y denunciará la profanación de la «verdadera amistad», confesándole ahora al Señor que no guardaba la norma moral, tal «como señalan los términos luminosos de la amistad». Reparemos, sin embargo, que antes de llegar a los extremos que él condena, hay una expresión en la que manifiesta una vez más el hondo deseo de amistad que anidaba en su corazón: «Querer a sus amigos y ser amado por ellos». Estas son sus palabras:

¿Qué era lo que más me deleitaba, sino el amar y ser amado? Pero no guardaba en ello la norma de alma a alma, como señalan los términos luminosos de la amistad, sino que del fango de mi concupiscencia carnal y del manantial de la pubertad se levantaban como unas nieblas que obscurecían y ofuscaban mi corazón, hasta no distinguir la serenidad del amor de la tenebrosidad de la libídine[3].

Pero experiencias «amistosas» como estas, ya le habían merecido antes esta condena: «La amistad de este mundo es un adulterio contra ti, oh Dios»[4]. Condena que, justamente, repetirá tras el robo de las peras en el huerto del vecino, que habían llevado a cabo Agustín y su pandilla de amigos por aquellos mismos días. Contado con detalle todo lo relativo al hurto, recordará al final que «la amistad de los hombres es una dulce unión de muchas almas con el suave nudo del amor»[5], si bien, en este caso y en otros semejantes tal amistad no le merece otro nombre que el de amicitia inimica (amistad enemiga). Confesando, al final, que lo que en aquella acción amó fue «la compañía de los que conmigo lo hicieron… y es que yo solo no hubiera hecho aquello; no, yo jamás lo hubiera hecho»[6].

Una cosa es cierta: Agustín es el hombre a quien le va a ser muy difícil actuar solo y necesitará sentirse acompañado, incluso a la hora de actuar mal en aquellos años de la adolescencia. Poseído ya de una vivísima experiencia de Dios, cuando recoja aquellos hechos, volverá una y otra vez sobre ellos para recordar, por una parte, las dulzuras legítimas que le proporcionaba una amistad y, por otra, para lamentar el haberse dejado arrastrar por la amicitia inimica. En efecto, aunque hubiesen transcurrido muchos años hasta el momento de contarnos todo esto, sin duda que el Santo reproduce los sentimientos que vivió tras aquella travesura; y el apelativo «enemiga» aplicado ahora a la «amistad» debió de aplicárselo ya entonces, como así lo estarían revelando las palabras con que termina el relato:

¡Oh amistad enemiga en demasía, seducción inescrutable del alma, ganas de hacer mal por pasatiempo y juego, apetito del daño ajeno sin provecho alguno propio y sin pasión de vengarse! Pero basta que alguien diga: ‘Vamos. Hagamos’, para que se sienta vergüenza de no ser desvergonzado[7].

3. SEGUNDA ETAPA DE LA ADOLESCENCIA Y PRIMERA JUVENTUD

La nueva etapa se inicia con su llegada a la ciudad de Cartago. Pasado el nefasto «año decimosexto» en la ociosidad y resueltas las dificultades económicas, merced a la generosidad de Romaniano, rico hacendado y amigo de la familia, llegaba ahora, con sus 17 años, a la gran metrópoli norteafricana, para cursar los estudios superiores. De sus primeras impresiones allí vividas nos habla en estos términos:

Llegué a Cartago y por todas partes crepitaba en torno mío un hervidero de amores impuros. Todavía no amaba, pero amaba el amar y con secreta indigencia me odiaba a mí mismo por verme menos indigente. Buscaba qué amar, amando el amar y odiaba la seguridad y la senda sin peligros… Amar y ser amado era la cosa más dulce para mí, sobre todo si podía gozar del cuerpo del amante. De este modo, manchaba yo la vena de la amistad con las inmundicias de la concupiscencia y obscurecía su candor con los vapores infernales de la lujuria[8].

No hacen falta largos comentarios a esta descripción que hace Agustín de lo que encontró en Cartago. La verdad es que allí, al margen de los estudios, había muchas cosas que invitaban a una vida licenciosa y no iba a ser el joven Agustín el que fuese a salir incólume, sobre todo después de lo que había vivido en aquel decimosexto año de su edad. Ahora, al llegar a aquella ciudad, repite la expresión «amar y ser amado», en la que, como acabamos de ver, condensaba mucho de lo que había sido su vida hasta entonces, manifestando también con ello su pesar por «manchar la límpida vena de la amistad», sentimiento que debió de experimentar ya entonces y no solo cuando lo expresa al escribir las Confesiones.

De hecho, en aquel deseo de “amar y de ser amado” estaba presente el instinto pasional propio de la pubertad, que lo llevaría, incluso, a unir su vida a la de una joven liberta; unión esta que es interpretada por un experto conocedor de Agustín como «un acto de responsabilidad y de equilibrio, nacido al mismo tiempo del ardor de las pasiones y del sentimiento del honor»[9]. Y es que su «deseo de amar y ser amado» iba mucho más allá de todo aquello, puesto que estaba presente una imperiosa necesidad de sentirse rodeado de amigos que, de hecho, iban a ser numerosos, si bien es verdad que no intimó demasiado con ellos, como nos lo manifiesta a continuación: «Andaba con ellos y me gozaba a veces con su amistad, pero yo siempre detestaba las cosas que hacían»[10].

Los estudios y, con ellos, la lectura de la obra El Hortensio de Cicerón le hicieron recapacitar sobre lo que estaba siendo su vida, animándole a «amar, buscar, lograr, retener y abrazar fuertemente no esta o aquella secta, sino la Sabiduría donde quiera que se encontrase»[11]. Justamente en aquel momento aparecen unos hombres que se la ofrecen: los Maniqueos. Bastó escuchar este mensaje: «¡Verdad!, ¡Verdad! Y me lo decían muchas veces, aunque jamás se hallaba en ellos»[12]. Su trato afable, al fin, le llevó a ingresar en la secta: «Era la amistad —dice— la que me arrastraba no sé cómo bajo cierta apariencia de bondad, cual lazo sinuoso que daba varias vueltas en torno a mi cuello»[13]. Exigencia de la amistad era convencer ahora a sus amigos de que debían entrar también en la secta por aquello de que «debían estar de acuerdo en las cosas divinas y humanas» y no fueron pocos los que, convencidos por sus palabras, se hicieron también maniqueos.

Acabado el curso escolar en 374 y, con el curso, los estudios de Retórica, regresó a Tagaste, donde abrió una escuela de Gramática. Su padre había muerto dos años antes, pero allí estaba su madre que lo acogió en su casa, aunque tardó muy poco en comprender lo lejos que estaba de la fe cristiana, tras confesarle él que era maniqueo. También le dijo que en Cartago había dejado a su compañera y al fruto de su unión con ella; esperaba traerlos más tarde. Todo ello terminó por enajenarle el amor de su madre que, con el corazón roto, decidió cerrarle la puerta de su casa. Acudió entonces a su amigo y bienhechor Romaniano, que le abrió las puertas de la suya y en ella recibiría no mucho después también a su compañera y al pequeño Adeodato.

