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Introducción

El actuar es creador

En este libro comienzo pues “desde abajo”. Con ello doy forma a una vieja intuición que surge a partir de mi tesis doctoral: para comprender el actuar, el arte (o la estética, filosóficamente hablando) es la perspectiva correcta. Actuar es “dar a luz” y, por lo tanto, sólo se explica a partir del proceso creativo, de lo concreto y lo material, y se explica como un dar forma.

Todo empezó con Kierkegaard, sobre el que escribí ese trabajo.1 La profunda honradez de este pensador siempre me impresionó. En el arte como en la filosofía uno puede encontrar grandes técnicos, pero sólo la honradez dice algo veraz, algo que realmente merezca la pena escuchar. La radicalidad con la que Kierkegaard luchaba por comprender y salvar aquello que consideraba el núcleo de lo humano, le arrastró a una situación compleja; era un hombre de fe profunda, pensaba desde ella y analizó cada una de las palabras que pronunció Lutero con un pensamiento lúcido y lleno de pasión. Fundamentó su filosofía sobre dos premisas: el hombre es pecado (un ser dolorosamente volcado sobre sí mismo, incurvatio in se ipsum [Curvado sobre si mismo], según la definición de Lutero) y, en consecuencia, incapaz de colmar su más profundo anhelo: alcanzar a Dios, que sólo podía definirse como el “Absolutamente Otro”. Esta aporía existencial explica toda su filosofía.

La angustia kierkegaardiana refleja un problema con el que se encuentra cualquiera que se plantee quién quiere ser, porque a menudo tenemos la triste sensación de que aquello que más ansiamos nos está vetado, como si una fuerza oculta nos mantuviese encerrados en nosotros mismos, y nos impidiese el paso a lo único que nos haría felices. De hecho, desde Kant, la filosofía ha descrito a menudo al hombre como un enfermo metafísico, un ser que vive persiguiendo una quimera. Kierkegaard creyó firmemente que esa era la situación del creyente, lo que equivale a decir, que esa es la situación que define el máximo desarrollo espiritual que podemos alcanzar2 y, lógicamente, la angustia le arrastró a un doloroso aislamiento y a una muerte prematura.

Esto me hizo comprender que toda espiritualidad para no ahogar el desarrollo de la vida, tanto física como espiritualmente hablando, tenía que construirse sobre una mística, al menos como posibilidad; y todo pensamiento realmente filosófico, que facilitase el movimiento del espíritu hacia la verdad, tenía que construirse sobre una estética, entendida como la comprensión de la capacidad creadora del ser humano. No podemos entender al hombre sin su capacidad de expresión y creación, sin interpretar la vida como un desarrollo personal mediante la construcción de formas, mediante la creación de lenguajes, de imágenes y de vidas absolutamente personales, sin la posibilidad de alcanzar, creándolo, la plenitud de lo que somos. Por eso entendí la idea romántica de que la salvación está en el arte como la necesaria negación de la dialéctica. Interpretar al hombre y al mundo dialécticamente, es decir, desde un proceso que define el “salir de sí” como un “perderse”, significa no sólo negar la posibilidad del arte, sino de toda comprensión del quehacer humano y del proceso cognoscitivo, que es un proceso creativo como veremos más adelante. En clave dialéctica, si la verdad es la interioridad, cualquier expresión enajena, aunque dicha enajenación se entienda como un momento evolutivo; en clave estética, no hay conocimiento sin expresión y, por tanto, nada es más “natural”, más liberador que el salir de sí.

El ser humano no es, según esto, un ser metafísicamente enfermo, en cierto modo inviable. Por el contrario, encierra en sí mismo una infinita capacidad de desarrollo. No somos seres abocados al fracaso, éste es sólo uno de los posibles resultados de la acción. Incluso nuestra idea del fracaso, producto de un pensamiento lineal y de la invención moderna del progreso, tendríamos ciertamente que revisarlo.

