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PRÓLOGO

El tema de la amistad en san Agustín ha atraído el interés del P. Teófilo desde que le dedicara nada menos que su tesis doctoral en Teología de la Vida Religiosa. Posteriormente ha vuelto repetidas veces sobre el citado tema, como puede verse en la nota bibliográfica que el propio Teófilo incluye al final del libro.

Junto con el amor apasionado a la verdad, como buen amante de la sabiduría, y la búsqueda infatigable de la felicidad, que consideraba como el fin de toda religión, la amistad representó para Agustín una faceta consustancial del ser humano, social por naturaleza.

Todos los seres tienden a asociarse con sus semejantes para afianzarse y acrecentarse, desde los seres inanimados, pasando por los vivientes vegetativos, los animados irracionales y los seres inteligentes. La asociación se da en los semejantes; la complementariedad, en los diferentes, y la comunidad, en los seres inteligentes y libres, que recíprocamente se entregan y se acogen en orden a constituir una sociedad más cabal y perfecta. La fuente de la unidad en la comunidad se encuentra en Dios, creador de todas las cosas, que llevan alguna semejanza de su unidad y que las convoca a integrarse en Él sin pérdida de su propia identidad.

San Agustín era una persona especialmente sensible a la amistad, altamente dotado para la amistad y convertido en foco de atracción entre personas propensas a crear comunidad. Así lo vivió desde la espontaneidad de su niñez, pasando por su escabrosa adolescencia y su entusiasta juventud, hasta su creadora madurez y su colmada plenitud.

Reconoce lo mucho que debe al retórico y filósofo Cicerón en la construcción del discurso bello y, sobre todo, en la recta ordenación de sus valores y armónica disposición de los estratos de su ser, decididamente orientado —desde la lectura del Hortensio— hacia la búsqueda de la verdad, única capaz de conferirle el bien supremo de la paz. Entre otros conceptos que tomó de Cicerón, Agustín subraya la definición de la amistad que él consideró radicalmente válida: «Acuerdo en asuntos divinos y humanos con benevolencia y amor».

La amistad, en efecto, es un amor mutuo, totalmente gratuito, una comunicación sincera, un acuerdo en lo fundamental, que no se opone a una disconformidad respetuosa y amable. De ahí que él haga hincapié en la noción de «verdadera amistad», equivalente a amistad plena, la cual solo es posible entre quienes tienen por común amigo a Cristo, valor supremo, fuente de salvación y causa de felicidad.

La fuerza atractiva de la amistad hace de varias personas una, idea que le es muy querida y que repite con frecuencia; la amistad en Cristo hace comulgar a los amigos en la única alma de Cristo, en quien se comunican los bienes intelectuales, los espirituales e incluso los materiales. Esto fue lo que finalmente llevó a cabo en África tras su conversión, a imitación de los cristianos de la comunidad de Jerusalén. En cierto modo, era el estilo de vida esperado en el Agustín cristiano, después de un intento fallido en Milán y un ensayo feliz en Casiciaco. Podemos, pues, asegurar que Agustín no concibe la vida humana sin la amistad, a tal punto que a su carencia le seguirían las dos cosas que más le afectarían: el dolor y la muerte. Afirma también que la amistad y la salud son las dos cosas más necesarias para llevar una vida feliz.

Después de la introducción sobre la vocación universal a la amistad, el autor distribuye la exposición del libro en dos partes: la primera dedicada a la teoría y vivencia de la amistad en san Agustín, y la segunda, a los corresponsales epistolares amigos de Agustín. La Primera Parte nos ofrece una breve biografía de san Agustín bien trabada y claramente expuesta, enlazando sucesos del presente con recuerdos del pasado, focalizados en el denominador común de la vivencia de la amistad, lo que proporciona una amena lectura del libro. La Segunda Parte presenta los destinatarios de su relación amistosa, más intensa con los más cercanos y con distintos matices con los otros corresponsales, hombres y mujeres, según la condición y circunstancias concretas de sus interlocutores.

De la intensa correspondencia mantenida por san Agustín dan idea las trescientas diez cartas publicadas en la versión española de la página web de la Orden de san Agustín. Entre ellas, el P. Teófilo ha espigado los aspectos amicales sembrados generosamente por Agustín y sus corresponsales amigos. Diez de los interlocutores reseñados por el autor son personajes del entorno cercano de Agustín; otros cuarenta son varones, clérigos y seglares, civiles y militares, y varias mujeres.