Sin embargo, el corazón de Mónica no podía permanecer cerrado y no tardó en abrirles su casa con la esperanza de recuperarlos a todos para el Señor. Confiaba ella en aquel sueño en el que se le había revelado que finalmente Agustín vendría a estar en la misma Regla que ella[14]. Pero aún tendrán que transcurrir muchos años hasta que se cumpla dicho sueño. Más adelante volveremos sobre el importantísimo papel que le cupo a aquella mujer extraordinaria en hacer de Agustín un mucho de lo que iba a ser.

«El amigo anónimo» de Tagaste

Entre tanto, Agustín se sentía feliz con sus clases y sus alumnos en su ciudad natal y es que había logrado crear un ambiente amigo entre todos ellos, y él mismo gozaba con su amistad. Hubo uno con el que intimó de manera especial; no quiso consignar su nombre, no sabemos por qué (como tampoco lo hizo con otras personas muy queridas para él, como su hermana o su misma compañera y madre de Adeodato). De este amigo carísimo, a quien se le conoce como «el amigo anónimo», nos hablará largamente y con entusiasmo en el libro IV de las Confesiones. Vamos a dejar a Agustín que nos diga lo que fue este joven para él y cómo entendía entonces la amistad:

En aquellos días adquirí un amigo, a quien amé con exceso por ser de mi misma edad y hallarnos ambos en la flor de la juventud. Juntos habíamos ido a la escuela y juntos habíamos jugado. Mas entonces no era tan amigo como lo exige la verdadera amistad, puesto que no hay amistad verdadera sino entre aquellos a quienes Tú (Señor) unes entre sí por medio de la caridad, derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.

Con todo, era para mí aquella amistad, conocida al calor de estudios semejantes, dulce sobremanera… Hasta había logrado apartarle de la verdadera fe… Conmigo erraba ya aquel hombre en espíritu, sin que mi alma pudiera vivir sin él… Mas he aquí que Tú (Señor) lo arrebataste de esta vida cuando apenas había gozado yo un año de su amistad, más dulce para mí que todas las dulzuras de aquella vida mía[15].

Las páginas que siguen, en las que lamenta la temprana e inesperada muerte de este «amigo del alma», son de un lirismo sin par en la literatura universal sobre la amistad. Remito al lector a las Confesiones y le invito a leer el pasaje entero. Aquí solamente irán unos breves pasajes que encenderán, sin duda, el ánimo del lector:

¡Con qué dolor se entenebreció entonces mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento insufrible, y cuanto había comunicado con él se me volvía sin él tormento cruel. Lo buscaban mis ojos por todas partes y no lo encontraban. Y llegué a odiar todas las cosas, porque no lo tenían ni podían decirme ya como antes, cuando venía, después de una ausencia: he aquí que ya viene… Solo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi corazón[16].

Y con un vivísimo sentimiento de lo que había sido aquel joven para él —«la mitad de mí mismo»—, se maravillaba y no terminaba de comprender ni aceptar que

viviesen los demás mortales por haber muerto aquel a quien yo había amado, como si nunca hubiera de morir; y más me maravillaba aún de que, habiendo muerto él, viviera yo que era otro él. Bien dijo alguien de su amigo que era la mitad de su alma. Porque yo sentí que mi alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos, y por eso me causaba horror la vida, porque no quería vivir a medias, y al mismo tiempo me daba miedo morir, para que no muriese del todo aquel a quien yo había amado tanto[17].

El hecho de que tanto tiempo después de esta dolorosa experiencia nos diga Agustín que «apenas si se ha suavizado la herida»[18], es una prueba de hasta qué punto esta amistad había penetrado tan hondamente en su vida. No importa que en las Retractaciones juzgue un tanto severamente el pasaje[19]; después de todo, aquella amistad, aunque limpia y noble, carecía de una presencia absolutamente necesaria, para que tal amistad adquiriese una plenitud, como ya lo había reconocido al comienzo del relato: la presencia del Dios-amigo, «puesto que solo existe amistad verdadera (=plena) entre aquellos a quienes aglutina el Señor por la caridad, derramada en el corazón de los amigos por el Espíritu Santo»[20].

El Agustín convertido terminará expresando estos sentimientos que, ciertamente, se prolongaban, de alguna manera, al describirlos tantos años más tarde:

¡Oh locura, que no sabe amar humanamente a los hombres! ¡Oh necio del hombre que sufre inmoderadamente por las cosas humanas! Todo esto era yo entonces, y así me abrasaba, suspiraba, lloraba, turbaba y no hallaba descanso ni consejo. Llevaba el alma rota y ensangrentada, impaciente de ser llevada por mí, y no hallaba dónde ponerla. Ni descansaba en los bosques amenos, ni en los juegos y cantos, ni en los lugares olorosos, ni en los banquetes espléndidos, ni en los deleites del lecho y del hogar, ni, finalmente, en los libros ni en los versos. Todo me causaba horror, hasta la misma luz; y cuanto no era él me resultaba insoportable y odioso, fuera de gemir y llorar, pues solo en esto hallaba algún descanso. Y si apartaba de esto a mi alma, luego me abrumaba la pesada carga de mi miseria[21].

4. SEGUNDA ETAPA DE LA JUVENTUD (CARTAGO)

Se inicia esta etapa con su segunda estancia en Cartago. Roto y maltrecho en lo más profundo del alma por la pérdida de aquel amigo entrañable, decide abandonar su ciudad natal. «Huí de mi patria —dice— porque mis ojos le habían de buscar menos donde no solían verle; así que me fui de Tagaste a Cartago»[22]. Pero, «no en balde corren los tiempos ni pasan inútilmente sobre nuestros sentidos, antes causan en el alma efectos maravillosos»[23]. La importancia que todo ello tuvo hasta su conversión vendrá subrayada oportunamente en su relato, como se podrá ver. Ahora nos encontraremos con un grupo de amigos y un bondadoso consejero.

El grupo amigo de Cartago

Un papel, más que importante, decisivo, en esta recuperación se debió a los numerosos amigos de los que se vio rodeado, desde el primer momento. Entre ellos estaban algunos de los que habían sido discípulos suyos en Tagaste y varios más que, como alumnos o simplemente como amigos, se le juntaron en la misma ciudad de Cartago. Todos ellos formarán un grupo, cuyo retrato nos ha dejado en este inolvidable pasaje amical de las Confesiones:

Había otras cosas que cautivaban fuertemente mi alma con ellos, como era el conversar, reír, servirnos mutuamente con placer, leer, juntos, libros bien escritos, bromear unos con otros y divertirnos en compañía; discutir a veces, pero sin animosidad, como cuando uno disiente de sí mismo, y con tales discusiones, muy raras, condimentar las muchas conformidades; enseñarnos mutuamente alguna cosa, suspirar por los ausentes con pena y recibir a los que llegaban con alegría. Con estos signos y otros semejantes, que proceden del corazón de los que aman y son amados, y se manifiestan con la boca, la lengua, los ojos y mil otros movimientos gratísimos se derretían, como con otros tantos incentivos, nuestras almas, y de muchas se hacía una sola[24].