Este hallazgo marcó para mí un antes y un después; la reivindicación de la materia como expresión verdadera de la interioridad y posibilidad de la creatividad, para dar forma a lo que realmente somos y buscamos, como posibilidad de su realización, se convirtió en el motor de mi pensamiento. La idea de que la verdad del hombre había que buscarla en el arte, más concretamente en el proceso creativo, la estuve rastreando durante años en el pensamiento y la obra de Joseph Beuys con la impagable ayuda de Marta González.3 Hoy he descubierto, de la mano de la biología de Varela y Maturana que la creatividad no sólo es la clave interpretativa de lo humano, sino de todo ser vivo,4 lo cual me ha abierto un camino infinitamente más bello del que yo creía vislumbrar. La vida es un hecho maravilloso, en el que hombre lucha por dar forma a su propia versión, porque la única vida real es la de los individuos.

La utilidad del conocimiento

La idea de Zambrano de que el conocimiento tiene que vivificar cada instante de nuestra vida exige la unión de lo que los filósofos llaman conocimiento teórico y conocimiento práctico; que lo aprendido sea realmente útil en sentido socrático, útil para la vida del individuo. Comprender mejor al hombre tiene una finalidad: vivir mejor. Así enfocado, este libro es también un intento de unión de las dos formas de conocimiento que, según Wolfgang Pauli (Premio Nobel de física en 1945), dividen y enfrentan la tradición occidental: el conocimiento, que él denomina salvífico –cuya meta es la unidad–, y el científico, fundamentalmente analítico, empírico y basado en la verificabilidad de sus propuestas.5 Esta obra quiere presentar un conocimiento integrador que, valiéndose de los descubrimientos de la ciencia actual, facilite una visión unitaria y coherente del hombre. Una visión desde la que éste pueda reconciliarse consigo mismo y desde ahí con los otros y con el mundo y esto, en efecto, es una visión salvífica. Si buscamos una imagen del hombre como un ser realmente vivo, tenemos que superar ese concepto de “yo”, que hemos heredado, y que lo describe como un ser encerrado en sí mismo y aislado, porque todo ser vivo está en continuo movimiento y, por tanto, en relación con todo lo que le rodea.

Parece pues que vivir, para un ser humano, exige una idea de la vida y de sí mismo. La búsqueda de esa imagen, de ese concepto que guíe nuestro actuar, es parte ineludible de la misma. Como dice María Zambrano, la vida necesita del pensamiento; el hombre, para vivir su vida, necesita un cierto conocimiento de lo universal. De alguna manera, no podemos prescindir de la filosofía. Pero ¿cómo es posible alcanzar ese conocimiento? En el estudio del hombre, como en el arte, lo universal sólo se alcanza a través de lo más concreto; el ser humano sólo puede saber quién es, sabiendo qué es ser hombre, y sólo puede saber qué es ser hombre, creando él su propia humanidad, creándose, viviendo. De la misma forma, sólo quien es capaz de querer real y profundamente a una persona es capaz de entender el querer, y sólo quien es capaz de entender real y profundamente a alguien, un pensamiento concreto, sabe lo que significa entender. Del mismo modo, sólo alguien que se esfuerza realmente por ser honradamente él mismo, sabe en qué consiste ser hombre. A esto llamo dar sentido a la vida, y es la meta de todo vivir libre, es decir, humano.

Si la imagen del hombre, que cada uno tenemos, es inseparable de la imagen de nosotros mismos, es porque la filosofía como el arte alcanzan la universalidad a través de lo más particular, aunque luego tengamos que formular universalmente nuestros hallazgos para que sean útiles a otros e incluso clarificarlos. Una obra de arte, sólo cuando ha sabido plasmar algo muy concreto, esclarece “lo humano”, al hombre en sentido genérico; de la misma forma que sólo la comprensión real de los hombres particulares nos revela al ser humano en general. A la inversa, sólo llegamos al totalitarismo. Por eso, la visión del artista, si es acertada, acaba siendo una visión mística del mundo y, por tanto, moral en el sentido más radical del término. Lo que quiero decir con esto, lo expresa Chesterton mucho mejor que yo al explicar la visión del mundo, la forma de sentir y vivir propia de san Francisco de Asís:

el eremita podía amar la naturaleza como un fondo. Pero para San Francisco nada estuvo jamás al fondo […] él todo lo veía dramático, destacado de su entorno, no todo de una vez como en un cuadro, sino en acción como en una obra de teatro. Pasaba junto a él un pájaro como una flecha: era algo con su historia y su objetivo, objetivo de vida y no de muerte. Le detenía un arbusto, y era como si fuera un bandolero; y de hecho estaba tan dispuesto a saludar al arbusto como al bandolero.

En una palabra, hablamos de un hombre al que los árboles le impiden ver el bosque, San Francisco no quería ver el bosque en lugar de los árboles. Quería ver cada uno de los árboles como una cosa separada y casi sagrada […]. No llamaba madre a la naturaleza; llamaba hermano a un asno concreto o a un gorrión concreto.6

Esta mezcla de universalidad y particularidad es la causa de que el estudio del hombre y del vivir resulte un poco complicado. Vivir, tiene mucho de aprendizaje, pero mucho también de descubrimiento, y el descubrimiento es esencialmente creativo, aunque, probablemente, todo verdadero aprendizaje sea también creativo.

En el descubrimiento de algo nuevo, la creación es esencial. [En la vida como] en la ciencia no existe una regla general que permita pasar del material empírico a nuevos conceptos y teorías capaces de ser formulados matemáticamente.7

La verdad práctica

En la vida como en el arte, la verdad es práctica.8 Esto tiene dos vertientes; por una parte, como acabamos de ver, la verdad que buscamos es una verdad para la vida, por otra parte esa verdad aparece en el hacer, “va surgiendo” en el proceso. Por eso en la vida como en la ciencia, la obsesión por el control y la absoluta certeza de lo que vamos a encontrar, no sólo no son recomendables, sino más bien todo lo contrario; el creer que ya conocemos el final representa un serio impedimento para encontrarlo, para avanzar realmente, para alcanzar nuestra meta. Para no movernos en círculo, hay que dejar que las cosas surjan, pues la imagen del hombre que buscamos no puede existir realmente antes de ser vivida, aunque ciertamente “buscar” sea siempre caminar en una determinada dirección, y esto exija una intuición previa.9 Sin embargo, no poseemos algo así como un “modelo interior” de acción o de persona, y no podemos sino tantear para encontrar lo más acertado para cada uno y para cada situación, aquí y ahora. El “aquí” y el “ahora” son elementos imprescindibles en todo proceso creativo, sólo lo individual nos lleva a la universalidad. Como dice Kingsley hablando de Parménides, “él escribe sobre algo que está más allá del tiempo y el lugar; pero para comprenderlo, hay que partir del tiempo y el lugar”.10

Finalmente, en el ilimitado proceso de aproximación que es el conocer, la actividad artística nos ayuda a comprender qué es lo verdadero. Ayudándonos a comprender la acción (el proceso), esclarece la relación entre el descubrir y el crear, entre la comprensión y el “hallazgo”. El resultado no es un objeto, una imagen definitiva, clara y distinta del mundo o una solución universal a un problema concreto, sino, más bien, las coordenadas que nos permiten la comprensión correcta; puntos de referencia para el juicio; aspectos esenciales de una situación; fundamentalmente nos ayuda a ordenar y recrear nuestra imagen del mundo. El aspecto más importante de esta creación consiste en la adquisición de un punto de vista a través del cual establecemos una determinada relación con lo que nos rodea y con nosotros mismos, incidiendo así, con nuestro actuar, de una determinada manera en lo real. Viviendo creamos mundos en sentido estricto. Desde el punto de vista del actuar, la acción acertada es, según esto, una forma de mirar, una perspectiva; constituye una manera de ver el mundo. Una forma de actuar es también una forma de pensar, por eso es así mismo una actitud y una decisión, una óptica, un punto de vista, como afirma Emmanuel Lévinas.11 Probablemente tiene razón José Antonio Marina cuando dice que la función principal de la inteligencia es dirigir la acción.12