Su relación con el obispo de Hipona, Valerio, que lo promovió al presbiterado y al episcopado, va cargada de afecto. Al obispo de Cartago Aurelio le expresa su agradecimiento por permitir que Alipio continuara en el monasterio de Tagaste. Con Paulino de Nola, mantiene una comunicación epistolar intensa y gozosa, añorando su presencia física. En la correspondencia con Alipio, lo declara «hermano del corazón» y su «otro yo» (lo mismo que con Profuturo). Otro tanto le sucede con Severo, cuya separación le ocasionó un profundo dolor. Posidio (primer biógrafo de Agustín) declara que tuvo la dicha de compartir con Agustín cuarenta años de una «dulce y concorde amistad».

A Jerónimo le testimonia su respeto y consideración; le hace saber su deseo de conocerlo personalmente y echa de menos su presencia corporal, que se la figura por la descripción que le hace Alipio, con quien se siente uno en el alma, aunque sean dos cuerpos. Le suplica que le escriba para acortar, por medio de la escritura, la distancia que los separa. Hay, entre ellos, algunas discrepancias, que, sin embargo, no atenúan el mutuo afecto.

A Cenobio le dice cuánto desea su compañía y lo añora en su ausencia. Con Nebridio, mantiene una comunicación espontánea y fluida, sin cortapisas; encuentra tanto deleite en leer su carta que le suplica que la próxima la alargue más; Agustín recuerda lo dulce que le resultó su amistad, que la muerte no ha logrado extinguir. A Romaniano, amigo de la infancia, trata de levantarle el ánimo maltrecho por un revés de la fortuna. Se preocupa por Licencio (uno del grupo de Casiciaco) para que retorne al camino de Cristo. Compadece la situación de Leto (que había vivido en el monasterio de Hipona) y le recuerda la dulzura de la comunión vivida entre los hermanos.

Al senador Pammaquio lo felicita efusivamente y le agradece de corazón el bien que ha hecho a la Iglesia en África, y le pide que, yendo más allá de lo que su carta le transmite, adivine, sin miedo a sobrepasarse, lo mucho que lo quiere. Se siente honrado por el amor del obispo Memorio y halagado por el interés que muestra por recibir algunos libros de Agustín. Reconviene a Dióscoro por su peligrosa intención de buscar la alabanza de los hombres en su investigación, y le encarece el camino de la humildad. Al militar Bonifacio lo aconseja, lo instruye acerca de la utilidad de su profesión y lo corrige de su desvarío.

Con el sacerdote pagano Longiniano, se establece una corriente de mutua estima desde el momento en que este le manifiesta que ama a Cristo y que se encuentra próximo a abrazar la fe cristiana. Agustín se siente cómodo en el intercambio epistolar con él tratando sobre la vida buena y feliz y sobre Cristo. También se congratula de haber alcanzado la verdadera amistad con Marciano por encontrarse próximo a recibir el Bautismo y le pide que lo tenga informado al respecto.

Para terminar, señalo algunos de los matices que aparecen en la correspondencia de Agustín con las mujeres. A Itálica le escribe para consolarla por la muerte de su esposo; a Sápida, por la muerte de su hermano; a Felicia la exhorta a que no se desmoralice por los escándalos del joven obispo Antonino. Se congratula por la consagración religiosa de Paulina, de Proba, de Juliana. A Paulina la instruye acerca del Dios invisible; a Proba le dedica un tratado sobre la oración de petición, en donde le dice que son dos las cosas que se pueden pedir por sí mismas: la integridad del hombre y la amistad, la cual alcanza a todos los que tienen derecho al amor y a la caridad, incluso a los enemigos; a Juliana le escribe sobre la teología de la gracia. A Felicidad (superiora de la comunidad) la anima a restablecer el orden y la paz en su comunidad. A Ecdicia la corrige por su decisión unilateral de consagrarse a Dios, enajenando buena parte de sus bienes, sin el beneplácito de su marido. En Fabiola (sierva de Dios y mujer influyente) descarga su pesar por la conducta de Antonino, y le pide que controle el proceder de este, procurando que no ocasione males mayores.

En su conjunto, el libro del P. Teófilo Viñas desvela el alma amical de Agustín, que aporta un matiz amistoso a las comunidades religiosas con que el santo obispo de Hipona enriqueció a la Iglesia de África y a la Iglesia católica.

MODESTO GARCÍA, OSA

Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial

El santo amigo

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