Entre los que conformaron este grupo estaban: Alipio, Nebridio, Eulogio, Honorato y quizás los jóvenes Licencio y Trigecio, todos ellos alumnos suyos; a ellos debieron de añadirse algunos de los que habían sido compañeros y amigos en su primera estancia en Cartago. De todos ellos se sentirá deudor por los más variados motivos y, ahora concretamente por haberle ayudado a salir de su triste situación anímica, tras la muerte del amigo de Tagaste. Téngase en cuenta también que, al continuar profesando las creencias de los maniqueos, podrían haber formado parte del grupo algunos de los miembros de la secta.

A continuación del perfecto y apasionado retrato de aquel grupo de amigos Agustín nos ofrecerá unas luminosas reflexiones sobre la amistad y los amigos, desde una comprensión cristiana de todo aquello:

Esto es lo que se ama en los amigos; y de tal modo se ama que la conciencia humana se considera rea de culpa si no ama al que lo ama o no corresponde al que lo amó primero, sin buscar de él otra cosa exterior que tales signos de benevolencia. De aquí el llanto cuando muere alguno y las tinieblas de dolores y el afligirse el corazón, trocada la dulzura en amargura; y de aquí la muerte de los vivos por la pérdida de la vida de los que mueren. Bienaventurado el que te ama a ti, Señor; y al amigo en ti, y al enemigo por ti, porque no podrá perder al amigo quien tiene a todos por amigos en Aquel que no puede perderse[25].

Huelga, por lo mismo, ponderar la gran importancia que tienen estos pasajes en orden a mostrar, no solo la dimensión profundamente amical de Agustín, sino también que, habiendo escrito estas páginas tantos años después de su conversión, aquella amistad continuaba siendo para él, sin duda, un nobilísimo valor humano, al que solamente le había faltado para llegar a ser verdadera (plena) amistad la presencia del Espíritu, por considerarla como un precioso don del mismo Espíritu, pero esta sería una conclusión a la que llegaría más tarde, desde su propia vivencia cristiana.

En sus clases de Retórica podían aparecer diversos temas de discusión por los que se interesaban también los alumnos. Uno de los temas fue el de la belleza (¿qué es o en qué consiste lo bello?); contaba Agustín por aquellos días con 26 o 27 años. Sus reflexiones y respuestas las había dejado en una pequeña obra, titulada De pulchro et apto (Lo bello y lo perfecto); habría sido interesante conocer sus ideas estéticas, pero la obra se perdió. Al recordarlo en las Confesiones no parece lamentar su pérdida[26].

Otro de los temas de discusión eran sus creencias maniqueas. La definición ciceroniana de la amistad, que no es otra cosa sino el consenso en todos los asuntos divinos y humanos con benevolencia y amor[27], exigía esa plena sintonía entre los amigos en lo divino y lo humano; esto es lo que explica el empeño de Agustín por conseguir que sus amigos se hiciesen también maniqueos. Y ahí están los siete capítulos del Libro V de las Confesiones, dedicados al tema, para terminar finalmente, tras su entrevista con Fausto, muy decepcionado con aquellas creencias que nunca le habían dejado satisfecho, sobre todo a la hora de resolver el problema del mal moral, cuando ellos lo justificaban con la simple afirmación de que era un Principio divino el responsable, no la persona que lo cometía.

Demasiado inteligente era Agustín para conformarse con esta solución simplista y con tantas otras cuestiones que necesitaban respuestas más convincentes que las que le estaban dando; sí le prometían que cuando viniese Fausto, verdadero corifeo de la secta, él le iba a responder a todo lo que le preguntase. Llegó, por fin, el tal Fausto y esto es lo que nos dirá sobre aquel encuentro:

Tan pronto como llegó pude experimentar que se trataba de un hombre agradable, de grata conversación y que hablaba, más dulcemente que los otros, las mismas cosas que estos decían. Pero ¿qué le suministraba a mi sed este elegantísimo servidor de copas preciosas? Ya tenía yo los oídos hartos de tales cosas, y ni me parecían mejores por estar mejor dichas, ni más verdaderas por estar mejor expuestas, ni su alma más sabia por ser más agraciado su rostro y pulido su lenguaje[28].

Me sentaba mal que en las reuniones de los oyentes no se me permitiera presentarle mis dudas y tratar con él las cuestiones que me preocupaban, confiriendo con él mis dificultades en forma de preguntas y respuestas. Cuando, al fin, lo pude hacer, acompañado de mis amigos, comencé a hablarle en la ocasión y lugar más a propósito para tales discusiones, presentándole algunas de las objeciones que más me inquietaban[29].

Por lo demás, todo aquel entusiasmo mío que había puesto en progresar en la secta se me acabó totalmente apenas conocí a aquel hombre, mas no hasta el punto de separarme por completo de ellos, ya que, no hallando por el momento cosa mejor, determiné permanecer provisionalmente en ella hasta tanto que acaso brillase algo mejor[30].

Vindiciano y Fermín. Abandono de la astrología

Además del maniqueísmo, profesado con tan poco entusiasmo como acabamos de ver, Agustín se había entusiasmado con las creencias astrológicas, dedicándose, además, a esa práctica con quienes acudían a él en demanda de respuesta sobre el propio destino; ello constituía una fuente rentable de ingresos. Los citados personajes serán, precisamente, los que van a ayudarle en el abandono tanto de la práctica como de las mismas creencias.

El Procónsul Vindiciano es uno de los amigos más ilustres entre los muchos que Agustín fue haciendo a lo largo de su vida. Su relación amistosa con él había comenzado con motivo de la coronación del entonces joven retórico de Tagaste, como vencedor de un certamen que tuvo lugar en Cartago con motivo de las Fiestas Quinquenales el año 380. Fue el procónsul, precisamente, quien le había entregado la corona de laurel que premiaba su triunfo[31]. Cierto día, en medio de la charla amiga que mantenían con frecuencia, Vindiciano se enteró de que Agustín era aficionado a los libros del los «genetlíacos o astrólogos» y que no solo profesaba aquellas doctrinas, sino que también hacía el horóscopo. Fue este el momento oportuno para reconvenirle:

Me amonestó —dice— benigna y paternalmente a que dejase todo aquello y que no gastase en tal vanidad mis cuidados y trabajo, que debía emplear en cosas útiles, añadiendo que él se había aprendido aquella arte, hasta el punto de querer tomarla en los primeros años de su edad como una profesión para ganarse la vida…, pero que al fin había dejado aquellos estudios por los de medicina, no por otra causa que por haberlos descubierto falsísimos y no querer, a fuer de hombre serio, buscar el sustento engañando a los demás. Pero tú —me decía— que tienes de qué vivir entre los hombres con tu clase de retórica, sigues este engaño, no por apremios de dinero sino por libre curiosidad. Razón de más para que creas lo que te he dicho, pues cuidé de aprenderla tan perfectamente que quise vivir de su ejercicio solamente[32].