Según esto, todo conocimiento conlleva una actitud moral, toda explicación del mundo una toma de postura, una auto-definición, el yo será, por tanto, otro de los puntos neurálgicos de este trabajo. Creo que renunciar a ese concepto supondría un considerable retroceso en nuestra comprensión de la vida del hombre. Aunque ciertamente hoy en día sea necesario redefinirlo y resituarlo, lo considero uno de los grandes hallazgos del pensamiento occidental. El yo, que es una forma de nombrar la identidad, unido a la idea de autenticidad, de desarrollo personal, es ya inseparable de nuestra tradición occidental y, en mi opinión, un hallazgo de incalculable valor.13

Para terminar, quiero llamar la atención sobre un aspecto importante que podría considerarse una omisión o un olvido en mi planteamiento. Y de hecho lo era, hasta que mis otros ojos, los de Tatiana Aguilar-Álvarez,14 me lo hicieron ver: la lectura de este trabajo puede dejar la impresión de que el desarrollo del hombre, que aquí buscamos, sólo se alcanza mediante el esfuerzo intelectual. Nada más lejos de la realidad. Ciertamente éste es un trabajo de filosofía, pero la filosofía es sólo una de las formas posibles de conocimiento. La moral consiste o desemboca en la definición de un orden (que de momento, y de manera un poco banal, podemos describir como el diferenciar, en cada situación, qué es importante y qué no). La filosofía es un camino para alcanzar este conocimiento mediante el esfuerzo intelectual, pero también hay otros. Desde mi punto de vista, la bondad es uno de ellos, pues no es otra cosa que la intuición de este orden, es otra forma de inteligencia, es la capacidad de establecer en cada momento las relaciones correctas y, por tanto, de tomar las decisiones adecuadas. Esto es posible porque, como ya hemos dicho, todo verdadero conocimiento es un conocimiento de lo individual y concreto. La bondad es algo difícil de definir y no es además la meta de este pequeño trabajo –que se propone algo muy humilde: corregir la mirada, averiguar cual es la dirección correcta del pensamiento que busca clarificar el actuar y dirigirlo–, sin embargo creo que hay una característica fundamental sin la cual no puede entenderse su esencia y que, por otra parte, la une al verdadero esfuerzo intelectual y explica cómo pueden llegar al mismo sitio: la bondad parte de una profunda honradez con uno mismo, tal vez sólo sea eso: una profunda honradez que hace posible mirar limpiamente y reconocer el orden correcto. A su vez, el esfuerzo intelectual sólo es veraz cuando es honrado.

La bondad se acerca a la verdadera filosofía también por su forma. A veces pensamos que el éxito de este esfuerzo depende de una portentosa inteligencia, lo que significa estar especialmente dotado para algo. Sin embargo la inteligencia tiene más que ver con el equilibrio de nuestras capacidades en la comprensión de lo que nos rodea, que con el extremo desarrollo de una de ellas.15 Tiene que ver con el establecimiento de las relaciones correctas también entre nuestras capacidades. Parece que el concepto de armonía de la filosofía griega era francamente certero.

En resumen: podemos decir que una “persona buena”, como una “persona inteligente”, es la que sabe vivir o sabe vivir bien, que es lo mismo. Desde Maquiavelo, se ha institucionalizado la absurda teoría de que la bondad no es otra cosa que estupidez o debilidad, pero eso no es sino una de las muchas perversiones de la Modernidad. La bondad es una forma de la inteligencia y probablemente la más segura, pues el camino de la bondad no está tan lleno de dudas como el de la ciencia, como lo describe maravillosamente Santiago Ramón y Cajal16:

Te consideras deprimido y humillado porque reconoces, con pena, que para producir poco necesitas esforzarte mucho. Pero, con ligeras diferencias, a todos les ocurrió lo mismo en sus conocimientos. No te desilusiones, sin embargo, y labora con ahínco. Alumbra primero, aunque sea dolorosamente, la vena de la primera nueva verdad, que ella labrará después, espontáneamente, el cauce por donde otros hechos fluyan rauda y abundantemente.