Poco adelantaron por el momento las recomendaciones y los sabios consejos de aquel buen amigo, como tampoco la sorna de uno de sus jóvenes discípulos y gran amigo ya entonces —Nebridio—, «que se burlaba de todo aquel arte de la adivinación»[33]. Sin embargo, más tarde Agustín reconocerá que aquella conversación con Vindiciano junto con las burlas y bromas de Nebridio fueron las que le llevaron a plantearse con seriedad el asunto y a abandonar no mucho después la práctica y las creencias astrológicas. De esta manera se lo confesará al Señor:

Y esto, Señor, me lo procuró aquel [Vindiciano], o más bien, me lo procuraste tú por medio de él, y delineaste en mi memoria lo que yo mismo más tarde debía buscar. Pero entonces ni este ni mi carísimo Nebridio, joven adolescente muy bueno y muy casto, que se burlaba de todo aquel arte de adivinación, pudieron persuadirme a que desechara tales cosas[34].

Más adelante reconocerá, efectivamente, que los consejos de uno y las bromas del otro tuvieron mucho que ver en la superación de sus falsas creencias, para terminar por confesar que en medio de todo ello el Señor había estado muy presente:

Sí, solo tú procuraste remedio a aquella terquedad con que me oponía a Vindiciano, anciano sagaz, y a Nebridio, joven de un alma admirable, los cuales afirmaban —el uno con firmeza, el otro con alguna duda, pero frecuentemente— que no existía tal arte de predecir las cosas futuras y que las conjeturas de los hombres tienen muchas veces la fuerza de la suerte, y que diciendo muchas cosas acertaban a decir algunas que habían de suceder sin saberlo los mismos que las decían, acertando a fuerza de hablar mucho[35].

El joven Fermín: Poco después del encuentro con Vindiciano, tuvo lugar la visita de este joven que había ido a consultarle, precisamente, unos asuntos relacionados con la astrología. Lo que pasó con ese motivo se lo cuenta Agustín al Señor de esta manera:

Tú fuiste, Señor, el que me proporcionaste un amigo, muy aficionado a consultar a los astrólogos, aunque no muy versado en esta ciencia; mas les consultaba, como digo, por curiosidad, y sabía una anécdota, que había oído contar a su padre, según decía, y que él ignoraba hasta qué punto era eficaz para destruir la autoridad de aquel arte de la adivinación.

El tal Fermín, docto en las artes liberales y ejercitado en la elocuencia, vino a consultarme, como amigo carísimo, acerca de algunos asuntos suyos sobre los que abrigaba ciertas esperanzas terrenas, a ver qué me parecía sobre el particular, según las constelaciones suyas. Yo, que en esta materia había empezado a inclinarme al parecer de Nebridio, aunque no me negué a hacer el horóscopo y decirle lo que, según ellas, se deducía, le añadí, sin embargo, que estaba ya casi convencido de que todo aquello era vano y ridículo[36].

Tampoco Fermín, a pesar de haber ido a consultarle el caso, estaba convencido de la veracidad de una respuesta obtenida por las artes adivinatorias y, acto seguido, comenzó a contarle lo que había oído a su padre, quien también «había sido aficionado a la lectura de tales libros y que había tenido un amigo igualmente aficionado como él». Así reproduce Agustín el relato:

Estando embarazada la madre del mismo Fermín, sucedió hallarse también encinta una esclava de aquel amigo de su padre, la cual no pudo ocultarse al amo, que cuidaba con exquisita diligencia de conocer hasta los partos de sus perros. Y sucedió que, contando con el mayor cuidado los días, horas y minutos, aquel los de la esposa y este los de la esclava, vinieron las dos a parir al mismo tiempo, viéndose ellos obligados a hacer hasta con sus pormenores las mismas constelaciones a los dos nacidos, el uno al hijo y el otro al esclavo…

Fermín, nacido en un espléndido palacio entre los suyos, corría por los más felices caminos del siglo, crecía en riquezas y era ensalzado con honores, en tanto que el esclavo, no habiendo podido sacudir el yugo de su condición, tenía que servir a sus señores[37].

El argumento tenía, ciertamente, poder de convicción en el estado de alma en que se encontraba Agustín y, de hecho, esta fue su reacción:

Oídas y creídas por mí estas cosas —por ser tal quien me las contaba— toda aquella resistencia mía, resquebrajada, se vino a tierra, y luego, en primer lugar, intenté apartar de aquella curiosidad al mismo Fermín[38].

Gracias, pues, a Vindiciano y Fermín y gracias también, ¿cómo no?, a la sorna con que argumentaba Nebridio en la intimidad, pudo Agustín superar aquellas falsas creencias. La amistad que, en su sentido clásico, exigía compartir la verdad con los amigos, tras haberla buscado con ellos, había tenido mucho que ver con aquel hallazgo. Era un primer paso en el largo camino que aún tendría que recorrer hasta llegar no solo a la verdad plena sino a la verdadera felicidad que él buscaba con ahínco; el Señor le proporcionará otros amigos que le ayudarán a conseguir una y otra.

5. EN PLENA JUVENTUD Y MADUREZ. DE Cartago A ROMA Y DE ROMA A MILÁN

Por aquellos mismos días, sus amigos le aconsejaron irse a Roma, donde «podría enseñar lo que enseñaba en Cartago» y «alcanzar mayor gloria»[39]. A pesar de la interpretación providencialista que Agustín le dará más tarde, su decisión de ir a Roma no iba más allá de las ventajas sugeridas por ellos. Sin duda que, por entonces, para él contaba el ideal de todo provinciano: ir a triunfar en el corazón del Imperio o, al menos, buscar en Roma un alumnado más pacífico que el que frecuentaba sus clases en Cartago. Las travesuras y fechorías de aquellos alumnos nos las cuenta en el citado capítulo.

Y a Roma se fue, tras engañar a su madre diciéndole que iba al puerto a despedirse de un amigo; allí quedaba ella desolada, «llorando atrozmente su partida». Junto con Mónica allí dejaba también a su compañera y a su hijo Adeodato; si las cosas le salían bien, esperaba llevarlos más tarde. Corría el año 383.

5.1. Roma. Primeros pasos

Esta es la noticia inicial: «Aquí fui recibido con el azote de una enfermedad corporal, que estuvo a punto de mandarme al sepulcro»[40]. Nos hablará, después, del encuentro con su amigo Alipio, que se le había anticipado por motivos de estudio y por el deseo de sus padres de que triunfase en el corazón del Imperio. Mientras Agustín permaneció en Roma, Alipio compartió trabajos y preocupaciones con él. Recordando aquellos días, añadirá Agustín: «Se unió a mí con vínculo tan estrecho que marchó conmigo a Milán, ya por no separarse de mí, ya por ejercitarse algo en lo que había aprendido de Derecho, aunque esto era más por voluntad de sus padres que suya»[41].

Su condición de maniqueo le valió a Agustín el hospedaje en casa de un correligionario y tan pronto como se recuperó, se puso a buscar alumnos para sus clases. Por cierto, que muy pronto pudo constatar que los estudiantes romanos practicaban también otras travesuras con los maestros, ya que aquí «se concertaban para dejar de repente de asistir a las clases y pasarse a otro maestro, con el fin de no pagar el salario debido»[42].

Como oyente maniqueo que había llegado a ser, por muy decepcionado que estuviese, decidió acudir a los miembros más importantes de la secta, los electos, que eran los más expertos entre las distintas clases existentes entre ellos, en busca de luces para sus viejos problemas. Al no encontrar solución alguna, añade: «Desesperando ya de poder hacer algún progreso en aquella falsa doctrina, aun las mismas cosas que había determinado conservar hasta no hallar algo mejor, las profesaba ya con tibieza y desgana»[43].

Y, sin embargo, aunque desengañado de sus doctrinas, Agustín no había dejado de relacionarse con ellos, o mejor, ellos con él por considerarlo todavía miembro de la secta; y ellos fueron los que intervinieron ante el prefecto de Roma, Símaco, para que incluyese a Agustín entre los candidatos que aspiraban al cargo de Maestro de Retórica en la ciudad de Milán, a la sazón Capital del Imperio. Estas son sus palabras:

Cuando la ciudad de Milán escribió al prefecto de Roma para que la proveyera de maestro de Retórica, con facultad de usar la posta pública, yo mismo solicité presuroso, por medio de aquellos embriagados con las vanidades maniqueas —de los que, con eso, iba a separarme, sin saberlo ellos ni yo—, que, mediante la presentación de un discurso de prueba, me enviase a mí el prefecto, a la sazón, Símaco[44].

Apuntado, pues, en la lista del concurso, organizado por el propio Símaco y con la recomendación de los maniqueos, que también eran amigos del prefecto, el triunfo era casi seguro; en todo caso, su discurso había sido el mejor. De modo que, tanto Símaco como los maniqueos, enemigos todos de los católicos, se alegraron de su elección, pensando que sería un buen adversario contra el obispo de la ciudad, Ambrosio.

Sin embargo, la satisfacción de Agustín en aquellos momentos iba por otros derroteros: lo más importante para él era: haber conseguido, por fin, su independencia económica y haber llegado a ser un funcionario importante. Muy pronto iba a tener la prueba, ya que el viaje corrió por cuenta de la municipalidad milanesa, y en los vehículos imperiales atravesó Italia para incorporarse a su nuevo cargo.

5.2. Milán. El obispo Ambrosio

En llegando a Milán, Ambrosio fue la primera persona a la que visitó Agustín; a ello le obligaba la cortesía, dado el alto cargo que venía a desempeñar en la ciudad. Sin duda alguna, ya había oído hablar de él, de su fama, antes de llegar a Milán. Era, por tato, muy lógica esta primera visita. Se ha apuntado también que probablemente Agustín buscaba orientación en aquellos momentos en los que no sabía a qué atenerse, sobre todo, en el campo religioso. De esta manera sencilla se lo cuenta él al Señor:

Llegué a Milán y visité al obispo Ambrosio, famoso entre los mejores de la tierra, piadoso siervo tuyo, cuyos discursos suministraban celosamente a tu pueblo la flor de trigo, la alegría del óleo y la sobria embriaguez de tu vino. A él era yo conducido por ti sin saberlo, para ser por él conducido a ti, sabiéndolo.

Aquel hombre de Dios me recibió paternalmente y se interesó mucho por mi viaje, por su condición de obispo. Yo comencé a amarlo; al principio, no ciertamente como doctor de la verdad, una verdad que yo no esperaba hallar en tu Iglesia, sino como a un hombre afable conmigo…[45].

Y estos fueron los motivos iniciales que le llevaron, desde el primer momento, a asistir a sus sermones que, aunque eran menos elegantes literariamente que los del maniqueo Fausto, los superaba con mucho en su contenido, «puesto que, mientras este erraba por entre fábulas, Ambrosio enseñaba saludablemente la salud eterna», interpretación esta que hará una vez convertido, porque entonces «no me cuidaba de aprender lo que decía, sino únicamente de oír cómo lo decía». Sin embargo, a pesar de la decepción que había sufrido en su entrevista con Fausto, no acababa de desprenderse de las doctrinas de los maniqueos, aunque reconocía que la doctrina sobre la salvación, predicada por el obispo Ambrosio, lo «acercaba a ella insensiblemente y sin saberlo»[46].

Si no como amigo, sí como pastor prudente y amable, Ambrosio sabía cómo actuar con un intelectual del nivel de Agustín, de cuyas andanzas se fue enterando paulatinamente a través de quienes lo conocían y, sobre todo, por parte de Mónica, su madre, que había llegado ya a Milán juntamente con su nuera y el pequeño Adeodato.

Después de la amable recepción que le había dispensado Ambrosio y el interés mostrado por su viaje, le dirá Agustín al Señor: «Yo comencé a sentir por él gran estima; al principio, no ciertamente por considerarlo como doctor de la verdad, que no esperaba encontrar en tu Iglesia, sino por ser un hombre afable conmigo». Y añadirá que, tras esta primera visita, comenzó a asistir a sus sermones, «no con la intención que debía, sino como queriendo ver si su elocuencia estaba a la altura de su fama». Ahora bien, lejos de defraudarle, confesará: «me deleitaba con la suavidad de sus sermones»[47]. Más adelante volverá sobre el tema para confesar:

Y aun cuando no me cuidaba de aprender lo que decía —era esta vana preocupación lo único que había quedado en mí, desesperando ya de que hubiese para el hombre algún camino que le condujera a ti, (Señor)—, acudían a mi mente, juntamente con las palabras que me agradaban, las cosas que yo despreciaba, por no poder separar unas de otras, y así, al abrir mi corazón para recibir lo que decía elocuentemente, entraba en él, al mismo tiempo, lo que decía de verdadero; mas esto lentamente[48].

La exégesis bíblica con el método alegórico, aplicado por san Ambrosio al Antiguo Testamento, comenzó a parecerle a Agustín una respuesta cabal a los burdos errores de los maniqueos, «de modo que, declarados en sentido espiritual muchos pasajes de aquellos Libros, comencé a poner freno a aquella mi desesperación, que me había hecho creer que no se podía resistir a los que detestaban y se reían de la Ley y de los Profetas»[49]. El libro V de las Confesiones terminará con estas dos decisiones:

Determiné abandonar a los maniqueos, juzgando que durante el tiempo de mi duda no debía permanecer en aquella secta… En consecuencia, determiné permanecer catecúmeno en la Iglesia católica, que había sido recomendada por mis padres, hasta tanto que brillase algo cierto adonde dirigir mis pasos[50].