Notas

1) Teresa Aizpún, Kierkegaards Begriff der Ausnahme. Der Geist als Liebe.

2) Hablar de desarrollo espiritual, no tiene relación directa con la religión. La espiritualidad es, a mi entender, la capacidad de experimentarse y entenderse como ser individual integrado en una totalidad, la entendamos como la entendamos. La espiritualidad es la experiencia de esa totalidad en nosotros.

3) Marta González Orbegozo, fue conservadora-Jefe de Exposiciones Temporales del Museo Nacional de Arte Contemporáneo Reina Sofía, desde 1990 hasta febrero del 2006.

4) Para Ilya Prigogine (Premio Nobel de química en 1977) la creatividad se da incluso en la materia que acostumbramos a llamar inerte: “podemos desde ahora esperar la matematización de las condiciones de innovación, modelizar de algún modo los factores que hacen posible la creatividad [...] porque la creación ya no nos parece el máximo atributo del hombre, sino una dimensión de la propia naturaleza” (Ilya, Prigogine, ¿Tan sólo una ilusión? Una exploración del caos al orden, Tusquets, Metatemas, Barcelona, 2004, p. 84).

5) Cfr. Wolfgang Pauli, “Ciencia y pensamiento occidental” en: Escritos sobre física y filosofía, pp. 169-183.

6) Gilbert K. Chesterton, San Francisco de Asís. Santo Tomás de Aquino, p. 66.

7) W. Pauli, p. 171.

8) La llamada verdad práctica consiste en el esclarecimiento, mediante la acción, de un camino o punto de vista. Según Aristóteles, la verdad práctica es la verdad de la acción que, en cierto modo, se descubre actuando (Cfr. Aristóteles, Ética Nicomaquea cap. VI).

9) Esta intuición no sólo dirige nuestros pasos, sino que nos proporciona la certeza de estar en la buena dirección, o de haber alcanzado una meta, aunque ésta sea siempre sólo un tramo del camino. El hombre tiene que ser capaz de reconocer aquello que le conviene, de lo contrario toda búsqueda estaría abocada al fracaso. El reconocer lo que uno busca, el saber que está en el buen camino, no es fácil de explicar si pensamos que justamente lo que uno busca, lo busca porque no lo conoce. Intentar dar una explicación a este fenómeno le hace pensar a Platón que en el fondo ya conocíamos aquello que buscamos, puesto que lo habíamos visto antes en el mundo de las ideas y, por eso, conocer se explica para él como “re-conocer”.

10) Peter Kingsley, En los oscuros lugares del saber, p. 62. Metodológicamente, la respuesta no está, por tanto, en aplicar leyes universales al individuo, sino en el conocimiento de la universalidad a partir de la comprensión real y profunda de lo concreto.

11) Cfr. Emmanuel Lévinas, Totalidad e Infinito, p. 55.

12) Cfr. Jose Antonio Marina, La selva del lenguaje. Introducción a un diccionario de los sentimientos, p. 75.

13) Cfr. Christa Bürger y Peter Bürger, La desaparición del sujeto. Una historia de la subjetividad de Montaigne a Blanchot; cfr. también Charles Taylor, Las fuentes del yo.

14) Tatiana Aguilar-Álvarez, doctora en letras hispánicas por El Colegio de México. Investigadora adscrita al Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, y docente del Colegio de Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras.

15) El caso de los “idiots savants” es muy ilustrativo al respecto. (Cfr. “Prodigios”, en Sacks Oliver, Un antropólogo en Marte, pp. 235-301.

16) “Charlas de café”, p. 500, cit. En: Gutiérrez Zuloaga, Ramón y Cajal. Consejos sobre educación, enseñanza e investigación, p. 216, UCM, dep. De Teoría e Historia de la Educación (internet).

La polifonía de la creación

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