Comenzaba, por tanto, a apuntar una triple conquista de Agustín: la espiritualidad de Dios, la espiritualidad del alma y una cierta posibilidad de confianza en la Iglesia Católica, que defendía estos principios. Pero solamente se vislumbraba por entonces la posibilidad de esta conquista, ya que en medio de la confusión al tener que abandonar las doctrinas maniqueas, optó por el escepticismo de los académicos. No obstante, decidió mantenerse en la lista de los catecúmenos. El testimonio de Agustín respecto a san Ambrosio en aquellos momentos es elocuente: «Por él, en aquel intermedio, había venido yo a dar en aquella fluctuante indecisión»[51]. Y esto ya era mucho.

Era aquella la mejor ocasión en que Agustín bien podría haber expuesto su situación al santo obispo, pero le faltaron ánimos para ello; pensó, además, que le robaría el poco tiempo que le quedaba de sus otras tareas. Ambrosio, por su parte, que debió de darse cuenta de los deseos de Agustín, tampoco habría querido discutir con él. Podemos pensar, sin embargo, que esa actitud suya pudo ser intencionada: como aquel otro obispo al que había acudido Mónica en Cartago, Ambrosio debió de pensar que no sería por la discusión y la refutación de las falsas ideas del joven intelectual la manera de conducirlo a la ortodoxia católica.

Lo cierto es que Agustín estaba siendo llevado por Ambrosio casi insensiblemente a la verdad por sus sermones, los elogios que dedicaba a Mónica y las breves respuestas que le daba a él de vez en cuando; y, aunque todo ello le hacía sentir una profunda veneración por el santo obispo, sin embargo, se quejará ante el Señor de que a él «no se le daba tiempo para consultar a tan santo oráculo tuyo, su pecho, sobre las cosas que yo deseaba, sino solo cuando podía darme una respuesta breve»[52]. Ciertamente que las relaciones entre Ambrosio y Agustín no fueron íntimas, incluso después de la conversión de este; y a ello alude en una de sus obras, como una queja, cuando dice: «Me duele sobremanera el no haber podido manifestarle mi afecto hacia él y mi deseo de la sabiduría»[53].

Lo cierto es que los numerosos y magníficos elogios que Agustín le tributa en algunas de sus obras, sus sinceras manifestaciones de veneración y afecto, considerándolo como uno de los principales responsables de su conversión[54], nos muestran con claridad lo hondo que había calado en su corazón la figura de aquel pastor ejemplar. Nada menos que 115 veces lo citará en muchas de sus obras. El grato recuerdo, en fin, del santo obispo de Milán, de quien recibirá las aguas bautismales el 24 de abril del año 387, le acompañará toda su vida. Póngasele el nombre que se quiera a lo que Agustín sentía por Ambrosio después de leer este sincero y emocionado pasaje que rezuma amor, gratitud y admiración, dirigido al hereje Julián:

Escucha aún lo que dice un dispensador de la palabra de Dios, al que yo venero como a padre, pues me engendró en Cristo por el Evangelio y de sus manos, como ministro de Cristo, recibí el baño de la regeneración. Este es el siervo de Dios, a quien yo venero como padre, porque él me ha engendrado en Jesucristo por el Evangelio; por su ministerio yo recibí las aguas de la regeneración. Hablo del bienaventurado Ambrosio, de cuyos trabajos y peligros en defensa de la fe católica con sus escritos y discursos soy testigo y, conmigo, no duda en proclamarlo todo el imperio romano[55].

5.3. Los amigos de Agustín en Milán

Ya hemos visto que, en medio de aquella decepción a que había llegado en su profesión del maniqueísmo, Agustín optó por un escepticismo filosófico-religioso, opción que no le impedía continuar inscrito entre los catecúmenos y mucho menos continuar escuchando los sermones del obispo Ambrosio; en medio de todo ello, nos dice que comenzó «a dar preferencia a la doctrina católica, porque me parecía que aquí se mandaba con más modestia»[56].

Confiesa, además, que andaba con mil otras preocupaciones materiales, como eran: el ansia de honores y riquezas junto con el deseo de contraer legítimo matrimonio, puesto que la ley civil le impedía casarse con quien era su compañera y madre de su hijo, impedimento legal para la ley romana; y todo ello le hacía profundamente infeliz. En cierta ocasión, acompañado de algunos de sus amigos repararon en un mendigo que, al parecer, se sentía feliz con su miseria y embriaguez. Aquello los llevó a esta reflexión:

Yo gemí entonces y hablé con los amigos que me acompañaban sobre los muchos dolores que nos acarreaban nuestras locuras, porque con todos nuestros empeños, como eran los que entonces me afligían, no hacía más que arrastrar la carga de mi infelicidad, aguijoneado por mis apetitos, aumentarla al arrastrarla, para al fin no conseguir otra cosa que una tranquila alegría, en la que ya nos había adelantado aquel mendigo y a la que, tal vez, no llegaríamos nosotros[57].

¿Quiénes eran estos amigos que le acompañaban entonces? Agustín nos dirá que eran muchos; inicialmente nos presentará a dos, que nos son ya muy conocidos: Alipio y Nebridio. Ellos son los que más de cerca lo acompañarán, unidos por una amistad que había comenzado en su patria africana y se prolongará ya a lo largo de sus vidas. Dejemos que nos lo diga el propio Agustín, con motivo de tratar de aquellos problemas que traía planteados y que le impedían sentirse feliz:

Lamentábamos estas cosas —nos dice— los que vivíamos amigablemente juntos, pero de modo especial y familiarísimo trataba de ellas con Alipio y Nebridio, de los cuales Alipio era, como yo, del municipio de Tagaste, y nacido de una de las primeras familias municipales del mismo, y más joven que yo, pues había sido discípulo mío cuando empecé a enseñar en nuestra ciudad y después en Cartago. Él me quería a mí mucho por parecerle bueno y docto, así como yo a él por la excelente índole de virtud, que tanto mostraba en su no mucha edad[58].

Alipio era un joven provinciano más, a quien su padre había enviado a Roma a estudiar Derecho con intención de que triunfase en el corazón del imperio. «Lo hallé yo ya en Roma —dice Agustín— y se unió a mí con vínculo tan estrecho de amistad que se fue conmigo a Milán, tanto por no separarse de mí, como también por ejercitarse algo en lo que había aprendido de Derecho, aunque esto era más por voluntad de sus padres que por su propia voluntad»[59]. En el retrato que nos haga de él más adelante subrayará siempre su ejemplar probidad y, sobre todo, su amistad, anticipándonos ya que: «Estaba entonces este amigo tan íntimamente unido a mí que juntamente conmigo vacilaba sobre el modo de vida que íbamos a seguir»[60].

Sobre Nebridio nos dirá Agustín que, tras haberlo conocido en Cartago, no quería sino acompañarlo para buscar con él la verdad. Este, junto con Alipio fue, entre todos sus amigos, quien más hondamente penetró en su corazón y a lo largo de las Confesiones se podrá comprobar que ello fue así. Esta es la cálida presentación que hace de él en esta ocasión:

También Nebridio —que había dejado su patria, vecina de Cartago, donde solía vivir muy frecuentemente—, abandonada la magnífica finca rural de su padre y abandonada la casa y hasta a su madre que no podía seguirle, no había venido a Milán por otro motivo que por vivir conmigo en el ardentísimo estudio de la verdad y de la sabiduría, por la que, igualmente que nosotros suspiraba e igualmente fluctuaba, mostrándose investigador ardiente de la vida feliz e investigador acérrimo de cuestiones dificilísimas[61].

Baste por ahora la breve presentación de estos dos amigos suyos, con los que iba a convivir muy de cerca en Milán. Y aunque no tan íntimos como estos, sí serán amigos para Agustín aquellos que, desde su llegada a la ciudad, muy pronto se sintieron atraídos por sus dotes naturales. Todos ellos comenzaron a compartir las mismas inquietudes intelectuales, morales y religiosas que, aunque no les dejaban llevar una vida tranquila y feliz, sí podían servirles de acicate en la búsqueda de los medios adecuados para conseguirlo. Pues bien, en una de aquellas reuniones, dialogando sobre todo ello aparecieron las líneas de un proyecto verdaderamente ilusionante para todos. Así nos lo cuenta Agustín:

También muchos amigos, hablando y detestando las turbulentas molestias de la vida humana, habíamos pensado, y casi ya resuelto, apartarnos de las gentes y vivir en un ocio tranquilo. Este ocio lo habíamos trazado de tal suerte que todo lo que tuviésemos o pudiésemos tener lo pondríamos en común y formaríamos con ello una hacienda familiar, de tal modo que, en virtud de la amistad, no hubiese cosa de este ni de aquel, sino que de lo de todos se haría una cosa, y el conjunto sería de cada uno y todas las cosas de todos.

Seríamos como unos diez hombres los que habíamos de formar tal sociedad, algunos de ellos muy ricos, como Romaniano, nuestro paisano, a quien algunos motivos graves de sus negocios lo habían traído al Condado, muy amigo mío desde niño, y uno de los que más insistían en este asunto, teniendo su parecer mucha autoridad por ser su capital mucho mayor que el de los demás. Y habíamos convenido en que todos los años se nombrarían a dos que, como magistrados, nos procurasen todo lo necesario, estando los demás tranquilos. Pero cuando se empezó a discutir si vendrían en ello o no las mujeres que algunos tenían ya y otros las queríamos tener, todo aquel proyecto, tan bien formado, se desvaneció entre las manos, se hizo pedazos y fue desechado[62].

A continuación, tras lamentar el fracaso de tan hermoso proyecto, nos dirá Agustín que a ello vinieron a añadirse viejos y nuevos problemas, angustias y preocupaciones, morales y religiosas; y nos recuerda, en primer lugar, que la fiel compañera y madre de su hijo, al no poder casarse con ella (la ley civil lo prohibía, dada la condición social de ella y el alto puesto de Agustín), había regresado a África; con lo que su corazón «había quedado llagado y manaba sangre». En medio de su profundo sentimiento, la alaba y la admira por el voto que ella había hecho de «no conocer otro varón». Abrumado por todo ello, Agustín buscará alivio en el diálogo, sobre todo, con sus dos íntimos amigos:

Y discutía —dice— con mis amigos Alipio y Nebridio sobre el sumo bien y el sumo mal; y hubiera dado, fácilmente, en mi corazón la palma a Epicuro de no estar convencido de que después de la muerte del cuerpo resta la vida del alma y la sanción de las acciones, cosa que no quiso creer Epicuro. Pero yo les preguntaba: ‘Si fuésemos inmortales y viviésemos en perpetuo deleite del cuerpo, sin temor alguno de perderlo, ¿no seríamos felices? o ¿qué más podríamos desear?’ Y no sabía yo que esto era una gran miseria…

Ni consideraba yo, miserable, de qué fuente me venía el que, siendo estos temas tan feos, sintiera yo gusto el tratarlos con los amigos y que, según el modo de pensar entonces, no podía ser feliz sin tratar de aquella fuente, por más grande que fuese la abundancia de los deleites carnales. Porque amaba yo desinteresadamente a mis amigos y me sentía a la vez desinteresadamente amado por ellos[63].

El «amar desinteresadamente a los amigos y ser amado por ellos del mismo modo», con que termina el pasaje, era una hermosa expresión de lo que debía ser la amistad y que Agustín había hecho muy suya, no pocas veces; en estos momentos constituía, de manera especial, una gozosa y elocuente manifestación de lo que ella continuaba siendo para él: una mutua respuesta amical entre él y cuantos compartían sus anhelos e inquietudes. Por otra parte, el problema del origen del mal continuaba vivamente presente en medio del diálogo con sus amigos y es que no acababan de desaparecer los fantasmas inventados por los maniqueos. Acompañado o solo, así le presentaba a Dios su reflexión:

Imaginaba yo tu creación, finita, llena de ti, infinito, y decía: ‘He aquí a Dios y he aquí las cosas que ha creado Dios, y un Dios bueno, inmenso e infinitamente más excelente que sus criaturas; mas, como bueno, hizo todas las cosas buenas; y ved cómo las abraza y llena. Pero si esto es así, ¿dónde está el mal y de dónde y por qué se ha colado en el mundo?[64].

Y aunque sin aclararse del todo, confiesa que, cada vez más, se le iba pegando al corazón la creencia en Jesucristo y en la Iglesia. Es lo que le dice al Señor al final del citado capítulo:

Sin embargo, de modo estable se afincaba en mi corazón, en orden a la Iglesia católica, la fe de tu Cristo, Señor y Salvador nuestro; informe ciertamente en muchos puntos y como fluctuando fuera de la norma de doctrina; mas, con todo, no la abandonaba ya mi alma, antes cada día se empapaba más y más en ella[65].

5.4. Alipio y Nebridio, los amigos íntimos de Agustín

Aunque muy brevemente, ya se ha hecho la presentación de uno y otro, como miembros de aquel numeroso grupo de amigos de Milán que trazaron el fracasado proyecto de vida en común; el hecho de ser los amigos más íntimos y predilectos de Agustín y estrechos copartícipes de sus angustias e inquietudes, hallazgos y alegrías vividas con él, obliga a añadir algo más de lo mucho que él nos cuenta sobre estos dos jóvenes amigos.

Alipio, «el otro yo de Agustín»

Algo más joven que Agustín, su relación amistosa con él se inició, siendo alumno suyo, cuando su paisano abrió escuela en Tagaste. Posteriormente, al tener que marchar Agustín a Cartago, después de la muerte del «amigo anónimo», allí se encontró con Alipio, que estaba cursando leyes; y será en esta misma ciudad donde se forjará definitivamente una estrecha amistad entre los dos, a pesar de que el padre de Alipio le había prohibido la asistencia a las clases de Agustín por causa de una «cierta discusión» que había tenido con él[66]. La vuelta a la anterior amistad se dio así:

Alipio era muy aficionado a los espectáculos circenses, afición que Agustín detestaba profundamente. Este no se atrevía, sin embargo, a censurárselo, por pensar que el joven estaría enfadado con él por lo de su padre, «aunque, en realidad, no era así, puesto que, dejada a un lado la voluntad paterna en este asunto, había empezado a saludarme, viniendo incluso a mi aula, donde me oía y luego se iba»[67]. Cierto día criticaba Agustín en una de sus clases los males del circo, al tiempo que entraba Alipio y se sentaba, como de costumbre, entre los demás alumnos. Las palabras del maestro calaron tan hondamente en su corazón, que «tomó para sí lo que yo había dicho y creyó que sólo por él lo había dicho, y, así, lo que hubiera sido para otro motivo de enojo para conmigo, él, joven virtuoso, lo tomó para enojarse contra sí mismo y para encenderse más en amor de mí»[68].

Agustín había ganado al amigo por antonomasia, al que se referiría muchas veces como el inseparable «hermano de mi corazón». De inmediato la amistad y la admiración por él le llevó a profesar con él la doctrina maniquea, cuyos tortuosos caminos hasta salir de ella correrán conjuntamente. Ya se ha dicho que, por dar gusto a sus padres, más que por gusto personal, hubo de trasladarse a Roma, con el fin de terminar allí sus estudios de jurisprudencia y quizás con la secreta esperanza de que su amigo Agustín le siguiera más tarde. Y, en efecto, no mucho después allí arribaba este, lleno de ambiciones y proyectos.

Nos dice Agustín que en algunos juicios en que participó Alipio, tanto en Milán como en Roma, «su integridad fue probada, no solo con el cebo de la avaricia, sino también con el estímulo del temor…. Pero consultada la justicia, se inclinó por lo mejor, prefiriendo la equidad, que se lo prohibía, al poder que se lo consentía… Así era entonces —terminará diciendo Agustín— este amigo tan íntimamente unido a mí, y que juntamente conmigo vacilaba sobre el modo de vida que habríamos de seguir»[69]. Hay que añadir que todo lo que este escriba sobre Alipio en las Confesiones es respuesta a la petición que le había hecho el obispo Paulino de Nola: que le hiciese llegar una pequeña biografía de él. Agustín se lo había prometido: «Si Dios me ayuda, pronto meteré a nuestro Alipio entero en tu corazón»[70].

Hecha la presentación de Alipio, Agustín se apresura a registrar la llegada de Nebridio a la Capital del imperio en estos términos:

Había venido a Milán no por otra causa que por vivir conmigo en el ardentísimo estudio de la verdad y la sabiduría, por la que, lo mismo que nosotros, suspiraba e igualmente fluctuaba, mostrándose investigador ardiente de la vida feliz y escrutador acérrimo de cuestiones dificilísimas[71].

Eran, pues, tres bocas hambrientas que mutuamente se comunicaban el hambre y esperaban de ti que les dieses comida en el tiempo oportuno. Y en toda amargura que, por tu misericordia en todas nuestras acciones mundanas, queriendo averiguar la causa por la que padecíamos tales cosas, nos salían al paso las tinieblas, apartándonos, gimiendo y clamando: ¿hasta cuándo estas cosas?[72]

Todas «estas cosas» sobre las que dialogaban y discutían vienen contenidas en algunas afirmaciones y en numerosos interrogantes: «La vida es miserable y la muerte incierta». «Si esta nos sorprende, ¿en qué estado saldríamos de aquí?». «¿Y dónde aprenderíamos lo que aquí descuidamos aprender?». «Piérdase todo y dejemos todas estas cosas vanas y vacías y démonos por entero a la sola investigación de la verdad». «¿Por qué, pues, dudamos en abandonar las esperanzas del siglo y no nos dedicamos exclusivamente a buscar a Dios y la vida feliz?». Pero aquí aparecían las ventajas de las cosas mundanas que «tienen su dulzura y no pequeña», «tengo numerosos y ricos amigos», «podré casarme con una mujer rica»[73].

Precisamente, estas últimas palabras llevaron a Agustín a recordar una oportunísima intervención de Alipio:

Alipio me prohibía tomar mujer, diciéndome repetidas veces que, si venía en ello, de ningún modo podríamos dedicarnos, juntos, con tranquilidad a vivir en el amor de la sabiduría, como hacía mucho tiempo deseábamos. Porque él era en esta materia castísimo, de modo tal que causaba admiración… Le llevaba yo la contraria con los ejemplos de aquellos que, aunque casados, se habían dado al estudio de la sabiduría y merecido a Dios y habían tenido y amado fielmente a sus amigos… Con ello, además, la serpiente infernal hablaba por mi boca a Alipio y le tejía y tendía por mi lengua dulces lazos en su camino en los que sus pies honestos y libres se enredasen[74].

La historia de amistad entre Agustín y Alipio tendrá continuación, después de la conversión de ambos, durante su estancia en Casiciaco y, sobre todo, una vez retornados a la patria africana y, muy concretamente, al tratar de la correspondencia epistolar.

Nebridio, «el dulce amigo»

Era hijo de una acomodada familia de Cartago. Debió de conocer a Agustín cuando este cursaba sus estudios en la citada ciudad. Sin embargo, fue al volver a Cartago, tras la muerte del «amigo anónimo», cuando, al abrir cátedra en esta ciudad, el joven se matriculó en sus clases, buscando, ante todo, un guía moral e intelectual[75], sin importarle la profesión maniquea de Agustín. Las muchas coincidencias de temperamento y carácter entre ambos y sus extraordinarias dotes intelectuales e iguales inquietudes fueron el origen de aquella amistad.

Una amistad que —se recordará— le permitió a Nebridio mofarse de las creencias astrológicas que profesaba su maestro, argumentando inteligentemente contra ellas. Ya se dijo entonces que, gracias a él y a las intervenciones de Vindiciano y Fermín, aquellas creencias se resquebrajaron y acabó abandonándolas poco después. Hay que recordar también que aquella amistad y admiración de Nebridio por Agustín llegó a ser tal que, cuando este se trasladó a Roma, también él,

abandonada la magnífica finca rústica de su padre y abandonada la casa y hasta a su madre, que no podía seguirle, había venido a Milán no por otra causa que por vivir conmigo en el ardentísimo estudio de la verdad y de la sabiduría, por la que, igualmente que nosotros, suspiraba e igualmente fluctuaba[76].

A ejemplo de Agustín, y por causa de él, había aceptado la doctrina maniquea; pero, antes incluso que su maestro, comprendió Nebridio los errores de esta doctrina y procuró convencerlo con sólidos argumentos. Así lo reconoce Agustín en este pasaje:

El santo amigo

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